La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 30 de julio de 2012

El párroco y los picoletos



Como la realidad me parece bastante desagradable, he tomado la costumbre de instalarme en la inopia. Pero cuando estoy de vacaciones y me voy a mi casa de Carcelén, es como si me mudara a la inopia de la inopia. Quizás por ello, y a pesar de estar tan cerca del ojo del huracán, no me enteré de esa reciente serpiente veraniega, ese monstruo del lago Ness que ha surgido en nuestra entrañable comarca de La Manchuela. La primera noticia la tuve el miércoles por la mañana, mientras regaba las plantas de mi patio. Estaban dando el bando por los altavoces del ayuntamiento, y después de anunciar que en la pescadería había «pescado de todas las clases» (ya sería menos), dijeron que a las ocho de la tarde el párroco iba a celebrar una reunión en «la nave» para informar. Me apresuro a explicar lo de «la nave». No se trata de que el párroco de Carcelén sea un extraterrestre, sino que así es como se conoce el centro sociocultural del municipio. En realidad el párroco es boliviano, como me reveló mi primo Pedro. Y el motivo de la insólita reunión fuera de la parroquia es un incidente en el que este señor se ha visto envuelto. Don Mario, el cura en cuestión, no apareció para decir misa el pasado fin de semana porque se hallaba detenido en la Comandancia de la Guardia Civil. Pero estoy seguro de que los lectores ya están familiarizados con la noticia a través de este diario.
Cuando supe de qué iba el asunto, lo primero que me vino a la cabeza fue nuestro paisano José Luis Cuerda y su inolvidable Amanece que no es poco. Qué talento tuvo ese hombre para darse cuenta de que el último refugio del surrealismo (con permiso de la política y la economía) es la España rural, y aquí nos las veíamos con otro ejemplo. Ya tenemos cierta costumbre de ver a la iglesia católica mezclada en escándalos e historias turbias. Pero esta vez no se trataba de abusos a menores ni de obispos retozando con sus novias. Esta vez se hablaba de robo y de narcotráfico. Un cura rural detenido por ser presunto cómplice de una banda latina de crimen organizado.  Comprenderán que la tentación era enorme. Así pues, aunque no soy ni feligrés ni residente habitual en Carcelén, me desplacé a la nave para ver qué se cocía. Y allí me encontré con un centenar de vecinos y con algunos enviados de la prensa y la televisión. Y también con don Mario, claro.
Mi primera impresión fue que jamás había visto a nadie con menos cara de delincuente que aquel cura. Pero no es de eso de eso exactamente de lo que quería hablar. El párroco dio sus explicaciones y me imagino que el asunto se aclarará pronto. Lo que me cautivó y hasta me puso un nudo en la garganta fue el voto de confianza incondicional que aquel hombre recibió de su feligresía. Se dice que en este país la gente tiene muy mala leche, y que la maledicencia, el chismorreo y la calumnia son deportes nacionales. Pero aquella escena desmentía completamente el tópico. El cura bajo sospecha no solo recibió el apoyo, sino el aplauso y el abrazo de sus vecinos, y a otra cosa. Y mi impresión fue que la gente de Carcelén acababa de hacer alarde de civismo y lealtad, y de ese principio jurídico que con frecuencia se invoca pero casi nunca se cumple, la famosa presunción de inocencia.
Así pues, lejos de ser crucificado, don Mario acabó la reunión emocionado y con fuerzas renovadas para demostrar su inocencia, lo que le deseo que logre muy pronto. En cuanto a mí, me fui un sintiéndome un poco culpable por haber ido allí con el único propósito de curiosear (de «golismear», por usar el término local), pero también orgulloso de pertenecer a una comunidad como aquella, aunque sea solo durante algunas semanas en verano.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 30/7/2012

