No,
no estoy loco. No he desarrollado un trastorno esquizoide ni me he convertido
en un conspiranoico. Lo que cuento es verdad. En mi supermercado han organizado
un complot contra mi persona. Tengo pruebas. Se han empeñado en cambiarme los
productos de sitio cada vez que consigo crearme un mínimo esquema mental de la
disposición de cada cosa. Además, lo hacen sin el menor criterio lógico. No
atienden a la composición de cada alimento ni a la hora del día en que se
consume. Colocan las tostadas Ortiz en el extremo opuesto del pan de molde
Bimbo. La piña enlatada El Monte hay que ir a buscarla a kilómetros de
distancia de la fruta fresca. El chocolate y el café (productos afines, como
todo el mundo sabe) se alejan cada día más, con absoluto desprecio por la
taxonomía de Linneo. Me he convertido en el fantasma del supermercado. Deambulo
por los infinitos pasillos hasta que todo se vuelve borroso y el aceite de
oliva virgen y el amoniaco perfumado me parecen la misma cosa. La compra
semanal se ha convertido en un suplicio, en mi modesto descenso a los
infiernos. Pero nunca pido ayuda a las empleadas, pues tienen la consigna de
guiarte hasta el emplazamiento del producto que no eres capaz de encontrar, lo
que me da muchísima vergüenza. Sin embargo, he notado que me miran con lástima
cuando me ven surcar el mismo pasillo por octava vez con la vista extraviada. Alguna
de buen corazón querría tomarme de la mano, como a un niño pequeño, y
acompañarme hasta el nuevo y absurdo paradero de los Yatekomo. Pero las demás
se burlan de mí. Esperan ansiosas a que me vaya para volver a cambiarlo todo de
sitio. ¿Qué le he hecho yo al gerente de este supermercado? ¿Acaso fui su
profesor de inglés?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/5/2018
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