La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 26 de diciembre de 2008

Cumpleaños y libros

El miércoles fue mi cumpleaños. No sé si esto de haber nacido en Nochebuena imprime carácter. Lo que puedo asegurar es que el hecho de haber venido al mundo un 24 de diciembre no me ha convertido en alguien especialmente devoto de las Navidades. En la infancia puede que sí. Pero con los años uno comienza a mirar estas fiestas como una época especialmente funesta (¿de dónde piensan que viene el «fun, fun, fun» del villancico?). Me aterran las multitudes que invaden las calles, el tráfico y las compras a destajo. Las manadas de adolescentes beodos que asolan la ciudad de madrugada, y los niños que toman el relevo de día armados con esprays de nieve (comprados en los chinos y a buen seguro tóxicos). Me aterran las ingestas masivas de comidas grasas y las dosis también masivas de almax y omeprazol. Y esas resacas asesinas contra las que no hay analgésico que valga. Odio con toda mi alma los anuncios de colonias y perfumes, que este año son especialmente detestables. Los niños del colegio de San Ildefonso me dan grima, y a las burbujas de Freixenet las metería a todas en un convento. Me espanta la idea de la diversión institucionalizada, de tener que ser felices porque sí, porque lo ordenan Ramón García, El Corte Inglés y S. M. el Rey en su tradicional discurso navideño. En cuanto a la leyenda de que ésta es la época del calor familiar y los buenos deseos, puedo señalar que algunas de las trifulcas familiares más memorables que recuerdo han ocurrido precisamente durante la cena de Nochebuena o de Año Nuevo. Las Navidades me producen tanta fatiga que empiezo a notar sus efectos a mitad de noviembre. Si pudiera, dedicaría las fiestas a realizar una breve hibernación, desde el 23 de diciembre al 7 de enero. Saldría de la cama cuando las bombillitas de colores ya estuvieran fundidas y el mundo hubiera recuperado la cordura. Ya ven, uno comparte fecha de nacimiento con el niño Jesús y acaba convertido en el señor Scrooge del cuento de Dickens, sólo que irredento y en versión albaceteña.

Para más inri, este azar de haber nacido en Nochebuena me convierte en víctima permanente de una broma a la que nadie parece capaz de resistirse: «Vaya, pues menuda Nochebuena le diste a tu madre». He perdido la cuenta de los graciosos que me han espetado el chistecito creyéndose muy ocurrentes. ¿Qué culpa tengo yo de haber nacido en una fecha tan absurda, y encima de haber pesado cuatro kilos? Más bien creo que fue culpa de mi madre por no haber tenido un niño prematuro, lo que a ella le habría ahorrado varias horas de parto, y a mí el fastidio de haber nacido en fecha tan señalada. El alumbramiento de aquel bebé con cierto aire cardenalicio tuvo lugar en 1963, en un Albacete que imagino muy distinto del de ahora. Más frío, más mortecino, menos pagado de sí mismo. Una ciudad anclada en la provincia más profunda, perdida en medio de un océano de soledad, incapaz de soñar con Eurocopter, con el campo de golf y con las grandes superficies comerciales. O con que un día vendría Pérez Castell para rescatarla del olvido. Una población sin pretensiones, con una vocación mucho más agropecuaria que industrial y urbana. Y sin embargo, confieso que a veces añoro aquel entrañable poblachón en blanco y negro, borrado ahora por el vendaval del tiempo, el mismo vendaval que ha convertido a aquel infante rollizo nacido en Nochebuena en el señor de mediana edad que hoy, melancólico, teclea estas líneas.

 * * *

En otro orden de cosas, propongo combatir el marasmo navideño dedicando estas fiestas al noble ejercicio de la lectura. Por ello me atrevo a terminar con algunas recomendaciones literarias, que podrían resultar también de cierta utilidad a la hora de elegir un regalo. Entre los libros que más he disfrutado este año, mencionaré sin dudarlo la extensa novela Los hombres que no amaban a las mujeres del sueco Stieg Larsson (en Destino), un intenso y entretenidísimo thriller detectivesco que constituye la primera parte de la trilogía Millennium. Precisamente por estas fechas aparece la segunda entrega, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, también muy prometedora. Sigo hipnotizado con las historias de Haruki Murakami. La que voy a recomendar aquí es uno de los títulos que Tusquets ha publicado ya en bolsillo: Al sur de la frontera, al oeste del sol. De mi admirado Ian McEwan quiero mencionar la novela Chesil Beach, una historia llena de sensibilidad sobre dos jóvenes que llegan al matrimonio sin apenas conocerse (Anagrama). Para los que encaran el nuevo año con optimismo, recomiendo Cómo follar con todas, de Tony Clink (Debolsillo), porque la autoayuda bien entendida empieza por uno mismo. Por último, un título de lectura imprescindible para todo aquel que desee escribir reseñas literarias como ésta: Cómo hablar de los libros que no se han leído, de Pierre Bayard, en la colección de ensayo de Anagrama. Y nada más. Que las Navidades los traten bien. Y que sobrevivan a las fiestas con la mayor dignidad y los menos quebrantos posibles. Ya vendrá enero y podrán reponerse.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Cachivaches

Una forma de constatar el paso del tiempo es hacer inventario de los objetos que hemos ido acumulando en el transcurso de los años. La vida no es sino un acto prolongado de coleccionismo. Hay quien posee el don de saber desprenderse de lo superfluo y se limita a pequeñas y exquisitas colecciones. Admiro profundamente a esas personas: ni un objeto de más, nada que no responda a un propósito práctico o estético, cada cosa en su lugar. Otros, en cambio, amontonan trastos sin criterio, llenando cada rincón de objetos inútiles que atraen el polvo con mucha más facilidad que las miradas. Cierto amigo mío jamás tira una revista o suplemento de prensa, con lo que su casa se parece muchísimo a una vieja hemeroteca. Me temo que también yo pertenezco a esta segunda categoría de los que hacen acopio sin ton ni son. Las cosas, especialmente las cosas inútiles, se me quedan adheridas como las pelusas se pegan a las escobas. A modo de ilustración, diré que me resulta imposible dirigir la mirada a un solo punto de mi pequeño despacho sin toparme con algún trasto perfectamente inútil y probablemente feo, algo que de ninguna manera debería estar ahí. Vamos a prescindir de los libros, que forman parte de mí como mis manos y mis ojos. Centrémonos en las cosas cuyo propósito —si es que lo tienen— no es el de ser leídas. Hagamos inventario. A mi derecha una especie de canto rodado de aproximadamente un kilo de peso. Sobre él hay pintada una mariquita y, en torpe caligrafía infantil, la leyenda «felicidades papá». Mi hijo debía de tener cinco o seis años cuando confeccionó este pisapapeles para mí. ¿Cómo desprenderse de él? Junto al pisapapeles hay un reloj de mesa que me regalaron en el banco. Tuve que quitarle la pila, porque el segundero se movía con tal estrépito que me impedía totalmente la concentración. Sin embargo, que yo recuerde, es la única cosa que el banco me ha regalado. No podría tirar algo tan singular. Sobre mi escritorio hay un cenicero grande repleto de objetos de pequeño tamaño. Entre ellos, cinco o seis clavijas de aparatos electrónicos cuya utilidad desconozco o he olvidado. Con todo, algún día podría necesitar una de esas clavijas de forma desesperada, y entonces maldeciría mi estupidez en caso de haberla tirado. Hay también una especie de pez de goma de color rojo. No sé cómo llegó aquí. Pero ¿y si resulta que este pequeño juguete estuvo asociado a algún momento especial de mi vida? El hecho de que ahora no me acuerde no quiere decir que el recuerdo no vaya a surgir algún día. El pez se queda donde está. En un anaquel que hay a mi izquierda, haciendo guardia ante los lomos de los libros, contemplo un pequeño retén de soldaditos de plomo de diferentes épocas, vestigios de los primeros números de cierta colección de fascículos. Junto a ellos, una estampita de Santa Tecla, patrona de la informática. En lo alto de la estantería, dos máquinas de escribir que jamás volveré a utilizar y una caricatura enmarcada de Borges que recorté de un periódico. Y también un casco de hoplita griego, confeccionado en latón, que compré en un rastrillo. Curiosa pertenencia para alguien que ni siquiera ha hecho la mili. Al frente, una foto mía con unos siete años de edad. A ver, pequeñajo, ¿también tú acumulabas tanta basura? El niño carirredondo que fui asiente. Parece que acumular trastos es mi destino desde la infancia. Pero ¿dónde y cómo adquirí esta manía?

