La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 26 de septiembre de 2008

Arturo se va a Jaén


Ha pasado una semana desde que lo supimos, pero la alegría nos aletea en el estómago como si acabáramos de enterarnos. Arturo Tendero, poeta de Albacete, ha ganado el Jaén de poesía, uno de los certámenes de más relumbrón del panorama literario nacional. Los escritores tenemos fama de no alegrarnos de los éxitos ajenos. Es notable la cara de tonto que se le queda a uno cuando, después del «and the winner is…», dicen el nombre de otro fulano. Si los pensamientos envenenados matasen, los ganadores del Fernando Lara y del Herralde en el 2007 habrían recibido sus galardones a título póstumo. Pero en el caso de Arturo Tendero hay que hacer una excepción. En primer lugar, porque su premio es de poesía y no de novela, lo cual lo redime hasta cierto punto. Luego, porque es mi amigo. Y uno no está tan sobrado de amigos como para ir perdiéndolos por el camino, aunque ellos cosechen los premios y tú las caras de tonto.
No sé si Arturo Tendero responde o no al patrón de poeta. A estas alturas son unos cuantos los poetas que conozco, y no consigo encontrar en ellos patrón alguno. Desde luego, sí que parece un profesor de educación física. Y eso de algún modo lo hace singular, pues tal vez sea el único poeta de la historia que ha cambiado la túnica por el chándal, y la lira por un silbato colgado del cuello. Es más, si me guardan el secreto, les contaré que quisieron llevarlo al programa Identity para posar en el panel de «extraños». Pero los tiempos están cambiando, que diría otro poeta apellidado Zimmerman, y hoy en día sobre poetas no hay nada escrito. Los hay entre los profesores, entre los arquitectos y hasta entre los trabajadores de vertederos municipales. Los hay politoxicómanos o simplemente borrachines. Gays o heteros. Incluso los hay forofos del deporte y abanderados de la salud y el ejercicio físico, como es el caso de Arturo.
Si las cuentas no me fallan, lo conocí en el año 94, cuando él vino como profesor al Bachiller Sabuco. La primera vez que hablamos fue en el parque. Hacía un día espléndido y yo me oxigenaba entre clase y clase mientras él hacía trotar a sus pupilos. Cuando su clase terminó, empezamos a charlar, y lo hicimos sobre literatura. Casi quince años después, nuestra conversación todavía continúa.
Quince años y, a mis ojos, Arturo no ha dejado de crecer como poeta y como persona. Lo he ido conociendo poco a poco, entre café y café. Lo he conocido como compañero, como hombre de familia, como amigo del alma, como hermano. Lo he conocido en sus buenos momentos y en los de más dolor, como en el trance de perder a ambos padres en el intervalo de pocos años. En cuanto a su faceta literaria, lo he visto pasar de ser un poeta desconocido a convertirse en uno de los más firmes valores de la poesía española. Y esto dista de ser el elogio exagerado de un amigo. Me basta con remitirme a su currículum. Una carrera literaria impecable labrada a base de trabajo y talento, de tozudez manchega y de disciplina espartana. Incluso en los momentos de desánimo, que son numerosos para quienes nos hemos embarcado en este viaje sin retorno de la literatura, Arturo ha apretado los dientes y ha seguido adelante. Hará seis o siete años me dijo que acababan de rechazarle un libro. Me lo contaba de pie ante uno de los grandes ventanales del Sabuco, con esa expresión tan suya de filósofo estoico. Me lo contaba porque sólo otro escritor sabe lo que duele recibir esa noticia: «Los años pasan», decía «y yo sigo sin publicar en ninguna editorial que merezca la pena». Pues bien, Arturo, los años pasan, sí, y en apenas un lustro tus poemas han sido publicados por Visor y Pre-Textos, dos de las mejores editoriales de poesía del país. Faltaba una para completar el trío de ases: Hiperión, precisamente la que va a publicar Cosas que apenas pasan, el libro con el que acabas de ganar el Premio Jaén.
Mientras escribo estas líneas aún resuena en mi memoria la música de los versos de Arturo Tendero. Él me honra con su confianza hasta el extremo de dejar a mi cuidado a su criatura recién nacida. Me ha pedido que le ayude a cazar erratas, y por eso los últimos versos de Cosas que apenas pasan todavía centellean en la pantalla de mi portátil. No soy ni un gran crítico ni un gran lector de poesía. Soy un lector cualquiera que está deseando dejarse emocionar y rara vez lo consigue. Pero Arturo lo ha conseguido, y cómo, con este libro premiado. Con sus versos limpios, nítidos, intensos. Versos que calan muy hondo y que vuelan muy alto. Versos sobre la maravilla de lo cotidiano. Sobre el asombro infinito de detenerse un instante y descubrirse vivo: «Pues ya que mi destino es ser ceniza, / que soy sólo un incendio transcurriendo, / quiero acercar mis manos a la hoguera / que forman mis propias llamas / y con razón arder, / adelantándome.»
Un libro magnífico que puede medirse con lo mejor de lo mejor. Y lo firma un poeta de Albacete. Mi amigo, el poeta Arturo Tendero.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 26/9/2008

