La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 28 de marzo de 2009

Cómo acabar de una vez por todas con la Feria



Corría el mes de marzo del 2010, y la Alcaldesa de Albacete notaba que su mal humor aumentaba de día en día. El piloto rojo se le había encendido durante las pasadas Navidades, al darse cuenta de que quedaban apenas unos meses para que llegara septiembre sin que nadie hubiera aportado una sola idea original para el Centenario. ¿En qué se iba a distinguir la próxima Feria de todas las anteriores? ¿Qué iba a tener de especial para que los albaceteños recordaran la Feria del Tercer Centenario como la madre de todas las ferias, y a ella como la madre de todas las alcaldesas? Ciertamente, iba a haber más casetas que nunca, más atracciones que nunca, más bailes folclóricos y más puestos de jamón y mojitos de los que nunca había habido. Sin embargo, todo se reducía a un incremento cuantitativo. La Feria ya era un festejo monstruoso en sí mismo, y lo único que sus desvelos habían conseguido era alimentar al monstruo, hacerlo más grande. Pero el monstruo seguía siendo esencialmente idéntico. Hacía falta un golpe de efecto, una idea genial que lograra convertir aquella Feria tricentenaria en un acontecimiento singular y distinto de todos los anteriores, algo verdaderamente inolvidable. Y ese empeño le quitaba el sueño y la tranquilidad, e incluso le había hecho prescindir de sus vacaciones de esquí. Si hasta se comentaba que su cutis había empezado a perder su brillo y lozanía. La Alcaldesa estaba desesperada.

«Soledad, convoca una reunión del patronato para esta misma tarde», dijo la Alcaldesa con el teléfono en la mano. Acto seguido, tras retocarse el maquillaje y el peinado en el espejo de tres cuerpos que había hecho colocar en su despacho, volvió a descolgar el teléfono y llamó a su estilista.

«Señores, la situación es grave», anunció la Alcaldesa por la tarde, hecha como siempre un brazo de mar. «Las fechas se nos echan encima y la Feria sigue sin despegar. Así que pónganse las pilas o se les acabaron los viajes y las comilonas. ¿Alguna idea?»

«Propongo que convoquemos un concurso internacional de navajas artesanas», dijo el presidente de la Asociación de Cuchilleros. «Ganará el que presente la pieza más original. Yo mismo, en mi taller, estoy ultimando una navaja con hoja de acero quirúrgico y cachas de cuerno de demonio de Tasmania. Tiene incorporado un microchip que impide que sea abierta salvo por la mano de su legítimo dueño, y es un instrumento tan delicado que lo mismo sirve para cortar tajadas de tocino que para operar una apendicitis».

«¡Tonterías!», protestó el director del Instituto de Estudios Albacetenses, al tiempo que se sacudía las telarañas que se le quedaban adheridas cada vez que visitaba su bienamada institución. «Recreemos una Feria con auténtico sabor histórico, una Feria de época, como debió de ser la Feria original hace trescientos años. Que nadie pueda acudir si no es con el traje típico de gañán del siglo XVIII. Que desaparezcan la iluminación y todos los cachivaches tecnológicos, y que vuelvan las mulas y las cabras».

«Se me ocurre que aprovechemos que no se ha podido terminar el aparcamiento subterráneo», terció el director del Instituto Municipal de Deportes. «Podríamos llenar ese enorme agujero de agua y convertirlo en un lago artificial. Luego bastaría con soltar unos cuantos tiburones y algunas pirañas para darle emoción a la cosa. ¿No sería divertido que los visitantes de la Feria tuvieran que ganar la Puerta de Hierro a nado?»

«El secreto está en la cabalgata de apertura», afirmó la Presidenta de la Federación de Asociaciones de Vecinos elevando su voz sobre el clamor que acababa de formarse.  «Propongo que tratemos de entrar en el Libro Guinness de los Récords. ¿Se imaginan que la cabalgata partiera de nuestra ciudad hermana de Bir Ganduz, en el Sahara Occidental, y que cuando la primera carroza llegara las últimas todavía no hubieran salido?»

«¿Y por qué no volvemos a reunir a los Beatles en un último e inolvidable concierto?» preguntó el presidente de la Asociación Castellano Manchega de Parapsicología. «Podríamos sustituir a John y George por médiums en trance y ya está. ¿A que eso no se le había ocurrido a nadie?»