Seguramente mañana vaya a visitar a mis padres. Viven muy cerca de mi casa, en un piso que viene a ser el doble de grande que el mío. Siempre que voy, me asombra el modo en que mi madre ha logrado sepultar su casa bajo varias capas de trastos inútiles. Ella los llama «adornos». Muchos existían ya en mi infancia y han formado parte del paisaje de las sucesivas casas que hemos habitado. Otros se incorporaron cuando yo ya me había ido, quizás para rellenar el gran vacío que dejé atrás. En casa de mis padres apenas queda ya una superficie no agobiada por objetos. Los hay a centenares: figuritas de porcelana y adornos de cristal, platos decorativos y jarrones. Y ceniceros, docenas de ceniceros, aunque allí nadie fuma. Ahora que se aproximan las Navidades, probablemente haya no menos de seis nacimientos distribuidos por las distintas habitaciones. Apenas es posible adivinar el color de las paredes bajo las docenas de cuadros y retratos que cuelgan de ellas. Mi madre tiene tantas fotos enmarcadas de sus nietos que sería factible seguir el crecimiento de los niños con una precisión de menos de una semana. La casa de mi madre se ha convertido en un laberinto de cosas inútiles, una exposición de lo superfluo. Me gusta tirarle un poco de la lengua y le digo: «¿Cómo puedes vivir entre tanto cachivache? A ver si vas a tener el síndrome de Diógenes». Ella, acostumbrada a mi peculiar sentido del humor, contraataca: «Los enfermos de Diógenes acumulan basura, lo que yo colecciono son recuerdos». Comprendo que mi madre tiene razón, y que mi propio horror vacui  no es sino herencia y extensión de su celo coleccionista. Dice Gabriel García Márquez que algunas estirpes están condenadas a cien años de soledad. La nuestra está condenada a no limpiar jamás el cuarto trastero de la memoria. 

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 19/12/2008

viernes, 12 de diciembre de 2008

Canciones



Hace unos días supimos de la muerte del cantautor catalán Joan Baptista Humet, muy popular a finales de los setenta, y fue como si de repente se abriera ventana a nuestro pasado. Por paradójico que pueda parecer, internet y las nuevas tecnologías nos permiten darle a esa ventana un sentido mucho más que metafórico. Si uno quiere reencontrarse con el niño que fue, nada como darse una vuelta por Youtube y organizarse una sesión de aquellas series televisivas de la infancia (El fugitivo, Viaje al fondo del mar, Pippi Calzaslargas, etcétera). Con permiso de la SGAE, también los programas de intercambio de ficheros son útiles para emprender regresiones temporales. En un arrebato de nostalgia sufrido recientemente, me dio por confeccionarme una recopilación de canciones de mi infancia y mi primera adolescencia. Dos composiciones del mencionado Humet (q.e.p.d.) figuraban entre las escogidas. En cuanto a los intérpretes extranjeros, en este hit parade particular ocupaban un puesto de honor los italianos, sobre todo los que cantaban aquellas canciones guarrindongas que a los españolitos de la transición nos ponían como motos. Me refiero a Sandro Giacobbe, a quien muchos le debemos más de un filete por obra y gracia de El jardín prohibido. Y con él, naturalmente, a Gianni Bella, Umberto Tozzi y Claudio Baglioni. Aunque no perdamos de vista a algunos intérpretes autóctonos que también se las ingeniaban para subirnos la temperatura algún que otro grado. «Acuéstate, disfruta tu libertad», cantaban Ana y Johnny para nuestro pasmo y regocijo. «Yo bajé la cremallera de tu vestido», decía Pablo Abraira, y todos nos imaginábamos en un trance parecido. Esto último estaba en Gavilán o paloma. Por cierto, que al repasar otra de aquellas calentorras composiciones de Pablo Abraira me llevé una sorpresa mayúscula. Me refiero a O tú o nada. Me he pasado unos 30 años convencido de que la letra de la canción decía «amada mía, tú serás, mi gran amor, mi niña mimada», y al volver a escucharla me encontré con que lo que dice en realidad es «amada mía, ADÚLTERA». Quién lo iba a sospechar de un cantante de los años setenta. Entusiasmado con mi descubrimiento, se lo conté a un amigo al día siguiente. Pues bien, mi sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que mi amigo no sólo había entendido siempre lo mismo que yo, sino que se negaba a que lo sacaran de su error. Hasta puede que, en nuestra ingenuidad, toda una generación de españoles hayamos borrado el espinoso tema del adulterio de la canción de Abraira. Tal vez sean cosas de nuestra educación tradicional y católica. O quizás una mala pasada del inconsciente colectivo. Una cuestión fascinante, en cualquier caso.
Investigando un poco en el asunto, he descubierto que no es tan raro esto de malinterpretar las letras de las canciones y suplir con la imaginación la parte que falta. Ni siquiera es algo exclusivo de nuestro idioma. En el orbe musical anglosajón es de lo más normal. De hecho, existen recopilaciones enciclopédicas de esta tontería. La más célebre de todas está en internet, por supuesto, en la dirección www.kissthisguy.com, y en ella podemos encontrar ejemplos tan divertidos como el de la famosa canción de los Beatles Strawberry Fields Forever. Hay una parte de la letra que reza «living is easy with eyes closed» («es fácil vivir con los ojos cerrados»). Pues bien, muchos fans de mente calenturienta se pasaron años convencidos de que lo que John Lennon cantaba era «living is easy without clothes» («es fácil vivir en pelotas»). En un tema del grupo Creedence Clearwater Revival se canta «there’s a bad moon on the rise» («la malvada luna asciende»), aunque lo que parecen decir es «there’s a bathroom on the right» («el váter está a la derecha»).
Estos fragmentos interpretados creativamente han recibido el nombre de mondegreens. Su variedad más exótica es el mondegreen transnacional, y me refiero a esas canciones en una lengua extranjera en las que creemos identificar frases absurdas en nuestro propio idioma. En su programa de radio, el presentador Pablo Motos hizo una magnífica recopilación de estos mensajes misteriosos en perfecto castellano, que el llamó «tenientes». La sección llevaba por título El momento teniente, y gracias a ella supimos que en la canción Money for Nothing, Mark Knopfler decía claramente «Baby, quiero queso roñoso». Y también que en una tema de la Electric Light Orchestra, Jeff Lynne se quejaba del siguiente modo: «¡En tu huerto no hay tomates!».
Todo esto resultaría cómico si no fuera una prueba más del escaso entusiasmo que despierta en este país el estudio de las lenguas extranjeras, lo que no quiere decir que no nos haya entusiasmado siempre la música anglosajona. En mi generación nos las arreglábamos estupendamente para corear las canciones sin entender ni papa de lo que decían. Aquella que cantaban John Travolta y Olivia Newton-John en Grease era una de nuestras favoritas. «Arcanchú dermortifraien, andabrú sensorráun», berreábamos muertos de risa. Ni siquiera nos hacía falta encontrar «tenientes» para pasarlo en grande. Y claro, entre esto y Pablo Abraira, así hemos acabado.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 12/12/2008

viernes, 5 de diciembre de 2008

Dolor de muelas

Desde hace unas semanas me duelen las muelas. Nada como un buen suplicio dental para recordarnos la fragilidad de nuestra carne y, por ende, lo efímero de nuestro tránsito por el mundo. Mucho más efectivo, sin duda, que esas historias de terror que nos contaban los curas en la catequesis, aquella siniestra lotería de morir en pecado o en gracia de Dios, con las irrevocables consecuencias que los lectores recordarán. Pero estaba hablando de mis muelas. No quiero parecer pusilánime, pero me han dolido una barbaridad. Cada comida se convertía en una sesión de tortura, máxime siendo yo tan devoto de los alimentos contundentes y tan poco amigo de purés, verduras y sopitas.

