No
soy un tipo especialmente bajito. En mi juventud medía 1,75, lo que venía a ser
la estatura media de mi generación. Ahora que el tiempo y la gravedad han
obrado sus efectos sobre mi esqueleto, tal vez mida dos o tres centímetros
menos. Aun así, creo que puedo pasear mi anatomía por las calles con cierta
dignidad. Pero ocurre que tengo dos compañeros de trabajo especialmente grandotes,
ambos en torno al metro 95. Uno de ellos, un mocetón asturiano descendiente de
mineros, suele mirarme con condescendencia desde la atalaya de su superioridad
física. A mí esto me toca muchísimo las narices, lo reconozco. Hace unos días
me los encontré juntos y quise demostrarles con una prueba gráfica que en
realidad la diferencia de estaturas no era tanta. Me situé entre ellos y le
pedí a otro compañero que nos hiciera una foto de cuerpo entero. El resultado
fue lamentable. Parezco un hobbit custodiado por dos orcos. Para más escarnio,
el maldito asturiano había depositado una de mis manazas sobre mi hombro y nos
miraba a mí y a la cámara con una sonrisilla bastante nauseabunda. Cómo se reían,
los muy canallas. Contemplé la foto en la pantalla del móvil. Los miré a ellos.
La sangre me hervía. «Confórmate, guaje, esto no tiene remedio». Los bobos que
escriben los manuales de autoayuda afirman que debemos aprender a querernos
como somos. La realidad es que la vida únicamente nos enseña a persistir en
nuestros errores y complejos, y que el crecimiento personal no añade ni un solo
centímetro a nuestra estatura. De pronto, milagrosamente, recordé una salida
del inmortal José Luis Coll: «¿Y vosotros os creéis altos? Si midierais
cincuenta metros, todavía. Pero por palmo y medio que me lleváis… ¡A tomar por
saco los dos!»
Publicado en La Tribuna de Albacete el 15/6/2018
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