La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 30 de septiembre de 2013

Mai biutiful jom taun


Hace unas semanas sufrimos la decepción (para algunos) del fracaso de la candidatura olímpica de Madrid. A cambio, nos reímos mucho con el discurso en inglés de la alcaldesa Botella, chascarrillo del año donde los haya. Y no porque el inglés que empleó fuese malo en términos gramaticales. El problema es que una lengua no es solo gramática, sino fundamentalmente sonido. Y de los labios de la señora Botella no salió un sonido que no fuera castizo cien por cien. La estulticia del contenido y los gestos de vedette cómica con que acompañó sus palabras son otra cuestión en la que no deseo entrar. En los chiringuitos sociales de internet ya se ha fatigado bastante la «relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor». Lo que a mí que me desazonó en lo más profundo fue esa pronunciación chusca propia de alguien que no conoce la lengua inglesa ni por el forro, y se ha aprendido de memoria lo de «let mi tel llu a litel moooor abaut mai biutiful jom taun». Me recordó bastante a unas palabras que el dictador Franco leyó para un noticiario cinematográfico inglés. Aunque aquello fue en plena guerra civil y desde entonces se supone que algo hemos avanzado. Existe también una versión de In the Ghetto, de Elvis Presley, que el artista folclórico conocido como el Príncipe Gitano perpetró hace años, no sabemos si por una apuesta o en serio. Y también está la famosa versión de Aquarius de Raphael. Pero incluso eso se puede perdonar. Lo de la alcaldesa Botella, en cambio, me llegó al alma. Y no porque sea ella la culpable de la derrota de la candidatura olímpica Madrid 2020, asunto que me la trae al pairo. Lo que me dolió de verdad fue que el «guonder of espanis colchor» de la Botella puso en evidencia el fracaso de los profesores de idiomas de este país. Mi propio fracaso.
Aunque no me propongo entonar aquí el mea culpa. En realidad, la ignorancia en lenguas extranjeras que caracteriza a este país no es un problema de la ineptitud de los profesores de idiomas, sino una cuestión que hunde sus raíces en el pasado. Durante los años eternos del franquismo se practicó una política de Santiago y cierra España. Todo lo que oliera a extranjero era peligroso en tanto que podía llenar la cabeza de los sumisos españoles de la posguerra de ideas subversivas. Las películas que la censura dejaba pasar se doblaban sin excepción, y a veces el propio doblaje servía para aplicarle un último toque de censura a la cinta. Es famoso el caso de Mogambo, de John Ford, en la que el doblaje convirtió a una pareja casada en hermanos, y todo para hacer desaparecer el adulterio que Grace Kelly comete con Clark Gable. El problema es que aquella pareja de hermanos tan acaramelados despedía un inequívoco tufillo incestuoso.
Pasaron los años y se popularizó la televisión. Vinieron Los intocables, Embrujada y Los invasores, y los teleespectadores españoles siguieron sin conocer las voces originales de los actores, porque todo se doblaba al castellano o venía ya doblado de América Latina. Y así fue como se hundió en la ignorancia lingüística a varias generaciones de ciudadanos de este país. Por regla general, en España se rechazan las películas o series en versión original subtitulada. Estamos acostumbrados a que los movimientos de la boca no coincidan con lo que oímos, y no nos parece que un señor prestándole su voz a otro falsee en modo alguno la interpretación del actor original. Es más, quienes insisten en ver cine en su lengua original son tachados de pedantes y culturetas. La gran tragedia es que los chavales de hoy en día han heredado esa actitud de sus padres, con los catastróficos efectos que cualquier profesor de idiomas podría detallar.
En mi instituto realizamos un intercambio con un instituto de Noruega, y no hay año en que deje de sorprenderme el nivel de inglés de los chavales que nos visitan. No son ni más cultos ni más educados que los nuestros, pero usan la lengua inglesa casi con la misma facilidad que su lengua materna. Sin embargo, no resulta fácil encontrar a un alumno español de bachillerato capaz de leer un texto en inglés de forma inteligible. Por descartado, los que pueden mantener una conversación fluida y coherente en otro idioma son una exigua minoría. ¿Cómo lo hacéis?, les pregunto año tras año a los chicos noruegos. ¿Es el clima? ¿La alimentación? ¿Os mandan a Inglaterra todos los veranos? Ellos siempre responden que es gracias a la televisión. No hay nada que les guste tanto a los niños y adolescentes como la tele. En Noruega no se doblan las series norteamericanas, sino que se subtitulan. A los chavales noruegos el inglés les entra por la vena catódica. Así de fácil
Y tampoco viene mal abrir los ojos y la mente al mundo, y tratar de tener una actitud más receptiva y menos provinciana que la que por aquí se estila. Nos guste o no, el inglés es la lingua franca. El francés y el alemán también ayudan lo suyo a abrirse camino en la vida. Ningún joven debe terminar sus estudios sin dominar un par de idiomas. Hasta Ana Botella lo sabe. Por eso se arriesgó a hacer el idiota y a hundir en el ridículo a su «biutiful jom taun», para darnos ejemplo. Yeah.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/9/2013

