La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 20 de abril de 2007

El Día del Libro No Leído


No sé ustedes, pero yo siento vértigo cada vez que me asomo a una librería y contemplo esos miles de libros que no he leído y que nunca leeré. Me consuelo con la idea de que no hay motivos para la angustia, toda vez que la mayoría de esos libros no merecen la pena y, por tanto, no es gran cosa lo que me estoy perdiendo. Pero siempre oigo esa vocecilla interior, ese Pepito Grillo del demonio, que me atormenta del siguiente modo: «¿Y qué me dices de todos los tesoros que nunca conocerás?».

Tengo un amigo que sólo consiente en leer a los clásicos, pues afirma que no hay mejores filtros que el tiempo y la tradición para separar el trigo de la paja. Pero en mi caso tampoco con los clásicos tengo la conciencia tranquila. Nunca leí a Tolstoi ni a Dostoievski. Jamás terminé obra alguna de Balzac ni de Stendhal. A Dickens lo conozco mayormente por el cine. A Goethe ni me lo nombren. Sigo casi pez en Faulkner y Steinbeck. «La montaña mágica» la abandoné a mucha distancia de la cumbre. En cuanto a la literatura grecolatina, apenas he pasado de los trágicos, y eso porque aquellos tipos poseían la virtud de la brevedad a la hora de escribir sus obras inmortales. Repaso los cánones y el alma se me cae a los pies al comprobar qué cortos y escasos son mis vuelos como lector. Tan sólo un detalle me redime: al menos no pertenezco a la nociva especie de los «lectores de solapas» (todos conocemos a alguno, o puede que todos conozcamos al mismo). Y me refiero a esos pedantes de cafetín que jamás se adentran en los libros más allá de sus cubiertas, pero que luego opinan, pontifican y escupen citas a diestro y siniestro para martirio de los pobres mortales.

Cuando estoy en una biblioteca, me siento aplastado bajo el peso de todos esos monumentos de la cultura, esas toneladas de libros imprescindibles jamás leídos, y el analfabeto que habita dentro de mí se agita y gruñe de gusto al notar mi frustración. Pero lo de las librerías es distinto. Aquí entran en juego factores quizás más irracionales que la dolorosa conciencia de mis lagunas como lector. La atracción de la novedad, el reclamo de la faja roja, la impronta de una reseña elogiosa, el brillo de las portadas... El marketing... El consumo... Y uno mismo con sus limitaciones, en especial la de ser desesperadamente vulnerable al reclamo de todos esos libros que brillan como juguetes nuevos, que vienen envueltos en rutilantes cuatricromías y se anuncian a toda página en la prensa y las revistas especializadas. Esos cientos de títulos que abarrotan las mesas de novedades (al menos durante un par de semanas), esos títulos que ejercen sobre el indefenso y sugestionable lector un efecto magnético, como de canto de sirena o chica guapa en bikini, esos títulos que leerán otros para restregárnoslo después, y a los que tal vez nunca hincaremos el diente, porque carecemos de tiempo o de dinero o de ambas cosas. La eterna agonía del consumidor de letra impresa. Esa maldición. Ya saben.

Con todo, uno es débil y a veces sucumbe a la tentación de comprar un libro o dos, aunque sólo sea por acallar la mala conciencia. Y ahora me fijo en que he escrito «a veces» cuando debería haber dicho «muchas veces» o «casi siempre». El resultado es que los volúmenes se van acumulando en mis estanterías a una velocidad que supera con creces la de mi ritmo de lectura, que cada vez es más renqueante. Escribo estas líneas en mi pequeño despacho y, dondequiera que mire, mi vista se posa en un libro comprado y no leído. En algunos puntos los volúmenes están aparcados en doble o en triple fila, aprovechando cada hueco y resquicio de los estantes. Las baldas se comban, gimen y amenazan con partirse. Y lo malo de esto es que mi faceta de comprador compulsivo domina a la de ser pensante y racional, con lo que el atasco de libros se agrava cada día, así como mis remordimientos. Hago examen de conciencia y formulo todo tipo de buenas intenciones. Pero de poco me sirve, pues cada vez que me planto ante una pila de libros no leídos me siento como el asno del cuento, aquel que, por no ser capaz de elegir entre dos montones idénticos de heno, acabó muriéndose de hambre. Así me siento yo, hambriento de libros e incapaz de decidir por dónde empezar.

Ahora llega el Día del Libro y sé que compraré más novedades, y que los nuevos volúmenes harán crecer esas pilas que me mortifican. ¡Y pensar que tal vez, entre ese laberinto de libros no leídos, esté el libro de mi vida, el que me iluminaría y me justificaría como lector y aun como ser humano! Y yo aquí, paralizado, sin saber por dónde empezar a buscarlo. Pero propongo un método para terminar con esta agonía. Ya que tenemos un Día del Libro a secas, ¿por qué no instaurar también el Día del Libro No Leído? La fecha no importa demasiado, pero podríamos elegir la de la destrucción definitiva de la Biblioteca de Alejandría (y como ésta no se conoce con exactitud, cualquiera valdría). En ese día todos los compradores compulsivos de libros acudiríamos a un espacio habilitado a tal efecto, y allí entregaríamos los volúmenes acumulados durante el año a las llamas de una gigantesca hoguera. Luego volveríamos a casa aligerados de peso y de conciencia. Con este sistema mitigaríamos nuestro problema sin perjuicios para la industria editorial. Y al día siguiente, vuelta a empezar. ¿No les parece que este Día del Libro No Leído sería la celebración perfecta para un país como el nuestro, donde se compran libros pero apenas se lee?

Claro que también podríamos dejar de escudarnos en el sueño y la fatiga, apagar la televisión y probar a leer un poco cada noche. Miren por dónde, acabo de tener una idea todavía mejor.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 20/4/2007