La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 30 de enero de 2009

Fútbol


No me gusta el fútbol. Y no se trata de una confesión, sino de un modo para entrar en materia. No me gusta el fútbol y no creo que deba sentirme avergonzado por ello. Si acaso un poco apesadumbrado, por motivos que trataré de explicar. Mi padre sí que pertenece a la secta balompédica. En mi casa siempre se encendía el televisor cuando se retransmitía un partido. Yo de niño era un forofo de la tele. Me quedaba encandilado con casi cualquier cosa, desde Locomotoro a los Estudio 1, pasando por los anuncios de Kelvinator. Pero el fútbol se me resistía. Recuerdo que más de una vez me planté delante de la pantalla de nuestro viejo Iberia, que tenía más de armario ropero que de televisor, tratando de descifrar qué había de especial en aquello de pasarse horas mirando a unos enanitos que corrían detrás de un balón. Pero nunca hallé el atractivo de aquel espectáculo. Me aburría soberanamente, incluso me deprimía. Tal vez mi percepción del domingo como el día más triste de la semana provenga de esta época.
Pasó el tiempo y las cosas no cambiaron de modo sustancial. Si acaso, mi antipatía por ese deporte se acrecentó. Cruyff encendía pasiones en los estadios y en el patio de mi colegio, pero a mí me dejaba frío. Naturalmente, nunca aprendí a jugar. Ni siquiera era capaz de chutar un balón en línea recta. En los recreos se organizaban partidos, y a mí nunca me elegían. O si lo hacían era a la fuerza, por el riesgo de discriminar al hijo del maestro. Me ponían de portero, pero al ver que me apartaba de la trayectoria del balón cuando lo veía venir, me colocaban en la defensa y me pedían que procurara no molestar mucho. «¿De qué equipo eres, chaval?», me preguntaba el peluquero. Y cuando era incapaz de contestarle me miraba con pena, como si tuviera a un disminuido psíquico sentado en su sillón. Siempre he intuido que mi indiferencia ante el fútbol me ha costado cara, y no sólo por el hecho de hacer de mí un bicho raro, lo que siempre comporta riesgos en los arduos años de la niñez y la adolescencia. Me resulta imposible imaginar cuántas conversaciones apasionantes, cuántas alegrías, cuántos momentos de emoción y camaradería, de genuina felicidad, me he perdido por culpa de mi rareza.
Que yo recuerde, la única vez que mi alergia al fútbol me ha resultado útil fue durante el Mundial del 82, aquel que se celebró en España y del cual ha quedado poco más que el recuerdo del infame Naranjito. Yo cursaba mi primer año de universidad en Valencia, que a la sazón era también la sede donde la selección española jugaba sus partidos de clasificación. Corría el mes de junio y estábamos en plenos exámenes finales. Desde la sala de estudio de mi colegio mayor era audible el rumor de la televisión, siempre encendida y con algún encuentro en curso. Con la ciudadanía pendiente de si España se clasificaba o no, es fácil comprender el efecto que el apagado rugido del fútbol provocaba en mis compañeros. Reaccionaban como las cobras al sonido de la flauta. Cada vez que en la sala de televisión se oía ¡gol!, todos ellos salían por piernas a fin de no perderse la repetición del tanto. Un par de minutos después, la mayoría regresaba con expresión culpable y, al encontrarme tranquilo y concentrado en mis libros, me dedicaban furibundas miradas de reproche. Ni que decir tiene que yo aprobé, mientras que muchos de ellos pagaron cara su afición.
Hoy en día las cosas continúan más o menos igual. Aunque a mí me pasó por alto, la pasión por el fútbol sigue pegando fuerte en mi familia, y se ha cebado de un modo especial en mi hijo, que lo practica con asiduidad, lee la prensa deportiva y se declara hincha del Valencia. Habría sido una bonita experiencia poder sentarme junto a él, vibrar con los partidos de la pasada Eurocopa y asomarnos a la ventana para cantar los goles. Pero la realidad es que el fútbol sigue sin inspirarme nada más que aburrimiento. Con cierta salvedad. Tengo la manía de oír la radio durante las comidas, y a la hora de la cena me he acostumbrado a escuchar Radiogaceta de los Deportes, programa decano en su género en la radio española. De la mano de Juan Manuel Gozalo he llegado a adentrarme en los entresijos del deporte rey. Y no me refiero a los aspectos deportivos, que aún me resultan indiferentes, sino a  todo ese culebrón de montajes y politiqueos, lealtades y puñaladas traperas, filias y fobias, fichajes y traspasos, dimes y diretes, tormentos y éxtasis, que rodea a la competición. Me fascina el modo en que los comentaristas deportivos son capaces de enhebrar intrigas fascinantes a partir de cuestiones tan pueriles. El caso de la asamblea del Madrid y la dimisión de Calderón, por ejemplo, me ha brindado ratos tan divertidos como la lectura de una buena novela, y me ha convencido de que el trabajo de un periodista deportivo tiene mucho que ver con el arte del escritor. Consiste en extraer oro de la paja, convirtiendo en fascinante algo que es insulso por naturaleza. Ahora entiendo por fin la famosa frase de Jorge Valdano, para quien el fútbol es la más importante de las cosas que no tienen importancia. Exactamente la misma definición que podría aplicársele a la literatura.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 30/1/2009