«¡Son ustedes una pandilla de zoquetes¡», bramó la Alcaldesa con su bello rostro congestionado, y la Concejala de Feria pareció menguar de tamaño ante la explosión de furia de su jefa. Pero de repente el agraciado semblante de la regidora se iluminó con una gran sonrisa. Como por arte de magia, acababa de ocurrírsele la gran idea, la madre de todas las ideas que convertiría la Feria del Tercer Centenario en algo verdaderamente memorable. El único problema era que iba a ser necesario adelantarla unos meses y hacer algún pequeño cambio de localización. Porque la próxima Feria no iba a celebrarse en septiembre, sino en abril. Y tampoco iba a tener lugar en Albacete. ¡La próxima Feria de Albacete iba a celebrarse en Sevilla! Y los miembros del Patronato del Tercer Centenario, puestos en pie, rompieron en aplausos y lanzaron un enfervorecido «¡olé!»

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 28/3/2009

viernes, 20 de marzo de 2009

El centinela



Había estado ahí desde siempre, o al menos desde que a mí me alcanzaba la memoria. Según la versión oficial fue construido a principios de los 40 con el fin de suministrarle agua a la población. Pero ni los más viejos eran capaces de recordar una época en la que faltara de su emplazamiento (un pequeño parque al noroeste de la ciudad), o que jamás hubiera servido propósito hidráulico alguno. Gris y vertical en mitad del horizonte, su único cometido parecía el de volvernos visibles, recordándole al mundo que en aquel rincón apartado e inhóspito existía una ciudad. En otros lugares se vanagloriaban de su patrimonio arquitectónico, de sus palacios, sus catedrales o sus deslumbrantes rascacielos de acero y cristal. Nuestra marca distintiva era una sencilla torre de hormigón de 70 metros de altura a la que, de forma un tanto incongruente, llamábamos «el Depósito del Agua».

Cuando yo era pequeño me parecía que el parque de la Fiesta del Árbol y su Depósito estaban muy lejos, en un territorio fronterizo donde morían las calles y acababan las cosas cotidianas. Apenas iba por allí una vez al año, el día de Jueves Lardero. Y siempre tenía la sensación de que me encontraba en un lugar fuera de lo común. Había un paseo de álamos donde las cortezas de los árboles estaban historiadas de fechas, nombres y corazones. También un estanque de agua turbia en el que nadaban perezosas unas carpas de tamaño desmesurado. Y una placita donde los maletillas se ejercitaban en pases y suertes. Pero la principal atracción siempre fue el Depósito, aunque al llegar allí uno invariablemente se sentía algo decepcionado, porque visto de cerca resultaba más pequeño de lo que cabía imaginar desde la distancia. A mí, sin embargo, la proximidad de la torre me provocaba una oleada de afecto difícil de comprender. Su pétrea silueta recortándose contra el sol de febrero tenía un efecto sedante, como si lo que gravitaba sobre nuestras cabezas no fuera una fea torre de hormigón, sino el genio protector de la ciudad, su centinela. Y en una ocasión recuerdo que pegué mi cuerpo de niño a su base redonda y la abracé como si se tratara de un padre o de un abuelo. Y entonces, lo juro, creí notar una respuesta, una fuerza latiendo suavemente en el corazón de hierro y cemento del Depósito del Agua.

Pasaron los años, la ciudad creció, pero el Depósito siguió allí, inalterado, observándolo todo desde su puesto de vigía. Hubo un alcalde que quiso convertirlo en un mirador-restaurante, aunque por suerte semejante profanación nunca se llevó a cabo. De modo que la torre mantuvo su rango de tótem y símbolo. Y los habitantes de la ciudad, que ahora éramos casi el doble que en el año de mi nacimiento, persistimos en nuestra vocación de solitarios, de seres perdidos en medio de un páramo hostigado por el viento y el frío, lejos de todo y de todos, en un lugar donde nadie en su sano juicio habría fundado un asentamiento humano. A veces la soledad era tan intensa que nos sentíamos como los habitantes de una colonia antártica. Pero amábamos las calles de nuestra pequeña ciudad, y en los peores momentos siempre podíamos alzar la vista hacia el Depósito del Agua, nuestro recordatorio para el mundo de que aún existíamos, como una banderita clavada en la región más desolada del mapa del olvido.

