La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 29 de julio de 2013

Encaje de bolillos



Ando estos días absorto con la lectura de La verdad sobre el caso Harry Quebert, novela publicada por Alfaguara que está cosechando un éxito considerable este verano.  La trama gira en torno a un doble asesinato cometido treinta años atrás, pero sobre todo habla del trabajo del escritor, ya que tanto el protagonista-narrador como el presunto asesino lo son. Marcus Goldman es un joven novelista cuya primera obra publicada ha obtenido un éxito millonario. Harry Quebert, su maestro y mentor, es un escritor maduro que ya ha conquistado el estatus de clásico americano. Apenas un año después de la publicación de su primera novela, Goldman atraviesa un período de sequía creativa. A punto de tirar la toalla, acude a su maestro en busca de consejo y guía, pero encuentra que Quebert ha sido detenido y acusado de los asesinatos de una adolescente y una anciana, ocurridos en 1975. Y este es el brioso arranque de la novela, de la que no les cuento más porque no me gusta reventar tramas. Mejor compren el libro o pídanlo prestado, y disfrútenlo, que para eso está el verano.
De lo que quiero hablar aquí es de la imagen del trabajo del escritor que se brinda en esta historia, cuyo autor, por cierto, es un joven escritor suizo que con su segunda novela se ha encaramado ya a la cresta de la ola, caso muy parecido al del protagonista del libro. La trama retrata a dos escritores que viven de la literatura (y muy bien, por cierto). Pero también viven para la literatura, pues ambos habitan una especie de mundo paralelo al que son ajenos el resto de los mortales, un mundo donde la creación lo es todo, la falta de ideas el mayor tormento imaginable y la página en blanco el origen de la más negra angustia. A cambio de su sacrificio, reciben admiración, reconocimiento y cheques en dólares con muchos ceros. Ambos, además, son hombres atléticos y bien parecidos, de modo las mujeres más hermosas encuentran irresistible esa combinación de tensión creativa y atractivo físico. Goldman ha tenido un romance con una estrella de la televisión. Cuando Harry Quebert llegó al pueblo donde se desarrolla la historia, las jóvenes más hermosas se rindieron a su enigmático encanto, y eso que por entonces era todavía un don nadie. En cuanto a su actividad literaria, se nos cuenta que necesitan aislarse allá donde las musas puedan encontrarlos sin problema, por ejemplo en una fastuosa casa de la costa de New Hampshire, donde pueden correr durante horas por las playas desiertas y alimentar a las gaviotas.
Frente a esta imagen idealizada (y creo que también estereotipada) de la vida de un novelista, la realidad suele ser mucho menos glamurosa. Para llegar a esta conclusión me basta con pensar en las condiciones en que se escribió mi última novela. Vivo enfrente del conservatorio, y creo que durante los últimos años no ha habido un solo estudiante de música de nuestra ciudad que no me haya distinguido con generosas muestras de su talento. Mi hijo es roquero y sabe cómo arrancarle pavorosos aullidos a su guitarra eléctrica. Lo que me provoca terror no es la página en blanco, sino la posibilidad de que las hijas de mis vecinos pongan la radio. En estas circunstancias se redactaron las casi 700 páginas de mi última novela, dos tercios de ella en tan solo seis meses, de enero a junio, con dos evaluaciones y muchos exámenes y estrés de por medio. Para colmo de males, mi calle parece ser la ruta preferida de todos los borrachos de Albacete para su ruidoso regreso a casa. ¿Sorprendente? En absoluto. Así es la vida de la mayoría de los escritores que, además de cultivar la literatura, tenemos que ganarnos los garbanzos con nuestro trabajo. La escritura es un pluriempleo que debemos encajar en los escasos huecos que la realidad nos consiente. También es una técnica que se adquiere con el tiempo, laboriosamente, no muy distinta del trabajo de cualquier artesano. La inspiración no es tanto una cuestión de las musas como de una buena pomada antihemorroidal.

En una ocasión, durante un encuentro con un club de lectura en Ossa de Montiel, una señora me preguntó: «¿Cómo se las arregla para que los libros le queden tan bien? Tiene que ser muy difícil.» Mi respuesta fue: «¿Aquí hacen ustedes encaje de bolillos, verdad?». Y cuando la señora contestó afirmativamente le dije: «Pues eso sí que tiene que ser difícil.»