lunes, 23 de julio de 2012

Sentencia de muerte para la grosería




En un relato leído hace tiempo, un hombre observa como alguien es humillado. Quien inflige la humillación es el vendedor de entradas de un circo. El humillado es un hombre muy tímido que va en compañía de su hijo. El observador comprende que ese niño tendrá que crecer con el recuerdo de su padre siendo vejado por semejante energúmeno, y decide aprovechar la circunstancia de que sufre una enfermedad terminal para imponer un poco de justicia en el mundo. La cuestión es que asesina al energúmeno y deja una notita explicativa. Y luego continúa su campaña justiciera ejecutando a todos los maleducados que encuentra y dejando notas sobre sus cadáveres en las que se explica que han muerto por groseros. Lo que sigue es una oleada de cortesía versallesca jamás vista en aquella pequeña ciudad norteamericana. Sentencia de muerte para la grosería, se titulaba el relato. Su autor era Jack Ritchie.
Recuerdo que cuando me fui a estudiar a Valencia, hace treinta años de esto, me llamó la atención la diferencia de modales entre la gente de allí y la de aquí, sobre todo en los comercios. Aquel adolescente albaceteño estaba acostumbrado a cierta hosquedad en el trato, a dependientes malhumorados que te atendían como si te estuvieran perdonando la vida, y fue a parar a una ciudad donde la chica de la panadería sonreía y charlaba con la clientela, y donde la señora de la carnicería te llamaba «cariño» al entregarte tu cuarta y media de magra de cerdo. Comprendo, por supuesto, que cualquier generalización encierra un error y una injusticia, y que las personas corteses conviven con los patanes en todos los lugares del mundo. Sin embargo, no fui el único albaceteño de mi quinta en observar que en otras ciudades, sobre todo en grandes capitales, la gente era bastante más educada que aquí. Pues bien, me complace anunciar que con los años esa tendencia ha cambiado, y que hoy en día en el comercio de Albacete lo que predominan son los buenos modales, lo que no dejan de ser una muestra de profesionalidad en aquellas personas que trabajan de cara al público.
He visto abundantes ejemplos de esto en bares, restaurantes, zapaterías y supermercados, pero me gustaría citar uno en concreto por lo que tuvo de ejemplar para mi hijo, que me acompañaba en ese momento. Nos encontrábamos en una tienda de electricidad y había bastante gente esperando ser atendida. El dependiente era un señor de mediana edad, y la clienta una anciana con algún problema en la instalación de su vivienda. El caso es que la pobre mujer no acertaba a explicarle el problema al encargado, y respondía a sus preguntas como buenamente podía, sin acabar de entenderlas del todo. Los que esperaban se impacientaba, miraban su reloj, bufaban y gruñían. Pero el encargado del negocio, lejos de perder la compostura o despachar a la señora con malos modos, siguió reformulando sus preguntas hasta comprender cuál era el problema, todo ello con infinita paciencia y cortesía, tratando a la anciana con una amabilidad digna de encomio. Creo recordar que yo también llevaba algo de prisa, pero asistí a la escena encantado, pensando en lo hermoso que sería vivir en un mundo en el que todo el mundo se comportara de ese modo, y en la fantástica lección de respeto por el prójimo que mi hijo estaba recibiendo gracias a aquel buen señor.
Incluso llegué a pensar que, igual que en ese relato se dicta una sentencia de muerte a la grosería, se deberían instituir también premios para comportamientos ejemplares como el que acabo de relatar. Por suerte, en nuestra ciudad cada vez habría más candidatos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 23/7/2012

lunes, 16 de julio de 2012

Esto es todo, amigos




No se confundan. A pesar del título, este artículo no supone una despedida. El título hace referencia a aquellos dibujos de la Warner Bros que los de mi quinta consumíamos con fruición en nuestra infancia, los que empezaban con aquello de «fantasías animadas de ayer y hoy» y terminaban con Bugs Bunny mordiendo su zanahoria y anunciando «esto es to… esto es to… esto es todo, amigos». El pato Lucas, el cerdito Porky, el gallo Claudio, el gato Silvestre, el canario Piolín y el desventurado Coyote, antihéroe por excelencia al que los niños adorábamos (¿qué infante no ha deseado que sus artefactos marca ACME funcionaran de una vez y, en lugar de acabar aplastado o precipitándose por un abismo, pudiera merendarse por fin a Correcaminos, probablemente el personaje más odioso de la historia de los dibujos animados?). Todos ellos eran seres encantadores a su manera. Y lo que más atractivos los hacía era su amoralidad acrisolada. Jamás intentaron darnos lecciones ni ofrecernos modelos de conducta. Eran lo que eran: agentes del caos, criaturas ingenuas y testarudas, siempre fieles a sí mismas, que invariablemente se decantaban por la violencia con total desprecio por el compromiso y la negociación. Eran, en suma, fidelísimos reflejos de nuestras almas infantiles. Aunque con frecuencia presentaban también rasgos de auténticos psicópatas, como aquel maravilloso demonio de Tasmania que perfectamente podría ser un emblema de nuestro moderno alumnado de la ESO.
El fin de semana pasado mi amiga me propuso ir con los niños al Parque Warner, que está cerca de Madrid y celebra ahora su décimo aniversario. Los niños en cuestión son sus dos gemelas de once años y mi hijo de diecisiete, amante del heavy metal y de las camisetas negras. Resultó una auténtica experiencia lo de pasar el día en el Parque Warner. No me extenderé acerca del calor, de las colas, del merchandising salvaje, de los precios abusivos, del aluvión de gañanes ataviados con pantalón corto, chanclas y camisetas estridentes, de la sensación de asfixia, de querer estar en cualquier otro sitio, de las miradas envenenadas que mi hijo postadolescente me dedicaba por obligarle a pasar el día en semejante lugar, del espanto de esos artefactos mal llamados atracciones, que en teoría han sido ideados para entretener al público, pero que cumplirían mejor su función como instrumentos de tortura en Guantánamo, del pánico de ser sacudido, traqueteado, calado hasta los huesos y precipitado al vacío, del dolor de mis pies y de mis cervicales, que todavía sufren las consecuencias de las tres montañas rusas en las que me aventuré a montar… No, no hablaré de ninguna de esas cosas, sino de la conclusión a la que llegué al final de la jornada, cuando al fin pude recuperar mi coche en el infinito aparcamiento y, derrotado, molido y sin un duro, me dispuse a emprender el regreso a Albacete, es decir, a la realidad, la normalidad y la cordura. Mi conclusión fue que este terrible Parque Warner (y supongo que otros de similar jaez) están concebidos como gigantescos artefactos del mal cuya auténtica función no es entretener, sino es convertir los sueños de la infancia en pesadillas de adulto. De hecho, al cabo de una semana todavía sueño que deambulo errante por el dichoso parque temático, dando vueltas y vueltas, incapaz de encontrar la salida, obedeciendo indicaciones que resultan contradictorias y que siempre me conducen al mismo sitio. Los niños de hoy en día no necesitan leer a Kafka. La realidad ya les ofrece suficientes motivos para la angustia y el vacío existencial. En mi infancia, Bugs Bunny, Silvestre, el Coyote, Correcaminos y todos los demás nos provocaban la carcajada y la sana diversión. Hoy se han convertido en personajes recurrentes de las pesadillas, como las que yo he sufrido esta semana.
Bueno, en realidad miento un poquito. Porque anoche no soñé con Bugs Bunny ni con el Demonio de Tasmania. Anoche soñé con Mariano Rajoy. Y fue espantoso.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/7/2012

