La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

martes, 28 de agosto de 2012

Viajar


Dicen que viajar enaltece y transforma, que todo viaje es un viaje interior, y que al regresar comprendemos que hemos adquirido otras perspectiva, una visión más rica de las cosas. Muchos emprenden largas peregrinaciones con la esperanza de experimentar esa metamorfosis que los elevará a estados superiores del yo. Un amigo mío regresó del camino de Santiago afirmando que era otro, y que además se había cepillado a una peregrina brasileña que estaba como un tren. Sobre lo primero no me decanto, aunque yo no lo veo muy distinto de como era antes. Lo de la brasileña, sencillamente, no me lo creo. Conozco a otra persona que ha hecho el camino de Santiago varias veces. Me imagino que cuando la ven pasar por los pueblos de la ruta dicen algo así como «ya está aquí otra vez la pesada esta». Ahora creo que planea hacer el dichoso camino a la pata coja. Y lo más asombroso es que sus seguidores la consideran una especie de gurú. En fin.
Yo creo que eso de que los viajes transforman no deja de ser una alucinación. Entiéndaseme. No pongo en duda que si uno se pasa veinte años en Texas, a la vuelta seguramente usará sombrero de vaquero y será partidario de la pena de muerte. Me refiero a los viajes de breve duración, a lo que entendemos normalmente por viajes de turismo. Aunque confieso que tampoco yo me libro de esa ilusión de pensar que el viaje me transformará, especialmente si se trata de un viaje largo y he invertido en él una buena parte de mis ahorros. Durante el viaje llego a sentirme transformado de un modo muy convincente. A diferencia de los peregrinos compostelanos, yo no viajo para encontrarme a mí mismo, sino más bien para olvidarme de mí mismo. Y en algunos momentos del viaje casi llego a conseguirlo. Siento como si mi vida cotidiana fuera un sueño, como si acabara de nacer al mundo y solo existieran el aquí y el ahora. Es más, cuando regreso la inercia del viaje se prolonga durante algunos días. Las caras y las cosas cotidianas me parecen novedosas, y la vida me inspira un entusiasmo muy extraño en mí. Sin embargo, el efecto del viaje desaparece muy pronto, sus imágenes se diluyen en la memoria, y ni siquiera el ejercicio de castigar a los parientes con fotos y vídeos consigue reavivar las ascuas de lo vivido. Y entonces, con cierta fatiga, descubro que soy exactamente el mismo que era antes de marcharme, aunque con unos cientos o miles de euros menos. Heráclito dijo que nadie se zambulle dos veces en el mismo río, pero no hay río que soporte la sequía de la realidad.
Aunque me gustaría pensar que la realidad es mucho más compleja de lo que imagino, y que bajo ese cauce seco fluyen manantiales ocultos de la luz del sol. ¿Quién me dice que en cada uno de esos viajes no haya dejado algo atrás, alguna reminiscencia, un doble fantasmal de mi yo de entonces? Tal vez por las calles de París todavía camine el muchacho de veinte años que yo era cuando visité esa ciudad por primera vez, más transparente y desvanecido cada día, pero aún discernible en el atardecer de los bulevares. No descarto que en Viena todavía mire los escaparates un alter ego mío que aún se encuentra de viaje de novios. En Edimburgo, ciudad que he visitado varias veces, podría haber varias versiones mías empinando el codo en los pubs de la parte antigua. Y hasta me atrevería a jurar que aún se me puede encontrar en Times Square y en la Quinta Avenida, desorientado y sudoroso, elevando la vista hacia los rascacielos con cara de asombro.
Si se topan con esos dobles míos que quedaron atrás, no dejen de saludarlos. Díganles de mi parte que las cosas por aquí están más o menos igual, y que sigan disfrutando de ese viaje infinito en el que están embarcados. Felices ellos.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/8/2012