Publicado en La Tribuna de Albacete el 26/7/2013

lunes, 22 de julio de 2013

El ecuador


Alcanzado casi el ecuador del verano, uno no sabe si mirar hacia delante o hacia atrás. Diría que la sensación es parecida a la que tuvo Colón en su primer viaje, cuando se encontraba en mitad de la mar océana con sus tres cáscaras de nuez, dudando entre seguir adelante o dar media vuelta. Lo que hemos dejado atrás lo conocemos bien, demasiado bien. Lo que hay al frente nos da miedo: la Terra Incognita, el «más allá hay monstruos» de los mapas medievales. Aunque puede que el mayor temor del Almirante fuera circunnavegar el globo sin encontrar nada nuevo, volver al punto de origen y verse obligado a reanudar su vida de pedigüeño por esta corte y aquella. Así se siente uno en estas postrimerías del mes de julio. Nos debatimos entre la insatisfacción de lo vivido y el temor a lo que vendrá. Casi preferiríamos quedarnos para siempre en esta tierra de nadie que es el corazón del verano, equidistantes entre la costa de ayer y la de mañana, inmóviles e indolentes, ajenos a la necesidad de tomar decisiones y afrontar problemas. En términos náuticos, querríamos poner la nave «al pairo», quedarnos quietos.
 Aunque suene paradójico, el verano constituye una especie de hibernación. O lo es al menos para los afortunados que disfrutamos de vacaciones por estas fechas. Trato de reaccionar. Veo las noticias en televisión y hojeo los periódicos. Pero ni siquiera las tempestades políticas y los escándalos de corrupción logran sacarme de esta calma chicha, de este marasmo estival. Vendrá septiembre y tal vez haya moción de censura, o tal vez no. Puede que en la insondable conciencia de Rajoy quede algo de dignidad y haya dimisión, aunque tengo mis dudas. De la conciencia de Cospedal mejor no esperemos mucho, porque no ha quedado demostrado que la tenga. A lo mejor mañana Bárcenas se saca otros papeles de la manga. Pero en realidad todo esto me preocupa muy poco. Es todo un gran dejá vù. Los mismos perros de siempre. Cutre y aburrido hasta la náusea. Tengo las velas tendidas y largas las escotas. Estoy al pairo.
Pero el viento del tiempo no deja de soplar, la corriente nunca cesa. Llegará el inexorable septiembre y un nuevo curso, la Terra Incognita en la que, a buen seguro, encontraremos algunos parajes ya conocidos. Habrá nuevos recortes, más alumnos por aula, peor sanidad, menos servicios, más impuestos, más agresiones para los trabajadores públicos. Todo conforme a un guión perverso y previsible. Aunque lo ya conocido no provoca miedo, tan solo hastío. Sin embargo, tal vez esos territorios del próximo otoño oculten sorpresas y hasta puede que alguna oportunidad.
Tengo casi cincuenta años. El sentido común me dice que el ecuador de la vida quedó atrás hace tiempo. ¿Pero acaso no es el ecuador una línea imaginaria? Ningún navegante ha traído noticias de una gran línea negra trazada en mitad del océano. Ningún explorador la ha visto en medio de la sabana. ¿Por qué no actuar como un cartógrafo caprichoso y trazar el ecuador de la vida aquí y ahora. De hecho, si entorno los ojos, me parece vislumbrar los perfiles de una costa desconocida en la distancia.
Hoy es viernes, 19 de julio. Escribo estas líneas desde mi casa del pueblo y el silencio en la calle es casi perfecto. Hace unos minutos estuve regando el patio. Los rosales se han agostado durante mi ausencia por falta de agua, pero estoy seguro de que rebrotarán con algunos cuidados. Mi hijo duerme en la habitación de al lado y puedo oír su respiración acompasada y apacible. Todo está en orden y querría que el verano no terminara nunca. Pero poco a poco se abre paso el deseo de que llegue septiembre y de que, con él, todo se transforme. La nueva costa. El nuevo mundo. Septiembre.