Pero ni siquiera el querido Depósito podía protegernos para siempre de los embates del tiempo y de la soledad. Y llegó un día en que la ciudad empezó a decaer. La gente comenzó a marcharse, un lento goteo que pronto adquirió el rango de éxodo. Se cerraron todos los cines, incluso los de los hipermercados, y luego cerraron también los hipermercados. Y hasta las tiendas del centro comenzaron a colgar el cartel de cerrado. Aquella deserción masiva se acentuó de tal modo que incluso era posible encontrar sitio para aparcar en pleno centro. Nos quedamos sin trenes, y los autobuses apenas se detenían el tiempo necesario para recoger a los que huían por millares. Y entonces vino el invierno más frío de todos, y los que nos habíamos resistido a marcharnos pensamos que había llegado el final y que debíamos resignarnos a nuestro destino de sombras en una ciudad fantasma. Y fue entonces, justo entonces, en la noche más larga de aquel invierno, cuando el Depósito de la Fiesta del Árbol comenzó a emitir una luz sobrenatural, una luz como nadie había visto nunca, y de su punta surgió un haz dorado que parecía traspasar el cielo. Todos oímos la llamada: «Venid, venid». Y nos pusimos en marcha dejando atrás nuestros enseres, pues comprendimos que allá donde íbamos no los íbamos a necesitar. «Venid, venid». Y formamos largas filas a lo largo de las calles desoladas, hasta llegar a la torre, que ahora relampagueaba y brillaba con tal fulgor que no era posible mirarla sin protegerse los ojos. «Venid», nos decía la torre. Y todos vimos que sobre ella las nubes se habían abierto y dejaban ver un cielo nocturno tachonado de constelaciones. «Venid». Y cuando todos hubimos entrado, empezamos a oír un fragor que era como el de mil tormentas desatadas, la fuerza que iba a conducirnos a todos nosotros, los que habíamos resistido, los supervivientes, hacia nuestro auténtico destino entre las estrellas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/3/2009

sábado, 14 de marzo de 2009

Luz de otros días



Siempre que iba al centro de la ciudad procuraba incluir el pasaje de Lodares en su ruta, especialmente cuando el calor comenzaba a apretar. Entonces aquellos cien metros de pasaje modernista, entre la calle Mayor y la del Tinte, se le figuraban un refugio, un auténtico oasis. De repente había dejado atrás el asfalto hirviente y el sol asesino para sumergirse en un reino de frescor y luces difusas, de sonidos suaves y amortiguados. Era como estar en otro lugar, incluso en otro tiempo, en una ciudad más hospitalaria y amable que la que acababa de dejar atrás, lejos de sus conductores amantes del claxon y de sus peatones enredados en interminables soliloquios con sus teléfonos móviles. Le resultaba placentero saludar con un gesto a las cariátides de estuco de la entrada, y después avanzar lentamente entre aquella reconfortante simetría de columnas y balcones, todo un homenaje a la belleza y al buen gusto, cualidades que parecían haber desertado de las calles de la ciudad  moderna. Aunque tuviera entre manos algún recado urgente, procuraba demorarse lo más posible en recorrer aquellos escasos setenta metros de galería acristalada, tomarse su tiempo para disfrutar de su sosiego y de su luz de otra época, con su calidad irreal, como de ciudad sumergida. Y al alcanzar el centro del pasaje, siempre hacía un alto ante el escaparate de la tienda de lencería.

Probablemente no haya un solo hombre capaz de resistirse al reclamo de un escaparate de lencería. Con todo, la mayoría procuran mirar disimuladamente por miedo a hacer el ridículo o a provocar el enojo de su pareja. Él ya no tenía pareja, y el miedo al ridículo había dejado de inquietarle mucho tiempo atrás. Además, lo que se detenía para contemplar no era el escaparate en sí. Nunca había pecado de fetichista, y aquella profusión de sedas y de encajes le resultaba extravagante y casi de mal gusto. Lo que lo atraía una y otra vez, como una polilla al reclamo de una vela, no eran los tangas ni los sujetadores, y mucho menos las fotos publicitarias de modelos luciendo su palmito, sino la solitaria dependienta que aguardaba tras un mostrador al fondo de la diminuta tienda, una muchacha de rostro ovalado y mirada triste que se recogía el pelo en una coleta. Desde la primera vez que la vio al otro lado del cristal, ya hacía de ello algunos meses, pensó que nunca hubo persona menos apropiada para el trabajo de dependienta de mercería. En aquel santuario consagrado a la vanidad, aquella joven recatada y modesta era como un gorrión dentro de una jaula de oro. También pensó que, si alguna vez volviera a enamorarse, su elegida sería sin duda una muchacha como aquélla.