Si lo pienso, llego a la conclusión de que los dientes gozan de un prestigio que no se merecen. Nadie se preocupa de la blancura y lozanía de su fémur o de su clavícula. ¿Qué sentido tiene esa obsesión por lucir unos incisivos inmaculados, unos caninos tan níveos como la porcelana de Sèvres? Recuerdo un hermoso texto de Francisco Umbral incluido en esa joya de libro que se titula Mortal y rosa. Umbral habla de su esqueleto. Dice que el esqueleto es algún antepasado nuestro que todos llevamos dentro. «Se evaporará mi carne y quedará el esqueleto, el antepasado, ése que ya no soy yo.» Inquieta pensar que todos transportamos a ese intransigente habitante, a ese «individuo duro y feo» que antes o después habrá de convertirse en nuestro cadáver. En algunos lugares de mi cuerpo, el incómodo compañero está oculto bajo una mullida capa de carne. En otros, como los codos, el cráneo o las rodillas, lo noto a flor de piel. Su dureza me mortifica. Su rigor es evidente al tacto, y al sentirlo siento también un vago retortijón de angustia. Memento mori. Un día estaré tieso. El único testimonio de mi paso por el mundo será este patético montón de huesos que ahora me sustenta. Y dudo que haya un juez Garzón empeñado en desenterrarlos.

Coincidimos en que el esqueleto es nuestra parte más siniestra. Y, sin embargo, hay una parte de nuestro esqueleto que mostramos al mundo sin el menor pudor. Es más, nos complace exhibirlo, en especial cuando cumple a rajatabla su condición ósea de objeto blanco y petrificado. Me refiero a nuestra dentadura, esos pequeños pedazos de nuestra osamenta que asoman obscenamente al exterior. Qué atractivos nos parecen los dientes cuando nos sonríe una mujer hermosa, una reacción paradójica, por cuanto que lo que delatan no es su belleza, sino el espanto de la calavera que acecha debajo.

No, los dientes no merecen su buena reputación. Y menos aún esas piezas llamadas «muelas del juicio», que son precisamente las que han provocado mi calvario de las últimas semanas. Esos pequeños y duros diablillos agazapados en la parte más recóndita de mi cavidad oral. ¿Qué son sino armas de carnívoro, reliquias que hunden sus raíces en la noche de la cadena evolutiva, recordándonos que hubo un tiempo en que fuimos poco más que mandriles con las fauces tintas de sangre? Por eso me sentí casi agradecido cuando mi dentista me dijo que iba a ser necesario extraerlas. Agradecido pero también aterrorizado, justo es reconocerlo. Yo, que tan poco apego siento por mis dientes, he pasado varias semanas presa del pánico ante la idea de deshacerme de algunas piezas que ni siquiera uso. Cuando faltaban pocas fechas para el Día D, postergué la operación con la excusa de un viaje. Pero la tortura era tan grande que se me acabaron las excusas. Así pues, tranquilizado con la experiencia de algunos amigos (y aterrado con la mala experiencia de otros) expuse mis intimidades bucales a la experta mano de mi dentista. Unos pinchazos, unos leves tirones y, ¡bendito sea Dios!, la maldita muela estaba fuera. «¿La quieres guardar?», me preguntó la buena señora mostrándome una cosita ensangrentada, amarillenta y cuarteada de caries. «No, no. Prefiero donarla a la ciencia». Y me marché agradecido y maravillado por lo fácil que había sido todo. Me sentía aligerado. Menos esquelético. Más persona. Luego recapacité y no pude evitar sentirme también un poco ofendido. Yo pensaba que estaba deseando deshacerme de mi muela. Pero, a tenor de la facilidad con que me había abandonado, era ella la que estaba deseando deshacerse de mí.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 5/12/2008 

viernes, 28 de noviembre de 2008

¿Qué hay en un nombre?



El legendario artista de country Johnny Cash era, además de un magnífico intérprete, un formidable narrador de historias. Entre la galería de forajidos, presidiarios y tipos al límite que pueblan las letras de sus canciones, siempre me ha fascinado la historia de aquel muchacho que se llamaba Sue, que como sabrán es un hipocorístico de Susan. Según él mismo nos cuenta, Sue se ha pasado la vida pensando que su ridículo nombre no fue más que una broma pesada de su padre, al que apenas conoció. El tipo era un vividor y los abandonó a su madre y a él cuando Sue apenas tenía tres años. Desde entonces ha tenido que vivir con la vergüenza de ser un chico con nombre de muchacha. Su nombre le complica muchísimo la vida, ya que se ve obligado a pelearse cada vez que alguien se burla de él, lo que ocurre con bastante frecuencia. De pelea en pelea, acaba convertido en un tipo duro cuya obsesión es encontrar a su padre, culpable de sus humillaciones, y darle su merecido. Y un día, en efecto, se topa con él en un saloon. «Le aticé fuerte entre los ojos y lo tiré al suelo. Pero él levantó con un cuchillo en la mano y me rebanó un pedazo de oreja. Entonces yo le rompí una silla en los dientes». Al final del violento encuentro paterno-filial, Sue logra someter a su padre y se dispone a acabar con él. «Adelante, hijo», le dice el hombre sonriendo y escupiendo dientes. «Sé que me odias y no te culpo por querer matarme. Pero antes deberías darle las gracias a este grandísimo hijo de perra que te bautizó con el nombre de Sue. Este mundo es un asco y hay que ser duro para sobrevivir. Y si no fuera por mí no sabrías pelear como lo haces». Entonces Sue comprende que en realidad su nombre era el mejor legado que su padre podía hacerle antes de marcharse. Lo ahogan las lágrimas, arroja el revólver, padre e hijo se abrazan. Fin de la canción.
«¿Qué hay en un nombre?», suspira Julieta al saber que su enamorado se llama Montesco, y que por tanto es un vástago de la familia enemiga de la suya. «¿Es que acaso una rosa, llamándose de otro modo, no mantendría su perfume?» Creo que la pregunta de Julieta es procedente. Yo mismo me la he hecho más de una vez. ¿Qué hay en un nombre? ¿Qué hace especiales a nuestros nombres, y de qué modo misterioso terminamos vinculados a ellos? Recuerdo que de niño estaba convencido de que existía una relación necesaria entre las personas y sus nombres. Si alguien se llamaba María o Gabriel, yo me creía capaz de encontrar un parecido entre el nombre y la persona. De algún modo intuía que esa persona estaba destinada a llamarse así. Pensarán que mi teoría infantil hace agua por todas partes, pero me mantengo en mis trece y sigo pensando que los nombres actúan como moldes, y que antes o después acabamos pareciéndonos a nuestros nombres, del mismo modo que acabamos pareciéndonos a nuestros padres, nos guste o no.
Igual que le ocurre al protagonista de la canción de Johnny Cash, hay gente que sufre su nombre como una condena. Me temo que para esto de los nombres los españoles somos mucho más remilgados que los latinoamericanos. Acuérdense, por ejemplo, de Elián González, el niño balsero, que tenía una prima en Miami que se llamaba nada menos que Marisleysis. Se conocen también casos de niños llamados Usanavy y Usamail, en homenaje a la armada y al servicio postal de los Estados Unidos, respectivamente. Aquí no llegamos tan lejos, pero imagino que quienes se llaman Toribio o Sinforosa no parten precisamente con ventaja. Hay quien llega a odiar su nombre hasta el punto de cambiarlo, pese a los complejos trámites administrativos que ello comporta. Sin embargo, pienso que al hacerlo están renegando de una parte esencial de sí mismos, y que ese acto de traición trae aparejado su propio castigo. A mí me ocurrió, en cierto modo, cuando decidí prescindir del segundo nombre que me dieron al nacer. Eloy es el nombre que heredé de mi abuelo, el nombre al que estaba destinado. Pero mi madre, en un pequeño acto de rebeldía, decidió adjuntar al nombre de Eloy el de Miguel, creando así una combinación imposible muy del estilo de los culebrones sudamericanos. Mi traición consistió en ocultar el Miguel materno tras la inicial «M». Y mi castigo no tardó en llegar, pues desde entonces me han llamado Eloy Martínez Cebrián, Eloy Manuel Cebrián y, con auténtico vuelo imaginativo, incluso Eloy María Cebrián. En mal día decidí dejar de ser Miguel.
Por fuerza, tiene que haber algo en los nombres. Son tan nuestros como nuestro corazón o nuestra piel. Están tan íntimamente ligados a nosotros que, al revestirlos, estamos transfiriéndoles nuestra personalidad, nuestro mismo ser. ¿O es al contrario? ¿Seríamos los mismos si tuviéramos nombres distintos? Por si acaso, escuchen a ese muchacho llamado Sue y pónganles a sus hijos nombres normalitos, no sea que llegue un día en que tengan que rendir cuentas ante ellos.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/11/2008