Hoy es 19 de julio y tengo casi 50 años. A veces uno se pregunta si con 50 años tenemos derecho a desear que las cosas cambien. Pero la auténtica pregunta es si podemos permitirnos el lujo de que todo siga igual.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 19/7/2013

domingo, 14 de julio de 2013

Gijón, Semana Negra


Recién llegado de Asturias, uno se siente como si hubiera regresado de otro continente. Los retazos de mar entre la niebla, las montañas, los acantilados, el aroma de los helechos… Desde esta ciudad de asfalto ardiente, todas estas cosas se me antojan las imágenes de un sueño. Pero estuve allí hace unos pocos días, en aquel Norte al que debería ser obligatorio regresar con cierta regularidad. Me he dado cuenta de que el Norte nos vivifica y nos dignifica. En lo alto de un acantilado, observando cómo las olas rompen allá abajo, te sientes distinto, casi irreal, como dentro de una novela. Hay muchos personajes entre los que elegir. Se puede optar por ser un personaje de Stevenson o de Conrad, y otear el horizonte en busca de velas blancas y estandartes negros. O tal vez tengamos el ánimo predispuesto para sentirnos el espía que espera la señal luminosa que le indicará la llegada de un submarino. Ya puestos, ¿por qué no elegir la serie negra en su variante más ortodoxa, y creernos inspectores de policía al acecho de que la lancha de los narcos arribe a la playa nocturna? El Norte invita a ello, sobre todo Gijón durante estos días en que se celebra la Semana Negra, en la que este año he tenido la suerte de participar.
Aunque confieso que al llegar me llevé un chasco. Yo pensaba que la Semana Negra era una especie de feria del libro, un evento parecido a la Feria de Madrid, aunque centrado en la literatura policial. Pero al llegar al recinto, la impresión que tuve fue la misma que en nuestra feria de septiembre. Había puestos de camisetas y abalorios, había chiringuitos, churros, helados, atracciones y un denso gentío que se dedicaba a lo mismo que en cualquier feria o fiesta patronal: a curiosear, lamer helados y tratar de neutralizar las exigencias de los niños. Más adelante encontré algunos puestos de libros, pero me parecieron una nota discordante en medio del jolgorio general. Por fin, algunas carpas con exposiciones de fotografía y de técnicas de investigación criminal. Más allá, una manifestación de trabajadores afectados por algún ERE me indicó que debía estar acercándome al meollo del asunto: las dos carpas que constituyen el corazón de la Feria. Una de ellas, denominada «Carpa del Encuentro», es un espacio de grandes dimensiones. En la puerta han colocado una enorme pluma estilográfica que señala que la atracción principal de aquel lugar son quienes se valen de esa herramienta para su arte. Por allí cerca hay una carpa de dimensiones más modestas denominada «Espacio A Quemarropa», un homenaje a la famosa película protagonizada por Lee Marvin. En el interior, una escritora presenta su libro, pero desde fuera apenas oigo lo que dice. El bullicio, la música de las atracciones y los chiringuitos y la cercana manifestación siguen ensordeciéndome, y la celebración de un acto literario en aquel lugar me parece incongruente. ¿De verdad tengo que presentar aquí mi novela?
Pero transcurre un rato y empiezo a conocer a mis anfitriones y a otros compañeros escritores. Bebo y charlo con ellos, y poco a poco las piezas comienzan a encajar. La Semana Negra no es solo literatura. Es una fiesta en toda la extensión del término. La gente de Gijón acude en masa a divertirse, a asistir a conciertos y, de paso, a conocer a sus escritores favoritos. Me dicen que el día anterior Petros Márkaris había llenado la Carpa del Encuentro a reventar. Pero somos más de cincuenta los autores que vamos a desfilar por aquí durante esta semana de nueve días. Algunos son estrellas de primera fila, otros mucho más modestos. Pero todos escritores. Nada de cocineros, actores o presentadores de televisión, como en la última Feria de Madrid. Y la gente de Gijón es tan generosa que, al tiempo que viene al recinto a divertirse, se deja caer por una de las carpas para escucharnos hablar de nuestros libros, para oír nuestras opiniones sobre la novela policial, la novela histórica y la literatura de género en su sentido más amplio. Vienen y escuchan, y compran nuestros libros, y charlan con nosotros. Y uno empieza a sentirse como en casa, y no puede expresar sino gratitud hacia los locos cuyo esfuerzo y entusiasmo hacen posible este maravilloso tinglado año tras año, y ya van 26.

