La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 12 de abril de 2008

Gómez Molina


A Juan José Gómez Molina lo conocí el verano pasado en Carcelén, su pueblo natal. Él llevaba muchos años trabajando y residiendo fuera, sobre todo en Madrid, adonde se marchó siendo un muchacho para estudiar Bellas Artes en la escuela de San Fernando. El currículum artístico y académico de Juanjo es tan extenso que apenas bastarían dos páginas de este diario para contenerlo. Fue catedrático en cuatro universidades (Barcelona, Salamanca, Cuenca y, por último, la Complutense), realizó docenas de exposiciones, algunas de sus colecciones han sido adquiridas por instituciones como el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, publicó numerosos libros y se convirtió en referencia de la vanguardia artística española durante tres décadas. Juanjo fue uno de esos albaceteños que triunfaron y fueron reconocidos fuera de su provincia. Pero no por ello quiso renunciar a sus orígenes, lo que lo traía de vuelta a su pueblo cada vez que tenía oportunidad. En Carcelén, en la vieja casona familiar, Juanjo buscaba algo más que descanso. Allí preparaba nuevos proyectos, se reencontraba con parientes y amigos y recuperaba el entusiasmo de aquel muchacho que, muchos años atrás, se había ido a estudiar a Madrid. El vínculo de Juanjo con Carcelén era tan profundo que su pueblo y su tierra fueron frecuentes puntos de partida para su reflexión artística. En sus propias palabras: «Carcelén es mi tierra de origen y un ejemplo de cómo la experiencia vital más profunda está unida a lo más universal del ser humano». De paso, al regresar a su pueblo junto con su familia, se aseguraba de que sus hijos conservaran sus raíces y pudieran disfrutar de una infancia como la que él tuvo, una infancia de libertad en contacto con la naturaleza.

El verano pasado, cuando lo conocí, Juanjo tenía 64 años. Me lo presentó mi tío Esteban, uno de sus amigos de juventud, y de inmediato sentí una simpatía instintiva por aquel hombre de mirada chispeante y risa fácil. Un día nos invitó a su casa y nos mostró su trabajo. No entiendo mucho de arte pero, como buen aficionado a la fotografía, me asombró comprobar la enorme calidad de su obra en este campo. Creo que nadie ha abordado el desnudo fotográfico con la fuerza y la profundidad de Juanjo. Y prueba de ello es que por delante de su cámara han desfilado, además de docenas de modelos anónimos, algunas de las personalidades más importantes del arte y la cultura de este país. Un par de días después Juanjo vino a cenar a casa acompañado de su esposa y una de sus hijas. Una cena fría en una cálida noche de agosto, en el patio, bajo las estrellas. Horas inolvidables de charla y bromas durante las cuales tuve la sensación de haber encontrado a un maestro y un amigo, e incluso llegué a albergar la esperanza de que, en el futuro, podríamos trabajar juntos en algún proyecto. Pero la vida suele contrarrestar nuestras esperanzas con sus amargas lecciones, y apenas unos días después nos golpeó la noticia de que Juanjo había sido atropellado por un conductor borracho en las inmediaciones de Jorquera, y su vida se apagaba lentamente en el Hospital de Albacete.

Juanjo Gómez Molina falleció el viernes 24 de agosto de 2007, tras permanecer una semana en coma, mientras su pueblo de Carcelén se encontraba en plenas fiestas. Por deseo de la familia, el programa de festejos no sufrió alteraciones. Pero sus amigos y vecinos se negaron a continuar como si nada hubiera ocurrido. Las ventanas de la casa de Juanjo, en la calle principal, se llenaron de velas, de dibujos y de cartas de cariño. Y el día de su entierro el pueblo entero se volcó en una sobrecogedora manifestación de duelo, arropando a su familia y a otras personas que habían venido de fuera, gente de la talla de José Luis Cuerda, su amigo íntimo, o de Alejandro Amenábar, en cuyo debut como director Juanjo tuvo mucho que ver.

Han transcurrido más de seis meses desde la muerte de Juanjo, y en Madrid se han celebrado ya varios homenajes en su memoria, incluyendo la presentación del cuarto tomo del monumental tratado sobre dibujo que coordinó para la editorial Cátedra. Sin embargo, se empieza a echar de menos que el ayuntamiento de su pueblo tome alguna iniciativa para recordar a quien paseó con orgullo el nombre de Carcelén allá donde fue. Aunque nunca es tarde para rectificar. De hecho, acaban de llegarme noticias de que la Peña de Albacete en Madrid le prepara una homenaje para abril, lo que sin duda es un comienzo prometedor (aunque sea de nuevo en Madrid). Puestos a pedir, tampoco estaría de más que los responsables de cultura en el ayuntamiento de la capital, en la provincia y en la región se hicieran eco de la pérdida de un artista de su calibre. Tal vez una exposición retrospectiva o un libro. Lo importante es evitar que la cultura se convierta una vez más en el cuarto trastero de la política, el área donde nada importa, pues al parecer es la única que no pasa factura en las elecciones.

