La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

miércoles, 30 de agosto de 2017

Perplejidad


Con la masacre de Barcelona todavía fresca en la memoria, resulta difícil impedir que los sentimientos se desborden. Primero, el dolor. Acto seguido, inevitablemente, la ira. Pero la capacidad de someter la ira a los dictados de la razón y de la compasión es la principal diferencia entre la gente decente y los asesinos. Por ello, en lo que considero un ejercicio de prudencia, voy a acallar mis sentimientos. Lo que importa ahora es apoyar a las víctimas y a sus familias. También dejar que la policía trabaje sin más presiones que las que ya está sufriendo. Pero hay algo en lo que no dejo de pensar, y me refiero al origen de los asesinos, un grupo de muchachos que han nacido o crecido en este país, que han pasado por el sistema educativo español, que han recibido los mismos beneficios sociales que cualquier ciudadano de origen catalán. Una pandilla de descerebrados, sin duda, pero tal vez ni más ni menos que muchos de sus coetáneos. No hablamos de jóvenes en situaciones límite de marginación. No se trata de un grupo de muyahidines recién llegados de Siria o de Afganistán, enloquecidos por la guerra y por los trituradores de cerebros del Daésh o de Al Qaeda. Son (eran) únicamente una pandilla de jóvenes que durante unos meses cayeron bajo la influencia de un lunático, ese imán de Ripoll que ya está gozando de los favores de sus 70 huríes (una por cada pedacito de imán que ha llegado al Paraíso). Pues bien, esos pocos meses en manos de un fanático han podido mucho más que todos los años vividos en un país occidental y democrático, en un régimen de libertades que trata de acoger a quienes acuden a ganarse la vida entre nosotros. Unos pocos meses y esos jóvenes, supuestamente normales, se convierten en una banda de asesinos sanguinarios. Y la pregunta que surge es inevitable: ¿Qué estamos haciendo mal? 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/8/2017

sábado, 19 de agosto de 2017

Fantasmas


Este Albacete semidesierto y cerrado por vacaciones recuerda mucho a Comala, la ciudad fantasmal de Pedro Páramo. Para redondear el parecido, tan solo faltan los perros famélicos y los coyotes merodeando por las calles, y quizás alguno de esos arbustos que el viento del desierto arrastra por los caminos. Los que sí están presenten son los imprescindibles enterradores, trabajando a destajo para cavar las zanjas donde hallarán descanso los cuerpos de las almas en pena de los que hemos quedado atrás. Todo esto baña la ciudad de una belleza melancólica, acentuada por los atardeceres interminables de agosto, algunos días también por el perfume de la lluvia tras el chaparrón veraniego. Se queja un amigo de Facebook, sin embargo, de que vivimos en una ciudad muy fea. En términos objetivos, seguramente tiene razón. A todos nos gustaría disfrutar de algo parecido a un casco antiguo. Querríamos pasear entre muros de piedra, en lugar de entre ladrillos y cemento. Nos conformaríamos incluso con que los últimos ayuntamientos franquistas, allá a finales de los 70, no hubieran consentido la destrucción de muchos bellos edificios en la calle Ancha, que fue nuestra pequeña Gran Vía, y de la que no queda sino un pálido reflejo de su modesta majestuosidad de antaño. Pero a veces los tópicos aciertan, también con respecto a la belleza, que no reside en las cosas ni en los lugares, sino en los ojos de quienes observan. Y en estos días de canícula, atardeceres y tormentas no queda más remedio que amar esta ciudad tan fea como acogedora. Esta ciudad adormecida y desierta, apenas un cadáver secándose bajo el sol. Esta ciudad que a buen seguro añoraremos dentro de unas semanas, cuando el otoño nos retorne a esa vida estridente y tediosa que llamamos realidad.           

Publicado en La Tribuna de Albacete el 18/8/2017

sábado, 12 de agosto de 2017

Turismofobia


El odio al turista siempre ha existido. Hace veintitantos siglos, cuando los griegos veían a algún extranjero paseándose por su polis, lo denostaban y lo llamaban bárbaro (bar-bar era la onomatopeya que usaban para mofarse de las lenguas que no comprendían). Los vecinos de la Zona seguramente odien con toda su alma a los jóvenes turistas de otros barrios que perturban su paz y su descanso nocturno. Por no hablar de los grupos de las despedidas de soltero. El odio al turista no es sino una manifestación más del miedo a lo diferente. Ni siquiera existe solidaridad entre los propios turistas, que se odian y desprecian mutuamente cuando se ven obligados a guardar largas colas para visitar un monumento o a esperar turno en el comedor del hotel. Cuando somos turistas, nos convertimos en criaturas repletas de odio. Un compacto grupo de japoneses nos bloquea el paso en El Prado y nuestra respuesta no es otra que el odio. Un norteamericano se nos cuela en el selfi que nos estamos tomando en la Fontana de Trevi y se convierte en el objeto de nuestra ira. ¿Cómo no odiar a la familia numerosa que acaba de plantar su sombrilla a un metro escaso de nuestra toalla? Las acciones violentas de Arran son únicamente la exacerbación de un sentimiento compartido. A los vecinos de Barcelona que sufren los apartamentos turísticos los consume la rabia y la impotencia. Magaluf es un polvorín que cualquier día se convertirá en un nuevo Puerto Hurraco. Me imagino que los primeros homo sapiens odiaban a los neandertales, y viceversa. Que yo sepa, solamente existe un país que haya encontrado una solución eficaz para este problema. Se trata de Corea del Norte, pero dudo que sea un modelo digno de imitar.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 12/8/2017

jueves, 10 de agosto de 2017

La playa


Un amigo de Facebook acaba de publicar un comentario jocoso sobre lo traumático que le resulta ir a la playa: «Tanto cuerpo amorfo —dice textualmente— retozando en arena, gente horrenda y tíos rascándose el aparato reproductor, me he hecho un esguince en las córneas». Al margen del sarcasmo (que algunas personas pueden encontrar hiriente), y de que mi amigo tampoco es precisamente un Adonis, creo que el comentario es atinado. Si me paro a pensarlo, los únicos lugares donde las taras y miserias humanas se exponen de un modo más abierto son los mortuorios de los hospitales y las morgues de los institutos forenses. Sin embargo, en esas macabras instalaciones tienen el detalle de cubrir con sábanas los tristes despojos que dejamos una vez concluido nuestro tránsito por el mundo, incluso de guardarlos en cámaras frigoríficas herméticamente selladas. En la playa, sin embargo, casi todo está a la vista y brilla en su esplendor o su fealdad, con claro predominio de la segunda. Yo mismo tuve ocasión de elevar el nivel de fealdad de cierta playa levantina el pasado fin de semana, al exponer al sol las lorzas que he acumulado desde que mi dietista me dejó por imposible, que son muchas y lustrosísimas. Como todo tiende a guardar un equilibrio, la escasa belleza que yo añadía al entorno quedaba compensada por los jóvenes de ambos sexos que recorrían el litoral luciendo su palmito. Una cosa por la otra. Además, lo de exponer la propia desnudez al escrutinio ajeno encierra un valor terapéutico, pues previamente es necesario aprender a aceptarse como uno es, dejando atrás esos pudores y complejos que tanto nos complican la vida. Con todo, siempre he pensado que las playas son lugares tristes, quizás tan solo superados por el recinto más deprimente que ha sido capaz de idear el ser humano, que no es el cementerio, sino el gimnasio.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/7/2017

martes, 8 de agosto de 2017

Noventa años


Mi padre cumple 90 años a principios de septiembre. En estos momentos yace en una cama del hospital. Su estado es grave. La edad avanzada es un estado grave en sí mismo, y ni siquiera la lógica fatal del paso del tiempo sirve para hallar consuelo. Su habitación está en la sexta planta. A la edad de siete años, mi hijo estuvo ingresado en el extremo opuesto del pasillo. Es mucho más sencillo aceptar la enfermedad en un anciano que en un niño, pero resulta curiosa esta simetría entre los principios y los finales, ambos hermanados por una verdad que a todos nos une: la vida es un milagro, y los milagros son raros, frágiles y, con frecuencia, efímeros. Ayer, durante un momento de especial abatimiento, mi padre me dijo que no iba a vivir mucho más. Tristemente, puede que tenga razón. Pero quise consolarlo, y traté de usar argumentos que no menoscabaran su dignidad de hombre anciano, pero en absoluto senil. Le pedí que pensara en el año de su nacimiento. Fue en 1927, en plena dictadura de Primo de Rivera, cuando las portadas de los periódicos venían llenas de noticias sobre la guerra de Marruecos. Apenas tres meses después, en diciembre, tenía lugar la legendaria reunión de los miembros de la Generación del 27. Le pedí que pensara en la guerra y en la alegría de ver salir a su padre de la cárcel sano y salvo. En sus años felices en el magisterio. En mi madre y en nosotros, sus hijos, que hemos hecho lo que hemos podido por no complicarle demasiado la existencia. En los incontables libros que ha leído. En los recuerdos. «Has tenido una vida larga y buena». Sonrió. Él sabe que cada instante es un regalo, y que no va a irse de este mundo con las manos vacías. Ojalá podamos celebrar su 90º cumpleaños.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/8/2017


La playa


Un amigo de Facebook acaba de publicar un comentario jocoso sobre lo traumático que le resulta ir a la playa: «Tanto cuerpo amorfo —dice textualmente— retozando en arena, gente horrenda y tíos rascándose el aparato reproductor, me he hecho un esguince en las córneas». Al margen del sarcasmo (que algunas personas pueden encontrar hiriente), y de que mi amigo tampoco es precisamente un Adonis, creo que el comentario es atinado. Si me paro a pensarlo, los únicos lugares donde las taras y miserias humanas se exponen de un modo más abierto son los mortuorios de los hospitales y las morgues de los institutos forenses. Sin embargo, en esas macabras instalaciones tienen el detalle de cubrir con sábanas los tristes despojos que dejamos una vez concluido nuestro tránsito por el mundo, incluso de guardarlos en cámaras frigoríficas herméticamente selladas. En la playa, sin embargo, casi todo está a la vista y brilla en su esplendor o su fealdad, con claro predominio de la segunda. Yo mismo tuve ocasión de elevar el nivel de fealdad de cierta playa levantina el pasado fin de semana, al exponer al sol las lorzas que he acumulado desde que mi dietista me dejó por imposible, que son muchas y lustrosísimas. Como todo tiende a guardar un equilibrio, la escasa belleza que yo añadía al entorno quedaba compensada por los jóvenes de ambos sexos que recorrían el litoral luciendo su palmito. Una cosa por la otra. Además, lo de exponer la propia desnudez al escrutinio ajeno encierra un valor terapéutico, pues previamente es necesario aprender a aceptarse como uno es, dejando atrás esos pudores y complejos que tanto nos complican la vida. Con todo, siempre he pensado que las playas son lugares tristes, quizás tan solo superados por el recinto más deprimente que ha sido capaz de idear el ser humano, que no es el cementerio, sino el gimnasio.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/7/2017