Nadie hubiera descrito a la dependienta de la mercería como una belleza, al menos no como una belleza al uso. Era tan pálida y delgada como la modelo de un pintor prerrafaelista. Pero aquella frágil delicadeza despertaba en él sentimientos que creía extinguidos desde mucho tiempo atrás, desde aquella tarde funesta de hacía diez años en que lo llamaron para decirle que Elena, con la que llevaba apenas unos meses casado, acababa de morir en un accidente de tráfico, y con ella la criatura aún no nacida que iba a ser el primer hijo de ambos. Desde entonces había transitado por la vida como un sonámbulo, sin otro deseo que el de renunciar para siempre al deseo. Pese a su condición de viudo joven y de buen ver, no había vuelto a salir con una mujer. Muchas veces había recibido insinuaciones de conocidas y compañeras de trabajo, pero él siempre las había rechazado con cortés firmeza, pues la idea de entablar una nueva relación le resultaba tan extraña como la de participar en un reality show televisivo. La muchacha de la mercería, en cambio, le hacía sentir un suave calor dentro del pecho, en esa zona de su ser que creía tan fría y devastada como el paisaje después de una explosión nuclear. Cuando se detenía para contemplarla desde el escaparate, experimentaba algo que se parecía mucho a la felicidad, o al menos al vago recuerdo que conservaba de la felicidad, en especial aquella primera vez en que ella reparó en su presencia y en su mudo ejercicio de adoración, y le devolvió la mirada con una sonrisa.

Desde entonces volvía una vez tras otra al pasaje de Lodares. Disfrutaba de la calma, del frescor y de la suave luz. Y también de los ojos azules de la muchacha de la tienda de lencería. Y de la forma en que su blanca tez contrastaba con el lustre rojo de sus labios, esos labios que ahora siempre esbozaban una sonrisa cuando lo veían detenerse. Incluso imaginaba que un día reuniría el valor suficiente para entrar en la tienda e invitarla a salir, y que ella aceptaría. Aunque en su fuero interno sabía que dicha conversación nunca iba a tener lugar, porque la muchacha de la tienda de lencería se parecía demasiado a Elena, su mujer muerta hacía diez años, para ser otra cosa que una jugarreta de su imaginación, una sombra del pasado, igual que las cariátides, las columnas y la luz que bañaba con su calidad irreal aquel viejo pasaje en el corazón de la ciudad. Luz antigua, luz muerta, luz de otros días.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 13/3/2009

viernes, 6 de marzo de 2009

Un aleph en el quinto pino


Siempre he envidiado el talento de Antonio García Muñoz como columnista. Me refiero ese tipo con gafas que ocupa este mismo espacio cada lunes. A mí me cuesta horrores llenar estos centímetros cuadrados de papel con algo mínimamente legible. Él, en cambio, resuelve su colaboración semanal con tal brillantez que más de una vez me he preguntado si no tendrá suscrito un pacto con el diablo. Admiro la elegancia de su prosa y el ingenio que derrocha en sus argumentos. Pero lo que me hace rechinar los dientes de envidia es su modo de estar al cabo de todo, esa omnisciencia portentosa que le permite escribir con autoridad y soltura sobre los temas más diversos, desde el carnaval a la alopecia, como si sus gafas de miope fueran en realidad gafas de rayos x con capacidad para penetrar en la esencia misma de las cosas. No soy yo muy dado a alimentar la vanidad de nadie, y menos la de Antonio, que ya tiene el ego bastante subido merced a las lisonjas de sus docenas de amigas repartidas por toda la geografía nacional. Sin embargo, cierto día que ambos paseábamos por el parque de Abelardo Sánchez (hará de esto seis o siete años) no tuve más remedio que hacerlo partícipe de mi admiración.