viernes, 23 de enero de 2009

Sir Arthur y los espíritus

Acabo de terminar la excelente novela Arthur & George, del británico Julian Barnes (en Anagrama). En clave de biografía novelada, Barnes narra la vida de Sir Arthur Conan Doyle, creador del archifamoso detective Sherlock Holmes, y la de George Edalji, un joven abogado víctima de un error judicial. La trama revela cómo el escritor, una especie de caballero andante de la época eduardiana, tomó prestadas la pipa y la lupa de su personaje para exculpar a Edalji de los cargos que lo habían llevado injustamente a la cárcel. Entre otras facetas de su personalidad, el libro recoge también la fascinación de Conan Doyle por las ciencias ocultas, y en concreto por el espiritismo. Puede resultar paradójico que un hombre tan notable se interesara por semejantes cuestiones, pero la realidad es que en aquellos tiempos se tomaban muy en serio la posibilidad de establecer contacto con los difuntos y demás entidades espirituales. No en vano las doctrinas espiritistas atrajeron a algunas personalidades relevantes de la época, escritores, filósofos e incluso científicos, y fueron muchas las personas inteligentes que hallaron en ellas un modo de conjurar el horror vacui del materialismo, a la vez que una alternativa sugerente a las religiones convencionales. Igual que el teléfono permitía comunicarse a larga distancia, los médiums hacían posible la comunicación directa con el más allá, que dejaba de ser una idea abstracta para convertirse en un ámbito real y accesible. La fe que exigen las religiones ya no era necesaria, lo que satisfacía la mentalidad racionalista de aquellos gentlemen herederos de Locke, de Stuart Mill y de la revolución industrial.

Aunque el espiritismo ha conocido etapas de clandestinidad y persecución, hoy en día existen infinidad de asociaciones espiritistas, sobre todo en Europa y América Latina. Parece que la Federaçao Espírita do Brasil agrupa nada menos que a 2,3 millones de seguidores. También nuestro país cuenta con una de estas federaciones, cuya sede, por más señas, se encuentra en Almoradí, provincia de Alicante. Fisgo un rato en su página web y compruebo que el moderno espiritismo sigue aferrándose a su carácter de «fe razonada», basada en los hechos y la lógica más que en la ciega aceptación de una verdad revelada. Así pues, el movimiento mantiene ese barniz racionalista tan decimonónico que preconizaba su creador, el francés Allan Kardec, y que tanto contribuyó a popularizar el padre de Sherlock Holmes.

No me he dedicado a investigar sobre el asunto, pero doy por sentado que en nuestra ciudad debe de existir también algún grupo o asociación espiritista. Con todo, Albacete no es la Inglaterra de Conan Doyle, por lo que sospecho que los espiritistas locales se tienen muy callada su afición so pena de provocar el pitorreo de amigos y familiares. Ello no impide que esta tierra se me antoje un caldo de cultivo idóneo para los poltergeist y otros fenómenos paranormales. Conozco la existencia de al menos una Asociación Castellano-Manchega de Parapsicología, cuyo presidente, Fabían García, ha escrito dos libros sobre estas cuestiones del más allá, ambos publicados por una editorial autóctona. El primero versa sobre el affaire de la mano cortada, celebérrimo culebrón sobre el que se multiplican las teorías, incluyendo la intervención de los extraterrestres del planeta Ummo. El otro libro, presentado hace pocos meses en el Ateneo, es un manual que trata de poner la parapsicología al alcance de todos, un más que apreciable esfuerzo de divulgación.