sábado, 21 de septiembre de 2013

La feria interminable



Una de las cosas que más me molestan de nuestra ciudad es la falta de holgura y la rigidez de nuestros horarios comerciales. Da la impresión de que fueran los clientes los que hubieran de adaptarse a las necesidades de los comerciantes y no al contrario. Esto no reza por los supermercados y grandes superficies, por supuesto. Alcampo, Mercadona y El Corte Inglés saben que muchos ciudadanos no tienen más remedio que hacer sus compras a las tres de la tarde o a las nueve de la noche. Sin embargo, cuando voy a trabajar por las mañanas todas las tiendas que encuentro en mi camino están cerradas, y cuando salgo de trabajar vuelvo a encontrarlas cerradas. Por las tardes, me veo obligado a esperar hasta las cinco o las cinco y media si quiero hacer la más sencilla compra. Salvo si estamos en feria, claro. Entonces más vale dejarlo correr. Mucho se habla de la crisis del pequeño y mediano comercio, pero nadie parece dispuesto a coger el toro por los cuernos. Gran parte de la culpa de que el público esté desertando de las tiendas del centro a favor de las grandes superficies es de los irracionales horarios que sufrimos. Pretendemos ser una ciudad moderna, pero seguimos sometidos a horarios comerciales del siglo pasado.
La tarde del lunes, sin ir más lejos, salí con intención de hacer unas pequeñas compras. Siempre he preferido el comercio de mi barrio a las grandes superficies, por lo que me encaminé hacia una tienda de electricidad cercana para comprar una bombilla. Estaba cerrada. Algo mosqueado, me dirigí hacia la papelería, donde pensaba adquirir algunos útiles para el comienzo de curso. Cerrada también. Entonces caí en la cuenta de que, a pesar de que estábamos ya a mediados de septiembre, la Feria todavía tronaba en la distancia, y seguramente habría incluso corrida (ya se sabe que sin toros no hay Feria). Recuerdo que hace tiempo cerraban el comercio todas las tardes de Feria, pero pensaba que esa costumbre ya había pasado a la historia por rancia y absurda. Sin embargo, eran las seis de la tarde y casi todas las tiendas ante las que pasé estaban cerradas. Entonces hice de tripas corazón, tomé el coche y me fui a Imaginalia.
Muchas veces me he declarado partidario de la Feria, aunque solamente sea por una cuestión de nostalgia. Pero no deja de ser un fastidio, incluso si uno no sufre directamente sus ruidos, sus aglomeraciones y sus botellones. Concluye el desértico agosto, en el que apenas es posible realizar el trámite más simple o encontrar a alguien dispuesto a arreglarte un grifo que gotea. Llega el 1 de septiembre y durante unos pocos días parece que la vida renace y que el mundo vuelve a la normalidad. Y entonces empieza la Feria y vuelta a empezar. La frase «para después de Feria» se ha convertido en un tópico de nuestra ciudad. La Feria lo pospone todo. La vida se paraliza hasta que la Feria queda desmantelada. Mientras en el resto de país se retoma el pulso de lo cotidiano, nosotros tenemos la Feria, los comercios cierran y todos devoramos miguelitos. Desde hace unos años, además, la Feria se solapa con el comienzo del curso escolar, lo que resulta extraño y bastante confuso. Ya hemos oído a la alcaldesa afirmando que, a tres días del cierre de la Puerta de Hierro, habían visitado la Feria más de dos millones de personas. No sabemos si tan desmesurada afirmación fue fruto del entusiasmo patriótico de la regidora (alimentado quizás por su devoción mariana) o si tal vez le pusieron alguna sustancia en el vaso de sidra. Lo que algunos pensamos es que esta multitudinaria máquina de diversión no debería distorsionar de un modo tan drástico los ritmos de una ciudad que aspira a ser moderna.

Albacete necesita su pequeño y mediano comercio. Se ha repetido hasta la saciedad y no dejaremos de hacerlo. Nuestras tiendas y nuestros comerciantes son el entramado sobre el que se sustenta nuestro tejido social. Pero una ciudad de servicios, como es la nuestra, debe esforzarse para que los servicios que se prestan en ella sean de la mejor calidad posible, y los absurdos horarios comerciales que soportamos no contribuyen a ello. Existe una asociación llamada ARHOE que propugna una racionalización de los horarios en nuestro país. Afirman que nuestros horarios deberían parecerse a los del resto de Europa, lo que nos proporcionaría más tiempo para disfrutar de la familia y del ocio, más tiempo para el descanso. Pienso que nuestra ciudad proporciona uno de los ejemplos más execrables de aquello contra lo que lucha esta asociación. Nuestros horarios comerciales son desfasados y en absoluto prácticos. La apertura del comercio a las 10 y las cuatro horas que permanece cerrado a mediodía no facilitan precisamente la vida de los ciudadanos de Albacete. Más bien nos anclan en el pasado y en el provincianismo, y le hacen el juego a las grandes superficies. Nos gustan nuestras tiendas. Nos gusta la Feria. ¿Por qué no nos lo ponen un poco más fácil?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/9/2013

