La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 26 de noviembre de 2012

Pequeñas venganzas



Frente a los moralistas que predican que el ansia de venganza es un sentimiento innoble, y la venganza en sí un acto reprobable y degradante, yo opino que una pequeña ración de venganza administrada en el momento oportuno puede resultar muy saludable. Y no me refiero a nada tan dramático como liarse a tiros ni a cuchilladas, sino a pequeñas acciones cotidianas que tienen tanto de venganza como de rebeldía. Bien es cierto que estas mínimas transgresiones no aportan mucho en el plano espiritual, pero sí pueden resultar útiles como desahogo, y poseen además la virtud de distinguirnos del rebaño de los biempensantes, que no es poco. Yo suelo recurrir a una de estas acciones cuando, por ejemplo, recibo la llamada de un teleoperador a la hora de la siesta. Entonces adopto un tono de voz que refleja bastante bien el de un perturbado mental y comienzo a vociferar que yo no quería hacerlo, que fueron las voces las que me obligaron. Otra variedad consiste en fingir un estado de gran excitación sexual y preguntarle a la teleoperadora (funciona mejor con mujeres) si lleva bragas. Cuelgan al instante. Mano de santo.
La de «la pastelería» es una variedad de venganza indirecta, es decir, no va dirigida contra la persona concreta que te ha chinchado, sino contra alguien de la misma calaña. Veamos en qué consiste. Supongamos que me encuentro en una pastelería, quizás con la única pretensión de comprar una barra de pan o una lata de refresco. Y entonces detecto que la clienta que viene detrás de mí es una de esas señoras insoportables a las que he tenido que sufrir tantas veces mientras se demoraban una eternidad en comprar pastelitos («ponme dos cañas y un miguelito, no, no, mejor uno de esos espolvoreados de coco, ¿no tienes para diabéticos?). Entonces le hago probar su propia medicina, y aunque mi intención original fuese comprar un solitario bollo de mosto, empleo los siguientes quince minutos en pedirle a la dependienta que me confeccione una bandeja de pasteles, cambiando de idea varias veces y pidiendo explicaciones sobres las distintas clases. Los resoplidos de impaciencia de la señora insoportable me suenan a música celestial. Igual que los de las abuelitas en la cola del supermercado, cuando extraigo un mi monedero y me dedico al laborioso cómputo de diez euros en monedas de uno, dos y cinco céntimos.
En la cola del banco, cuando compruebo que detrás de mí viene algún jubilado de los que solo conocen la prisa cuando son ellos los que tienen que esperar, acribillo al cajero a preguntas sobre todos los pormenores de mi cuenta corriente, y luego me intereso por la salud de su esposa, por las notas de sus hijos y por sus últimas vacaciones. Cuando me dispongo a abandonar un aparcamiento y alguien me toca el pito para que abrevie la maniobra, saco un periódico que siempre guardo en el coche para estas ocasiones y me entretengo haciendo el sudoku o el crucigrama. Para las próximas vacaciones, tengo preparado un CD en el que he grabado ruidos de taladradora, ladridos, trifulcas familiares y los últimos éxitos latinos de Europa FM. Usaré un temporizador para que mis vecinos lo oigan a todo volumen mientras yo disfruto del mar o del campo.
Pero existe una obra maestra de estas venganzas en miniatura, la venganza definitiva, la que todavía no me he atrevido a perpetrar. ¿Adivinan en qué consiste? Pues sí, en seguir hasta la puerta de su domicilio a uno de estos individuos que sacan a defecar a su perrito en la vía pública y no recogen los excrementos. Excuso decirles lo que tengo pensado hacer a continuación.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 26/11/2012

domingo, 18 de noviembre de 2012

"Madrid, 1605"



