Hace poco hemos
conocido la peripecia de una familia alemana que empleó un total de siete horas
en cubrir el trayecto entre Alicante y Tomelloso, un viaje que normalmente se
completa en tres. La culpa fue del GPS, que no tenía ni idea de que el
ayuntamiento de Minaya había acometido obras, y los tuvo dando vueltas por el
pueblo un total de cuatro horas. Los protagonistas llegaron a sentirse como el
personaje de Bill Murray en la película Atrapado
en el tiempo. Cada vez que pensaban que habían encontrado la salida del
laberinto, volvían a toparse con el cartel Bienvenido
a Minaya, y vuelta a empezar. Yo recuerdo un par de ocasiones en que he
vivido experiencias parecidas. Una vez, en busca de un restaurante, anduve
errante por pistas forestales una mañana entera, con una sensación creciente de
irrealidad. En otra ocasión, en un trayecto nocturno, mi GPS sencillamente se
volvió loco y la pantalla comenzó a mostrarme una especie de vuelo endemoniado
en línea recta, un auténtico viaje a ninguna parte. Los GPS se han convertido
en la panacea de los conductores desorientados. El problema es que, una vez en
manos del aparato, hay quien no vacila en lanzarse en picado por un barranco si
el GPS así se lo recomienda. Para colmo, viene equipado con una voz tan
perentoria que hace muy difícil ignorarlo, como si quien ocupara el asiento del
copiloto fuera una suegra mandona o nuestra maestra de párvulos. Este fenómeno,
en definitiva, no es sino una muestra más de la infantilización creciente que
vivimos. Siempre es más fácil delegar las decisiones, ponernos en manos de
otros, incluso de un aparatejo cuya inteligencia no es mayor que la de una
garrapata. El día que el GPS conduzca por nosotros, habremos alcanzado el
nirvana de la estupidez.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/5/2018
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