viernes, 21 de noviembre de 2008

Blogosfera

La ciudad de Sevilla acogió la semana pasada el Evento Blog España, un encuentro de particulares y empresas relacionadas con los blogs de internet. El universo de los blogs se halla en expansión, al igual que el universo de la red en su conjunto. Hasta mediados los noventa lo de una «red de redes» nos sonaba a ciencia-ficción, hoy nos movemos por ella con la facilidad con que bajamos a la panadería de la esquina. Como si de una gigantesca empresa de colonización se tratase, hemos convertido en nuestro vecindario lo que hasta hace bien poco era «terra incognita». Y las nuevas tierras precisan nuevos nombres, de ahí que la red sea terreno propicio para los neologismos. La palabra blog se forma a partir de web log, siendo log el término inglés que designaba esos diarios o cuadernos de bitácora en los que los capitanes de los barcos dejaban constancia de sus navegaciones.

«Bitácoras»… «navegantes»… Si se fijan, todo lo que se relaciona con la red parece teñido de aventura y romanticismo. Quizás hubo un tiempo en que esta envoltura romántica tuviera sentido. Ahora ya no estoy seguro de si responde a los hechos o bien se trata de simple palabrería. Nos las hemos arreglado para convertir algo novedoso y apasionante en el colmo de lo vulgar y lo hortera. Navegar hoy por la red no difiere mucho de pasear por los pasillos de un supermercado, o más bien un bazar del mal gusto. Aquí la sección de remedios para la disfunción eréctil. Allá el sex shop. A la derecha la sección de software pirata con virus incluido. Como muestra de la degradación que sufre la red, piensen en esos correos basura que recibimos a toneladas cada día. Casinos virtuales, sex cams, viagra, timos varios Tal vez el retrato-robot del hombre del nuevo milenio: pornógrafo, voyeur, ludópata y pitopáusico. Y entre tanta inmundicia, la blogosfera (que así se denomina el universo de los blogs) resalta como uno de los pocos reductos de creatividad, sensibilidad e imaginación.

Abrir un blog es tan sencillo que pocos forofos de internet dejan de sucumbir a la tentación. Cualquier servicio de creación de blogs (llámese Blogger, Blogia o La Coctelera) nos ofrece una variedad casi infinita de bitácoras donde los «blogueros» del mundo dan rienda suelta a sus pasiones, desde el bricolaje a Schopenhauer, pasando por el heavy metal, el esperanto y el pensamiento Zen. En mi entorno cercano puedo señalar más de uno que merece la pena. Bien a cara descubierta, bien ocultos detrás de un nick o apodo, me cabe presumir de algunos amigos cuyos blogs rozan la excelencia. Daniel Quinn, un antiguo alumno, es el responsable de El Dormitorio de Maud, una interesante revista de cine y literatura que se encuentra a tan sólo un google de distancia. Antonio Segovia, colega y amigo, se vale de su De Siberia a Malvinas para dar rienda suelta a sus dos pasiones, que son la biología y la pedagogía. Manel Haro, joven periodista barcelonés, es el creador de El Blog de las Odiseas, que se nutre sobre todo de reseñas literarias y entrevistas a escritores. Desde La Luz del Agua, el poeta caudetano Ángel Aguilar nos ofrece una visión del mundo teñida de lirismo y espiritualidad. Carretera y Manta es un espacio virtual donde el pintor Juanjo Jiménez nos regala algunas magníficas fotografías de naturaleza y de paisajes. A través Apuntaciones Sueltas, mi amigo el traductor Alejandro Pareja ha llevado a cabo iniciativas tan singulares como la de buscarle un padre adoptivo a su vieja máquina de escribir Olivetti. Y como muestra de la variedad de este «género», sepan que mi compañero de instituto Juan Martínez-Tébar, profesor de matemáticas, deja constancia de su pasión por esta ardua disciplina en Los Matemáticos No Son Gente Seria.

Mención aparte merecen otros blogs de orientación más periodística. Siguiendo la estela de muchos prestigiosos columnistas de opinión (Arcadi Espada, Javier Rioyo o Javier Marías) algunos amigos que escriben semanalmente en la prensa decidieron insuflarles una segunda vida a sus artículos a través de un blog. Entre ellos, muy singularmente, los escritores Arturo Tendero y León Molina, cuyas bitácoras comparten título y contenidos con las columnas que ambos publican en la prensa de Albacete: El Mundanal Ruido y El Puente, a las que les remito con todo el entusiasmo que me consiente mi mustia naturaleza. Como era previsible, también esta Ley de Murphy tiene su contrapartida digital, con algún que otro lector, y con más de un detractor cuyas opiniones, por malévolas y erróneas, con frecuencia me abstengo de publicar.

En fin, ya ven que los blogueros somos multitud, tantos que apenas encontramos tiempo para leernos unos a otros. Dejo abierto el interrogante de si tantos blogs son necesarios o bien no hacen más que añadir ruido y caos al mundo de internet, que ya anda más que sobrado de ambos. Les invito, no obstante, a recorrer algunas de las bitácoras aquí reseñadas y a dejar en ellas sus opiniones y comentarios. Pasen y lean. Y, qué narices, si no encuentran lo que buscan, creen su propio blog.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/11/2008

viernes, 14 de noviembre de 2008

Diabetes infantil



Mi hijo enfermó de diabetes a la edad de siete años. Los síntomas eran muy claros, aunque al principio no supimos interpretarlos. El niño necesitaba beber constantemente. También se quejaba de hambre y comenzamos a notar que perdía peso. Los análisis revelaron niveles altísimos de glucosa en su sangre. El diagnóstico fue que sufría diabetes tipo 1. Su sistema inmunológico se había desajustado y estaba destruyendo sus células productoras de insulina, que es la hormona encargada de llevar la glucosa al interior de las células. Puesto que la glucosa es un combustible esencial para la vida, era como si el niño hubiera pasado varias semanas sin recibir alimento.
La noticia de que  nuestro hijo era diabético supuso un auténtico cataclismo. Como les ocurre a todas las familias en las mismas circunstancias, no pudimos evitar sentirnos culpables y preguntarnos qué habíamos hecho mal. Mientras el niño se restablecía en la unidad de pediatría del hospital, los médicos y el personal sanitario nos aseguraron que en estos casos no existen culpables. Aún no se sabe con certeza qué desencadena la diabetes tipo 1, también conocida como diabetes infantil. Se trata de una enfermedad relativamente rara. En nuestro país aparecen unos mil nuevos casos anuales entre la población de 0 a 15 años. Sus síntomas son muy parecidos a los de la diabetes tipo 2, la que sufren muchas personas mayores. Las causas que la desencadenan, sin embargo, son distintas, y su único tratamiento posible es la insulina. Todos los enfermos de diabetes tipo 1 necesitan administrarse insulina para poder vivir.
Después de una semana en el hospital, nuestro hijo regresó a casa. Con la ayuda del personal sanitario todo resultaba fácil. Pero ahora su salud era de nuestra entera responsabilidad. Los primeros días fueron de caos y de angustia. Las pautas de administración de insulina son variables. Dependen de infinidad de factores, pero sobre todo de la alimentación y de la actividad física. Resulta doloroso concienciar a un muchacho de siete años de que se ha convertido en un enfermo crónico, y de que su bienestar dependerá de su capacidad para aprender a controlar la enfermedad. A partir de ahora, y para siempre, el niño va a tener que guardar una dieta estricta, con un escrupuloso cálculo de las calorías y los hidratos de carbono. El control de la glucemia antes y después de las comidas nos dará la pauta para la correcta administración de la insulina, pero esto supone un mínimo de tres análisis cada día. La insulina sólo puede administrarse por medio de inyecciones, entre dos y cinco diarias, lo que resulta engorroso para cualquiera, pero especialmente para un niño o un adolescente. Una dosis excesiva puede provocar una hipoglucemia, situación de riesgo que se puede agravar rápidamente hasta provocar la pérdida del conocimiento, convulsiones y hasta daños cerebrales. El ejercicio físico es fundamental. Pero demasiado ejercicio o una ingesta insuficiente de hidratos de carbono pueden saldarse también con una hipoglucemia. Traten de imaginar lo que todo esto supone: un auténtico laberinto de cifras, jeringuillas, agujas, tiras reactivas, maquinitas medidoras, cálculos, curvas glucémicas y docenas de cosas más. A pesar de todo, lo que de verdad importa es que nuestro hijo está a punto de cumplir 14 años y es un muchacho sano y feliz que vive una vida normal. Se puede vivir con diabetes. Y éste es el mensaje que deben recibir aquellas familias cuyos hijos acaban de debutar en la enfermedad, la mejor fórmula para vencer el miedo y la angustia del principio.
Las modernas variedades de insulina y las nuevas formas de administrarla han ayudado a mejorar la vida de los enfermos, sobre todo de los niños y adolescentes. La investigación con células-madre es una esperanza a medio plazo. Pero la diabetes se ha convertido en un enorme problema sanitario, por lo que las soluciones no deben venir únicamente de la ciencia, sino de la sociedad en su conjunto. La masificación de nuestro sistema sanitario es un gran obstáculo. Sólo un porcentaje reducido de niños diabéticos reciben bombas de insulina de la sanidad pública, aunque éstas sean un valiosísimo aliado para que la vida de estos chicos se parezca lo más posible a la de un niño sano. Además de la mejora de la asistencia sanitaria y de las presentaciones, las familias con hijos diabéticos precisamos de la ayuda de los colegios, pues en ellos transcurre buena parte de la jornada de nuestros hijos. Los profesores y el resto del personal deben aprender a reconocer las situaciones de riesgo y actuar de la forma adecuada. Por desgracia, aún queda mucho por hacer. A veces las familias nos sentimos solas y desprotegidas, incluso abandonadas a nuestra suerte. Hoy, 14 de noviembre, se celebra el Día Mundial de la Diabetes. Sirva esta columna como humilde intento de mejorar el conocimiento social de esta enfermedad, quizás el único modo de empezar a vencerla.
 Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/11/2008