lunes, 16 de septiembre de 2013

El armario


Llevo 23 años enseñando en el instituto Bachiller Sabuco. Literalmente más de media vida, si le sumo a ese tiempo los cuatro años que pasé allí como alumno. Un cuarto de siglo en el instituto y sigo sin disfrutar de un armario. En honor a la verdad, sí que tengo una taquilla, un pequeño cubículo en un mueble de madera contrachapada que hay en mi departamento. Allí es donde voy amontonando mis papeles hasta que resulta imposible cerrarlo. Entonces lo vacío y vuelvo a empezar. Pero armario, lo que se dice armario, no tengo. Los armarios son exactamente veinte. Se trata de muebles fabricados en una solemne madera oscura, cada uno con su número labrado en la parte superior. Están dispuestos uno junto al otro, y recuerdan mucho a una sillería catedralicia. Originalmente estaban colocados en la sala de profesores. Luego los sacaron al pasillo, a la vista de los alumnos, aunque jamás he visto a un alumno acercarse a ellos. Creo que les tienen miedo.
En la actualidad el instituto ronda los 80 profesores, lo que significa que solo una cuarta parte de mis compañeros posee un armario. Las reglas por las que uno llega adquirir semejante privilegio darían para una tesis doctoral en psicología social. No tienen que ver con la veteranía, pues si así fuera yo ya sería el orgulloso propietario de uno de ellos. Es algo relacionado más bien con las leyes de la herencia y las afinidades. Lo primero que hay que tener claro es que para llegar a poseer un armario hay que desearlo de verdad, porque los sacrificios son numerosos y el proceso complejo. En primer lugar, hay que elegir bien el objetivo. El poseedor del armario que deseamos heredar ha de ser un compañero de edad avanzada, cercana a la jubilación, o bien alguien de salud precaria. Entonces es preciso granjearse su simpatía por todos los medios a nuestro alcance, ya sea invitándolo a café o riéndole las gracias. El problema es que todo poseedor de un armario es consciente de su estatus y nos verá venir desde lejos. En vista de la escasez y valor de la pieza, no es raro que varios pretendientes cortejen al mismo poseedor, y que este se deje querer y los obligue a competir por sus favores. Un profesor que posee un armario codiciado por varios aspirantes sabe que el café le saldrá gratis mientras permanezca vivo y en activo. También sabe que sus chistes y anécdotas se celebrarán con grandes carcajadas, y que sus opiniones serán siempre recibidas con vivas muestras de adhesión. Hay quien juega limpio y lega su armario al aspirante de más mérito. Pero también se da el caso de que todos los pretendientes reciban calabazas y el codiciado premio acabe en manos de alguien que maquinaba en la sombra. Tras muchos años observando este fenómeno y reflexionando sobre él, he llegado a la conclusión de que los armarios oscuros son la auténtica fuente de poder en mi instituto, algo así como el cetro de los monarcas o los anillos de la trilogía de Tolkien. Quien aspire a ser alguien en el Sabuco, ha de hacerse con un armario cueste lo que cueste. Tendrá que pagar cafés y aguantar infinidad de chistes malos. Pero el premio lo merece.
En cuanto al contenido de los armarios, confieso que sobre esto solo cabe hacer conjeturas, pues sus propietarios se cuidan mucho de revelarlo de forma abierta. Aunque, ahora que lo pienso, en una ocasión sí que logré asomarme brevemente a uno de ellos, quizás debido a la falta de reflejos de su dueña. Se trataba de una profesora cuasiseptuagenaria que ya era veterana cuando yo me paseaba por el mundo con flequillo y pantaloncito corto. Pertenecía al departamento de Historia, y corría el rumor de que llevaba más de cuarenta años dictando los mismos apuntes, y que en sus clases se hablaba mucho más del imperio Austro-húngaro que de la guerra de los Balcanes. Yo pensaba que se trataba de una burda exageración hasta que, aprovechando un despiste de la dama, asomé la cabeza al interior de su sanctasanctórum. Y nunca olvidaré lo que vi. Había una pila gigantesca de folios que llenaba completamente el interior, con una altura superior a la de un hombre medio. Pero lo más increíble era que se podían distinguir perfectamente los cambios de coloración del papel, de un tono pardo en la parte inferior que se iba aclarando conforme la pila ascendía. Hasta es posible que los primeros estratos fueran de pergamino o papiro. Un auténtico corte geológico en la historia de la enseñanza en España.

¿Qué esconde el resto de los armarios? Tan solo sus propietarios lo saben. No excluyo la posibilidad de que en alguno de ellos esté el disco duro del ordenador de Bárcenas. Quizás otro sirva de escondite al profesor de inglés de Ana Botella. Que yo sepa, ninguno de mis colegas ha llegado a salir del armario, aunque podría ser que más de uno, sobre todo en el pasado, decidiera convertirlo en su última morada, es decir, usarlo a modo de sarcófago. A mí, sin embargo, esa posibilidad me está vedada, porque mi robusta anatomía no encajaría en un espacio tan estrecho salvo en forma de urna de cenizas, y la perspectiva no resulta muy halagüeña. Lo único que sé con certeza es que si alguna vez consigo un armario, sabré que habré llegado a la cúspide de mi carrera docente, y que a partir de ese momento podré descansar en paz.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/9/2013