viernes, 19 de septiembre de 2008

¡Bang!



En un laboratorio de investigación de Suiza han puesto en marcha una máquina que podría provocar el fin del mundo. La noticia ha aparecido en todos los medios y ni siquiera hemos pestañeado. Será que estamos vacunados contra las catástrofes. Nos las sirven en cada comida, con tanta frecuencia y riqueza de detalles que han pasado a formar parte del menú de lo cotidiano. A las guerras, hambrunas y huracanes las llaman «catástrofes humanitarias», aunque nunca hubo nada menos humanitario que el sufrimiento y la muerte. También las hay de otro tipo, como el accidente de Barajas, que en televisión adquirió hechuras de reality show. Supimos los nombres y apellidos de las víctimas y lo que habían hecho justo antes de tomar el avión. Nos ofrecieron las declaraciones de sus vecinos y no se nos ahorró un detalle del dolor de sus familiares. ¿Para qué dejar a la gente tranquila con su pena cuando esas cosas hacen subir las audiencias? Nos engordan a base de tragedias. Estamos tan saciados de dolor ajeno que en nuestro interior apenas queda resquicio para el horror o para la compasión. Y ahora nos dicen que en Suiza van a poner en marcha una máquina que podría destruir el mundo en cuestión de segundos. ¿De verdad esperan que reaccionemos de algún modo?

Aunque les supongo al corriente, aclararé que esa máquina del fin del mundo es un acelerador de partículas que acaba de inaugurarse en el CERN, un centro de investigación nuclear que se encuentra en Ginebra. El nombre técnico del aparato es LHC, siglas en inglés de «Gran Colisionador de Hadrones». No sé muy bien qué son los hadrones y cuál es el peligro de hacerlos colisionar, pero el nombre de la maquinita no invita precisamente a la tranquilidad. De hecho, hay dos científicos (uno de ellos español) que han presentado una demanda formal para evitar que el ingenio se ponga en marcha. Ellos argumentan que las colisiones de esas partículas subatómicas (pedacitos ínfimos de nada que viajan a velocidades cercanas a la luz) podrían provocar problemas de cierta envergadura, como por ejemplo la destrucción de la Tierra, de la galaxia o del universo entero. La intención del experimento es simular las condiciones que existían justo antes del Big Bang. Su riesgo principal, que la simulación resulte demasiado precisa y, tal y como advierten los demandantes, se produzca un nuevo Big Bang que se lleve por delante todo lo que surgió del anterior. En el mejor de los casos (o «escenarios», por usar un término más propio del argot periodístico) se podrían generar micro agujeros negros cuyo efecto no sería tan devastador, pues aún tardarían algunas horas devorar todo este planeta de nuestras entretelas, para luego saciar su hambre cósmica con el resto del sistema solar. Nada como un agujero negro para tener la parcela limpia.

No sé si todo esto tiene una base real o si únicamente se trata de celos y rencillas entre científicos. Los responsables del LHC, como es lógico, afirman que esas funestas advertencias son descabelladas. Y en verdad no parece que el asunto esté desatando una ola de pánico entre la población mundial. Nos tranquiliza que hayan montado la máquina en Suiza, pues no tenemos a los suizos por un pueblo aventurero ni temerario. Si ellos no tienen miedo de que su paraíso fiscal acabe engullido por un agujero negro, ¿debemos tenerlo nosotros, que encima nos encontramos en plena crisis? El problema es que uno ha leído demasiada ciencia ficción, y la historia reúne demasiados ingredientes de los que en cualquier novela del género acaban con la extinción de la raza humana. Y hasta sirve para apoyar la teoría de los «universos sucesivos». Se produce un Big Bang y surge un universo. Y todo marcha más o menos bien hasta que unos imbéciles en un planeta perdido de una galaxia cualquiera inventan el Gran Acelerador de Hadrones y ponen la máquina en marcha. Y entonces ¡BANG! vuelta a empezar.

