Hace
seis años, por estas mismas fechas, mi mujer y yo nos trasladamos a Murcia para
recoger un perrito que habíamos decidido adoptar. Era un bichón maltés, y nos
aseguraron que había cumplido ya dos meses, pero el cachorro nos pareció tan
diminuto de tamaño y de aspecto que dudamos que estuviera siquiera destetado. De
hecho, nos planteamos seriamente dar media vuelta y regresar sin él, pues temíamos
que no sobreviviera sin su madre. Finalmente nos trajimos al cachorrillo a casa
envuelto en una manta y aquí está todavía. Pese a que su tamaño sigue siendo
pequeño (nunca ha superado los cuatro kilos), Frankie ha sabido ganarse
su derecho a ser uno más de la familia. Si me apuran, se podría decir que él es
el corazón de la familia, una especie de imán que atrae el afecto de todos. Como
ocurre en todas las agrupaciones de mamíferos, cualquier de nosotros puede ver
su estatus cuestionado. Es decir, cualquiera excepto Frankie, cuya
posición en lo más alto es permanente e incontestable, y ello con independencia
de su conducta. No importa que aúlle a las cuatro de la mañana, que le ladre a
cualquiera que ose acercarse a nuestra puerta, que nos obligue a lanzarle la
pelota durante horas y que, con cierta frecuencia, orine sobre los edredones. Frankie
es el jefe y lo sabe. Pero no me malinterpreten. El perrillo es casi siempre afectuoso,
aunque confieso que con la entrada en la mediana edad a veces se muestra un
poco colérico. Ahora tiende a gruñirnos y ladrarnos si no lo complacemos de
inmediato. Es más, se muestra agresivo con los niños que tratan de jugar con él
por la calle. Esto me da mucha vergüenza y me obliga a deshacerme en excusas
con las mamás, aunque yo no tengo la culpa de que no le gusten los niños. Me
pregunto de quién lo habrá aprendido.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/1/2020