La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

miércoles, 27 de septiembre de 2017

El gallinero


Últimamente proliferan los periódicos digitales de información local. Creo que hay cuatro o cinco, a cuál más pintoresco. Gracias a ellos podemos seguirle la pista al concejal no adscrito, ese hombre inagotable que ha pasado meses recorriéndose todas las fiestas, verbenas, celebraciones vecinales y, en general, cualquier lugar donde hubiera un micrófono y una cámara. También resulta instructivo saber a cuántos conductores beodos han trincado cada día, así como el grado exacto de alcoholemia que ha arrojado cada uno de ellos. Luego están los atropellos y los percances callejeros, tan numerosos que uno empieza a pensárselo dos veces antes de salir de casa. Sin embargo, de vez en cuando uno se topa con algo verdaderamente interesante, una auténtica perla en el muladar. Fue en uno de estos diarios digitales donde me enteré de que el gallinero del cine Astoria existe todavía. La sala de cine como tal cerró hace muchos años, igual que casi todas las demás. Primero instalaron allí un bingo, y más tarde uno de esos locales de apuestas para ludópatas impenitentes. Pero, por encima de las tragaperras, sobre el falso techo, están todavía esas butacas donde los críos de mi quinta pasamos tantas mañanas de domingo. La matinal del cine Astoria. Tan remota que parece un sueño. El sabor de las pipas, del regaliz y de los chicles Cheiw y Bazooka. Programa doble. Bud Spencer y Terence Hill. El luchador manco. La playmate Victoria Vetri en Cuando los dinosaurios dominaban la Tierra, con su bikini prehistórico que dejaba al aire sus turgencias (cuántos onanismos debió de inspirar esa película). El terciopelo ajado de las butacas. El suelo de madera, apenas visible bajo los sedimentos de chicles resecos y cáscaras de pipas. El gallinero del Astoria. Pura arqueología sentimental. Una cripta que guarda los recuerdos de toda una generación. Nuestra infancia, ahora oscura y polvorienta. Tan cerca. Tan lejos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/9/2017

domingo, 24 de septiembre de 2017

La bandera


Si la memoria no me falla, creo que es hoy cuando se iza esa gran bandera nacional en la plaza de Gabriel Lodares, como resultado de una moción que presentó el grupo municipal de Ciudadanos hace unos días. Sin ánimo de denostar los símbolos patrios (y menos aquellos que sanciona la Constitución), eso de poner una bandera en la punta del parque me parece una cuestión frívola que, además, despide un cierto tufo a ranciedad. Entiendo las banderas en las fachadas de los edificios oficiales. En la subdelegación de Defensa, a pocos metros, hay una. Otras dos penden un poco más allá, en las fachadas del instituto y de la subdelegación del gobierno, respectivamente. Esa bandera aislada y solitaria que plantan hoy, sin embargo, me recuerda al árbol de Navidad que coloca El Corte Inglés todos los años más o menos en el mismo sitio: mera decoración y poca enjundia. ¿Qué pretenden estos concejales de Ciudadanos con semejante brindis al sol? ¿Tal vez recordarnos que somos españoles? Si es así, estimo que el recordatorio está de más. Por suerte o por desgracia, nuestra españolidad es una cuestión que todos tenemos asumida por estas latitudes. ¿Se trata de un acto de reafirmación patriótica, tal vez? Tampoco me convence, pues creo que el patriotismo bien entendido no se confecciona con materiales textiles. Sin entrar en cuestiones freudianas, quizás el propósito de ese mástil enhiesto sea hacerles una higa a los separatistas catalanes, que son también muy dados a hacer idioteces con banderas. Mi última hipótesis (Dios no lo quiera) es que a los concejales de Ciudadanos se les está contagiando la forma de hacer política del concejal no adscrito (que antes estuvo adscrito a ellos), consistente en llamar la atención a base de acciones y declaraciones puramente ornamentales. Uno querría que nuestros representantes dejaran de mirar hacia lo alto, donde ondean las banderas, y miren más hacia el suelo, que es donde discurren los problemas de verdad.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 15/9/2017

