La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 20 de febrero de 2009

Continuidad de los parques



En memoria de Julio Cortázar

El sábado 21 de febrero de 2009, cuando eran exactamente las 9:12 de la mañana, Héctor Sánchez descubrió que en un parque de su ciudad existía una singularidad espacio-temporal. Pese a que era un hombre de costumbres sedentarias, aquella mañana había decidido salir a correr. «Va a haber que cuidarse», le había dicho el médico con los resultados de su último análisis en la mano, y su voz tenía la cadencia grave de una campana tañendo a difunto. Por eso ahora se encontraba plantado en un extremo del parque, aspirando el aire frío de aquella mañana de febrero y sintiéndose algo ridículo con sus zapatillas deportivas y su chándal flamante, al que sólo en el último momento había recordado cortar las etiquetas. El parque elegido para su debut en la vida sana tenía una longitud de aproximadamente un kilómetro y medio. Su forma alargada obedecía al hecho de que para su construcción se había aprovechado el antiguo trazado del ferrocarril. Héctor se encontraba en el extremo suroeste, en un lugar conocido como «el Puente de Madera», pese a que lo único parecido a un puente que quedaba allí eran los restos de una antigua pasarela que en modo alguno eran de madera. Pero los topónimos suelen ser engañosos, casi tanto como sus propósitos de emprender un estilo de vida saludable. Con todo, aquello ya no tenía vuelta atrás, y una espantada no lograría sino agravar su sensación de ridículo. Al menos el parque estaba desierto a esas horas, lo que resultaba conveniente para sus propósitos. De modo que tomó aliento y emprendió un trote lento que le pareció prudente para comenzar. Eran las nueve en punto de la mañana.

Cinco minutos más tarde, sin embargo, corría con zancadas más rápidas y seguras, sintiéndose reconfortado al comprobar que los años no habían logrado borrar por completo los bríos de su juventud. Acababa de dejar atrás el monumento al sembrador, lo que significaba que ya había cubierto la mitad de la longitud del parque, y apenas si había comenzado a jadear. Esto le pareció una señal excelente, por lo que se atrevió a acelerar un poco el ritmo de su carrera. Fue entonces cuando oyó que alguien corría a su espalda. Un rápido vistazo le reveló la presencia de otro corredor a unos 50 metros de distancia, un hombre vestido con un chándal oscuro similar al suyo. «Ahí viene otra víctima de la ciencia médica», se dijo de buen humor, a pesar de que ya no gozaba del disfrute exclusivo del parque.

Poco después Héctor rebasaba un templete de música, rodeaba una fuente y pasaba por las inmediaciones de una vetusta locomotora de vapor, varada allí como recuerdo de los orígenes ferroviarios de aquella vía verde. Se acercaba al final del recorrido y su ritmo respiratorio se mantenía regular. A pesar de sus años como fumador empedernido, a pesar de su afición por la cerveza y los aperitivos y de sus largas siestas en el sofá, todavía era capaz de correr 1.500 metros sin caer fulminado, idea que le proporcionó un cálido arrebato de optimismo. A su espalda aún oía las pisadas del otro corredor, que se mantenía a la misma distancia. Nada le iba a arrebatar a Héctor la gloria de alcanzar la meta el primero. De hecho, estaba a punto de rebasar el muro de la piscina municipal, que marcaba el final del recorrido. Unos metros más y lo habría conseguido. 50 metros… 25… 10… Y justo al alcanzar el extremo del parque, cuando eran las nueve y 12 minutos de la mañana, Héctor Sánchez se zambulló en la singularidad espacio-temporal.

Pluf, hizo el aire al ocupar de golpe el hueco que un instante antes ocupaba el cuerpo de un hombre. Plop, se oyó en el otro extremo del parque, a un kilómetro y medio de distancia. Y allí estaba Héctor Sánchez, con su chándal flamante y una expresión perpleja en la cara. ¿Qué hacía de nuevo en el punto de partida? ¿Es que había soñado que recorría el parque corriendo cuando en realidad no se había movido del sitio? Héctor se rascó la cabeza. No le parecía justo que uno tuviera que enfrentarse a cuestiones de tal envergadura en pleno fin de semana, cuando lo conveniente sería estar degustando una taza de chocolate caliente con churros. Y al pensar en churros se hizo la luz en su cabeza. Aquel «parque lineal» no era tal. En realidad se curvaba en una cuarta dimensión. No tenía ni principio ni fin, igual que una cinta de Moebius, igual que un churro madrileño. Héctor consultó su reloj y comprobó que eran las nueve y un minuto de la mañana. Ello significaba que, además de retroceder en el espacio, había retrocedido también en el tiempo. Y para confirmarlo, le bastó con mirar al frente y constatar la presencia de un corredor a unos cincuenta metros de distancia, un hombre que vestía un chándal oscuro. Dadas las circunstancias, aquello de estar viéndose a sí mismo le pareció relativamente normal. Lo que le sorprendió fue comprobar lo mucho que había engordado. Verdaderamente necesitaba hacer ejercicio, se dijo con un hondo suspiro mientras echaba a correr en pos de su alter ego. Con todo, la próxima vez elegiría un parque menos desconcertante que aquél.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/2/2009

