La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 18 de junio de 2007

Parásitos



No se dejen confundir por el título. Éste no es un artículo sobre política. Mi médico me ha prohibido escribir sobre temas esotéricos hasta que cumpla los setenta. Tal vez para entonces, con la suficiente experiencia y sabiduría, empiece a entender alguno de esos misterios que ensombrecen la vida pública de nuestro país. De momento sigo a dos velas. Por ello prefiero limitarme a cuestiones más mundanas, como por ejemplo la invasión de parásitos que me aqueja desde hace un tiempo.

Aquí me veo obligado a hacer una segunda puntualización: les aseguro que soy un tipo muy limpio. Tal vez peque de ser un poco desaliñado, y es notoria mi incapacidad de combinar dos colores con un mínimo de buen gusto. Pero me fregoteo escrupulosamente a diario, empleo con profusión los desodorantes y procuro llevar siempre limpia la ropa interior (no sea que luego pase algo y menuda vergüenza, como me advertía siempre mi pobre tía Maruja).

Precisamente ahora los médicos nos amonestan por lavarnos demasiado. Por paradójico que suene, un exceso de higiene puede volverse perjudicial para la salud. El abuso de agua y de jabones altera el pH de nuestra piel, arrastra la capa grasa que nos protege y nos predispone a padecer dermatitis e infecciones cutáneas. Pero hay un riesgo todavía mayor. Con tanto aseo, tanto alimento envasado y tanta bebida pasteurizada estamos convirtiendo nuestros cuerpos en recipientes estériles que resultan enormemente vulnerables. Igual que un niño consentido y criado entre algodones, el sistema inmunológico se nos ha vuelto haragán e idiota. Incapaces de identificar los gérmenes patógenos, nuestros anticuerpos vagabundean por el torrente sanguíneo entre la abulia y la perplejidad. Y cuando actúan, a menudo la toman contra elementos totalmente inocuos o, lo que es peor, contra células propias que el organismo necesita para realizar sus funciones. De ahí la proliferación del asma, de las alergias o de las enfermedades llamadas «autoinmunes». Éste es un problema que desconocían nuestros antepasados, quienes solían andar envueltos en una saludable capa de mugre. Acostumbrados a vivir en la inmundicia, qué podía importarles a aquellos supervivientes que los piojos anidaran en su cabeza, que las pulgas y las garrapatas engordaran a costa de su hemoglobina o que los colchones de sus camas hormiguearan de inquilinos indeseables. Ahora, en cambio, la mera idea de que un solo bicho nos elija para fijar su domicilio hace que nos pique todo el cuerpo.

Ya en los años 70, el sociólogo francés Jean Baudrillard advertía de que el hombre contemporáneo se ha vuelto incapaz de manejarse con las cosas reales. Hemos creado una cultura del simulacro en la que la realidad ha sido sustituida por imágenes de la realidad. Para el hombre occidental la vida transcurre en la televisión y en internet. La guerra, la política y la realidad socioeconómica se nos suministran en forma de reportajes, conexiones y programas de debate. Las relaciones personales se trivializan y se convierten en pretexto para shows televisivos. Amigos y amantes no son sino líneas de texto en una ventana de messenger. Rizando el rizo, webs como Second Life nos ofrecen la posibilidad de soltar un avatar nuestro por la red para que él viva la vida que a nosotros nos está vedada. A este simulacro de vida sólo le faltaban los parásitos virtuales, y me temo que yo acabo de contraerlos.