Sin ánimo de darme pisto, puedo decir que en mi propia familia ha existido cierta afición por las ciencias ocultas, y en concreto por el espiritismo, si bien me abstendré de ser más explícito por miedo a herir susceptibilidades. Diré, no obstante, que de niño oí algunas historias que me hicieron pasar más de una noche en blanco. No sé si por suerte o por desgracia, ese talento para la mediumnidad no ha llegado hasta mi generación. Que yo recuerde, jamás he visto muertos andando por ahí. O si los he visto, no me he dado cuenta de que lo eran. Reconozco que de chaval participé en algunas sesiones de ouija, pero nunca se nos reveló entidad alguna, y al cabo de los años puedo confesar que era yo el que movía el vaso, y no con la mente, sino con el dedo. También recuerdo un intento de psicofonía que no arrojó el menor resultado, tal vez porque no fue ejecutado con las garantías científicas que el señor García recomienda en su manual. La cuestión es que, salvando mi breve paso por La Obra, puedo afirmar que sigo virgen en cuestiones espirituales. No es que me vea emulando a la pitonisa Lola en un programa de madrugada, pero a veces, sobre todo cuando veo el programa de Iker Jiménez, casi lamento no haber heredado la menor aptitud para lo paranormal. Está claro que la gente se pirra por esas cosas. Y teniendo en cuenta lo complicado que se está poniendo esto de la enseñanza, lo de ejercer como médium podría haberse convertido en una buena alternativa profesional.

¿Está usted ahí, Sir Arthur? Dígame, ¿está usted ahí? 

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 23/1/2009

viernes, 16 de enero de 2009

Sueños y pesadillas

El sabio chino Chuang Tzu soñó que era una mariposa, y al despertar no supo decir si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba con ser un hombre. Descartes observó que no existen indicios ciertos para diferenciar el sueño de la vigilia. Según el escritor inglés John William Dunne, el sueño nos brinda cada noche una modesta ración de eternidad. Los sueños han fascinado a poetas y filósofos, pero también a los científicos. La moderna neurociencia ha observado que, en el transcurso del descanso nocturno, experimentamos varias veces lo que se denomina fases REM (del inglés «Rapid Eye Movement»). Durante estos períodos, de duración variable, los ojos se mueven con rapidez bajo los párpados y nuestros ritmos cardíaco y respiratorio se vuelven irregulares, como si no estuviéramos en reposo, sino en pleno movimiento. Parece que es entonces cuando nuestro cerebro se dedica a producir ese deslumbrante cine interior que conocemos como sueños. La tecnología permite monitorizar la actividad cerebral que tiene lugar en el transcurso del sueño, un período de aparente reposo durante el cual nuestro cerebro zumba como una línea de alta tensión. Con todo, el objeto principal de estudio, que no es otro que el contenido del sueño en sí, permanece lejos del alcance de la ciencia, y es tan sólo abordable a través de los relatos, a menudo vagos e inconexos, que el durmiente realiza al despertar.

La realidad es que apenas sabemos lo que ocurre mientras soñamos, ni poseemos una idea cabal de para qué sirven esas disparatadas ficciones que, noche tras noche, nos transportan a un mundo ajeno a las estrictas normas de la realidad diurna, como si cada persona ocultara en su interior a un pintor surrealista, un visionario o un loco. Su irreductibilidad ha hecho de los sueños terreno propicio para charlatanes de todo género, desde quienes se proclaman capaces de usarlos para predecir el futuro hasta los que ven en ellos el modo en que el subconsciente (nuestro «loco interior») airea toda suerte de neurosis, complejos y deseos no realizados. A despecho de los seguidores de Freud, parece que esto último resulta tan indemostrable como cualquiera de las bobadas que predica ese trascendentalismo tontorrón conocido como New Age. En una conferencia titulada La pesadilla, Borges afirmó que nuestro conocimiento de la naturaleza de los sueños es tan precario que ni siquiera podemos descartar el hecho de que, mientras soñamos, estemos en el cielo o en el infierno.

