La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 28 de febrero de 2015

El tamagochi más caro del mundo


Hace unos meses me compré un ordenador nuevo. Mi equipo antiguo se había vuelto lento y desmemoriado, como un anciano con artritis que además estuviera aquejado de Alzheimer. Elegí un portátil de color rojo Ferrari y líneas aerodinámicas, tan delgado que cuando se cierra hay que mirar dos veces para verlo. Pensé que con él me sentiría más ligero y estilizado. También pensé que me permitiría correr como una liebre e instalar muchos más programas de los que jamás llegaré a usar, amén de almacenar la tira de gigas de cosas inútiles. Con razón dicen que la informática, más que una ciencia, es una profesión de fe. Porque tan pronto como el flamante portátil estuvo en casa, me di cuenta de que lo que había hecho era sustituir mis problemas de antes por otros nuevos. Aunque la culpa no era del ordenador, sino del Windows 8 que traía instalado, y que en pocos meses me ha hecho comprender el auténtico significado de los términos «desesperación» y «odio». Hasta las cosas más insignificantes sumían al equipo en el estupor y me obligaban a embarcarme en penosos reseteos. Mi cabrero era tan enorme que me ha llevado dar un paso en el vacío, es decir a instalar el nuevo sistema operativo de Microsoft, el Windows 10, que está aún en fase de pruebas, pero que Bill Gates ofrece gratis para hacer perdonar el Windows 8 (y también para usarnos como conejillos de indias, qué duda cabe). Lo único que puedo decir es que creo que he abierto una nueva puerta a los infiernos. Quizás cuando me jubile tenga tiempo para atender todos los deseos y caprichos de mi ordenador. De momento creo que lo que tengo entre las manos es el Tamagochi más caro del mundo.


Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/2/2015

viernes, 20 de febrero de 2015

Grey




El revuelo que se ha organizado en torno a las 50 sombras de Grey me da que pensar. Se dice que uno de los atractivos de la literatura (y también del cine) es que nos ofrece la posibilidad de vivir otras vidas de forma vicaria. En mi adolescencia me resultaba fácil y placentero involucrarme en las tramas y creerme un viajero del tiempo o un detective juvenil embarcado en la resolución de algún misterio. Incluso las novelas que leo ahora, cuyos personajes principales suelen ser tipos amargados de la vida y de vuelta de todo, me hacen sentir simpatía, solidaridad y cierto grado de identificación con los desahuciados protagonistas. En su día traté de leer las Sombras de Grey para ver qué había convertido ese libro en un éxito de ventas. No me gustó. Me pareció superficial y mal escrita, una especie de novela rosa en la que se alternaban algunas escenas de porno pedestre con interminables tontunas propias de adolescentes aquejadas de picor genital. Me hizo añorar aquellas novelas de Henry Miller que atesorábamos en nuestro piso de estudiantes, con su sexualidad sucia y visceral que, alimentada por nuestras hormonas en plena efervescencia, lograba ponernos como motos. Pero comprendo que al gran público le gusten las Sombras de Grey. A fin de cuentas no es otra cosa que pornografía barata disfrazada de novela más o menos respetable, y entiendo que su lectura puede encerrar un cierto consuelo en un país donde se folla poco y mal. Pero ¿qué pensarán las lectoras cuando vean la película y se den cuenta de que las han estafado, que el Grey de Hollywood es un pichafría con tableta de chocolate, y las guarradas de la novela, adaptadas al cine, se quedan en meros episodios de coitus interruptus?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/2/2015

domingo, 15 de febrero de 2015

Jobs


Me gusta perderme por internet. Me proporciona una cierta calma el ir pinchado enlaces sin propósito, o con el único propósito de vaciar la mente como si estuviera repitiendo un mantra. La web de vídeos YouTube es muy adecuada para esto, aunque a veces uno no puede evitar fijar la atención en uno de los clips donde ha caído por azar. Así me ocurrió hace unos días con un vídeo datado en 2005 en el que el Steve Jobs, fundador de Apple Computers y Pixar, pronunciaba un discurso ante los alumnos de la universidad de Stanford. Había algo de autobombo y de cháchara de hombre hecho a sí mismo También un par de lugares comunes que sonaban más bien a cursillo de autoayuda. Pero hacia el final Jobs realizaba algunas afirmaciones que, no por poco novedosas, resultan menos ciertas. Les recordaba a aquellos jóvenes hambrientos de éxito y de dinero que la única certeza que los humanos compartimos es la de la muerte, y que ante esa idea palidecen la ambición, el orgullo y el miedo al fracaso. Les decía que la muerte es el mejor invento de la vida, el único mecanismo infalible a la hora de liquidar lo viejo y sustituirlo por lo nuevo. «Hoy vosotros sois lo nuevo, pero llegará un día no muy lejano en que os convertiréis en lo viejo y seréis reemplazados». Nacemos desnudos y, por muchos bienes materiales que seamos capaces de acumular, la muerte nos despoja de todo. Tal vez el auténtico valor de la existencia resida en su carácter efímero, lo que debería ser la clave para distinguir lo esencial de lo accesorio. Todavía no estoy muy seguro de cuáles son las cosas realmente importantes. Sin embargo, al cabo de los años, creo que empiezo a vislumbrar una respuesta.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/2/2015


viernes, 6 de febrero de 2015

Mickey Mouse


Acabo de comprarme un reloj de Mickey Mouse. Es un reloj pequeño que parece de juguete. Tiene una correa de plástico de colores, y en la esfera la imagen del famoso ratón señalando las horas con sus brazos. Lo he comprado por eBay, al igual que muchas otras baratijas que me envían casi cada semana desde distintos puntos de esta aldea global. El reloj me ha llegado de Iowa y he pagado por él apenas 25 dólares, gastos de envío incluidos. Quizás suene un poco frívolo, pero a mí me parece un vicio inofensivo que me proporciona pequeñas dosis de felicidad por un precio muy razonable. La pregunta inevitable es, ¿por qué un reloj de Mickey Mouse? Mi hijo me la formuló ayer después de asegurarme que no pega mucho con la imagen respetable que trato de proyectar. Me sorprendí al ser capaz de darle una respuesta. En septiembre de 1986 murió un amigo mío. Se llamaba Juan Pedro y era un par de años más joven que yo, que por entonces era un mozalbete con la carrera recién terminada. Se nos murió de repente, sin previo aviso, de muerte natural, aunque tan inesperada que nos pareció cualquier cosa menos natural. Cierto día, de pronto, ya no estaba. Fue la tarjeta de presentación de esa visitante que con el tiempo se vuelve tan asidua. Han pasado casi treinta años, pero aún no he podido comprenderlo del todo. Tal vez por eso, y porque a veces uno se extravía sin querer por esos vericuetos infinitos de la memoria, me he comprado este reloj idéntico a uno que  él llevaba y que a todos nos hacía mucha gracia. Mi hijo está a punto de cumplir la edad que Juan Pedro tenía cuando se fue. Inexplicablemente, es como si el tiempo me hubiera convertido también en el padre de mi amigo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/2/2015