sábado, 16 de septiembre de 2017

Septiembre


Los profes de la comunidad hemos recibido una carta del consejero de educación. Nos dice el señor Felpeto que van a pedir centros voluntarios para realizar un «pilotaje». Al margen del pintoresco uso del término (uno ya no sabe si se va limitar a dar clase o si le van a hacer participar en las 500 Millas de Indianápolis), se trata de trasladar los exámenes de septiembre a finales de junio, porque así se espera «mejorar los resultados académicos y evitar el abandono educativo temprano». Pero si le echamos un vistazo al calendario de este curso académico, resulta que el final de las clases está previsto para el 26 de junio. Lo más probable es que las evaluaciones finales se realicen, como máximo, la semana anterior. Parece que el señor Felpeto y sus asesores confían en que los alumnos suspensos hagan en el transcurso de menos de una semana lo que no han hecho durante todo el año. La cuestión daría risa si no fuera porque el asunto es muy serio. La denominada «prueba de suficiencia» se eliminó hace unos cuantos cursos por motivos que no recuerdo, quizás porque no servía para mejorar los resultados académicos ni evitar el abandono educativo temprano. Ahora se recupera aquello que se descartó, pero con el agravante de que se eliminan las pruebas de septiembre, que sí les brindan a los alumnos un plazo razonable para ponerse al día y mejorar en aquello que fracasaron. Una de dos, o bien lo que se pretende es librar a las familias del incordio de los cates estivales o, sencillamente, quieren que los profesores acabemos aprobando a los chicos por puro agotamiento. Así no mejoramos el nivel de educativo de los alumnos, señor Felpeto. Como mucho, mejoraremos las estadísticas de cara a la galería. ¡Ah, perdón! Ahora recuerdo que es usted un político, y que la política y la educación tienen poco, muy poco que ver.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 8/9/2017

lunes, 4 de septiembre de 2017

Eufemismos


En un magnífico artículo de su columna El dardo en la palabra, el filólogo Fernando Lázaro Carreter se lamentaba de la pobreza de recursos de la lengua castellana cuando de usar eufemismos se trata. Creo recordar que el ejemplo que usaba era la voz inglesa romance, imposible de traducir de un modo preciso al castellano. «Lío», «asuntillo», «asunto de faldas», «fornicación» y «adulterio» eran algunas de las posibilidades que barajaba, pero ninguna de ellas le parecía satisfactoria. A la postre, el sabio aragonés llegaba a la conclusión de que nuestro idioma es pobre en sutileza y abundante en brutalidad, y que poco podemos hacer al respecto. Por ello, abogaba por conformarse con el anglicismo «romance» y a otra cosa. En una reciente conversación con mi padre, hospitalizado desde hace un mes, se nos planteó un problema parecido. Se trataba de encontrar la forma más adecuada de informar al médico sobre el funcionamiento de sus intestinos. Él se empeñaba en usar el verbo «ensuciar», como lleva haciendo desde la infancia. Yo le sugerí que pensara en otra solución, porque en este caso el eufemismo es más guarro incluso que el vocablo cuya crudeza pretende rebajar. «¿Qué tal ir al baño?» La objeción caía por su propio peso: uno puede ir al baño por muchos motivos distintos de vaciar las tripas, desde una simple micción hasta proceder a lavarse los dientes. La discusión se prolongó y fuimos descartando distintas locuciones y vocablos que resultaría ocioso reflejar aquí. Al final, decidimos que el denostado término «cagar» era el que mejor reflejaba el genio de nuestro idioma. Es breve, rotundo, comprensible a ambos lados del Atlántico y, por si fuera poco, de noble estirpe latina. El gran Catulo ya acusó a su contemporáneo Volusio de escribir cacata carta («una mierda de poemas»). ¿Y quiénes somos nosotros, humildes herederos de la áurea lengua de los romanos, para llevarle la contraria a Catulo?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/9/2017