lunes, 20 de agosto de 2012

Hitler en Ithaca



Recientemente he visitado a mi amigo Lamar Herrin, que vive en Ithaca, un idílico pueblo del estado de Nueva York, perfecta antítesis del ruido y la furia de la gran ciudad. La casa de Lamar está rodeada de prados y granjas. Pero lo que me llamó la atención fue un pequeño negocio de subastas de libros que había por allí cerca. «Precisamente sobre este sitio tengo una historia que contarte», me dijo mi amigo. Su relato arranca hace uno meses, cuando Lamar encontró un anuncio en el periódico local acerca de una subasta que iba a realizarse al cabo de unos días. Se anunciaba la venta de un ejemplar de Mein Kampf fechado en 1926 y dedicado por el  mismísimo Adolf Hitler. Fiel a su instinto de novelista, Lamar olfateó una buena historia y se dispuso a indagar cómo semejante libro había acabado en los Estados Unidos, y no en Sotheby’s o en Christie’s, sino en el modesto negocio de subastas de su vecino.
El dueño del establecimiento no se hizo de rogar y puso el ejemplar en sus manos. Era un libro pequeño y deteriorado por el tiempo. Nada más abrirlo, Lamar encontró unas líneas manuscritas. La tinta se había oxidado hasta adquirir un color púrpura desvaído, pero la dedicatoria resultaba perfectamente legible, así como la firma y la fecha. «¿Está comprobada la autenticidad? », preguntó mi amigo. «Completamente», respondió el subastador. Después le dijo que reparara en que la mitad de la portada estaba descolorida. El hombre le explicó en que el libro había permanecido durante décadas en el desván de una casa de Munich. El rayo de luz que entraba por la ventana había ido royendo la tinta y deteriorando el papel, lo que demostraba que nadie había tocado el ejemplar desde que su propietario lo dejara allí olvidado ochenta añosa atrás. En cuanto a la autora del hallazgo, se trataba de la dueña de la casa, una señora de edad avanzada. Ignoro el nombre de esta señora y su relación el propietario original, quien curiosamente era un clérigo. La cuestión es que Frau Schmidt (llamémosla así) comprendió que el libro era de su propiedad y que podía obtener un buen pellizco por su venta. Con lo que no contaba era con la severidad de las leyes alemanas contra todo lo que huela a nacionalsocialismo, máxime tratándose de algo tan espinoso como un ejemplar de Mi lucha dedicado por su celebérrimo y denostado autor. Incapaz de sacar el libro a subasta en su país, Frau Schmidt probó suerte con otras casas de subastas, pero encontró que la poderosa legislación alemana también influía en la de otras naciones. Y lo mismo ocurrió en Nueva York, donde no quisieron ni oír hablar de sacar a la luz la polémica reliquia. Por último, los infinitos caminos de internet llevaron a la buena señora hasta la National Book Auctions, esa casa de subastas de Ithaca, un negocio modesto a pesar de su rimbombante nombre. Su dueño, a buen seguro, pensó que le había tocado el gordo de la lotería.
Frau Schmidt en persona cruzó el charco para poner el libro en manos del subastador y la fecha de celebración de la subasta fue anunciada. El final de este relato, me temo, es totalmente anticlimático. Quien ganó la puja fue un comprador canadiense que hizo sus ofertas a través de internet. Pese a todas las expectativas, lo curioso es que el librito despertó poco interés, y se adjudicó por apenas tres mil dólares. Hace unos años la publicación de un diario de Hitler provocó una gran polémica, y eso que resultó ser falso. Hoy en día parece que el genocida empieza a caer en el olvido. Este desenlace no serviría para una novela de intriga, pero me parece bien para la vida real.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 20/8/2012

martes, 14 de agosto de 2012

Sueño y vigilia


Cuando a Marilyn le preguntaron qué se ponía para dormir, ella respondió que tan solo unas gotas de Chanel Nº 5. Me consta que mucha duerme de la misma guisa, sobre todo ahora que los calores aprietan. Yo, sin embargo, soy incapaz de dormir en pelota picada. Y no es una cuestión de pudor, como comprenderá cualquiera que haya estado siguiendo estas columnas. Mi problema es mucho más complejo, con raíces que no sé si definir como neurológicas o directamente psiquiátricas. El caso es que, si me acuesto completamente desnudo, cuando me duermo sigo desnudo en sueños. Veamos, supongamos que en mi sueño estoy llamando al timbre de una vivienda. Entonces se abre la puerta y aparece mi madre, mi abuela o la directora de mi instituto vestida de lagarterana. Y en ese instante descubro, para mi horror, que estoy enseñando mis vergüenzas. Si en el sueño estoy dando clase (cosa que hago a menudo en la vida real), de repente comienzan a oírse risitas que muy pronto se convierten en carcajadas. Y entonces me doy cuenta de que, mientras yo me esfuerzo para que mis alumnos comprendan los misterios de la voz pasiva, ellos se están solazando con la visión de mi retaguardia al descubierto. Cualquier profesor ha sufrido alguna vez el bochorno de que sus alumnos lo vean con la bragueta bajada. Pero lo de explicar la voz pasiva en plan nudista es demasiado, incluso para un sueño.
Tendemos a pensar que cuando soñamos ingresamos en un mundo paralelo, un universo construido a semejanza del nuestro, pero donde imperan reglas distintas. Eso nos concede la capacidad de volar, de actuar con los Beatles o de ligar con alguna estrella del cine o de la televisión. Incluso, con frecuencia, podemos volver a encontrarnos con seres queridos que ya fallecieron sin que ello se nos figure extraño ni perturbador. El sueño es el cuarto de juegos del durmiente, donde todo es posible. Sin embargo, mi experiencia me ha permitido constatar que la frontera entre el sueño y la vigilia es mucho más delgada de lo que imaginaba. Si me acuesto en pelota, soy como el emperador del cuento. Si el despertador suena, el pitido se convierte en un elemento más de mi sueño, lo que me permite ignorarlo y seguir durmiendo. Una noche que estaba griposo la fiebre me hizo soñar que me encontraba en el infierno.
Todo esto me conduce a una pregunta. ¿No cabe imaginar que esa frontera sea permeable en ambos sentidos? Es decir, ¿quién me dice que algunas de las cosas que tomo por reales no sean también elementos de un sueño (o de una pesadilla) infiltrados en la realidad? Aunque suene extraño, la idea no deja de encerrar una gotita de consuelo. Desde hace tiempo me despierto, igual que la gran mayoría de mis conciudadanos, con la angustiosa sensación de que el mundo se acaba. Cuando no es la prima de riesgo son las cifras del paro. Un día despiden a varios de mis compañeros y al siguiente descubro que me han dejado sin paga extra de Navidad. Hace un rato, charlando con un amigo, le he hablado de un viaje que proyecto desde hace tiempo. «Fíjate en todo muy bien y haz muchas fotos», me ha dicho, «porque dudo que tu hijo pueda permitirse hacer ese viaje. Así al menos podrás contárselo». Nos empobrecemos a marchas forzadas. Derechos que creíamos garantizados se han evaporado, y el mundo en general se ha convertido en un territorio inestable y peligroso. Pero podría ocurrir que todo esto no estuviera ocurriendo de verdad, y que estas catástrofes no fueran más que el efecto de la permeabilidad entre el sueño y la vigilia.
Tiene que ser una pesadilla, sí. Pero de las pesadillas se despierta. ¿No habrá llegado el momento de que vayamos despertando?