sábado, 8 de noviembre de 2008

La callada por respuesta

Los españoles nos gustamos. Es un hecho. Nos tenemos por los más simpáticos, alegres y aptos para disfrutar de la vida. La auténtica alegría de la huerta. Los yanquis dicen que son la tierra de los libres. Nosotros nos disputamos con quien haga falta el título de ser la tierra de los majos y los risueños. España es diferente porque es mejor. Tras ser la nación de los complejos hemos devenido en el país de la autocomplacencia desatada. Y para comprobarlo basta con salir al extranjero y observar la actitud de nuestros compatriotas, que ahora recorren el mundo con el mismo gesto de superioridad que aquellos aristocráticos viajeros de antaño. «En mi casa, todo mucho mejor», parecen proclamar torciendo el gesto, como una maruja que, disimuladamente, pasa el dedo por los muebles de su vecina del quinto. No es raro que muchos guías turísticos extranjeros nos sitúen en la parte inferior de un ranking que casi siempre encabezan los japoneses como modelo de pueblo cortés, respetuoso y culto. Aun así nos ufanamos de ser los más guays de la Unión Europea. ¿Acaso se nos puede medir con esos guiris británicos o teutones que se emborrachan y hacen el vándalo en Benidorm? No obstante, sólo hay que darse una vuelta por el Reino Unido para comprobar el grado de grosería que puede alcanzar esa horda de zanguangos que cada verano facturamos hacia allá con la vana esperanza de que aprendan inglés. O apostarse en algún lugar de especial relevancia turística (los Museos Vaticanos, por ejemplo) y observar cómo nuestra clase media hace alarde de su ignorancia para los idiomas, su vocinglería y sus malos modos. En pocas décadas hemos pasado de vernos en blanco y negro a contemplarnos el ombligo en cinemascope y technicolor. Nos hemos convertido en una nación chauvinista, sí, hasta el extremo de que nos parece muy digno y divertido que nuestro rey pierda los papeles en una reunión de estados latinoamericanos. «¿Por qué no te callas?», farfulla el monarca poniéndose a la altura del matón al que pretende callar. Y le reímos la gracia. Porque los españoles somos así de majos, de naturales y de campechanos. Es nuestra idiosincrasia nacional. Y el rey la encarna a las mil maravillas.

Pues bien, voy a correr el riesgo de lanzar una piedra contra ese espejo en el que ahora nos miramos como nación, y que ya no es uno de esos espejos deformantes que Valle-Inclán situaba en el Callejón del Gato, sino el espejo mágico del cuento, que nos devuelve una imagen retocada y embellecida con el Photoshop. No me acaba de gustar cómo somos. Creo que seguimos padeciendo la que siempre fue nuestra peor lacra. Me refiero a la falta de cortesía, o bien a la mala educación, si prefieren llamar a las cosas por su nombre. Un vicio vasto y multiforme que sigue dando que hablar desde que Larra abrió brecha como «El Pobrecito Hablador». Valgan estas líneas como humilde contribución a tan excelsa tradición literaria. Y puesto que el tema de la grosería hispánica es demasiado amplio para abordarlo en su conjunto, trataré de glosar la que para mí constituye una de sus manifestaciones más execrables, la de dar la callada por respuesta.

Es éste un vicio que se hunde en el espectro social como un cuchillo bien afilado, ya que lo practican con asiduidad todas las capas de la población, desde el menestral al ministro, pasando por todos los rangos intermedios. Es un vicio, además, paradójico, si pensamos que el nuestro es el país del ruido, donde proliferan los energúmenos que gritan en los bares y que jamás dan cuartel a sus vecinos. Es el vicio de no dar la cara, de no contestar pese a lo que dicten la responsabilidad, el respeto y hasta el sentido común. El vicio de guardar silencio. Y me refiero a ese silencio desdeñoso y borde que goza de tanto predicamento, en tanto que socorrido subterfugio para quien desea sacudirse estorbos o marcar distancias. El silencio no siempre es oro. A veces es pura porquería. De hecho, es mucho peor que la más torpe de las respuestas, máxime en esta era de comunicaciones en tiempo real, que con frecuencia es el más irreal de todos los tiempos. Qué comodidad la del que da la callada por respuesta. Qué olímpica arrogancia la de quien se queda observando, con una ceja en alto y sonrisa de desprecio, esa carta, fax, e-mail o llamada telefónica que no tiene la menor intención de responder, aunque así esté relegando a otra persona a la inexistencia, quién sabe si hundiéndola en el desconcierto o en la angustia. Tal vez quienes dan la callada por respuesta piensen que de ese modo se invisten de autoridad. Quizás no sea más que la forma más cómoda y rápida de librarse de responsabilidades y compromisos molestos. En cualquier caso, el granuja que responde con silencio no merece otra cosa que silencio, o lo que es lo mismo, desprecio. Aunque no se puede descartar que ese silencio obedezca a una causa natural. Tal vez el problema sea no hay nadie al otro lado. Por lo menos nadie que merezca la pena.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/11/2008


viernes, 31 de octubre de 2008

Entrevistas


Para bien o para mal, esto de escribir novelas y haber publicado algunas trae consigo una cierta celebridad. Una celebridad más bien diminuta que sin embargo hace muy feliz a mi madre, y que basta incluso para que los medios de comunicación se interesen a veces por mí. Con el tiempo he comprendido que una carrera literaria obliga a dar la cara. Es necesario convencer a los lectores de que les merece la pena gastar su dinero y su tiempo en tus ocurrencias. Las entrevistas son un aspecto inevitable de la promoción de un libro. Me ponen muy nervioso, pero son un mal necesario.