jueves, 12 de febrero de 2009

El lenguaje secreto de las estatuas



Desde mi atalaya aérea disfruto de un puesto de observación inmejorable. Me pusieron aquí hace casi 50 años, como remate del que entonces era el edificio más alto de la ciudad. Dicen que hay otros como yo, pero podría ser un rumor, porque yo nunca me he cruzado con ninguno de ellos. Aunque he de aclarar que tampoco me he movido jamás de donde estoy. Es cierto que voy a lomos de un ave fénix, pero me temo que mi montura nunca logrará levantar el vuelo, pues tanto ella como yo estamos hechos de bronce. Un fénix y un muchacho con el brazo en alto, toda una inspiración para quienes sepan apreciar la belleza de los símbolos, aunque correspondan a algo tan prosaico como una compañía de seguros.

Mi atalaya domina la plaza principal. Aquí arriba, con la única compañía de este pájaro mitológico, no es difícil sentirse el amo de la ciudad. O al menos su vigía. A mi izquierda se yergue el antiguo edificio del Banco de España. Ahora dicen que quieren convertirlo en un museo del circo, pero eso nunca he acabado de creérmelo. También el ayuntamiento viejo, que ahora apenas se usa para otra cosa que para celebrar bodas civiles. Al fondo está el palacio de justicia, un feo edificio adonde nadie acude de buen grado. Hay dos cafeterías muy frecuentadas y un par de hoteles, uno de ellos grande y elegante, el otro más modesto. Incluso ha sobrevivido un cine. Pero la historia que me dispongo a relatar no tiene lugar en ninguno de estos lugares, sino en el jardincito que ocupa el centro de la plaza.

Ella llegó antes que ninguno de nosotros. Cuando a mí me colocaron aquí arriba, ella ya estaba en su lugar, en mitad del jardincito, ante la fuente. Desde la primera vez que la vi me pareció extraña, incluso enigmática. Igual que mi fénix, tenía también algo de animal mitológico, con su cuerpo de toro y su cabeza de hombre barbado. Traté de entablar contacto con ella, pero fue en vano. La saludé en la lengua secreta de las estatuas sin obtener respuesta. Se limitó a permanecer inmóvil sobre su pedestal, en actitud desdeñosa. Ni siquiera volvió la cabeza hacia mí una sola vez. A veces yo lograba captar retazos de sus pensamientos, si bien nunca logré entenderlos, porque me llegaban en una lengua áspera y antigua que debe de ser el idioma de las esfinges. Y así transcurrieron muchos años, yo en las alturas y la esfinge en el suelo, ella enfrascada en sus indescifrables cavilaciones, y yo observando la actividad frenética de los habitantes de la ciudad, poco más que hormigas desde mi puesto de observación.

Más tarde trajeron a la dama. Tenía aspecto de deidad pagana, pero al final resultó ser una cabeza de chorlito. Parecía no preocuparle nada más que el aspecto que ofrecía allí erguida, con su tocado y sus collares. Pero se le bajaron los humos cuando se dio cuenta de que el lugar donde la habían puesto era tan poco destacado que apenas llamaba la atención. La gente se detenía delante de la esfinge y leía la placa de su pedestal, y nunca faltaba quien elevara la vista para admirarnos al fénix y a mí. A la dama, sin embargo, casi todos la pasaban por alto. Sólo entonces trató de entablar conversación con la esfinge y conmigo. Ella, fiel a su vocación, la ignoró por completo. Yo le contestaba por pura cortesía, aunque su charla siempre me pareció bastante insulsa. A pesar de los humos que se daba, la pobre dama no era más que una muchacha de pueblo.

El hombre del bigote, el último en llegar, fue el que lo revolucionó todo. No tenía nada de particular, ni mitología ni historia ni la menor chispa de misterio. Era sólo la figura en tamaño natural de un tipo rechoncho, con una gorra y una especie de faltriquera sobre la panza. Tenía la mano derecha levantada y parecía estar ofreciendo algo a los viandantes, un objeto pequeño que no fui capaz de identificar desde mi posición elevada. En general, resultaba de lo más vulgar. Sin embargo, tan pronto como lo colocaron en el jardín comenzó a acaparar la atención de cuantos pasaban por allí. Nadie dejaba de detenerse para contemplarlo, lo miraban y sonreían, y muchos se hacían fotos con él. De la noche a la mañana, fue como si la esfinge, la dama y yo nos hubiéramos vuelto invisibles. Nunca he sido vanidoso, de modo que seguí disfrutando de mi puesto de observación y del aire diáfano de las alturas. La dama, en cambio, no paraba de lamentarse de lo injusto que le parecía todo aquello, y eso que ella ya había quedado relegada al papel de segundona. «¿Cómo es posible que todos admiren a ese tipo gordo y me ignoren a mí, que fui sacerdotisa principal en tiempos de los iberos?» Así se quejaba sin parar la muy estúpida, hasta que tuve que pedirle que se callara, porque al fénix y a mí ya nos dolía la cabeza.