Las fronteras del sueño son difusas. De hecho, parece que existen territorios crepusculares, lugares entre el sueño y la vigilia donde las leyes de ambos reinos pueden coexistir. Hablan los especialistas de un estado conocido como «parálisis del sueño» durante el cual nos encontramos conscientes, aunque incapaces de mover un solo músculo. No se trata de un trastorno en sentido estricto, ya que todos hemos sufrido o podemos sufrir episodios de este género. Mientras dormimos se activa un mecanismo de seguridad que desconecta nuestra capacidad motora, pues de otro modo correríamos el riesgo de representar de forma física lo que hacemos en sueños (¿qué pasaría si alguien sueña que vuela y a la vez trata de remontar el vuelo desde la ventana de un cuarto piso?). Pero puede ocurrir que un despertar súbito provoque un desfase entre la restauración de la conciencia y la capacidad de usar nuestro cuerpo. Durante un período más o menos largo, nos hallamos despiertos y conscientes, pero inmovilizados. No recuerdo haber vivido episodios de este género, pero cierto amigo me confió que él los sufre con frecuencia, y que mientras duran experimenta la angustiosa sensación de estar atrapado dentro de su cuerpo. Lo más interesante es que durante una parálisis del sueño pueden presentarse alucinaciones. Hay quien imagina presencias extrañas en su dormitorio, incluso quien ve seres fantásticos o aterradores junto a la cabecera de su cama, ya sean fantasmas, esqueletos o dinosaurios, como cuenta Augusto Monterroso en su famoso microrrelato. Esto suele acompañarse de una sensación de ahogo que explicaría la vieja superstición de los íncubos y los súcubos, demonios que visitaban de noche a los durmientes y trepaban sobre sus cuerpos sofocándolos con su peso, incluso teniendo trato carnal con ellos. Hasta aquí podemos rastrear la etimología de la palabra «pesadilla», un demonio cuyo peso nos oprime por las noches. En lengua inglesa, esta criatura incluso posee nombre propio. Se llama «Nightmare», «la yegua de la noche».

Resulta fascinante constatar la existencia de estos reinos intermedios entre lo real y lo onírico, aunque parece que todo es explicable en términos neurológicos. De modo que no se asusten si un día ven aparecer a Federico Jiménez Losantos a los pies de su cama. Por mi parte, trataré de acostumbrarme a seguir soñando de forma recurrente con don Francisco Pérez, mi profesor de matemáticas de 3º de BUP.  

Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/1/2009

viernes, 9 de enero de 2009

Cartógrafos del tiempo

Los albores de cada nuevo año son momentos propicios para ponerse melancólico y reflexionar sobre el paso inexorable de los días. A partir de cierta edad tenemos la sensación de que el tiempo comienza a acelerarse. Echamos la vista atrás y nos parece que lo ocurrido hace diez años es cosa de ayer mismo, y que desde los días de la mocedad apenas ha transcurrido un suspiro. No sé si los psicólogos tienen estudiado este fenómeno, pero para mí no es sino un efecto adverso más del envejecimiento. Nos empeñamos en pensar que con la madurez somos dueños y señores de nuestro tiempo, cuando la realidad es bien distinta. «Me aburro», protestan los niños con frecuencia, y lo que les ocurre es que son tan ricos en tiempo que no saben qué hacer con él. Los adultos, en cambio, nos quejamos de todo lo contrario. Tenemos la sensación de que el tiempo se nos escapa entre los dedos. El dios que distribuye el tiempo de los hombres es generoso con los niños y mezquino con los adultos. Nuestra venganza consiste en apuntar a nuestros hijos a academias y actividades extraescolares. Pero ésa es otra cuestión.

Estamos hechos de tiempo. El tiempo forma parte de nuestra conciencia y de nuestra esencia. Está tan unido a nosotros que no podemos pensar en él de una forma objetiva. En sus Confesiones, San Agustín se quejaba de que, de todos los conceptos, sin duda el tiempo era el más esquivo: «¿Qué es, pues, el tiempo? Sé bien lo que es, si nadie me pregunta; pero cuando quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé». Al margen de las ecuaciones de la física teórica, nadie es capaz de describir esa sustancia invisible de la que se nutren los días y las horas. Nos vemos obligados a valernos de metáforas, y entre ellas la del agua es la que ha gozado de mayor fortuna. Heráclito hablaba de un río en cuyas aguas todos nos bañamos, aunque nadie lo haga dos veces. A diferencia de nuestros maltratados ríos del mundo real, el río de Heráclito no admite represas. Sus aguas no pueden embalsarse, encauzarse o trasvasarse. A veces soñamos con detener la corriente, con surcarla en una lancha rápida o con remontarla hasta sus remotas y misteriosas fuentes. Pero de momento tales proezas sólo están al alcance de la fantasía científica.

