La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 28 de mayo de 2012

Barrigas




Con esto de la proximidad del verano hay mucha gente que empieza a preocuparse por el asunto de las lorzas. También a mí me han sugerido que haga algo con respecto a mi barriga, esta compañera que me tantos sentimientos encontrados me inspira. Por un lado le tengo el cariño, pues ha sido mi acompañante más fiel durante muchos años. Por otro, comprendo que su existencia no contribuye precisamente a mejorar mi salud ni mi aspecto. Entiéndaseme, no es que sienta aversión por mi barriga. No veo mi panza como al bicho de la película Alien, el que les salía de las tripas con gran destrozo y efusión de sangre. Además, a diferencia del bicho de la película, mi barriga no me la ha inoculado una especie de centollo que he tenido pegado a la cara. Yo mismo la he cultivado con mimo y paciencia a base de cervezas y aperitivos. Ha sido un esfuerzo arduo y sostenido que me ha costado mis buenos euros. De algún modo, siento una especie de responsabilidad con respecto a mi barriga. Ella me ha sido siempre fiel. Ha ido aumentando en tamaño y consistencia conforme yo cumplía años. A mis veinte años era apenas un esbozo, un tierno cachorrito. Ahora, cumplidos ya los 48, mi barriga es un animal adulto de respetable tamaño. Hace unos años todavía podía esconderla, pero ahora no hay indumentaria ni maniobra que permita mantenerla oculta. Y además se está volviendo agresiva y exigente, y con frecuencia gruñe y protesta para obtener su alimento. Sí, en realidad creo que lo mejor sería deshacerse de ella, por mucha ternura que me inspire. La cuestión es cómo.
Que yo recuerde, en mi vida adulta he estado apuntado dos veces a un gimnasio. La primera vez aguanté tres sesiones y lo abandoné por un asunto estético. Se trataba de un gimnasio de barrio donde la abundancia de gañanes era tal que empecé a notar severos síntomas de depresión. Me acuerdo del momento exacto en que tomé la decisión de irme y no volver. La culpa la tuvo un individuo simiesco que contemplaba sus músculos en un espejo, y al que de pronto oí exclamar: «¡Y que esto tengan que comérselos los gusanos! ¡Si por lo menos se lo comiera una tía y me dejara destrozao!». Mi segunda experiencia con un gimnasio fue mucho peor, casi fatal, y ya la conté desde las páginas de este diario. En aquella ocasión duré apenas una hora, tiempo que le bastó al monitor para estar a punto de liquidarme usando como arma una bicicleta de spinning. Todavía me estremezco al recordarlo, lo que significa que mi trauma con los gimnasios sigue ahí, y no tengo ganas de someterme a terapia para solucionarlo. Debe haber otra manera mejor, demonios.
¡Demonios! ¡Eso es! Precisamente un amigo me contó que él de joven había hecho un pacto con el demonio. Lucifer le dio a elegir entre conservar sus abdominales o su larga cabellera, y él se decantó por la cabellera, que le resultaba imprescindible para hacer headbanging en los conciertos de heavy metal (aclaro que el headbanging consiste en sacudir violentamente la cabeza al ritmo de la música, lo que queda mucho más resultón cuando se posee una mata de pelo largo y abundante). En fin, el caso es que ahora mi amigo sigue luciendo su melena en los conciertos, pero su abdomen está muy lejos de ser lo que era. Pero ¿qué podría ofrecerle yo al demonio que pueda interesarle? ¿Mi alma inmortal? ¿Mi colección de sellos? En cualquier caso, si un día de estos me ven lucir un abdomen liso y musculado, espero que disculpen el olor a azufre. En esta vida nada es gratis, y menos con los tiempos que corren.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/5/2012