Mi temor principal ante una entrevista es hacer el idiota, lo que no obstante casi siempre consigo. Pero nunca hasta el extremo de aquella primera vez, hará unos diez años, cuando la Diputación acababa de publicar mi primer libro. Aquella novelita juvenil despertó el interés suficiente para que el periodista Ramón Bello Serrano (ahora compañero en las páginas de opinión de este diario) me solicitara una entrevista para un programa de radio que él conducía. Preferí hacerla por teléfono pensando que de ese modo me podría menos nervioso. Craso error. Mi nerviosismo se disparó tan pronto como oí a Ramón, que es una persona culta y leída donde las haya, decir cosas sobre mi libro que yo jamás habría sospechado que estuvieran en mi libro. «Este tío me va a hacer preguntas muy difíciles», me dije. Y con eso mi ritmo cardiaco y mi respiración comenzaron a acelerarse, de modo que cuando me tocó hablar mi voz sonó entrecortada y chirriante, como la de un niño al que el profesor saca a la pizarra el día que no se sabe la lección. Y realmente no me la sabía. La prueba es que no me sentí capaz de contestar ni siquiera la primera pregunta de Ramón, algo complicadísimo sobre si mi periplo vital y psicológico guardaba similitud con el del protagonista. Puesto que el protagonista de la novela era un caballo, me quedé sin saber qué decir. Y al ensayar una respuesta me hice tal lío que me asaltó la terrible sensación de estar haciendo el ridículo, acompañada de sudor frío y de palpitaciones. Pero la cosa no había hecho más que empezar, porque en cierto momento la voz del periodista empezó a oírse tenue y lejana, como si sonara desde el fondo de un pozo, con lo que el problema ya no era sólo que sus preguntas fueran muy difíciles, sino que ni tan siquiera las oía. Y justo entonces, para complicarlo todo, acertó a pasar por mi calle el camión de la basura, con su motor diésel rugiendo a apenas cinco metros de mi ventana. No recuerdo cómo acabó aquello, aunque sí la sensación de ridículo, que todavía me dura.

Con el tiempo uno gana en experiencia y en tablas. Y hubo entrevistas posteriores que no me salieron tan mal. Las que aparecen en la prensa escrita no comportan la tensión de las que se hacen en los medios audiovisuales. Uno dice lo que buenamente puede, y a veces el periodista es lo bastante ducho como para evitar que quedes como un perfecto zoquete. Tal es el caso de los amigos Virgilio Liante y Ricardo Pérez, que hasta se las han arreglado para extraer de mí alguna idea interesante. Incluso he hecho entrevistas para la televisión de las que he quedado bastante satisfecho, aunque me da rabia que las cámaras me saquen siempre gordo, cuando en realidad soy un tipo tirando a estilizado. La mejor de todas fue aquella en que la presentadora me pidió que le sugiriera algunas preguntas, y yo casi le escribí el cuestionario completo. A diferencia de lo que me ocurrió con Ramón, esta vez sí que me supe todas las respuestas.

Pero aún hubo otro episodio de terror, y fue hace relativamente poco tiempo, cuando se supone que ya debía estar curtido en estos lances. Concretamente, fue en agosto del 2007, a propósito de la muerte de Umbral. Yo estaba en la playa con mi familia y me llamaron de una emisora de radio para pedirme una semblanza del maestro, al que conocí brevemente con ocasión del premio literario que lleva su nombre. La verdad es que Umbral apenas me hizo caso. Aun así, una vez me senté a su mesa y lo vi sufrir un episodio de reflujo gástrico, lo que sin duda me facultaba para profundizar en la dimensión literaria y humana del personaje. Lo que no había previsto era lo difícil que es hacer una entrevista tan solemne cuando se está en la playa rodeado de niños gritando, con la cinta del bañador oprimiéndote la cintura y la arena atormendándote el escroto. Al final hice el ridículo otra vez. Menos mal que en el momento más crítico, el móvil se me quedó sin batería.

En general, creo que con mis entrevistas no solamente no he logrado vender un solo libro, sino que he disuadido a unos cuantos lectores de leerme. Nadie me lo ha dicho, pero estoy seguro de que más de uno, al conocerme en persona, ha debido de pensar «Ah, pues no es tan tonto como parecía en sus entrevistas».

Publicado en La Tribuna de Albacete el 31/10/2008

miércoles, 29 de octubre de 2008

Una entrevista



Como aperitivo del artículo del viernes, que trata precisamente sobre las entrevistas, dejo aquí un enlace con la última que me han hecho. Gira en torno a mi novela "Los fantasmas de Edimburgo", la realizó el joven periodista barcelonés Manel Haro y se ha publicado en la web "Anika entre libros", capitaneada por esa heroína de la información literaria llamada Anika Lillo. Va siendo hora de que esta valenciana reciba el reconocimiento que merece por su ingente labor informativa, cultural y de animación a la lectura. Con mi gratitud.

http://www.anikaentrelibros.com/entrevista-a-eloy-m--cebri-n-por--los-fantasmas-de-edimburgo-

domingo, 26 de octubre de 2008

Religión


Conforme vamos madurando (o envejeciendo, llamemos a las cosas por su nombre) a menudo nos vemos en la tesitura de revisar opiniones que durante la juventud pensamos construidas a prueba de tsunamis, pero que el tiempo nos revela tan frágiles como el resto de los asuntos humanos. Me ha ocurrido ya en muchas ocasiones, con una frecuencia que crece al mismo ritmo que prosperan las cifras en mi báscula de baño, o que mi frente y mi coronilla se aproximan de forma inexorable. Me ocurrió con especial contundencia hace unos diez años, cuando mi hijo iba a empezar a ir al colegio y me encontré con que no me dejaban matricularlo en el centro público que tengo justo al lado de mi casa. No llegué a entender (sigo sin hacerlo) qué criterios pueden pesar más que el hecho de que el niño viva en la cercanía del colegio al que sus padres quieren apuntarlo. Pero aquel mal trago me brindó una útil lección. Hasta ese momento yo había sido un acérrimo defensor de la enseñanza pública, y un crítico no menos acérrimo de la concertada, en especial de los centros confesionales que se nutren de fondos públicos. Cuando a mi peque de tres años le cerraron en las narices la puerta de la escuela pública, esta creencia empezó a tambalearse, para caer por completo cuando decidí matricularlo en un centro concertado muy cercano al instituto donde trabajo.

De modo que el rojete de antaño acabó matriculando a su hijo en un colegio de curas. Pero uno se hace mayor y, junto con los pequeños achaques de la mediana edad, aprende a asumir sus contradicciones. Dejemos que mi «yo» de 20 años ponga el grito en el cielo. Lo que de verdad importa es que mi hijo esté recibiendo una educación de calidad, hecho que cada día me reconcilia con la decisión que tomé en su momento. Observo también que los curas que ahora dirigen el colegio se parecen muy poco a los de antaño, del mismo modo que yo como profesor me parezco muy poco (o eso quiero pensar) a ciertos tiranos de bata blanca que me tocó sufrir en mis años mozos. En ellos he encontrado una genuina vocación docente, junto con una forma de entender la enseñanza mucho más cercana a la mía que la de cierto individuo que abunda ahora en día en la escuela pública, ese pedagogo de salón que no es sino un enemigo jurado de la tiza. Por último, está el detalle de que mi hijo estudie religión, siendo yo un agnóstico covencido. Otra contradicción que es necesario asumir. Pero la realidad es que la religión forma parte de la naturaleza del colegio que libremente elegí para mi hijo, y acepto que la estudie con el mismo respeto que trato de inculcarle a él.

Una cuestión muy distinta es lo que está ocurriendo con la asignatura de religión en los centros públicos. Tal vez el problema sea que los profesores llevamos demasiados años sufriendo gobiernos ineptos y leyes estúpidas, asistiendo desde la impotencia al fracaso de la escuela pública y comprobando cómo se esfuman nuestro prestigio y nuestra autoridad, mientras se nos relega a la condición de últimos monos del sistema educativo. Sin duda estamos curados de espanto, hasta el extremo de que casi nos parece natural que en los colegios públicos de un estado aconfesional se siga impartiendo la asignatura de religión católica, y que lo hagan profesores que, aunque pagados por la administración, son nombrados y cesados por el obispado correspondiente, a menudo empleando criterios de moralidad o de parentesco. Es llamativo que muchos de esos profesores estén también en las bolsas de trabajo de otras asignaturas, y que cada año se les otorgue el privilegio de renunciar a la plaza de su especialidad y elegir la de religión cuando así les conviene. Y ello sin merma alguna en sus derechos ni en su antigüedad en la lista de la que han desertado, a diferencia de lo que le ocurriría a cualquier otro profesor interino en circunstancias análogas. Rizando el rizo del absurdo, ¿cómo se puede concebir que hoy en día, en un centro público, la alternativa a la asignatura de religión sea que los alumnos que no la cursan «reciban la debida atención educativa», es decir, que no hagan absolutamente nada?