En el momento en que escribo estas líneas el aparato ya está funcionando, pero aún faltan algunos días para que colisionen los haces de partículas. Si están leyendo ustedes este artículo, enhorabuena. Eso significa que la humanidad se ha salvado. Si no es así, sepan que ha sido un honor estar con ustedes cada semana. Y a modo de consuelo, piensen que todo va a ocurrir de forma casi instantánea (vamos, lo que se dice a la velocidad de la luz) lo que no deja de ser un modo apetecible de irse. Algo reconforta también que no vaya a quedar nadie para ver la catástrofe humanitaria por televisión. Les deseo que entren con buen pie en el nuevo curso. O en la Eternidad.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 19/9/2008

viernes, 12 de septiembre de 2008

Ritos de tránsito



Este año me he perdido la cabalgata de apertura de la Feria. Y el pasado. Y me parece que el anterior también. Con el paso de los años uno va construyendo sus propias tradiciones, y lo de perderme la cabalgata se ha convertido en una de mis tradiciones privadas. En mi infancia era muy distinto. La casa familiar estaba en un principal cuyos balcones se asomaban a la calle de la Feria, y la cabalgata era uno de los acontecimientos más esperados del año. Qué impresionante y gozoso espectáculo era aquel abolindio de balcones repletos, aquel desfile de caras extrañas, parientes lejanos, conocidos y gorrones en general que sólo se acordaban de visitarnos aquella tarde en concreto, y a los que, concluido el desfile, no volvíamos a ver hasta el año siguiente (si bien es cierto que algunos tenían el detalle de presentarse con una bandejita de pasteles).

Con todo, he de confesar que esta vez he sucumbido a la tentación de ver parte de la cabalgata por una cadena local. Y allí estaban esas simpáticas carrozas con alegorías de nuestras tradiciones, edificios emblemáticos y artesanías, esas mancheguitas con moños y refajos, y esos vociferantes adolescentes con sus camisetas y sus botas de vino. El tiempo es una ilusión, me dije. Porque una de las características más notables de nuestra Feria es la fidelidad con que se copia a sí misma. Y para corroborarlo no tuve más que darme una vuelta por el paseo y los redondeles. Qué colosal déjà vu. Todo era exactamente igual que lo recordaba, hasta el más ínfimo detalle. Me dio por pensar en el pueblecito aquel de Brigadoom, el de la película de Gene Kelly. Se trataba de un pueblo encantado que surgía de la niebla un único día cada cien años. El resto del tiempo sus habitantes lo pasaban dormidos, como la Bella Durmiente, con lo que para ellos un siglo transcurría en una sola noche. A lo mejor nuestra Feria sufre un encantamiento análogo. La noche del 17 de septiembre los albaceteños nos volvemos a casa convencidos de que los feriantes van a recoger sus bártulos y a marcharse, y luego la Feria se va a quedar vacía hasta el año que viene. Pero a lo mejor lo que ocurre de verdad es que, al mismo tiempo que el último visitante cruza la Puerta de Hierro, se pone en marcha el hechizo y todos los feriantes (operarios de atracciones, vendedores de churros y garrapiñadas, dueños de puestos de juguetes y berenjenas de Almagro) se queden sumidos en un profundo letargo que les dura hasta septiembre del año siguiente. De otro modo, ¿cómo se explica que la repetición sea tan perfecta, hasta el último e insignificante detalle? Si hasta el saludo de Feria de la alcaldesa Oliver tiene ese tono arrebatado y un poco delirante que tenían los de Pérez Castell.