lunes, 21 de mayo de 2012

Incertidumbre climática



Estos días huelen a verano, a asfalto recalentado, a bronceador y a chanclas. Hace un par de semanas los dientes todavía nos castañeteaban de frío, y ahora es salir a la calle y empezar a notar cómo el sudor nos imprime cercos poco favorecedores bajo las axilas. Hace nada nos acurrucábamos en la cama bajo la dulce calor del edredón nórdico, y ahora el nórdico se ha convertido en un compañero molesto, casi un suplicio, aunque todavía no estamos seguros de la conveniencia de confinarlo a las profundidades del armario, porque los hombres del tiempo no acaban de ponerse de acuerdo, y no parece sino que hubieran enloquecido por culpa de este clima errático y extremo que se nos figura aquejado de una severa crisis de identidad. ¿Y qué me dicen de los pobres percheros, agobiados bajo el peso de las muchas prendas de más o menos abrigo, pues uno no sabe qué tiempo le va a tocar sufrir cada día? ¿Me decidiré por fin a llevar el chaquetón de invierno a la tintorería o mejor me espero, no vaya a venir una ola de frío siberiano para reemplazar al calor sahariano de la semana pasada? ¿Tendrá esta incertidumbre climática alguna relación con la prima de riesgo y con volatilidad los mercados?
Seré sincero, creo que la edad me está volviendo alérgico a lo imprevisible, ya sea en cuestiones climáticas o en otras de distinta índole. De pronto me he convertido en un amante de la costumbre, como los jubilados que se sientan en un banco del parque y esperan que la temperatura sea la que corresponde al calendario, y luego se van a casa y saben que toca lentejas, porque es lunes, y que su pensión llegará a final de mes, y que el Estado pagará sus gastos médicos y farmacéuticos, porque para eso se han pasado la vida cotizando y esforzándose. Entiendo que haya quien disfrute del riesgo y la aventura. No veo ningún inconveniente en que existan descerebrados a quienes les divierta tirarse de un puente o descolgarse de un risco. O invertir en la bolsa. Pero yo me había acostumbrado ya a la vida muelle y al Estado del Bienestar. Y últimamente a veces paso miedo, mucho miedo. Me pone nervioso no saber si lo más adecuado es coger el abrigo o el bañador o el paraguas. Y también me aterra la idea de ignorar si el próximo curso tendré treinta alumnos por clase o si serán cuarenta. O si podré seguir enseñando con un ordenador y un proyector o me harán volver a la tiza. O si ganaré lo suficiente para afrontar mis gastos. O si el compañero con quien tomo café todos los días tendrá trabajo y podrá continuar con su vida. O si caerá el diluvio universal y se nos llevará a todos el demonio.
Solo una cosa me consuela. Este año, como todos los años, han vuelto los señores que venden plantitas en la Plaza Mayor. Me reconforta verlos de nuevo con sus matas de tomates y de pimientos y de calabacines. Me gustaría cultivar mi propio huerto para poder ir a comprarles esas hortalizas en miniatura que yo mismo plantaría y cuidaría y vería crecer. Esos señores de la furgoneta y el mono azul que veo todas las mañanas son los auténticos heraldos del buen tiempo. Ojalá fueran ellos los que están en la Moncloa, en las agencias de calificación, en la Comisión Europea y en el Bundestag. Ojalá fueran ellos los cancilleres y presidentes, los ministros y secretarios de Estado.
Al menos los señores del mono azul saben lo que se traen entre manos.
Por cierto, ¿qué tiempo hará mañana?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/4/2012

lunes, 7 de mayo de 2012

Bienvenidos al futuro



Como ayer era domingo me levanté tarde. Lo primero que hice fue echarle un vistazo a mi smartphone por si había alguna novedad. Comprobé que, en efecto, un par de amigos me habían mensajeado por whatsapp. Me tengo por un tipo cortés, de modo que dediqué unos minutos a responderles. Resultó que uno de ellos estaba on-line y quedamos en vernos en la Plaza Mayor al cabo de un rato. El  plan era echarle un vistazo al puesto de libros de Jesús y luego tomar unas cañas.
Después de desayunar encendí el ordenador. Tenía varios emails pendientes de respuesta y algunas pujas por eBay de las que ocuparme. En fin, que entre respuestas y pujas se me pasó el tiempo y me di cuenta de que ya casi era la hora a la que había quedado con mi amigo. Me dispuse a salir pitando. Pero justo entonces sonó mi móvil y resultó que era él. Me dijo que se le había estropeado el router wi-fi y que estaba muy deprimido, que si no me importaba dejábamos las cañas para otro día. Como soy una persona comprensiva, le respondí que claro, que no se preocupara, que compartía su dolor y esperaba que su problema se solucionara pronto.
Me dispuse entonces a irme yo solo a ojear libros en el puesto de la Plaza Mayor, pero de pronto sentí una pereza enorme. Al fin y al cabo, tengo almacenados unos quinientos libros sin leer en mi e-reader. Me pareció que lo mejor sería volver al ordenador y ver si había alguien conectado. Y resultó que varios de mis contertulios cibernéticos habían decido emplear la mañana en los mismos menesteres que yo. En el Messenger había tres, y en Google Talk nada menos que ocho. Al final me vi obligado a mantener media docena de conversaciones a la vez. Y como soy ducho en estas lides, me las ingenié para charlar con total coherencia en cada una de ellas, sin confundir a los interlocutores ni mezclar asuntos, y eso que algunos de los temas requerían cierto nivel de exigencia y concentración. Con un gratificante cosquilleo me dije que aquello era lo más parecido a gozar del don de la ubicuidad, sobre todo porque aún me dio tiempo a enviar dos sms y postear un par de tweets.
Con todo esto se habían hecho ya las dos y media, por lo que quedaba descartado bajar a la calle a dar una vuelta. Me hice la comida y procedí a ingerirla, y a continuación me eché una siestecita en el sofá tras fatigar durante un rato los botones de mi mando a distancia, que me permite elegir entre los ciento y pico canales que recibo a través de mi conexión de fibra óptica. Antes de quedarme dormido, me prometí que por la tarde leería un rato, llamaría a algún amigo y me iría a dar una vuelta.
Ocioso resulta decir que no hice ninguna de las tres cosas. La tarde la dediqué al Facebook, donde tengo cerca de seiscientos amigos que requerían mi atención urgente. Parte del tiempo lo empleé en cotillear todas las nuevas fotos (bodas, viajes y fiestuquis varias). También leí algunas opiniones que no me interesaron demasiado, pero a las que respondí con un diplomático «me gusta». Miré algunos vídeos graciosos o pseudoartísticos y chateé con media docena de amigos que mostraron interés hacia mi persona. Luego cené dos yogures, porque no me daba tiempo a nada más. Todavía tenía que contestar otros tres emails y actualizar mi blog. Antes de dormir miré el libro que languidece desde hace meses sobre mi mesilla. Quizás mañana, viejo amigo.
Y apagué la luz.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/5/2012