Mi amigo Erasmo López de Mendoza, que antes fue profesor mío de literatura, tiene una de las colecciones de libros antiguos más impresionantes que conozco. Con los libros antiguos ocurre algo curioso. Uno los imagina como mamotretos apolillados, pero con frecuencia su estado de conservación es mejor que el de ediciones que salieron a la calle hace apenas diez años. Y eso por no hablar del tacto del papel, de la belleza de los grabados, de la elegancia de los tipos usados en su composición, de su misma fragancia…  Todo ello tiene que ver con el arte del antiguo oficio de impresor (ahora casi perdido) y con la calidad del papel, que antaño se confeccionaba con trapos, sin ácidos ni química. Pero me estoy desviando del asunto de este artículo. Les hablaba de Erasmo López de Mendoza, un enamorado de los libros con pedigrí, y también un tipo un tanto peculiar, excéntrico. Él afirma que el auténtico coleccionista es capaz de prostituir a su santa madre o de vender su alma inmortal con tal de conseguir el ejemplar ansiado. No me consta que sea así en su caso, aunque no me sorprendería.
En nuestro último encuentro, precisamente, me habló de una de esas «piezas» que son el sueño de cualquier bibliófilo. Me confió que se trataba de una crónica manuscrita que él mismo había hallado por azar en una librería de viejo de Madrid. «Una librería de la calle Mayor», me dijo, «a un tiro de piedra del lugar donde tenía su negocio Francisco de Robles, el librero-editor del Quijote». Y con el Quijote, precisamente, tenía que ver el asunto. «Es algo increíble», continuó. «La crónica la firma un tal Gonzalo de Córdoba que era aprendiz del librero Robles a principios del siglo XVII, por los años en que se publicó El ingenioso hidalgo. Apenas sabemos nada de lo acontecido antes de que tan notable libro viera la luz, pero el autor de esta crónica relata, con pelos y señales, una historia que tiene como protagonistas, aparte de a él mismo, a su amo el librero Robles, a un viejo soldado llamado Miguel de Cervantes, a las hermanas, la esposa y la hija de este y a un tal Lope de Vega, comediógrafo que ya hacía furor por aquellos días. Y tras ellos, toda una legión de actores secundarios: pícaros, espadachines, pordioseros, clérigos, venteros, tahúres, desolladores, putas, buscavidas… Toda la chusma que pululaba por el Madrid de los Austrias en nuestro Siglo de Oro».
«¿Dices que has encontrado la crónica de alguien que fue testigo de la publicación del Quijote?», pregunté convencido de que mi viejo profesor me estaba tomando el pelo. «Así es», respondió él, «de su publicación y también de su escritura. Y algunas de las cosas que cuenta el amigo Gonzalo son tan increíbles que nadie habría podido imaginarlas. ¿Sabes que el manuscrito del Quijote fue robado y anduvo desaparecido durante un tiempo? No puedes ni figurarte las andanzas que el pobre Cervantes vivió cuando se embarcó en su búsqueda, ni quién estaba detrás del asunto». En este punto la voz de Erasmo se convirtió en un susurro. «Y lo que es más increíble. ¿Te imaginas que dicho manuscrito no se hubiera perdido y que la crónica de este Gonzalo de Córdoba fuera ser la llave para encontrarlo? ¿Comprendes el incalculable valor de un tesoro semejante?». En ese momento ya no me cupo la menor duda de que Erasmo se estaba riendo de mí. «Así que el manuscrito del Quijote», bufé. «¡Lo que me estás contando es una novela!».
Él sonrió taimadamente. «Tal vez sí, tal vez no. Pero si lo fuera, ¿no merecería la pena leerla?». 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 19/11/2012

lunes, 12 de noviembre de 2012

Detectives



En 1841 Edgar Allan Poe le encomendó a Auguste Dupin, el primer detective moderno de ficción, la resolución del brutal asesinato de una madre y su hija. Esto ocurría en un relato titulado Los crímenes de la calle Morgue. Desde entonces hemos conocido a infinidad de detectives, desde el inmortal Sherlock Holmes (del que siguen apareciendo aventuras apócrifas que no suelen ser ni muy inspiradas ni muy necesarias), hasta Robert Langdom, ese profesor de Harvard que se embarca en la búsqueda del grial en la novela de Dan Brown. Precisamente de esta última variedad detectivesca podemos constatar una auténtica avalancha en las mesas de novedades de las librerías. Y me refiero al prototipo del intelectual que es también hombre de acción (al estilo de Indiana Jones), inmerso en la búsqueda de reliquias del cristianismo, entre templarios, sectas herméticas y demás parafernalia pseudo-mística. Son novelas que suelen pecar de fantasiosas y poco imaginativas, y que sufren sus carencias literarias a base de acumular datos históricos traídos por los pelos, de inventar otros y de tergiversar aquellos que no cuadran con la trama. Sus autores, sin embargo, olvidan que todo género tiene sus códigos, y que los de la novela detectivesca ya los expuso con gran acierto el autor norteamericano S. S. Van Dine a finales de la década de los veinte del pasado siglo. Veamos:
1. El lector debe tener las mismas oportunidades que el detective para resolver el misterio, y por tanto están prohibidos los trucos y los engaños deliberados. No vale que la muerte resulte ser por accidente o por suicidio.
2. Quedan asimismo prohibidas las tramas amorosas. Se trata de llevar a un criminal ante la justicia, y no a una novia al altar.
3. El detective no puede ser el culpable. Tampoco un criado o mayordomo o cualquiera que no haya desempeñado un papel relevante en la trama.
4. Al culpable se ha de llegar a través de la deducción lógica, y no por accidente, por coincidencia o por una confesión inmotivada.
5.  En una novela detectivesca debe haber un detective, y un detective no es tal a menos que «detecte». Su labor es reunir las pistas que finalmente conducirán a la persona que cometió el crimen en el primer capítulo. Si el detective no alcanza sus conclusiones a través del análisis de las pruebas, no habrá resulto el problema mejor que el escolar que aprueba un examen copiando o contestando al azar.
6. En toda ficción detectivesca debe haber al menos un cadáver, y cuanto más muerto esté, mejor. No bastará con ningún crimen de menor gravedad que el asesinato. Trescientas páginas son demasiadas para un delito que no sea el máximo. A fin de cuentas, las molestias que se toma el lector y su gasto de energía deben ser recompensados.
7. No se admiten sociedades secretas ni camorras ni mafias ni conspiraciones de ningún tipo.
8. Una historia detectivesca debe prescindir de pasajes descriptivos o «atmosféricos». Quedan prohibidas asimismo las tramas secundarias y los análisis psicológicos de los personajes, por sutiles que sean.
Y así hasta completar una veintena de reglas que todos esos clones de Dan Brown (y también el propio Dan Brown) no harían mal en observar. Y dicho esto, confesaré que dentro de poco voy a publicar mi propia novela de género detectivesco, y que en ella no he respetado ni uno solo de estos mandamientos. Pero ¿para qué están las reglas sino es para saltárselas? Pues eso, que les deseo muchas y felices lecturas.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 12/11/2012

