Estos últimos días de agosto tienen algo
de tierra de nadie, de tiempo fuera del tiempo. La sensación de desubicación es
tan intensa que no se doblega a los remedios habituales. Las redes sociales han
enmudecido. Nadie cuelga álbumes vacacionales con fotos playeras, visitas a países
lejanos e instantáneas de comilonas. Nadie se retrata las piernas tostándose al
sol ni nos muestra el daikiri que acaban de servirle, adornado con
sombrillitas. Nuestros amigos virtuales parecen haberse evaporado sin dejar
rastro. Sin embargo, sospechamos que están escondidos en sus domicilios, con
las persianas bajadas, al amparo del aire acondicionado, y tal vez avergonzados
por no tener nada interesante que mostrar en sus perfiles de Facebook y de Instagram.
Muchos ni siquiera contestan el teléfono, pues nada es tan humillante en época
veraniega como reconocer que uno está en su casa, consumiendo Netflix y sin el
menor atisbo de plan en perspectiva. Sabemos que este marasmo tiene los días
contados. Apenas queda una semana para ingresar de nuevo en la realidad.
Volveremos pertrechados con fotos de viajes y vivencias emocionantes, tratando
de convencer a compañeros y amigos de que no somos los mismos que les dijimos
adiós hace apenas unas semanas, sino una versión perfeccionada, más viajados,
todavía morenos, con la piel más tersa y perfumada de cremas solares. Por
fortuna, esta ilusión se desvanece con la misma rapidez que los bronceados
playeros, y lo que queda son los mismos seres mustios de siempre, resignados a
arrostrar otros otoños, otros inviernos, nuevos reveses y decepciones. Mejor
sería aprovechar estos días de soledad de finales de agosto para hacernos a la
idea de que nada ha cambiado, de que, por más que nos empeñemos, no hay forma
de tomarse unas vacaciones de uno mismo.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/8/2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario