Esta semana hemos sabido del caso de una
octogenaria británica que vino a pasar sus vacaciones a Benidorm, y que a su
regreso se sintió tan defraudada que reclamó a la agencia de viajes para que le
reembolsaran su dinero. La buena señora se quejaba de las cuestas del lugar y
de las muchas escaleras que encontró en el hotel, pero sobre todo le pareció
fatal que el establecimiento estuviera lleno de españoles. «¿Es que no pueden
ir a pasar sus vacaciones a otro sitio?», se preguntaba muy airada. Este asunto
ha provocado cierta hilaridad en su Inglaterra natal y no poca indignación por
estas latitudes. Se ha hablado de la mala educación de los turistas británicos,
que cuando no están partiéndose la crisma saltando desde los balcones o
ejerciendo de chusma infame en los garitos de playa, se dedican a pasearse por
el mundo con ese aire de superioridad imperialista de quienes creen ser
mejores, no solo que sus vecinos (lo que tendría cierta justificación) sino que
el resto del género humano. Todo esto es cierto. Sin embargo, opino que las
reflexiones de la abuelita inglesa encierran no poco sentido común, aunque sea
por accidente. Con este país grande, hermoso y diverso que nos ha tocado en
suerte, ¿quién puede ser tan insensato como para ir a pasar sus vacaciones en
un sitio tan inmundo como Benidorm? ¿Acaso no sería mucho más razonable
dejarles esa franja de la costa levantina a los británicos y buscar el descanso
en entornos más agradables, sin tanto cemento, sin aglomeraciones y, sobre
todo, sin ingleses? Por supuesto, necesitamos del turismo para equilibrar
nuestra balanza de pagos. Pero la triste verdad es que el turismo extranjero no
necesita de nosotros, salvo en forma de taxistas, camareros y animadores de
hotel.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/8/2018
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