La Feria se repite. Esto es un hecho y no una crítica. Y a lo mejor debe ser así, pues siempre he pensado que los albaceteños no digerimos muy bien los cambios, por mucho que los políticos se empeñen en vendernos la imagen de un Albacete dinámico y futurista. Pase lo de la fábrica de helicópteros. Pasen el palacio de congresos y el AVE. Hasta nos hemos conformado con la idea de que vayan a tirarnos la estación. Pero nuestra Feria que no nos la toquen. Con la Feria somos como los niños pequeños con los cuentos: siempre queremos que nos cuenten el mismo cuento con idénticas palabras. Porque los cambios drásticos nos inquietan y nos sacan un poco de quicio. No es envidiable, pues, el encargo que le ha caído a la concejala Velasco. Nada menos que la Feria del Tercer Centenario. La Macroferia. ¡La Madre de todas las Ferias! Una Feria del siglo XXI en una ciudad a la que todavía le cuesta pensar en euros. No lo tiene usted fácil, señora Velasco. Pero hágase cargo. Para los habitantes de esta ciudad, la repetición de la Feria es un auténtico rito de tránsito, con un sentido mucho más profundo que el de las uvas de Noche Vieja. Es nuestro modo de anclarnos en el tiempo. Por tanto, ¿cómo organizar una Feria del Tercer Centenario sin provocar graves problemas de identidad entre la ciudadanía? Me parece que eso no lo soluciona ni el Foro de la Participación.

Aunque el otro día, mientras los comentaristas de la cabalgata hacían encaje de bolillos para no prodigarse en comentarios trillados y tontorrones, uno de ellos alumbró un modo distinto de celebrar la Feria del Tercer Centenario. Lo que propuso el buen señor fue que en la Feria del 2010 todos, sin excepción, vistamos el traje regional para asistir a la cabalgata. No quiero pecar de antipatriota, pero desde este momento me niego en redondo a participar en semejante demostración folclórica. Uno tiene su pundonor y su memoria histórica, y la idea me recuerda demasiado a la España más negra, la de Bienvenido, Míster Marshall y las demostraciones sindicales en el Santiago Bernabéu. Así pues, como tampoco quiero pecar de aguafiestas, probablemente lo que haga sea perderme la cabalgata del 2010, igual que me he perdido la del 2008.

Publicado en el diario La Tribuna de Albacete el 13/9/2008

viernes, 5 de septiembre de 2008

Enjuto, alcalde


En Morón de la Frontera han nombrado a Santa María Auxiliadora alcaldesa honoraria. En Albacete se ha formado una plataforma para que Enjuto Mojamuto reciba un nombramiento análogo. La iniciativa se dio a conocer a través del blog http://enjutoalcalde.wordpress.com, desde el cual se hace un llamamiento para que todos los fans de Enjuto acudamos el día 7, a las 23.30, al pincho de la Feria. Debemos llevar alguna señal que nos identifique: pins, camisetas, caretas o cualquier otra prenda u objeto con la cara del personaje. De ese modo se pretende sondear el apoyo popular de la iniciativa. Después habrá que seguir los trámites precisos hasta que, en forma de moción, llegue a debatirse en un pleno del ayuntamiento, tal y como ocurrió en Morón con la patrona del pueblo.

Pero vamos por partes, porque éste es un periódico serio y tal vez muchos de los lectores ignoren de quién estoy hablando. Enjuto Mojamuto es un personaje de dibujos animados que cuenta con una sección fija en la serie de humor Muchachada Nui, sin duda uno de los programas más frescos e imaginativos de la parrilla, y uno de los pocos que mi hijo y yo podemos ver juntos, ambos muertos de la risa. La «muchachada» en cuestión está compuesta por un grupo de jóvenes actores y humoristas de origen manchego, varios de ellos paisanos nuestros. El creador de Enjuto, y también su voz, es el muy versátil Joaquín Reyes, que en pocos años ha pasado de ser estudiante de Bellas Artes en Cuenca (se rumorea que más de una vez acudió a clase disfrazado de pollo) a convertirse en uno de los humoristas más celebrados de nuestro país.

