La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

jueves, 27 de septiembre de 2018

Tatuaje



La compañía norteamericana Domino’s Pizza ha errado el cálculo con la última campaña publicitaria que ha lanzado en Rusia. Domino’s se comprometía a suministrar pizzas gratis, hasta un máximo de cien anuales, a todo ruso que se tatuara su logotipo (una ficha de dominó) en un sitio visible. Y eso durante cien años. Estaba previsto que la campaña durara un mes. Sin embargo, cuando al cabo de cuatro días los solicitantes de pizzas gratis ya rondaban el medio millar, se dio por cerrada la campaña, pues las cuentas no les salían. De haber mantenido la oferta, no habría sido posible encontrar trigo en Rusia para tanta pizza. Imagino que los responsables de la campaña ya estarán en Siberia. Con su desconocimiento de la psicología de masas, han estado a punto de causarle a la multinacional un grave descalabro económico. Dicen los norteamericanos que los almuerzos gratis no existen (“there ain’t no such thing as a free lunch”), pero medio millar de rusos hambrientos han decidido demostrar lo contrario. Nadie sabe lo que la gente es capaz de hacer por obtener algo gratis. Lo vimos en Magaluf, en aquel antro infame donde ofrecían a las chicas barra libre a cambio de practicarles sexo oral en público a los clientes. Lo constaté en mi propio instituto, cuando hace años los vendedores de enciclopedias nos atraían a pesadísimas presentaciones comerciales a cambio de alguna baratija que hoy no alcanzaría los tres euros en un bazar chino. Lo vemos todos los años ante la puerta del ayuntamiento, cuando empiezan a repartirse los programas de Feria y las colas que se forman son kilométricas. En una ocasión, logré un llenazo en la presentación de uno de mis libros por el procedimiento de convidar a una modesta merienda. En cuanto a lo del tatuaje, a mí me gusta mucho la pizza. Como mínimo, me lo habría planteado.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/9/2018

martes, 18 de septiembre de 2018

Escribir



Además de la satisfacción de ver unos cuantos libros publicados, los años que llevo escribiendo me han proporcionado algunas experiencias interesantes. Algunas han sido buenas. Luego estarían las inclasificables, como aquella vez en que tuve el honor de cenar en la misma mesa que Francisco Umbral. Fue durante la fiesta de entrega del premio que lleva su nombre. En las palabras que nos dirigió, Umbral se refirió a mí como “un chico con gafas y mofletes, y cara de empollón”, y no supe muy bien si dar las gracias porque tan eximio genio de nuestras letras se estuviera cachondeando de mí o simplemente levantarme y largarme de allí. Opté por quedarme porque todavía no me habían dado el cheque, pero siempre he tenido esa espinita clavada en mi currículo literario. En cuanto a las malas experiencias, lo cierto es que han sido numerosas. Voy a pasar por alto todas esas cartas en las que me rechazaban manuscritos, con las que casi podría empapelar el pasillo de mi casa, los royalties que me escamotearon, las docenas de premios que no he ganado, las traducciones que jamás cobré y los libros cuya publicación se frustró en el último momento. Lo que me viene a la memoria es aquella vez en que mandé el manuscrito de una novela a unas diez editoriales de forma simultánea, en todos los casos acompañado de la misma carta de presentación: “Soy un gran admirador de su línea editorial. Leo con devoción todos los libros que publican, etc.” Nunca olvidaré el bochorno que me produjo la carta de respuesta de la editorial madrileña Páginas de Espuma: “Si fuera usted tan devoto de esta casa como afirma, sabría que nosotros no publicamos novelas, solamente relatos”. Al menos el incidente me sirvió para ir algo menos despistado por la vida.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/9/2018

Ladridos



A mi perrete le ha dado por ladrarles a todos los chavales negros con los que nos cruzamos por la calle. En el momento en que los ve venir, se pone hecho una auténtica fiera. Aclaro que Frankie es un bichón maltés de apenas cuatro kilos de peso, por lo que la situación no entraña riesgo físico para nadie. Los chicos se ríen cuando lo ven tan enfadado y yo les devuelvo la sonrisa, encogiéndome de hombros a modo de disculpa. Porque una cosa son los riesgos físicos y otra los riesgos morales, que para mí son elevados. En esos momentos querría que me tragara la tierra. Al igual que todos nuestros hijos, Frankie ha sido educado en la igualdad y en la no discriminación por motivos de sexo, raza, credo o condición sexual. Hasta hace poco tiempo era un animal muy cariñoso con todo el mundo. Y de hecho lo sigue siendo, salvo con los subsaharianos. No tengo ni idea del motivo de esta irritante costumbre, y me temo que los psicólogos caninos (de haberlos) están fuera de mis posibilidades. Sin embargo, quiero pensar bien de él, porque siempre se ha comportado con dulzura y devoción hacia nosotros y el resto del género humano. Frankie nació en Murcia, pero ha crecido y se ha educado en Albacete. Quizás haya adquirido ese gen manchego que nos lleva a mirar con extrañeza y curiosidad a todo o que nos parece forastero, y no por racismo ni xenofobia, sino por falta de costumbre. Y recuerdo ahora a ese personaje de Amanece que no es poco que llevaba toda la vida conviviendo con un negro en casa (era su sobrino, me parece) y que, aun así, cada vez que se lo cruzaba por la escalera exclamaba «¡coño! ¡el negro!» y echaba a correr en dirección contraria.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/9/2018