«Gracias, hombre, gracias», me dijo hinchándose como un bizcocho dentro del horno. «Pero no es para tanto. En realidad tengo un pequeño truco para estar bien informado.»

«Ajá», pensé yo. «Entonces era verdad que tenía un pacto con Mefistófeles. Esto explica también su éxito con las mujeres.» Y casi me pareció olfatear un rastro de azufre en torno a mi amigo, por más que él suela regarse profusamente con Varón Dandy.

«He encontrado un aleph», declaró entonces Antonio con voz enigmática.

Inmediatamente me vino a la memoria el famoso relato de Jorge Luis Borges. En el cuento, un poetastro conocido del autor encuentra un aleph en el sótano de su casa. Y aclaro que un aleph es una especie de ventana desde donde son visibles todos los lugares del orbe, con todo lujo de detalles y de forma simultánea. Lo primero que piensa Borges es que aquel mal poeta ha perdido el juicio. Y eso exactamente pensé yo de mi pobre amigo. Eso o que se estaba cachondeando de mí.

«¿Y dónde está ese aleph, si puede saberse?»

«Aquí mismo, en el parque», respondió Antonio sacudiendo la cabeza ante mi incredulidad. «Un día estaba paseando mientras pensaba en posibles temas para mi próximo artículo. Entonces vi que una ardilla trepaba por el tronco de un pino y se colaba por un agujero que estaba más o menos a la altura de mis ojos. Me asomé para curiosear y comprobé que desde allí podía observarse el universo entero. Desde entonces nunca ha vuelto a faltarme inspiración para mis artículos. Me basta con venir al parque y asomarme a mirar.»

«¿No te referirás a ese pino?», pregunté señalando hacia un árbol con un agujero en la corteza, el quinto de la derecha contando desde el lugar donde estábamos.

Mi amigo me miró con desconfianza y reflexionó durante unos instantes. Acto seguido lo vi asentir. Se trataba sin duda de una broma, pero a mí nunca me ha faltado el sentido del humor. De modo que me acerqué al árbol y miré dentro del famoso agujero. Durante unos segundos no vi más que oscuridad y me preparé para oír la carcajada de Antonio a la espalda. Luego noté que todos los ruidos del parque cesaban de repente. Y entonces, como una ráfaga de luz abrasadora, vi el aleph.

 Vi una pálida criatura octópoda arrastrándose por el fondo de una fosa oceánica. Vi una araña que tejía su tela en el negro interior de una pirámide, y la osamenta calcinada de una vaca en un desierto de Arizona. Vi el camarín de la Virgen de los Llanos, donde un misterio espantoso aguarda todavía ser descubierto. Vi un despacho municipal donde un concejal del partido gobernante copulaba de forma ilícita y salvaje con una concejala de la oposición. Vi los incontables granos de arena del Sahara. Vi un laboratorio de máxima seguridad en la base aérea de Los Llanos, donde se custodia el cuerpo de un alienígena conservado en formaldehído. Vi, en Buenos Aires, a una mujer que no olvidaré. Vi a un cuchillero rematando la navaja con la que habrá de cometerse el mayor magnicidio de la historia. Vi a un profesor de instituto bajarse películas porno con un ordenador portátil donado por el presidente Barreda. Dentro de un ataúd, en un cementerio ginebrino, vi la reliquia atroz de lo que un día fue Jorge Luis Borges. Vi mi propio cogote asomado al tronco del pino. Vi a Antonio mirándome y vi el Aleph, desde todos los puntos posibles. Y entonces mi vista se enturbió y tuve que dejar de mirar.

«¿Qué tal?», preguntó Antonio mientras yo parpadeaba bajo la luz del sol, aunque ésta era sólo el fulgor de una cerilla comparada con el millón de luminarias que ardían dentro del aleph. Y entonces tuve que soltar una carcajada. Porque acababa de ver la cara de mi amigo cuando le dijera, como estaba a punto de hacer, que el ayuntamiento había decidido cerrar el parque durante un año y talar unos cuatrocientos pinos. De modo que vete buscando un nuevo aleph, compañero.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 6/3/2009