El último Festival de
Eurovisión confirma lo que todos llevamos tiempo sospechando, es decir, que el
viejo concurso de canciones se ha convertido en el mejor espectáculo
humorístico del año. En mi infancia Eurovisión era un rito familiar que se
tomaba muy en serio. Ahora es más bien una ocasión para que los grupos de
amigos se reúnan para comer pizza y echar unas risas. Hay quien lo ha
convertido en una simple excusa para darle al frasco. Por ejemplo, cada vez que
aparece una llamarada en el escenario, chupito; cada vez que el intérprete
canta en su idioma, chupito; cada vez que la canción viene acompañada de una
coreografía surrealista, chupito; si ganara España, la botella entera. El
Twitter es un aliado esencial para acentuar la diversión, por lo que siempre
hay quien se encarga de leer en voz alta los comentarios jocosos que se
publican entre canción y canción (muy ocurrente el usuario británico que al
terminar la actuación de Amaia y Alfred posteó «iros a un hotel»). Pero lo que
realmente nos fascina es el desfile de frikis y botarates que se nos ofrece. El
festival de este año arrancó con un tipo disfrazado de vampiro que surgía de un
ataúd en forma de piano (y que muy cerca estuvo de morir abrasado en pleno
escenario), e incluyó a los protagonistas de la serie Vikings caracterizados de sus respectivos personajes, a un grupo de
trash metal aullando en inglés y, por
supuesto, a los representantes españoles, que parecían surgidos de la
imaginación de un Walt Disney en plena hiperglucemia. En cuanto a la cantante
israelí que se alzó con el triunfo, solo espero que su rabino se recupere
pronto del disgusto. No se tomen Eurovisión en serio, por favor. No sean
antiguos.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 18/5/2018
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