«¿Me volveréis a invitar el año que viene?» «Claro. Tú escribe otra novela y nosotros te invitamos». Maldita sea. Ahora ya no tengo ninguna excusa para no ponerme manos a la obra.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 12/7/2013

Homeopatía


No deja de sorprenderme la popularidad que gozan las pseudociencias y las supercherías en general. Ya he perdido la cuenta de los canales de videncia que asoman a diario por la TDT, y que me veo obligado a borrar laboriosamente de la sintonía de mi televisor con la resignación de quien mata cucarachas, a sabiendas de que por cada uno que elimine mañana aparecerán dos nuevos para sustituirlo. Nunca fue tan fácil y lucrativo montar un canal de televisión. Coja usted a su abuela o a su suegra, atavíela con túnica y turbante, dele una baraja de tarot, póngala delante de una cámara y contrate una línea de tarificación especial. Los desesperados acudirán como moscas, y la presunta vidente disfrutará de lo lindo porque ahora no le faltará nunca alguien con quien hablar. Pero lo que me indigna de verdad es que la superstición se disfrace de ciencia, y que encima adquiera carta de naturaleza al llegarnos por un canal aparentemente respetable. Tal es el caso de ciertas farmacias que, además de la farmacopea al uso, ofrecen remedios milagrosos como la homeopatía.
Aunque los supongo familiarizados con el término, no está de más aclarar que la homeopatía es un tipo de medicina alternativa que data de finales del siglo XVIII, aunque hunde sus raíces en las milenarias doctrinas hipocráticas, y concretamente en el principio «similia similibus curantur», es decir, «lo semejante se cura con lo semejante». Supongamos que sufre usted diarrea. Pues bien, para tratar su dolencia el especialista homeópata buscará una sustancia que produzca síntomas similares a los que usted padece, y luego procederá a diluirla según un proceso denominado «dinamización». Tras sucesivas disoluciones, ni el químico más avezado sería capaz de encontrar trazas de esa sustancia en el preparado, pero es entonces precisamente cuando el homeópata lo considera eficaz como tratamiento. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Los seguidores de esta pseudociencia aducen miles de ejemplos de curaciones casi milagrosas, pero estas pruebas y testimonios se suelen publicar siempre en revistas especializadas (y no en medicina precisamente), con un rigor científico similar al de las publicaciones Más Allá o Año Cero. Mi opinión es que esas sucesivas disoluciones buscan hacer desaparecer el principio activo por completo. De otro modo, el preparado homeopático resultaría tóxico y muchos de los practicantes de la doctrina acabarían cocinando sus pócimas entre rejas.
Pero lo verdaderamente incomprensible es que estos productos se vendan en las farmacias (en muchas de ellas, al menos), junto a los antibióticos y los antihistamínicos. A nadie le sorprende que un farmacéutico recomiende cremas de belleza, remedios contra la celulitis y otros artículos cuyo espacio natural serían las parafarmacias, las perfumerías o incluso la teletienda. Ahora bien, yo mismo he presenciado cómo una cliente solicitaba el consejo de una farmacéutica para adquirir un complejo vitamínico, y esta le recomendaba uno de esos tratamientos homeopáticos consistentes en varios tubitos con pildorillas, con un valor terapéutico equiparable al de las pastillas juanolas, pero un precio superior a los veinte euros. Teniendo en cuenta que la gente suele confiar en estos profesionales (que para eso han estudiado), tal vez no fuera mucho pedir que no se abusara de esa confianza, y que la administración prohibiera dichas prácticas, relegando la homeopatía al lugar que le corresponde, que no es otro que los comercios especializados en santería y ocultismo. De otro modo, corremos el riesgo de que un día, al pedir un antipirético, el boticario nos venda un gallo negro y nos recomiende que se lo sacrifiquemos al dios Changó.

Y ya puestos a ser sinceros, reconozco que yo mismo, hace años, adquirí un tratamiento homeopático para dejar de fumar. Lo curioso es que los había distintos para cada marca de tabaco. Como yo era fumador de Ducados, imagino que el homeópata había diluido muchos cigarrillos de esta marca hasta obtener el preparado. Más de diez cartones, a juzgar por el precio que pagué por el tratamiento, que no solo no me ayudó a dejar de fumar, sino que me dejó con una lacerante sensación de haber hecho el idiota.