Cuando era niño vi una película titulada El tiempo en sus manos. El protagonista (Rod Taylor) inventaba un vehículo para desplazarse por «la cuarta dimensión», que no era otra cosa que la corriente temporal. Una palanca de cristal ponía en movimiento el gran disco metálico montado en la parte trasera del ingenio. Al principio la velocidad del viaje era moderada. El viajero no perdía de vista el mundo real, pero todo parecía moverse con mucha más rapidez: las personas caminaban a cámara rápida, las flores se abrían y cerraban en cuestión de segundos y un caracol avanzaba veloz ante sus ojos. Luego días y noches se sucedían con tal rapidez que su tránsito se percibía como un relampagueo. Entonces el viajero del tiempo perdía la conciencia hasta que llegaba al año 800.000 y pico, donde vivía toda suerte de trepidantes aventuras. Recuerdo que vi la película en el Productor, el viejo cine de la calle Concepción, y que me impresionó de tal modo que se convirtió en el argumento de muchos de mis juegos infantiles. Años más tarde supe que la había dirigido George Pal en 1960, y que era una versión bastante libre de la novela de H. G. Wells La máquina del tiempo. En mi adolescencia leí esa novela de Wells con el regocijo de quien acaba de encontrar un tesoro perdido durante años. Estaba incluida en una edición de obras completas que adquirí en una feria del libro, dos tomos editados en papel biblia. Tanto la película como la novela han marcado momentos importantes en mi vida. La primera representa el tiempo mítico de la infancia, esos días propicios para el asombro y la maravilla. En la segunda podría datar el origen de mi aprendizaje como lector. Ambos momentos parecen comunicados por una especie de túnel, un agujero de gusano que atraviesa los años y conecta acontecimientos distantes entre sí.

Recientemente ha caído en mis manos la novela El mapa del tiempo, del autor gaditano Félix J. Palma, último premio Ateneo de Sevilla. Se compone de tres historias entrelazadas cuyo nexo de unión es, precisamente, el personaje del escritor H. G. Wells. El Londres de fin de siglo, la empresa de Viajes Temporales Murray, la posibilidad de impedir el último crimen de Jack el Destripador, el romance entre una joven victoriana y un apuesto guerrero del futuro, un asesinato perpetrado con un arma de otra época… Todo un maravilloso folletín decimonónico con el viaje en el tiempo como motivo central. Para cualquier aficionado al género fantástico la novela constituye una apasionante experiencia de lectura. Para mí ha supuesto algo más. Ha sido la tercera parada de una máquina del tiempo cuyo viaje empezó cuando un niño vio una película en el viejo cine Productor, y continuó con cierto adolescente que sostenía entre las manos un grueso volumen editado en papel biblia. Me pregunto cuál será la próxima parada de este viaje.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 9/1/2009

sábado, 3 de enero de 2009

Felicitaciones

Creo que he perdido la cuenta de las felicitaciones que he recibido vía móvil o a través de internet. Tan es así que los dos o tres crismas que me han llegado por correo los he puesto en un lugar privilegiado de mi casa, como si de trofeos se tratase. Es cierto que las nuevas tecnologías nos facilitan la vida. El problema es que a veces la facilitan demasiado. Antes era necesario salir de casa, comprar las tarjetas, escribirlas, ponerles sello (previamente ensalivado) e introducirlas en un buzón. Un proceso sin duda largo y costoso, pero que todos abordábamos henchidos de generosidad y buenos deseos. Ahora basta con reenviar la última frase ingeniosa o el último powerpoint recibidos. Un simple clic nos convierte en campeones de la simpatía y la originalidad. Viva la cultura del «corta y pega».