Enjuto Mojamuto es un muchacho de edad imprecisa cuya vida transcurre en un cautiverio voluntario. A Enjuto no le interesa el mundo real ni las personas de carne y hueso. Por ese motivo pasa las horas muertas conectado a internet, delante de su ordenador. En la habitación de Enjuto hay un póster de E.T. junto a Michael Jackson. Sus zapatillas deportivas yacen inmaculadas bajo la cama. La habitación de Enjuto es de una desnudez casi ascética. Nos recuerda una celda o una tumba. El propio aspecto del personaje es inquietante, un poco cadavérico, con un rostro muy delgado y ojos enormes. Su cuerpo está atrofiado y es diminuto en comparación con la cabeza. Nunca va calzado, porque nunca sale a la calle. Enjuto es zurdo, y con la mano izquierda (única parte móvil de su cuerpo, además de sus gigantescos ojos) maneja el ratón de su ordenador a un ritmo frenético. Las peripecias de Enjuto siempre transcurren en el mundo de su PC. Él mismo nos las cuenta mientras contesta, de un modo algo desganado, a las preguntas de una insistente voz en off. Enjuto habla con una voz ronca y susurrante, en la que detectamos un inconfundible acento de Albacete. Enjuto es uno de los nuestros.

Enjuto tiene una cibernovia que se llama algo así como Chumi Kechumi, a la que nunca ha visto en persona. Podría ser un tío, pero a él no le importa. La mascota de Enjuto es un canario que se llama Pitikli. El pajarito está muerto y se balancea exánime en su mano. Él ni siquiera se da cuenta, porque no tiene mucha experiencia en tratar con criaturas vivas. Aunque en su vida también existen el drama y la tragedia. Sabemos, por ejemplo, que el peor día de su vida fue aquel en que se le estropeó internet. Él reinició el ordenador, encendió y apagó el router, llamó al servicio técnico… Pero nada de eso funcionó. Sin internet, Enjuto es como un pez fuera del agua, un alienígena perdido en un planeta que le es extraño. «Aaaaay, interneeeeeé, interneeeeé», gime Enjuto con gran patetismo. Al final, la conexión vino sola. Su mayor ilusión es ir un día a la Campus Party, donde estará rodeado de frikis como él, y tal vez hasta encuentre el amor.

Enjuto me inspira una ternura inmensa. A veces me identifico un poco en él. También me recuerda a algunas personas a las que conozco y aprecio. Bien pensado, más que de cadáver, Enjuto tiene pinta de insecto, con su gran cabeza, sus ojos enormes y sus miembros raquíticos. Con aspecto de insecto, siempre encerrado en su habitación, Enjuto es el Gregorio Samsa de los dibujos animados. Su metamorfosis es la misma que han sufrido infinidad de personas, jóvenes y no tanto, que arrostran la soledad delante del ordenador, y que han llegado a depender de ese simulacro de la compañía humana que es internet. Sin duda, Enjuto Mojamuto es uno de nosotros.

Lo que más me gustaría es que Enjuto se olvidara un rato de su ordenador y se viniera a dar una vuelta por la Feria. Pero me temo que no existe la menor esperanza. Así que al menos me acercaré el domingo a la Puerta de Hierro para apoyar su candidatura como alcalde honorario. ¿Qué mejor alcalde que un personaje de dibujos animados para la ciudad destinada a convertirse en la capital mundial del circo? Ubú, rey. Enjuto, alcalde. Y Krusty el payaso, tal vez, presidente de la región.

Ah, y si quieren conocer en persona al papá de Enjuto y al resto de la muchachada», mañana actúan en el Teatro Circo.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 5/9/2008

martes, 2 de septiembre de 2008

Gracias, profesor



(Nota: Por algún motivo que se me escapa, este artículo, aparecido en este blog el 4 de julio de 2008, no figura en el índice del blog. Así pues, vuelvo a publicarlo, con mis disculpas para los lectores que enviaron comentarios que ahora me es imposible recuperar.)

A mediados de los 70 llegó al instituto Bachiller Sabuco de Albacete un nuevo catedrático de Lengua y Literatura. Aunque serio en apariencia, era un profesor joven y progre, y me imagino que debió de llevarse un chasco notable al cruzar por vez primera el umbral catedralicio de aquella santa casa. Por aquellos tiempos el instituto todavía no había vivido su particular transición, y aún conservaba intacta la caspa y las telarañas de la rancia institución que siempre fue. Existía la costumbre, por ejemplo, de que el catedrático de Literatura impartiera una conferencia sobre el Quijote para conmemorar el Día del Libro. Aquel año la conferencia versó sobre Mortadelo y Filemón. El catedrático de Literatura se llamaba Francisco Mendoza Díaz-Maroto.