Magnífico el gol que los señores obispos les han marcado a los gobiernos socialistas, en virtud del cual aquellas familias que no desean que la religión forme parte del currículo escolar de sus hijos son castigadas a que los chicos pierdan el tiempo en horario lectivo, cuando hay tantas matemáticas, tanta lengua o tanto inglés por aprender. Un episodio más de esa historia de chantaje y sinsentidos que protagoniza la conferencia episcopal como punta de lanza de la derechona más carca, y que ha logrado someter a gobiernos supuestamente progresistas, pero con pocas ganas de complicarse la vida. En cuanto a nosotros, profesores, nos vemos obligados a permanecer durante una hora entera con un grupo de alumnos sin poder enseñarles nada de provecho. En otro tiempo esto se habría considerado humillante. Pero, ya digo, estamos curados de espanto. Menos mal que Barreda nos va a regalar un portátil para que se nos pase el berrinche.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 24/20/2008

viernes, 17 de octubre de 2008

Crack



Existe una «atracción por el abismo», un deseo oscuro e insuperable que nos hace anhelar la muerte. Eso tal vez explicaría algunas de las cosas que están ocurriendo. Hace unas semanas escribí sobre ese «Gran Colisionador de Hadrones» que iban a poner en marcha en Suiza, y que según algunos científicos agoreros podía provocar el fin del mundo. Enseguida supimos que el ingenio se había averiado al poco de comenzar a zumbar, y que las reparaciones necesarias iban a durar meses. Pensé que con eso quedaba suspendido el fin del mundo, o al menos aplazado sine die. Las noticias de los últimos días, sin embargo, me han hecho desistir de mi optimismo. Parece que no necesitamos aceleradores de partículas para destruir el mundo tal y como lo conocemos. Basta con la codicia infinita del ser humano en combinación con una fe también infinita en el capitalismo y en el libre mercado. Si a eso le sumamos la estupidez de los gobernantes, el desastre está servido. Tal vez no podamos hablar de un Big Bang propiamente dicho. Pero el inglés es un idioma rico en onomatopeyas, y parece que nadie va a librarnos del Big Crack que se nos viene encima. Siempre y cuando no arreglen el «Gran Colisionador» a tiempo de desencadenar ese final definitivo por la vía rápida.
Si no me equivoco, empecé a oír hablar de la crisis allá por el mes de julio, cuando disfrutaba de la calma chicha de mi retiro rural. Eran los días en que Zapatero prohibió a sus ministros usar la palabra crisis porque era muy fea. Reconozco que casi se lo agradecí. Yo por esos días andaba ensimismado con el crecimiento de mis rosales, y aquello de que el país estuviera en crisis rompía mi sosiego. Pero ni a mí ni a Zapatero nos funcionó la táctica del avestruz. Han pasado un par de meses y estamos en medio de una crisis gordísima. Y para colmo de males mis rosales se han secado.
Hoy no se puede encender la radio o la televisión sin tener la impresión de que nos están retransmitiendo el Apocalipsis. Las bolsas se hunden. Por todas partes quiebran bancos y empresas. A Sarkozy se le ha acentuado la cara de estreñido, y a la canciller Merkel parece que se le haya muerto el gato o el marido. Si se fijan, la cara de Zapatero empieza a parecerse a una de esas máscaras que representan la tragedia, y su mirada está más líquida y atribulada que nunca. Rajoy, tan patriota él, se siente tan deprimido que hasta el desfile del Día de las Fuerzas Armadas le parece «un coñazo». El único que sigue sonriendo con cara de tonto es Bush, mientras les dice a sus gobernados (que somos todos) que estén tranquilos, que aquí no pasa nada. Pero no nos lo creemos, porque sabemos que él se va de la Casa Blanca y se vuelve a su petróleo y a su rancho de Texas, dejándonos la economía mundial hecha unos zorros. Sospecho que a Obama y McCain la crisis les ha amargado la campaña, y que la presidencia que tanto codiciaban hace apenas unos meses empieza a parecerles un regalo envenenado. No me extrañaría que cualquier día de estos se inventaran alguna enfermedad para poder abandonar la carrera presidencial de forma airosa, igual que los niños que no quieren ir al colegio. Cualquier cosa antes de convertirse en presidentes de un país que se hunde y que arrastrará con él a todos los demás, como si de fichas de dominó se tratara.
¿Cómo empezó todo este embrollo? ¿No fue por culpa de las hipotecas-basura? No entiendo ni jota de economía, pero me huele que la codicia especulativa está en el origen de todas las crisis, ya sean financieras o del ladrillo. El afán de hacer dinero fácil ha hecho entrar en quiebra al sistema bancario norteamericano. Los bancos de aquí no suelen conceder préstamos de alto riesgo. Tal y como están las cosas, no nos concederían un préstamo ni aunque pusiéramos a nuestra difunta abuela como aval. Pero da lo mismo. La globalización, que tan útil resulta a la hora de comprar i-phones y zapatillas de deporte, tiene ciertos efectos negativos. Y uno de ellos es que, si la banca norteamericana se hunde, la nuestra va detrás. Los bancos tienen la culpa de la crisis. Ahora los bancos quiebran y los gobiernos tratan de salvarlos inyectando en ellos dinero público, que es nuestro y no suyo. Qué gran invento éste de la banca. Se lucran con el dinero de todos y, cuando tienen problemas, se les ayuda también con el dinero de todos. ¿Podemos esperar que los bancos ayuden alguna vez al ciudadano en apuros? Lo digo porque el gobierno no parece dispuesto a hacerlo. Esto lo afirmó Rajoy el mismo día que calificó el desfile de las Fuerzas Armadas como «un coñazo». Cada vez habla con más sensatez este hombre.
Por cierto, dentro del desastre general, tengo muchísima suerte por ser profesor en Castilla-La Mancha. Barreda ha decidido celebrar la crisis regalándome un ordenador portátil junto a otros 28.500 compañeros. ¿Por casualidad alguno de ustedes necesita un portátil? Se lo dejo baratito.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/10/2008

viernes, 10 de octubre de 2008

Blues por un club de jazz



Dice el tango que 20 años no es nada. En cronología tanguera, tampoco 30 años es gran cosa. Pero para un café es una eternidad. Que le pregunten si no a Germán Navarro y a Isabel Martín, su esposa, que eran poco más que veinteañeros cuando abrieron el Nido de Arte en la calle Nueva, y ahora van viendo cercana la jubilación. Jubilación forzosa, todo hay que decirlo. Porque el Nido es y ha sido siempre un local de música en directo, y ahora lo han amordazado. Cosas de la administración, que tiene un instinto increíblemente certero para jorobar al débil, y cuyo rodillo no se detiene ante nada, ni siquiera ante algo tan precioso y singular como el único club de jazz que existe en Castilla-La Mancha.

Reconozco que siento una especial debilidad por la pareja que forman Germán e Isabel. Los veo igual que su establecimiento: amplios, cálidos y generosos. Germán, además, tiene voz de locutor de radio y uno de los verbos más floridos que conozco. Pero no voy a centrar estas líneas en el aspecto afectivo. Ni siquiera en el de mis gustos personales, pues en modo alguno soy un gran aficionado al jazz. Lo mío ha sido siempre el blues y el rock and roll. Y ahora que lo pienso, resulta que mis primeros acordes de blues los tañí en el Nido, muy al principio de los 80, cuando el local era poco más que un antro agobiado de humo, con sillas de anea, mesas bajas historiadas de quemaduras de cigarrillos y docenas de jóvenes melenudos emulando a Jimi Hendrix. Luego maduramos y nos hicimos más sofisticados. Y también el Nido, que se transformó en café-concierto, con una elegante decoración a base de maderas oscuras, fotos enmarcadas y colgaduras carmesíes. Pero siguió haciéndole honor a su nombre, con la diferencia de que ahora el arte era de verdad. Fue por entonces cuando renació como club de jazz. Ha llegado a ser el quinto en importancia de España, y el segundo más antiguo de los que sobreviven, tras el mítico Jamboree Jazz Club de Barcelona.