Sabemos que Juan José Gómez Molina estaba por encima de todas estas cosas, y que su vida y su obra lo justifican sobradamente sin necesidad de que los políticos lo hagan. No obstante, dicho queda.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 28/3/2008

Columna: "La Ley de Murphy"


Et in Arcadia ego


Todos deberíamos tener un sitio donde desaparecer, donde perdernos. O mejor, donde encontrarnos. Y no me refiero a esas fugas masivas en que se han convertido las modernas vacaciones. Hablo de un lugar apacible donde poder hallar calma y sencillez, esas cualidades que parecen desertar de nuestra vida durante la mayor parte del año. No importa que sea un sitio pequeño o que carezca de playas exóticas, conjuntos monumentales o parques temáticos. Ni siquiera importa que esté cerca de la ciudad donde residimos normalmente. De hecho, la cercanía es una ventaja, pues supone que no añadiremos a la fatiga que ya arrastramos la de un desplazamiento agotador. El descanso, el cambiar de aires, no es una cuestión de distancia, sino de actitud.

Confieso que nunca he sido un forofo de los viajes. He viajado lo justo, tal vez menos que la mayoría de la gente de mi generación. La mera idea de emprender un viaje siempre me ha parecido fastidiosa. En cierto momento comprendí que hay algo esencialmente absurdo en los viajes de turismo, en especial en esos viajes que se estilan ahora gracias al abaratamiento de los vuelos y de los paquetes vacacionales. Todos esos millones de personas embarcadas en una migración frenética hacia un destino lo más alejado y «exótico» posible, donde apenas tendrán tiempo para aprender nada y del que regresarán, apenas unos días después, con más fotos en su cámara que experiencias en la memoria. Por otro lado, lo que sigue al regreso, una vez pasada la euforia del viaje, es necesariamente el olvido. ¿Qué queda de ese maravilloso viaje al cabo de poco tiempo? Unos souvenirs que se volvieron absurdos tan pronto como salieron de la maleta, unas camisetas feísimas en el fondo de un cajón. Y esas fotos y vídeos con los que atormentamos a familiares y amigos («mira, éste soy yo montando en camello», «fíjate, la pared que se ve detrás de mi cabeza es la Gran Muralla»), esas imágenes enlatadas que al cabo de un tiempo jamás se nos ocurre volver a mirar. De joven yo soñaba con un futuro cosmopolita y aventurero. Pero con los años mis aspiraciones se han simplificado de tal modo que han quedado reducidas al único y vehemente deseo de estar tranquilo, de que me dejen en paz. Renuncio al Taj Mahal, al Empire State y a la Gran Pirámide. Sin embargo, cada vez encuentro más apetecible la idea de marcharme al pueblo.

Yo tuve una infancia rural. Mi padre era maestro y los primeros años de mi vida transcurrieron en los pueblos donde él obtuvo sus primeros destinos. Quizás de un modo inconsciente, siempre he sentido una secreta nostalgia por aquellos pueblecitos de mi infancia. Es cierto que en mi atolondrada juventud los pueblos tendían a parecerme deprimentes. Pero con los años algo debió de cambiar dentro de mí, porque empezó a darme envidia la gente que tenía un pueblo donde pasar las vacaciones. Pues bien, hoy resulta que soy una de esas personas que, con el pecho henchido de orgullo, pueden decir «estas vacaciones las paso en el pueblo».

Mi pueblo de adopción es Carcelén, en La Manchuela, a menos de 50 km. por la carretera de Ayora. Allí tengo una casa grande, un patio con macetas, dos árboles y una parra. Tengo una biblioteca con balcones donde leo y escribo. Y una chimenea para quedarme absorto mirando el fuego en las noches de invierno. En Carcelén se respira cierta soledad (excepto en verano). Allí dicen que, si vas por la calle del Cristo de noche y algo te ocurre, probablemente no te encuentren hasta la mañana siguiente, tan tieso como esos pajarillos que caen víctimas de la helada. En Carcelén hay poca gente y muchos ancianos que cada mañana llenan el consultorio de la Seguridad Social. Hasta hace poco había tres bares, pero uno ha cerrado. Sobreviven, por suerte, las dos tiendas, que son como hipermercados en miniatura, porque en apenas unos pocos metros cuadrados cubren casi todos los ramos del comercio. Y también la carnicería, por supuesto. El pescado llega sólo algunos días, lo que se anuncia puntualmente por los altavoces del ayuntamiento (en Carcelén todo lo que importa se anuncia por los altavoces del ayuntamiento). Es cierto que allí no hay muchas cosas. Pero están bien abastecidos de tiempo y de calma, lo que yo necesito por encima de todo. Por eso, después de afanarme durante todo un trimestre, de preocuparme por mil cosas que tal vez no eran tan importantes, no puedo concebir placer mayor que el de pasar unos días en aquel pueblo, junto a aquellos vecinos que nos han acogido con esa franca cordialidad que sólo se encuentra entre la gente buena y sencilla. Charlar, volver a sentirnos una familia y parte de una comunidad. Disponer de horas y horas para leer, pensar y regar las plantas. Salir a pasear entre olivos y almendros. Escuchar la música del viento en los árboles. Sentarse a oír el silencio. Ser consciente de la redondez del planeta, de sus giros y rotaciones. De que la naturaleza existe y nos contiene. Y de que aquí, bajo la bóveda del cielo, todo es relativamente insignificante.

Mi idea del descanso es tener un pueblo al que regresar en vacaciones. Tal vez el próximo verano salgamos de viaje. No lo descarto. Pero esta Semana Santa tendrán que buscarme en Carcelén, mi pueblo de adopción, donde serán muy bienvenidos.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 21/3/2008

Columna: "La Ley de Murphy"