martes, 10 de julio de 2012

Parálisis del supermercado




Hace unas semanas, desde esta misma columna, arremetí contra los smartphones y todos esos artefactos que, lejos de facilitarnos la comunicación, están consiguiendo alienarnos y apartarnos de las personas que tenemos más cerca. Uno ya cuenta con edad suficiente como para tener sus detractores, y no tardó en aparecer quien me acusó de haber escrito un artículo atravesado de moral “neoludita”, lo que me dejó perplejo y un tanto mosqueado. Según la bendita Wikipedia, los luditas eran los seguidores de Ned Ludd, quienes, en los días de la revolución industrial, destruían las máquinas porque las consideraban un peligro para sus puestos de trabajo. En resumidas cuentas, me estaban acusando de troglodita, de retrógrado, de enemigo del progreso. Y lo curioso es que no me sentí ofendido. Es más, concluí que, de algún modo, a mi detractor no le faltaba razón.

La prueba la he tenido al observar que estoy aquejado de un extraño síndrome para el que no encuentro precedentes, ni en la Wikipedia ni en ningún sitio. Como me parece presuntuoso denominarlo “el síndrome de Cebrián”, he decidido llamarlo “parálisis del supermercado”. Como su propio nombre indica, el problema sobreviene cuando estoy haciendo la compra, ya sea en el supermercado de mi barrio o en una gran superficie. Y no importa que esté familiarizado con el establecimiento o que lleve mi lista de la compra confeccionada de casa. La cuestión es que siempre llega un momento en que me quedó paralizado, incapaz de moverme o de tomar decisiones, como un conejo deslumbrado por los faros de un auto en medio de la carretera. De repente noto mi mente saturada por ese aluvión de marcas, por esa abundancia de productos, y los pasillos del supermercado se convierten en los corredores de un laberinto del que nunca seré capaz de salir. El estupor dura poco, apenas unos instantes, pero basta para dejarme aturdido para el resto del día. Me siento como un ciudadano del pasado que hubiera viajado en el tiempo, incapaz de comprender nada, anacrónico, deslocalizado.

Por eso disfruto tanto cuando tengo vacaciones y vengo a pasar unos días a mi casa de Carcelén, desde donde ahora tecleo estas líneas. Mucha gente de aquí hace su compra en los supermercados de Albacete o de Ayora. Yo, en cambio, aprovecho para acudir a las tiendecillas del pueblo, especialmente a la de Juan y Teresa, que está junto al bar de Florinda, al pasar el castillo. En apenas veinte metros cuadrados uno encuentra todas las cosas que pueda necesitar, desde productos de droguería a artículos de costura, pasando por toda la variedad de alimentos que aconseja la dieta mediterránea. No hay pasillos, no hay megafonía para anunciar ofertas, no hay cartelitos, no hay cajeras marimandonas, no hay colas ni gente malhumorada, no hay prisas. La gente entra y espera a que Juan o Teresa los atiendan. Y muchas veces aprovechan para sentarse y hacer un rato de tertulia, porque aquí, en Carcelén, el tiempo y la vida transcurren de otra manera.