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 13/8/2012

domingo, 12 de agosto de 2012

Tarjetas




Como voy teniendo mis años, me acuerdo perfectamente de que en los primeros días del vídeo había tres formatos distintos: el VHS, el Beta y el 2000. Si te confundías en el videoclub, ibas listo. Luego se impuso el VHS y se acabó el problema. Antes de eso, en los primeros tiempos de nuestra democracia, existían infinidad de partidos políticos y aquello era un lío tremendo. Pero muy pronto se quedaron en dos y todos tan contentos. Está claro que el ser humano tiende a homogeneizarlo todo. Esta tendencia a la uniformidad es buena en tanto que nos simplifica la vida. Menos en lo relativo a los carnés y tarjetas.
Ahora todos los documentos de plástico tienen el mismo formato, el que determina el estándar ISO (85.60 x 53.98 mm). A mí, al menos, el dichoso estándar me está complicando muchísimo la existencia. Sin exagerar un ápice, calculo que en estos momentos debo de manejar al menos quince carnés distintos: el DNI, el permiso de conducir, el de funcionario docente, tarjetas de crédito y débito, tarjetas de descuento en distintos comercios, la tarjeta del gimnasio, la de videoclub y dos o tres tarjetas de socio más. Hasta para hacer fotocopias en el instituto necesitamos una tarjeta que, por supuesto, tiene exactamente el mismo tamaño y un aspecto muy parecido a las otras que manejo. Vivo sumido en la perplejidad de no ser capaz de distinguir unas tarjetas de otras. Antes trataba de clasificar las tarjetas en distintos compartimentos de mi cartera, pero las malditas se multiplicaron de tal modo que el intento se volvió inútil, pues nunca era capaz de dar con la tarjeta precisa. Me sentía como un auténtico idiota, rebuscando en mi cartera igual que las señoras rebuscan en su bolso. La diferencia es que el bolso de una mujer es un objeto voluminoso e intrincado, un receptáculo lleno de secretos, y cualquiera entiende que resulta sencillo extraviar algo allí. Pero la cartera de un hombre es pequeña, diáfana. Si no eres capaz de encontrar en ella un simple carné no es por culpa de la cartera, sino de tu propia ineptitud. O al menos eso parecía pensar todo el mundo cuando me veían debatirme en vano con los compartimentos de mi cartera. De modo que decidí guardar todos los carnés juntos, en un solo mazo sujeto con una goma. Ahora, cada vez que tengo que pagar algo, voy repasando mis carnés igual que hacíamos cuando éramos niños e intercambiábamos cromos. Pero los carnés y tarjetas son mucho más difíciles de distinguir que los cromos de nuestra infancia. En ellos no hay jugadores de fútbol, linces o dinosaurios. Hay números, nombres de bancos, de establecimientos, de organizaciones. Como mucho algún logotipo abstracto. Es fácil imaginar la cara que me ponen las cajeras, los dependientes y los empleados de gasolinera cuando saco mi mazo de carnés y les quito la goma. Pero aún es más elocuente su expresión cuando trato de pagar la compra del supermercado con la tarjeta de descuento de la librería, cuando intento de acceder al gimnasio con la tarjeta de CC.OO. (de donde me di de baja hace diez años), o cuando pretendo usar mi tarjeta del Círculo de Lectores para hacer fotocopias en el instituto.
Una noche en la que salí de parranda con los amigos, unos agentes de la autoridad nos pidieron la documentación (seguramente teníamos pinta de estar manifestándonos contra los recortes del gobierno). No sé si fue por culpa de la oscuridad nocturna o por efecto de los gintonics, pero el caso es que traté de identificarme con mi tarjeta de cliente de Bankia. Lo curioso es que el agente no protestó. Seguramente me tomó por tonto de remate y pensó que no merecía la pena insistir.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/8/2012