El
último bulo extendido por las redes sociales tiene su gracia. Se trata de la
foto de un joven delgadito, con aspecto tímido y cara de empollón. Se nos
cuenta que el muchacho es de Ciudad Real, que se llama Ángel Mejía (Jordi, para
los amigos) y que está a punto de graduarse en Harvard. Por si fuera poco, se
afirma que la brillante criatura es uno de los descubridores de la vacuna para
el virus de la gripe A, «pero esto no sale en la tele porque no es farándula».
Por último, la inevitable exhortación: «Comparte si esto también te indigna».
Daría cualquier cosa por ver la cara que se les ha quedado a esos miles de
ciudadanos indignados al conocer la realidad. El chico, en efecto, se llama
Jordi y es de Ciudad Real. En cuanto a su trayectoria académica, nada de nada.
Jordi es en realidad un actor porno conocido como el Niño Polla. No niego que
sea una gloria nacional ni que esté haciendo un carrerón en las Américas, aunque
en un campo bien distinto de la investigación médica. Sí, el asunto tiene su
gracia, y a la vez preocupa. La indignación (como el entusiasmo, el amor o el
odio) es un patrimonio limitado, pero la dilapidamos en mil tonterías como
esta. El resultado es que, cuando llega el momento de indignarse por algo que
de verdad lo merece, somos incapaces de reaccionar. La semana pasada se dictó
la primera sentencia del caso Gürtel. El partido que nos gobierna y sus máximos
dirigentes son sospechosos de una trama de corrupción a gran escala. Pero la
gente prefiere enfadarse por el asunto del Niño Polla. Nos hemos convertido en
un país anestesiado, un país frívolo donde la conciencia cívica y la responsabilidad
ciudadana son valores en desuso. Esto sí que resulta indignante.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 1/6/2018
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