La tienda de Juan y Teresa, igual que las otras dos o tres tiendas del pueblo, es una especie de microcosmos donde las reglas son distintas de las que imperan en los grandes almacenes y supermercados. Detrás de ellas no hay una gran empresa multinacional ni un potentado bocazas a lo Juan Roig, solamente hay familias que se esfuerzan por salir adelante a pesar de las enormes dificultades de una España rural cada vez más despoblada y olvidada.

Ojalá hubiera más tiendas de este tipo en las capitales. Yo haría mi compra allí sin dudarlo un momento, aunque mis detractores me acusaran de “neoludita”. Allá ellos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 9/7/2012

martes, 3 de julio de 2012

Spa



Que nadie se llame a engaño. Tengo una buena relación con el agua. Y no me refiero solamente a mi higiene personal, que se me supone. Desde crío me ha gustado el asunto del chapoteo, y no soy mal nadador del todo, pese a que mi cuerpo sumergido en un fluido desplaza más volumen de líquido del que nos gustaría a mí y a Arquímedes. Lo que nunca había probado era ir a un spa. Me acuerdo que hace muchos años pasé unos días en el balneario de Fortuna con mis padres, pero al intentar asomar la nariz a la zona termal tuve una impresión muy desagradable, una sofocante humedad que me hizo pensar que había encontrado una de las puertas del infierno. Otro recuerdo que conservo de aquella estancia es que a mi madre la subían a la habitación sentada sobre una especie de angarillas, como a los patricios romanos, y que aquello me daba muchísima vergüenza. Claro que desde entonces han pasado sus buenos cuarenta años, y ahora el asunto de los balnearios se ha modernizado y popularizado de forma considerable.
La cuestión es que este fin de semana he aceptado la invitación de una amiga para hacer «el circuito» en un spa de nuestra localidad, que por más señas forma parte de las instalaciones de un hotel. Y el lugar prometía, lo reconozco. Había una bonita piscina cubierta donde flotaban lánguidamente media docena de cuerpos. Cierto es que no todos eran esculturales, como yo había imaginado en alguna calenturienta fantasía. De hecho, había un gordinflón tatuado que más habría pegado en un puticlú de carretera que en un sofisticado spa. Pero tampoco es que yo, a pesar de estrenar bañador, contribuyera a elevar el nivel estético del establecimiento. Así que me encomendé a Neptuno y me zambullí en la piscina. De momento, tengo que decir que no me gustó la temperatura del agua. Estaba templada en exceso, como si todos los usuarios del spa llevaran meses haciendo allí sus aguas menores, y a mí esa sensación no me resultó muy relajante, sino más bien inquietante. Luego empecé a probar los distintos aparatos. El «volcán» lanzó un chorro de burbujas a mi entrepierna que casi me aplasta los testículos, el chorro para el masaje cervical me impactó en plena cara y casi me saca un ojo, y por último casi me ahogo bajo una especie de catarata cuya utilidad terapéutica ignoro, si es que la tiene.
Impávido y valeroso, continué con el circuito y probé una especie de sauna de vapor cuyo nombre no recuerdo, porque era en turco y no me manejo en ese idioma. Aguanté unos dos minutos y aun así me sentí morir. Peor fue la sauna finlandesa, donde solo permanecí unos cuarenta segundos, y abandoné con la sensación de ser el pavo de navidad. La «ducha de sensaciones» me proporcionó chorros alternos de agua hirviente y helada, es decir, exactamente igual que la de mi casa. Por supuesto, no probé a verter hielo sobre mi persona, porque el hijo de mi madre no es gilipollas.
Por fin vino el ansiado (y temido) masaje, que no habría estado mal del todo, si no hubiera sido porque antes te obligaban a ponerte una especie de tanga donde era imposible guardar todos los órganos genitales a la vez (no quiero ni imaginarme mi aspecto desde atrás). Esperé la llegada de la masajista muerto de vergüenza y en absoluto relajado, pero el caso es que la señorita se dedicó a magrearme durante tres cuartos de hora, lo que me pareció muy dulce y generoso por su parte, aunque mis músculos siguen igual de fofos y poco tonificados que antes.
Mientras me tomaba el té en la «sala de relax» oyendo música chill-out, comprendí que probablemente nunca volvería a un spa. Uno tiene que asumir sus orígenes, y los míos son rurales y de secano. Qué le vamos a hacer.

Publicado en La Tribuna de Albacee el 2/7/2012