Han pasado más de treinta años y Paco Mendoza acaba de jubilarse. Yo lo conocí siendo alumno. De su mano me adentré en El Quijote, del que mi profesor resultó ser un especialista. Él me presentó a Lope y Calderón, y me enseñó a desentrañar a Góngora y a Quevedo, sin rehuir los aspectos más turbios de la relación entre ambos («Yo te untaré mis versos con tocino / porque no me los muerdas, Gongorilla»). Recuerdo que también leíamos La Celestina en clase y que a mí me tocó el papel de Sempronio, el deslenguado criado de Calisto. Conforme yo leía, crecían el rumor y las risitas en el aula. «Cebrián, ¿me deja ver su libro?», me dijo el profesor Mendoza. «¡Claaaaro!», exclamó nada más ver la cubierta. Y a reglón seguido me hizo notar que, en mi candidez, me había comprado la edición de Clásicos Ebro, «expurgada de sus pasajes más escabrosos», es decir, de los mejores. Del profesor Mendoza recibí mi primera lección de crítica biblio-textual. Él me enseñó que no es lo mismo una edición que otra, que los clásicos viven o mueren según quién los edite y quién los anote.

Los clásicos vivían cuando Paco Mendoza nos los explicaba. Vivían y vibraban. Al leer con él uno se sentía como un lector del siglo XVI o XVII. También nos enseñó que hay un gigantesco corpus literario fuera de los libros. Existe una literatura de la memoria compuesta por romances que se transmiten por tradición oral, y que es necesario buscar en los recuerdos de los más ancianos. Él nos animó a recoger testimonios de esta literatura popular de los labios de nuestros mayores. Con él aprendí realizar mi primera «investigación de campo». También fue mi primer profesor agnóstico, republicano y librepensador. Y francófilo, comme il faut.

A principios de los 80 me marché del instituto para estudiar Filología en Valencia. Regresé diez años después, ahora como profesor, y allí seguía Francisco Mendoza (aunque pronto supe que, entretanto, se había expatriado unos años para enseñar literatura en París). Había perdido la barba junto con el hábito de fumar, y ganado algunos kilos. Ahora llevaba lentillas y apenas usaba ya esa corbata de pajarita que era una de sus más célebres excentricidades. Sin embargo, había adquirido el inexplicable hábito de ponerse camisas hawaianas cuando llegaba el buen tiempo. Al principio de nuestra relación como compañeros, me acercaba a él con cierta reverencia. Ahora que esa relación profesional toca a su fin, mi trato con Francisco Mendoza es mucho más cercano, pero la reverencia nunca se ha extinguido del todo. Durante estos casi veinte años en que lo he disfrutado como compañero y como amigo, Francisco Mendoza ha seguido siendo mi profesor, pues ni un solo momento ha dejado de enseñarme. Él leyó mis primeros intentos literarios y me guió con su consejo. Él me siguió contagiando su inmenso amor por la literatura y por los libros, el soporte imprescindible de la palabra escrita. De hecho, muy pronto supe que mi antiguo profesor era también una reconocida autoridad en el campo de la bibliofilia y de la literatura popular tradicional, y que su biblioteca de ejemplares raros e incunables competía con la que tenía don Alonso Quijano antes de que el cura y el barbero hicieran de las suyas. En una enseñanza media en la que cada vez se fomenta más la mediocridad, Paco Mendoza es un auténtico sabio, uno de esos profesores que iluminan a cualquier alumno con dos dedos de frente para escucharlo. En una enseñanza media degradada, trivializada e infantilizada, él es un ejemplo de dignidad, un bastión contra la barbarie. Como compañero es muchas otras cosas. Un tipo amable, divertido, socarrón. Mordaz como un bisturí, chispeante en su conversación, imprescindible en sus opiniones, siempre un poco transgresor, como aquella vez que dictó su conferencia sobre Mortadelo y Filemón ante los asombrados catedráticos de toda la vida.

El día de su jubilación, nos dijo que debíamos tenerle envidia, porque se disponía a cumplir el ideal humano de vivir sin trabajar. Yo le tengo envidia por eso y por mucho más. Ya por la tarde, un poco achispado, se lo confesé: «Paco, tú representas todo lo que yo quiero ser de mayor». Escribo estas líneas completamente sobrio, pero sigo pensando lo mismo.

Gracias, profesor.

Aparecido en el diario La Tribuna de Albacete el 4/7/2008