domingo, 8 de septiembre de 2013

Mudanza


Por motivos que no vienen al caso, he participado muy activamente en la mudanza de mi amiga. O más bien mini-mudanza, puesto que únicamente se trataba de trasladar sus enseres a un domicilio cercano, dejando atrás los muebles y la mayor parte de los electrodomésticos. Así las cosas, no parecía que el asunto entrañara gran dificultad ni esfuerzo. Le advertí a mi amiga, sin embargo, que no debía esperar gran cosa de mis energías de cuasi-cincuentón sedentario. Uno todavía se las apaña con bultos de tamaño razonable, pero el traslado de una lavadora y una secadora exceden con mucho de mis capacidades. Algo desencantada, ella decidió entonces contratar los servicios del propietario de una furgoneta que se anunciaba para estos menesteres. Y entonces comenzó a llenar cajas con el contenido de sus cajones, armarios y estanterías. Lo curioso es que las cajas empezaban a apilarse en todos los huecos libres de su escueto piso, pero la cantidad de objetos no parecía menguar de forma visible. Detrás de cada libro, adorno o fotografía, aparecía otro objeto más, que al ser retirado revelaba un nuevo trasto agazapado en el fondo del estante. Era algo realmente inquietante.
Llegó el día de la mudanza y el señor de la furgoneta se presentó con una puntualidad impropia de estas latitudes. Venía acompañado de un vigoroso joven, y entre ambos completaron el espacio de carga del vehículo (bastante amplio, por cierto) con unas veinte cajas de tamaño considerable, un colchón y los dos electrodomésticos que mi amiga había decidido trasladar. Luego volvieron por más. La operación fue culminada con tal limpieza y eficacia que no pude evitar preguntarle al dueño de la furgoneta si siempre se había dedicado a las mudanzas profesionalmente. Para mi sorpresa, él me explicó que en realidad era mago, y que su actividad principal consistía en organizar espectáculos de prestidigitación para colegios y fiestas infantiles. Sin embargo, la crisis ha golpeado con la misma dureza a los artistas que al resto de los trabajadores, por lo que se vio obligado a cambiar la chistera y la varita mágica por el furgón. Aun así, la rapidez con la que todos aquellos bultos se desvanecieron del piso antiguo y se materializaron en el nuevo me pareció digna de un auténtico mago, y así se lo manifesté al señor con admiración sincera.
Me las prometía yo muy felices pensando que el asunto de la mudanza estaba prácticamente terminado y que mi papel allí iba a ser puramente testimonial. Pero entonces reparé en que, a pesar de los muchos bultos trasladados, el piso de mi amiga seguía repleto de enseres. Me dije que era una imposibilidad matemática que una vivienda tan pequeña contuviera tal cantidad de parafernalia en su interior, y abrigué la esperanza de que, en un gesto de generosidad, ella hubiera decidido dejar todo aquello para el disfrute del próximo inquilino. Pero la sonrisa maliciosa que sorprendí en su rostro me reveló que estaba equivocado.
El plan era sencillo, aunque laborioso. En primer lugar fue necesario tomar prestados dos carritos del supermercado cercano. Luego de llenarlos hasta arriba, los carros eran empujados desde el piso antiguo al nuevo, donde se vaciaban. Y vuelta a empezar. Nunca había reparado yo en que los carros de los supermercados poseyeran voluntad propia, pero pronto descubrí que resultaba imposible empujarlos en línea recta por la acera, puesto que tendían a comportarse como perrillos mal adiestrados, deteniéndose, cambiando de dirección, dando brincos, retrocediendo y dificultando su traslado de todas las formas posibles. Pero el mayor prodigio que descubrí aquel día fue que el piso de mi amiga debía de haberse construido aprovechando una anomalía espacio-temporal, pues tras dos viajes de la furgoneta e incontables traslados en carrito, seguían apareciendo trastos por todas partes, lo que parecía conculcar las leyes de la física.
«Solo un viaje más», repetía ella después de cada traslado. Pero el último viaje nunca era el último. Unos parroquianos que disfrutaban de cañas y aperitivos en una terraza se dedicaron a contar las veces que nos veían pasar, muy entretenidos observando el variopinto contenido de los carritos, que ya ni siquiera nos molestábamos en tapar. «Solo uno más», insistía ella mientras yo trataba por todos los medios de evitar que mi carrito embistiera contra la anciana que renqueaba delante. «¡Venga, ya el último!», anunció mi amiga mientras yo me secaba el sudor y buscaba el teléfono de mi traumatólogo.

¿Cuántos carritos de supermercado hacen falta para trasladar la vida de una persona? Y entonces la respuesta me sobrevino como una iluminación. «Anda, súbete al carrito», le dije a mi amiga. Y de esa guisa, como quien lleva a un bebé de paseo, la trasladé al nuevo domicilio, cerré la puerta y le di tres vueltas a la llave.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/9/2013