Pero la reacción más inesperada fue la de la esfinge, a quien yo siempre había considerado ajena a sentimientos tan mundanos como el rencor o la envidia. Hasta que una noche, la más cruda del invierno, cuando la plaza estaba vacía y en silencio, la vi incorporarse y flexionar sus articulaciones de metal. Luego, con movimientos lentos y majestuosos, descendió de su pedestal y surcó la plaza hasta alcanzar la estatua del intruso. Y una vez allí, levantó el rabo y clank, clank, clank, depositó tres enormes boñigas de bronce justo a los pies del bigotudo personaje.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 13/2/2009

viernes, 6 de febrero de 2009

Solipsismo

Andaba yo devanándome los sesos en busca de un tema para el artículo de hoy y acabo de darme cuenta de que llevo ya un año escribiendo esta columna. El 6 de febrero del 2008 aparecía el primer artículo de La Ley de Murphy. Luego, si no me equivoco, han venido otros 52, incluyendo el del pasado viernes. Repaso los temas que he tocado y me sorprende su variedad. He escrito sobre la enseñanza y sobre los tangos, sobre el esperanto y el espiritismo, sobre Google y la feria de Albacete, sobre las pesadillas y los gimnasios, sobre la muerte y sobre el dolor de muelas, sobre el fútbol y el Big Bang, y así sucesivamente hasta que esta columna ha llegado a parecerse a uno de esos bazares chinos donde se vende casi de todo. Al cabo de un año va siendo hora de explicar por qué me empeño en salpicar en todas direcciones en lugar de ceñirme a un tema, ya sea éste la política, el deporte o las artes y tradiciones populares. Desde luego, es lo que haría cualquier columnista como Dios manda. El motivo es que tengo muy poco de columnista como Dios manda. Es más, creo que nunca hubo persona menos capacitada que yo para firmar colaboraciones en un periódico.

Por definición, un diario debe ceñirse a la actualidad e informar a sus lectores sobre lo que pasa, mientras que yo cada día me siento más ajeno a la actualidad, y lo que pasa suele pasarme de largo. Cuando el director de La Tribuna tuvo la amabilidad de invitarme a escribir una columna semanal, le propuse escribir en un tono más bien literario y él aceptó, aunque me imagino que un poco mosqueado con la idea de que acaba de toparse con un mal imitador de Umbral o de Millás. En realidad, lo del «tono literario» no era más que un modo de escurrir el bulto. Pero el problema seguía ahí. ¿Se puede escribir en un periódico sin abordar los temas que se consideran de interés informativo? Entonces comprendí que, en efecto, la respuesta sólo podía venir de la mano de la literatura.

Alguien (tal vez Bernard Shaw) dijo que la literatura es el arte de interesar a los demás en aquello que sólo le interesa a uno. En este sentido, creo que todo escritor, incluidos los columnistas de opinión, peca un tanto de solipsista, entendiendo el solipsismo como aquella teoría filosófica según la cual el mundo exterior no es sino una emanación de nuestra mente. En un monstruoso acto de egocentrismo, hay quien ha llegado a pensar que sólo ellos existen, y que el mundo que les rodea, con todos sus objetos y criaturas, es sólo un producto de su imaginación. Esto lo entienden muy bien los escritores, cuya tarea principal consiste en crear mundos de ficción y en lograr que los lectores incorporen esos mundos a su propio imaginario. Y ahora que lo pienso, ¿no es también una presunción gigantesca el dar por sentado que uno tiene lectores? Veamos. Si exceptúo a mi mujer, mis padres y algún que otro amigo bien intencionado, no tengo constancia de que nadie en absoluto lea esta columna. ¿Y si resulta que estoy solo en mitad de un solipsismo, que no soy más que una vocecilla que discursea a solas desde las páginas de un periódico, tinta vertida en vano, nada? Reconozco que la idea me angustia y me hace sentir un leve escalofrío metafísico.

Pero hay un modo de salir de dudas. Ustedes saben qué aspecto tengo. Desde el primero de esta serie de artículos mi foto aparece en la parte superior, justo debajo del título. Se trata de una imagen que me hace bastante justicia. Si acaso, puede que haya engordado tres o cuatro kilos desde que me la hicieron la foto, pero creo que no les costaría trabajo reconocerme si se cruzaran conmigo por la calle. ¿Qué les parece si, mediante algún gesto, me hacen saber que han leído este artículo? Debería ser algo deliberado. Quiero decir que no bastaría con sonreírme o con guiñarme el ojo, pues entonces no sería capaz de distinguirlos de las docenas de muchachas que me sonríen o me guiñan el ojo a diario. ¿Qué tal si se llevan el dedo índice a la punta de la nariz y se dan unos golpecitos? De este modo yo sabría que el medio centenar de historias peregrinas que he contado desde esta columna han despertado la curiosidad de algún lector. Incluso me ofrezco a invitarles a un café y a escuchar sus sugerencias. Lo único que les pido es que no me abronquen por no escribir una columna de opinión seria, una columna como Dios manda. Nunca he pretendido usurpar la labor de los periodistas. Lo mío es más bien contar historias. Otra cuestión es que me queden historias para que La Ley de Murphy aguante un año más.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 6/2/2009