Por cierto, ¿no piensan ustedes que el PowerPoint es una peste, un auténtico invento del maligno? En tanto que herramienta informática, fue concebido para aburrir al respetable en presentaciones, charlas y conferencias, un propósito que ha alcanzado a plena satisfacción del señor Gates. Lo que no imaginaba el bueno de Bill era la utilidad que el pueblo llano acabaría dándole a su programa. Pocas fechas antes del comienzo de las fiestas, mi amigo Alejandro Pareja envió el siguiente email a todas las direcciones de su agenda: «Estimados corresponsales, comoquiera que mi colección de vistas sobrecogedoras, monísimos cachorrillos y gatitos, hilarantes chascarrillos y profundas reflexiones sobre la vida y la muerte ya está más que completa, les ruego que me den de baja de sus listas de receptores de powerpoints no solicitados, a ser posible antes de las fiestas venideras». Seguro que la mayoría de los que recibieron este mensaje torcieron el gesto. «¡Vaya un antipático!» Yo, en cambio, lo consideré un ejemplo de coherencia ética y estética. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí algo parecido. De ese modo tal vez habría evitado la avalancha de mensajes que han colapsado mi correo durante estas fiestas, algunos con enormes archivos adjuntos que no eran sino esos aborrecibles powerpoints ya referidos. El problema es que quienes los envían suelen ser amigos y familiares movidos por la mejor intención. Esto me disuade de borrarlos sin más, con lo que siempre acabo tragándome la cancioncilla, el idílico paisaje y las profundas reflexiones de turno. Sin ánimo de ofender a su remitente, hubo uno en concreto que me pareció particularmente irritante. El fondo musical operístico tenía un pase, pero el texto era una colección de sandeces y cursiladas de grueso calibre, con el agravante de que se las habían atribuido nada menos que a Borges. No hace falta saber mucha literatura para darse cuenta de que semejantes majaderías nunca salieron de la pluma del maestro, pero el hecho en sí constituye todo un atentado cultural, y hasta me puedo imaginar al ciego genial revolviéndose en su tumba ginebrina.

 En cuanto a esos sms que causan furor en Nochevieja, no puedo evitar sentir cierta indignación al pensar de qué modo hemos contribuido a engordar las cuentas, ya astronómicas, de Movistar y Vodafone. Máxime cuando se rumorea que las frases «ingeniosas» que componen dichos mensajes son en realidad obra de guionistas contratados ex profeso por las operadoras de telefonía móvil, un señuelo que funciona como la zanahoria del burro, a 15 céntimos la tontería enviada. Como alternativa, mi amigo el poeta Arturo Tendero propone felicitar con un haiku, que es un poemita de origen japonés que se compone tan sólo de tres versos, 17 sílabas en total, muy adecuado para no fatigar demasiado los pulgares dándole a las teclas del móvil.

Por lo demás, y a falta de la maratoniana comilona del día de Reyes en casa de mis suegros, las fiestas se están desarrollando con menos quebrantos de los previstos. Me las arreglé para sobrevivir a la entrañable cena de Nochebuena por el procedimiento de ponerle a mi madre un cedé de copla y llenar su copa repetidas veces. Con ello mi progenitora se dedicó a emular a Marifé de Triana, un mal menor comparado con las monumentales trifulcas a dúo que hemos montado en otras ocasiones. Luego cumplí el rito de volver a ver Qué bello es vivir y ofrecerles mi tributo de lagrimones a Frank Capra y Jimmy Stewart. Lo cierto es que a esas alturas la trompa era ya considerable, pero eso también forma parte de la ceremonia. En cuanto a la Nochevieja, este año la hemos celebrado al amor de la lumbre, en nuestra casita del pueblo. No voy a dejar constancia aquí de mis propósitos para el Año Nuevo, pues lo más probable es que los incumpla todos, y ponerlos por escrito no sería sino un testimonio de la volubilidad de mi carácter. Me limitaré a desearles lo mejor para este nuevo giro que el planeta acaba de emprender. Comprendo que es difícil, pero procuren llevarse bien con sus cónyuges y sus ex cónyuges, con sus padres y sus hijos, incluso con sus compañeros de trabajo. Que durante el 2009 encuentren la paz interior por el procedimiento que les resulte más llevadero. Y que los Reyes se olviden de la crisis y se porten bien con todos, hasta con los republicanos como quien firma estas líneas.