Verán, desde hace un tiempo oigo ruidos que no existen y veo cosas que no están ahí. No son parásitos en sentido estricto, sino «simulacros de parásitos», pero no por ello resultan menos irritantes. La cosa empezó con los ruidos. Un día empecé a oír una especie de pitido en mi oído izquierdo. El ruidito dichoso variaba en intensidad y en tono según el día o el estado de ánimo, pero no cesaba nunca. De hacer caso al dicho popular, siempre había alguien hablando de mí, porque mi oído no dejaba de zumbar. Acudí al otorrino con la lógica preocupación. Me dijo que lo que yo tenía era un «acúfeno» o «tinitus», una especie de interferencia acústica que se generaba en mi oído interno por causas no aclaradas. «¿Pero desaparecerá, doctor?» Ante esta pregunta, el médico se encogió de hombros. Acababa de toparme con una de las fronteras de la ciencia médica. Un tiempo después vinieron las «moscas». Eran como bichitos o hilachas semitransparentes que parecían frotar en mi campo visual. Donde quiera que mirara, allí estaban ellas. A veces lograba olvidarlas durante un rato, pero una luz fuerte o un fondo claro las volvía enojosamente visibles. El oftalmólogo me aclaró que se trata de un achaque común. El humor vítreo, que da forma y consistencia a nuestro globo ocular, pierde transparencia y fluidez con el tiempo. A veces se condensa, otras veces se desprende de las paredes interiores del ojo (lo que se denomina un desprendimiento vítreo) y se queda flotando por ahí, como migas de pan dentro de una pecera. Puede ser algo inofensivo o puede presagiar trastornos más graves. No viene a cuento aclarar cuál fue mi caso. Lo que me llama la atención es que, a pesar de mi escrupulosa higiene, no había logrado desprenderme de los parásitos.

No tengo sarna, piojos ni garrapatas, y por ello mi cuerpo se ha tomado la molestia de generar parásitos virtuales para que me atormenten. Ignoro si esto puede interpretarse a la luz de la teoría del simulacro de Baudrillard. En todo caso, a mí me da que pensar. A falta de parásitos reales, ¿a cuento de qué esta necesidad de contraerlos en su forma virtual?

Y hablando de parásitos. Cada cierto tiempo muchos ciudadanos consienten en participar en un simulacro de democracia durante el cual llegan a creerse que tienen algún poder de decisión en los asuntos públicos. ¿No será éste otro modo de contraer esos parásitos que tanto echamos de menos? Por favor, piensen en ello.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 18/6/2007

lunes, 4 de junio de 2007

"Tirar cine"



a José Luis Micó

Mi amigo José Luis, caudetano de pro, trabaja de gerente en una inmobiliaria, pero debería ser músico, explorador o presentador de un programa radiofónico de madrugada. Su vida discurre por esa estrecha franja que hay entre el pragmatismo al uso y el lado salvaje y romántico de la existencia. Durante su horario laboral se gana la vida vendiendo casas, pero en su tiempo libre se dedica a aporrear la batería en un grupo de rock, pinta ilustraciones para libros infantiles o se embarca en aventuras tan curiosas como la que me dispongo a contar.

Verán, el caso es que hace unos días José Luis vio un anuncio por internet. Vendían nada menos que un viejo proyector de cine. Y no me refiero al entrañable Cine Exín (aunque de esos también conserva uno), sino nada menos que a un gigantesco proyector profesional de los que se usaban en las salas de cine en los 50 y los 60. En las fotos que ilustran el anuncio el aparato tiene un aspecto impresionante: parece el motor de un caza de la Segunda Guerra Mundial, o tal vez «el cañón desintegrador» de una película de ciencia-ficción de la serie B. Un objeto tal, a medio camino entre lo tecnológico y lo fantástico, por fuerza tenía que llamar la atención de un soñador impenitente como José Luis, quien a los pocos segundos estaba contestando al anuncio.

Resultó que el dueño del proyector era un señor de Pozo Cañada: don Pedro Pablo Romero, propietario de uno de los dos cines que llegó a haber en el pueblo. El señor Romero ha vendido su viejo cine para edificar sobre el solar, y no le queda más remedio que liquidar el material que todavía tiene allí guardado. Una de sus dos máquinas de proyección ha sido ya adquirida por un coleccionista de Zaragoza. La otra, la del anuncio, la vende por un precio más que razonable. Así pues, el sábado por la tarde José Luis se presentó en Pozo Cañada para interesarse por un viejo proyector profesional de 35 mm, lo que viene a ser tan quijotesco como comprarse una máquina del tiempo o un globo aerostático. Me contó que el artilugio, visto al natural, era todavía más fascinante que en la foto de internet, pero que más fascinante aún fue la conversación que mantuvo con Pedro Pablo, el dueño del cine y antiguo operador de proyección.