Supongo que Germán e Isabel habrán perdido la cuenta de la cantidad de grupos y solistas de prestigio que han desfilado por su pequeño escenario. Sin embargo, dudo que ni uno solo de esos músicos haya podido olvidar la cálida atmósfera del Nido, su magnífica acústica y su aire de «sitio auténtico». Durante muchos años, el Nido de Arte ha materializado la proeza de mantener una programación musical estable en una ciudad pequeña como la nuestra, una programación que se ha centrado en el jazz pero que se ha abierto a otros muchos estilos. Ha sido escenario del Festival JazzAlbacete, el lugar donde se celebraban los «conciertos de pequeño formato» (es decir, los buenos) y la sede de la Asociación de Amigos del Jazz. Y también ha abierto sus puertas a la literatura, convirtiéndose en acogedor escenario de recitales poéticos y presentaciones literarias. Un currículum de calidad y servicio a la cultura muy difícil de igualar.

Pero el Nido es un local grande y va teniendo sus años. Carece del aislamiento acústico necesario para cumplir a rajatabla las ordenanzas referidas al ruido. Algún vecino ha presentado denuncias y el ayuntamiento le ha dicho a Germán que se vaya con la música a otra parte. Entre paréntesis, diré que me sorprende el rigor que el consistorio ha demostrado con este local histórico, cuando se muestra tan laxo (cuando no directamente ineficaz) con los fragores que generan los bares de copas o los focos de botellón. Pero es cierto que las leyes están para cumplirlas, y que el local necesita una inversión importante para dotarse del aislamiento acústico preceptivo. El resultado es que el Nido lleva meses en silencio.

Llegado a este punto, a uno se le ocurre que habrá alguna institución dispuesta a prestar la ayuda necesaria, en forma de crédito o subvención, para salvar la única sala de jazz en vivo de Castilla-La Mancha. Pues bien, la respuesta es un rotundo no. Hubo algunas buenas palabras de Pérez Castell previas a su retiro madrileño. Y desde entonces Germán e Isabel no han encontrado más que silencio, negativas y puertas cerradas. He sabido que el ayuntamiento de Barcelona ha recuperado casi 200 locales para la música en vivo. Madrid, Asturias y Castilla y León ofrecen ayudas para que las pequeñas salas de este tipo puedan seguir abiertas. Nosotros tenemos la Feria del Tercer Centenario, los encuentros de rondallas y las carreras populares. ¿Jazz? ¿A quién pijo le importa el jazz? Eso es cosa de una camarilla de elitistas, cuatro bichos raros. Y he aquí lo que por estos pagos se entiende por política cultural.

Sin embargo, quiero pensar que aún no es demasiado tarde, que cualquier día de estos alguien con capacidad de decidir y un mínimo de sensibilidad se dará cuenta de que el dinero público ha de estar al servicio del interés público. Y de que preservar el Nido de Arte como sala de conciertos es obrar en beneficio de todos los ciudadanos de Albacete, manteniendo una de nuestras señas de identidad, un activo cultural de primer orden y un motivo de orgullo para quienes hemos nacido y crecido en esta ciudad.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/10/2008

viernes, 3 de octubre de 2008

Cortos



Qué cosas. Hace cuatro días yo era un muchacho y hoy, en el lapso de un parpadeo, me encuentro convertido en un señor de mediana edad. Y además lo parezco. Y no me refiero ya a que mi barriga se haya vuelto prominente y mi pelo tienda a ralear. Esos son detalles de poca monta, en absoluto privativos de los señores de mediana edad. Piénsese en la moderna abundancia de niños gorditos, esos vástagos de la consola y del bollicao a los que se refería mi amigo Antonio García en un reciente artículo.

Yo mismo estuve gordito a la edad de ocho o nueve años, aunque lo mío tuviera más que ver con el médico que con las tortas de manteca. Debió de tratarse de algún tipo de trastorno mental. La prueba es la naturaleza de los medicamentos que me prescribió el facultativo, cuyos nombres, por esos caprichos de la memoria, recuerdo a la perfección. Al consultarlos ahora en Google, compruebo que estaban indicados para tratar los delirios alucinatorios, la demencia y los trastornos de personalidad. De ahí colijo que mi infancia registró algún turbio episodio psicótico que he olvidado, y que mis progenitores han sepultado bajo una losa de silencio. Incluso me imagino levitando a dos metros de la cama, arrojando chorros de vómito verde o prorrumpiendo en obscenidades con voz de ultratumba, mientras un sacerdote, crucifijo en ristre, bramaba exorcismos en latín. Por suerte, no me acuerdo de nada. De lo que sí me acuerdo, y con ello retomo el hilo, es de que los fármacos y el reposo hicieron de mí un niño bastante lustroso, un infante de mollas flácidas y generosas lorzas, acentuadas si cabe por los pantaloncitos cortos que mi madre me obligaba a llevar durante todo el año, aunque cayeran chuzos de punta. Luego adelgacé y volví a ser un niño más o menos estilizado, y ya no hubo más episodios de levitación ni parrafadas en lenguas extranjeras aparte de las que aprendí en la academia Montserrat. Es ahora, de cuarentón, cuando vuelvo a ser un tipo robusto, aunque en proporción no lo estoy ni más ni menos que lo estuve de niño, o que lo están hoy en día las legiones del Counter-Strike y de la merendilla a base de grasas saturadas.

La robustez no es la clave del muermo de la mediana edad. Se trata de algo más sutil. Algo que tampoco puede cifrarse en la calvicie o sus aledaños, que estoy empezando a transitar con paso firme e impasible ademán. La prueba es que también existen jóvenes calvos. Mencionaré a cierto amigo de la universidad al que jamás le conocí un solo pelo perturbándole el cuero cabelludo, una alopecia radical y prematura que también aquejaba a su hermano más joven. Y, ya en el presente, a un par de amigos más o menos de mi edad, quienes compaginan su calvicie con una existencia dinámica que no se priva ni de correr esos medios maratones que organiza la Diputación.

Así pues, ni la calvicie ni las lorzas, sino algo inmaterial que podríamos denominar «apalancamiento», y que consiste en una sensación permanente de fatiga y hastío, un preferir quedarse siempre en casa, una reticencia creciente a cualquier cosa que ocurra fuera de las paredes del hogar, el monitor del portátil o los confines de la pantalla del televisor. No sé cuándo tuvo lugar el cambio. Tal vez el proceso se desatara cuando, a la edad de tres años, mi padre me encontró explorando la parte trasera del aparato de televisión en busca de Locomotoro. O quizás aquel funesto día en que yo, veinteañero aún, regresaba tan ufano del instituto donde había obtenido mi primer destino. Iba con mi maletín, mi barriga incipiente y mi barba, todos ellos recién estrenados. Y en esto que me cruzo con dos niños y oigo claramente como uno le dice al otro: «Mira, un profesor». Aquello me hirió, pero también me cambió. De repente comprendí que acababa de emprender el viaje sin retorno hacia la mediana edad.

Pero lo peor de estar apalancado, no es el deterioro físico que conlleva. Lo peor, con diferencia, es el modo en que nos embota el espíritu, volviéndonos insensibles para muchas cosas que merecen la pena, cosas que en ocasiones tenemos al alcance de la mano, pero que es necesario salir de casa para poder disfrutar. Tal es el caso de Abycine, nuestro festival de cine autóctono, que además celebra este año su décimo aniversario. He tenido que formar parte de uno de sus jurados para comprender las interesantes propuestas de cultura y ocio que mi ciudad me ofrece, y que estoy dilapidando por el hecho de ser un señor apalancado. En concreto, he sido jurado de la sección denominada «Videocreación Albaceteña», ocho cortometrajes de producción local, casi todos ellos rebosantes de gracia, de talento y de amor por el cine. Emitido ya el difícil fallo, deseo expresarles mi enhorabuena a los realizadores, a los actores y a los equipos técnicos, felicitar a los que se han alzado con galardones y animar a los que se han quedado en puertas a seguir intentándolo. Vuestros cortos made in Albacete me han divertido y me han hecho ver que ahí fuera hay cosas que merecen la pena. Aunque también puedan verse en internet.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/10/2008