Esta
semana supimos de la peripecia de un ciudadano leonés que pasó la noche
encerrado en un bar. El hombre fue al servicio a aliviarse y se quedó dormido,
con la mala suerte de que al despertar, horas más tarde, el bar estaba cerrado
y lo habían dejado dentro. Sin perder la sangre fría, el buen señor aprovechó
la circunstancia para servirse una cañita matutina. Solo entonces se puso en
contacto con la guardia civil para informar del incidente y solicitar su liberación.
Una historia curiosa, aunque no un caso aislado. Una amiga me contó que algo
parecido le ocurrió una noche de Feria. La chica había ligado, pero no llevaba consigo
preservativos ni dinero para comprarlos. Así pues, le pidió a su reciente conquista
que la acompañara a un cajero automático. Horas después despertó en el suelo
del cajero y descubrió que el tipo se había largado. Yo mismo me quedé una vez
dormido en el suelo de un cuarto de baño, y no el de mi casa. Fue tras una
comida navideña, cuando todavía estudiaba en el instituto. Un amigo me propuso
ir un rato a su casa a escuchar música. Recuerdo que me senté y todo me daba
vueltas. «Voy un momento al servicio», le dije a mi amigo. Un buen rato después,
desperté y oí cómo su madre lo interrogaba sobre el joven beodo que estaba
roncando sobre el suelo del baño. He contado esta historia muchas veces como
una anécdota jocosa, igual que mi amiga me contó su despertar en el cajero. A
buen seguro, el ciudadano leonés también les habrá contado a sus amigotes la
noche que pasó dormido en ese bar de donde tuvo que rescatarlo la guardia civil,
y todos habrán reído a carcajadas. Estas historias, que en realidad deberían
avergonzarnos, se convierten en cuentos divertidos, en chistes para animar la
fiesta. Tal es la peculiar relación que mantenemos con el alcohol en este país.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/1/2020
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