De labios del señor Romero supo, entre otras cosas, que el haz de luz que hace posible la proyección no lo genera una lámpara convencional, sino unas varillas de carbono que alcanzan una furiosa incandescencia por obra de la corriente eléctrica. Esto se denomina «la linterna» y, para que se hagan una idea, se parece mucho a las calderas de las antiguas locomotoras (de hecho, la máquina tiene una ventanilla lateral para controlar el proceso de combustión). Después de atravesar la cinta de celuloide y el objetivo, el haz luminoso se vierte en la sala oscura y enciende la pantalla blanca que cubre la pared del otro extremo. Y entonces ocurre lo que todos ustedes saben: Scarlett O’Hara levanta el puño en el contraluz del crepúsculo y jura que nunca volverá a pasar hambre; Bogart nos revela que cierta estatuilla de un halcón está hecha del mismo material con que se fabrican los sueños; el Séptimo de Caballería cabalga hacia Little Big Horn con Errol Flynn a la cabeza; Charlton Heston abre las aguas del Mar Rojo; Mastroianni se baña con Anita Ekberg en la Fontana de Trevi; y en un pueblecito que podría estar muy cerca de aquí, don José Isbert se desgañita con aquello de que como alcalde nuestro que es, nos debe una explicación, y esa explicación que nos debe nos la va a pagar. En la jerga del oficio, el acto de invocar esas imágenes se denominaba «tirar cine».

Dice José Luis que el señor Romero le recordó al viejo proyeccionista de «Cinema Paradiso», la encantadora película de Giuseppe Tornatore. Igual que le ocurría a aquél, también a Pedro Pablo se le encienden los ojos cuando se acuerda de los días de oro de su cine. Cuenta que había un momento especial al comienzo de cada pase, cuando las luces se apagaban y de la ventanita del proyeccionista surgía ese haz dorado que lo volvía todo posible, una luz de una calidad distinta, casi sobrenatural, que hacía enmudecer de repente al bullicioso público que llenaba la sala. Porque entonces todo el mundo iba al cine, como un rito de emoción compartida, y había días en que las butacas de la sala no bastaban para acomodarlos a todos y la gente se tenía que llevar la silla desde su casa, en especial cuando se estrenaba alguna película de Manolo Escobar, que era como el Elvis celtibérico, sólo que con hermanos y mejor peinado.

Pero todo eso ya terminó, porque el viejo cine de Pozo Cañada está a punto de barrerlo el huracán del tiempo, el mismo viento furioso que nos ha dejado sin salas en el casco urbano, lo que nos obliga a desplazarnos hasta los centros comerciales para recuperar algo de aquella magia (¿conciben un lugar más inapropiado que un hipermercado para celebrar el viejo rito?). Se trata, sin duda, del mismo viento que se ha llevado docenas de nuestros edificios más entrañables, aboliendo de ese modo algunas de nuestras más preciadas señas de identidad. El que ahora amenaza con barrer el comercio del centro de nuestra ciudad en beneficio de las grandes superficies. El mismo viento homicida que aniquila las cosas más frágiles, que suelen ser también las más preciosas, como las imágenes sobre una película de celuloide.

A don Pedro Pablo Romero le van a demoler su vieja sala. Él, que un día fue custodio de los sueños de todo un pueblo, no podrá ya ejercer su maravilloso oficio de «tirar cine». Ahora sólo me queda la esperanza de que José Luis se decida a comprarle el vetusto proyector. Tal vez mi amigo instale la máquina en un local vacío y nos proyecte alguno de los Nodos que el señor Romero ha prometido regalarle, y luego una película en cinemascope y technicolor (una de vaqueros o de romanos o de risa o de lo que él quiera). Y hasta puede que nos deje comer pipas.

Siempre nos queda la esperanza de que algún otro soñador tome el relevo.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 1/6/2007