La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

miércoles, 26 de julio de 2017

Fracturas


Oímos hablar con frecuencia de «fractura social», pero uno no es del todo consciente de lo que implica el término hasta que se integra en una comunidad pequeña. Los pueblos vienen a ser modelos a escala de las grandes urbes. Lo que se cuece en ellos es más o menos lo mismo que en los núcleos urbanos (las mismas tensiones, problemas similares, idéntica mala leche) pero el reducido tamaño conlleva que todo aflore con más facilidad, y por lo tanto sea más sencillo de observar. La propiedad es la principal fuente de problemas. Los asuntos de lindes, borrosas en los registros y en la memoria, provoca enfrentamientos que se enquistan a lo largo de generaciones. La política, en su versión más atávica y guerracivilista, divide a los vecinos y los enfrenta con los ayuntamientos cuando estos no son de su cuerda. Luego está el fútbol, por supuesto, cuyas rivalidades condenan a los seguidores del Barça (en franca minoría por estas latitudes) a recibir el poco amable marchamo de «catalinos». Y todo ello agravado por el hecho de que en las ciudades se tiende a ignorar a los vecinos, mientras que en las zonas rurales la costumbre es observarlos minuciosamente, en tanto que constituyen un jugoso e inagotable tema de conversación. Incluso los residentes temporales sufrimos estas fracturas durante nuestro tránsito veraniego por el pueblo. Si hemos frecuentado un bar o tienda y decidimos decantarnos por la competencia, no cabe esperar otra cosa que silencios hostiles, cuando no miradas furibundas, por parte del empresario despechado. Hasta el simple hecho de cambiar de señora de la limpieza provocará rumores y conjeturas, te granjeará detractores y te abocará a unos más que probables cien años de rencor. El Far West está más cerca de lo que creemos. Para que luego hablen de las bondades del turismo rural.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/7/2017

miércoles, 19 de julio de 2017

El arco del triunfo


Dicen que las opiniones son tan diversas como cierta parte del cuerpo. Yo no estoy tan seguro. Pienso más bien que las opiniones van por modas y por épocas, que los grupos dominantes sientan doctrina a su conveniencia, y que para ello se valen de la necesidad del ciudadano medio de expresar criterios sobre cualquier asunto, ya sean criterios propios o tomados al dictado. Vivimos sumergidos en un caldo mediático, y basta con abrir la boca (en realidad, los oídos) para pertrecharnos de esos argumentos que luego repetiremos en las charlas del café, los que nos servirán para hundir en la miseria al cuñado casposo o cultureta en la próxima cena de Nochebuena. Uno de estos juicios predominantes (no son tantos, si lo piensan) se refiere precisamente a las mismas opiniones. Afirma que todas sin excepción son respetables, y suele invocarse cuando uno anda escaso de ideas y argumentos: «Bueno, todas las opiniones son respetables». Fin de la conversación. Pues verán, yo disiento. No todas las opiniones son respetables. Las hay sólidas y las hay endebles, las hay útiles y dañinas, las hay dignas y deleznables. Es más, creo que la disensión es uno de los motores del progreso, y que oponerse al pensamiento predominante es lo que nos convierte en ciudadanos como Dios manda. Conviene, por supuesto, separar a las personas de sus opiniones, por muy difícil que resulte a veces. En general coincidimos en que todas las personas son respetables, aunque algunos poco se esfuerzan por ganarse ese respeto. Y a casi todos nos gusta vivir en una sociedad en la que uno puede abrir la boca sin que le corten la cabeza. Pero no todas las opiniones valen lo mismo. Tampoco la mía, por mucho que aparezca impresa en una columna de prensa. De hecho, son ustedes muy libres de pasársela por el arco del triunfo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/7/2017

domingo, 9 de julio de 2017

Este es mi cuerpo


Siempre he comulgado con la idea de que cada cual es dueño de su cuerpo, lo que me ha llevado a defender derechos como el aborto, el derecho a una muerte digna y el de las personas con disforia de género a elegir el sexo que les dicta su cabeza, y no sus genitales. Así pensaba yo hasta hace unos años, pero estaba equivocado. Y no porque ahora me oponga a los derechos que antes defendía. Mi error estaba en el fondo del asunto, aunque tuve que ir cumpliendo años y achaques para darme cuenta. No somos los dueños de nuestros cuerpos. Son nuestros cuerpos quienes nos poseen, quienes están al mando, quienes dictan las reglas. Si yo no me esfuerzo por complacerlo, él se vengará. En estos momentos me está castigando con un ataque agudo de gota en el pie derecho. A mí me encantan las chuletas y los gin-tonics. Él quiere verduritas y agua. Yo abogo por el sedentarismo, él exige acción y ejercicio. Cuando me rebelo, el muy canalla me atormenta con dolores y triglicéridos. Él es sin duda el jefe y, como todos los jefes, es un idiota. No nos llevamos bien, pero a la postre siempre descubro que es mi cuerpo quien lleva la sartén por el mango. Esta idea encierra cierto consuelo, porque me brinda el recurso de echarle la culpa al otro, al tirano, a ese que no soy yo. Aunque reconozco que puedo estar equivocado, y que mi único propósito sea sacudirme la responsabilidad. En el fondo sé que mi cuerpo y yo somos la misma cosa. En esta pareja indisoluble no hay un culpable y un inocente, un tirano y un rebelde. Hay solamente un idiota. Y lleva mi nombre.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/7/2017

domingo, 2 de julio de 2017

Cincinato


Repaso los comentarios que se han vertido en las redes sociales sobre la dimisión de Javier Cuenca y me sorprende comprobar su tono laudatorio. No parece que nos hallemos ante un político al uso, sino ante una nueva versión del romano Cincinato. Javier Cuenca explica que no se encuentra bien de salud, y lo único que se me ocurre al respecto es el deseo de un pronto restablecimiento (prefiero no hacer cábalas sobre asuntos que ignoro). Lo que me sorprende es que alguien dimita de un cargo político y la gente aplauda la nobleza e integridad del gesto. Y hasta me da por pensar que la salud de nuestra democracia es todavía peor que la del exalcalde. No creo que Cuenca, en sus dos años de alcaldía, haya hecho nada memorable. Yo lo tenía catalogado más bien como un gestor poco eficaz, un ejemplo más de esa tradición de alcaldes más complacientes con los dictados de sus superiores que con las necesidades de sus conciudadanos. Ahora el alcalde dimite y muchos se deshacen en elogios y expresiones de gratitud. Francamente, no creo que sea para tanto. Y más teniendo en cuenta que se trata de un funcionario de carrera en comisión de servicios, lo que le permite regresar a su puesto anterior y aquí paz y después gloria. Mucho más mérito tendría si el dimitido fuera uno de esos paniaguados que hacen toda su carrera al amparo de su partido, sin más oficio ni beneficio que el carné de afiliado en el bolsillo, sin más mérito que la habilidad de quitarse de en medio a quienes se han cruzado en su camino. Debería resultaron normal, y hasta saludable, que un político dimitiera. Lo anormal es que dicha dimisión nos parezca el único gesto digno de encomio en quienes se dedican a cuidar de los asuntos públicos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 30/6/2017