Publicado en La Tribuna de Albacete el el 5/7/2013

lunes, 1 de julio de 2013

Seis con cinco


Vaya revuelo ha armado el carismático ministro Wert con su seis con cinco. Es como si este gobierno hubiera decidido combatir el desánimo reinante a base de payasadas, y si la semana pasada era Montoro con las fincas de la infanta, esta semana le toca al titular de Educación hacer el chiste. A este paso no me extrañaría que el propio Rajoy acabara haciendo monólogos cómicos desde la tribuna parlamentaria (¿o acaso ya lo hace?). También ha sido muy divertido observar cómo en las redes sociales se publicaban las calificaciones escolares de Aznar y de otros personajes del PP. Me queda la duda de si son auténticas y, de ser así, ¿cómo demonios las han encontrado? A mí al menos me resultaría imposible localizar mis calificaciones escolares. A lo mejor mi madre sí que guarda algún boletín de aquel crío con mofletes y flequillo al que no había forma de hacerle entender las matemáticas, pero dudo mucho que vaya a hacerme la faena de divulgar tan bochornoso documento en las redes sociales. No creo que le inspire tanto rencor a mi progenitora. Más motivos tengo yo para sentir rencor cada vez que me acuerdo de que me tuvo vistiendo pantalón corto hasta los trece años. Pero se lo he perdonado. Entre padres e hijos se perdona todo. Excepto en el caso de Aznar, de quien sí ha trascendido una papeleta del PREU en la que no llega al 6,5 de Wert.
¿Pero de verdad es tan descabellado vincular la obtención de una beca al rendimiento académico? De un modo u otro, todos los alumnos que estudian en centros públicos están becados, porque el coste real de una plaza educativa es muy superior al coste de las tasas de matrícula, incluso de las más altas. Un caso extremo es el de universidades como la nuestra, en las que la diferencia entre lo que el alumno paga y el gasto real que genera puede ser abismal. Esto es lo que ocurre cuando se crea una infraestructura universitaria de la nada, atendiendo a ambiciones políticas más que a necesidades reales, y con el ánimo puesto en colocar a los amiguetes y clientes del gobernante de turno. Lo que se obtiene es una universidad en proceso de desertización, con ciertas facultades a las que se cada vez les cuesta más completar los cupos de matrícula y justificar su existencia.
La cuestión es que, con beca o sin ella, entre todos tenemos que pagar cada plaza educativa a precio de oro, y quizás no sea mucho pedir que los alumnos hagan algún esfuerzo para merecer tal inversión. Lo que no parece razonable es esa cuchilla del 6,5 que Wert se ha sacado de la manga. Para empezar, se debería tener en cuenta que no existe parangón entre el grado de dificultad de unos grados y de otros. No se le puede exigir la misma nota media a un estudiante de Ingeniería que a uno de Bellas Artes, y que nadie se enfade por la comparación. Por otro lado, las notas emanan directamente del sistema de exámenes, que cada vez se revela más ineficaz para reflejar el conocimiento real y el grado de esfuerzo de un alumno.
La prueba de ello la vemos en nuestros institutos año tras año. Los medios para copiar en los exámenes se han vuelto tan sofisticados que la situación tradicional se ha revertido. Ahora somos los profesores, y no los alumnos, quienes empezamos a manifestar síntomas de ansiedad con la cercanía de los exámenes. Hay chicos que nos engañan de tantas y tan ingeniosas formas que empezamos a sufrir de pesadillas y paranoias. Antes eran solamente las chuletas, relativamente fáciles de interceptar. Ahora existe toda una tecnología de última generación al servicio del gandul. El sistema más usado sigue siendo el del pinganillo conectado al móvil por un cable que se esconde en la manga. Pero hay alumnos que empiezan a usar auriculares inalámbricos que funcionan por bluetooth y son prácticamente imposibles de detectar. Y no me sorprendería que a medio plazo los pinganillos se implantaran quirúrgicamente dentro del conducto auditivo, como en una película de ciencia ficción.

En fin, a este paso las notas dejarán de tener sentido, y el ministro Wert tendrá que buscar otro procedimiento para separar el trigo de la paja. Salvo que lo que se esté buscando sean candidatos a espías del CSID, claro está.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/6/2013