martes, 6 de noviembre de 2012

La educación en los tiempos del PP



Cuando no estoy escribiendo estas columnas y algunas otras cosillas (es decir, casi siempre), enseño inglés en un instituto de Albacete. No sé si se me puede considerar un profesor vocacional, aunque lo cierto es que jamás consideré la posibilidad de hacer otra cosa. Salí del instituto para ir a la facultad, y cinco años más tarde salí de la facultad para volver al instituto, donde todavía estoy. Y me sigue gustando lo que hago. Trabajar con personas en lugar de con papeles o con máquinas encierra un factor de emoción que hace la tarea interesante. Si estas personas son niños o adolescentes, la emoción se multiplica debido a la inestabilidad de la materia prima. No importa cuánto se prepare una clase, siempre habrá un margen amplio para lo inesperado que el profesor habrá de resolver con su experiencia, con sus recursos o encomendándose a la Divina Providencia, que es lo que yo hago cada vez que traspongo el umbral del aula. Un trabajo interesante, vaya. Un trabajo que rechaza el tedio y la rutina. Y eso está bien.
Empecé en esto hace 25 años (o bien un cuarto de siglo, que suena más contundente) y desde entonces he visto muchos cambios, y no todos negativos. En mis primeros días en las aulas, los grupos con los que trabajaba eran muy numerosos, de no menos de cuarenta alumnos. Después este número se recortó de forma considerable, lo que demuestra que no siempre los recortes son malos. Los cambios a peor también llegaron, como la calamitosa reforma educativa impulsada por los gobiernos socialistas, y las no menos calamitosas mini reformas que, a modo de parches, impulsaron los gobiernos posteriores. Sin embargo, lo fuimos encajando todo sin excesivos traumas. Es lo que tiene ser funcionario. La estabilidad en el trabajo permite mirar las cosas en perspectiva, lo mejor para ganar en paciencia y aguante.
Lo que está ocurriendo últimamente, sin embargo, ya no resulta tan fácil de encajar, por muchas habilidades de púgil fajador uno que haya desarrollado. Me imagino que al lector en general, al que la crisis también habrá castigado lo suyo, le hará poca mella que se le hable del aumento de horas lectivas, de los recortes salariales, de todos esos profesores interinos en paro, de la inestabilidad que sufrimos los que todavía trabajamos… Muchos de mis compañeros se manifiestan cada semana provistos de pancartas y camisetas verdes, y no parece que estas protestas cosechen otra cosa que indiferencia entre los ciudadanos. Y me parece lógico, porque quien más quien menos, todo el mundo anda con el agua al cuello y no tiene ganas de preocuparse de los problemas ajenos, máxime si son los de un colectivo que siempre ha desprendido cierto tufo a casta privilegiada, como es el caso del mío.
Lo que me sorprende es que la ciudadanía no reaccione al saber que el instituto o el colegio donde estudian sus hijos carece de medios para afrontar los gastos más esenciales, como la electricidad o la calefacción. Porque yo no he dejado de pagar los impuestos con los que se supone que se costean estas cosas, y me imagino que ustedes tampoco. También me asombra que las delegaciones de educación (ahora llamadas «servicios periféricos») no reciban más visitas de padres indignados porque las clases de sus hijos sean mucho más numerosas que las del curso pasado, o porque los chicos sigan sin profesor de esta o aquella asignatura cuando el profesor titular lleva ya semanas de baja.
La semana pasada, sin ir más lejos, una madre me comunicaba su angustia, pues su hijo lleva más de un mes sin profesor de inglés, siendo esta la única asignatura que le queda para terminar su bachillerato. Me habría gustado tranquilizarla, darle alguna garantía de que todo se arreglará, pero no pude hacerlo. Porque la enseñanza pública ya no es lo que era. Es más, me pregunto si seguirá existiendo la enseñanza pública cuando los individuos que nos gobiernan regresen a sus cavernas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 5/11/2012