La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 28 de noviembre de 2015

De patios y azoteas


Hay una ciudad secreta. Las calles que recorremos a diario no son más que su piel. Pero bajo esa epidermis late el auténtico corazón urbano, un corazón hecho de vidas privadas, de coladas secándose en las cuerdas de tender, de patios húmedos donde se entremezclan los olores de las cocinas, de trastos arrumbados y olvidados como viejos pecados de juventud. Es también el reino de los tejados y de las azoteas, el ecosistema aéreo donde los pájaros trazan sus acrobacias y las lagartijas buscan el beso vivificante de la luz, allá arriba, donde las antenas de televisión parecen apuntalar la bóveda del cielo y el horizonte es algo más que un rumor. Cualquier habitante de la ciudad tiene acceso a una parte de ese mundo ignorado. Ciertas ventanas de nuestras viviendas nos revelan atisbos de sus extraños paisajes. Nuestros patios interiores son como cajas de resonancia que nos traen ecos fragmentarios de vidas ajenas. A veces, las terrazas los edificios que habitamos nos revelan mensajes en las formas de las nubes, dejándonos jugar a ser dioses durante un rato. Nunca pierdo la ocasión de asomarme a algún nuevo barrio de la ciudad secreta. Aprovecho las invitaciones de los amigos, las visitas al médico, al notario, a clínicas y hospitales. Busco una ventana trasera y me entretengo contemplando el paisaje desconocido que me revela. Y nunca dejo de admirarme al comprobar las dimensiones de esta ciudad invisible y la gran cantidad de sorpresas que encierra. Luego, mientras regreso a mi casa, me invade la sensación de que las calles que recorro son irreales, poco más que un decorado que nos oculta la vista de la ciudad real, el mundo rumoroso y húmedo de los patios interiores, el universo aéreo de las azoteas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/11/2015

sábado, 21 de noviembre de 2015

1616


El año próximo conmemoramos el cuarto centenario de la muerte de Cervantes y de Shakespeare, de quienes se dice (y yo lo suscribo) que fueron los dos genios literarios más universales de todos los tiempos. La historiografía es amiga de casualidades y coincidencias, y por ello se afirma que ambos fallecieron en la misma fecha: el 23 de abril de 1616. La realidad, que suele ser más prosaica, nos revela que nuestro Cervantes dio su espíritu (quiero decir que se murió) el día anterior y fue enterrado, sin gran pompa ni circunstancia, en una pequeña iglesia que había a un paso de su casa. Es cierto que Shakespeare falleció por esos días, aunque difícilmente en la misma fecha, puesto que los muy infieles de los ingleses se habían aferrado al calendario juliano con tal de no plegarse a los dictados del papa de Roma. Con todo y con eso, la cercanía de las fechas da que pensar, como si tras la historia de la Literatura hubiera un guionista ávido de sensacionalismo. Pero ahí terminan las coincidencias, pues todo indica que Shakespeare murió convertido en un próspero hacendado, mientras que a Cervantes a duras penas le llegaban los maravedíes para pagar el alquiler de su modesta vivienda de la calle de Francos. Es más, me atrevo a aventurar que cuatrocientos años después, en el 2016, nuestro novelista seguirá siendo el pariente pobre de la pareja. Mientras que los británicos ya anuncian los fastos que preparan para el centenario, puede que aquí tengamos que conformarnos con esa sencilla lápida que han colocado en la iglesia madrileña de San Ildefonso, cuyo epitafio el propio Cervantes tuvo la precaución de escribir: «El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la ida sobre el deseo que tengo de vivir».

Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/11/2015

El enemigo invisible


Un compañero de trabajo ha propuesto a organizar un «amigo invisible» durante las fechas prenavideñas, actividad en la que no voy a participar, pues no me apetece dilapidar mi fama de misántropo, tan laboriosamente construida, en algo tan baladí. Y no es que el que suscribe padezca algún tipo de fobia o patología. Sencillamente, observo que el cultivo de las relaciones sociales requiere inversiones de tiempo y de esfuerzo que considero desproporcionadas con arreglo a lo que se obtiene a cambio. La auténtica dicha no reside en tener montones de conocidos, lo que significa verse obligado a recordar docenas de nombres, a felicitar Navidades y cumpleaños, a asistir a entierros y presentaciones literarias, y a mantener un sinfín de conversaciones aburridas. La felicidad se cifra más bien en un teléfono que no suena casi nunca, en tres o cuatro amigos de los buenos (de esos que no dan la tabarra ni piden dinero prestado), en tardes de libros y silencio, en fines de semana sin más obligaciones sociales que la de sacar el perro a pasear. De hecho, se me ha ocurrido una actividad alternativa a la del amigo invisible con el ánimo de simplificar todavía más mi paupérrima vida social. Se trataría de organizar un «enemigo invisible» en la que los regalitos quedarían sustituidos por jugarretas, pequeñas trastadas sin más objeto que divertirse un rato. Se lo he propuesto a mis colegas vía whatsapp, pero a nadie parece gustarle la ocurrencia. «Bastantes putadas nos hace ya la vida», ha respondido una compañera. Sin embargo, convendrán en que mi idea no deja de tener su ingenio, y desde luego resulta mucho menos onerosa que cualquier «amigo invisible» convencional. Pero ya ven. La gente es así de extraña.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/11/2015

viernes, 6 de noviembre de 2015

El sueldo de los profes


Al ensayista y opinador José Antonio Marina le han encargado la redacción de un libro blanco para la reforma de la profesión docente. El documento no está terminado, pero van trascendiendo algunas perlas de su contenido, como la idea de que el sueldo de los profesores debería depender, en parte, de su eficacia pedagógica. Según Marina, «el buen maestro no puede cobrar lo mismo que el malo», idea que a muchos lectores se les sonará razonable. Lo peliagudo es decidir quién se encargaría de realizar esa evaluación necesaria para determinar quién cobra más y quién menos (o incluso quién se va a la calle). ¿Se les pediría opinión a los alumnos y a sus padres? ¿Se juzgaría la eficacia de cada docente en función de los resultados de sus alumnos? ¿Serían los inspectores quienes cargarían con el muerto? ¿Se tendría en cuenta la extracción socioeconómica de los alumnos y la situación del centro? Como profesor que soy, opino que la idea no es del todo equivocada, aunque sí su planteamiento. Estoy de acuerdo en que algunos profesores y maestros deberían ganar más que otros, pero no atendiendo a los resultados de los alumnos, sino a la dificultad de su trabajo. Creo firmemente que deberían pagarles más a aquellos profesores que enseñan en centros de zonas rurales y en colegios de barrios conflictivos. Opino que no es lo mismo trabajar con diez alumnos que con treinta, y que poco tiene que ver dar clase en un grupo de Bachillerato que en un segundo de la ESO, pongamos por caso. Es fácil ser un buen profesor cuando se tienen buenos alumnos. Lo complicado es hacer el trabajo sucio con cierta dignidad. Y como buen desertor de la tiza, usted debería saberlo mejor que nadie, señor Marina.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/11/2015

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Infierno




En un reciente viaje a Madrid fui a dar el inevitable paseo por la Gran Vía, donde descubrí que acababa de inaugurarse una sucursal del infierno. Este mini-averno en versión urbana había sido astutamente disfrazado de macro-tienda de ropa, pero bastaba con otear su interior para descubrir la auténtica naturaleza del lugar. Aquella aglomeración de cuerpos hacinados, aquellos gestos de sufrimiento, aquellos gritos espeluznantes no podían corresponder a ciudadanos normales que hubieran acudido al centro a comprarse un abrigo de entretiempo o unos calzoncillos. Tenían que ser por fuerza almas en pena. Decidí, por tanto, cruzar la Gran Vía y alejarme por piernas de tan espantoso lugar. Entonces me di de bruces con una librería, lo que me pareció un prodigio todavía mayor que el que acababa de dejar atrás, pues tenía entendido que ahora los libros se adquirían exclusivamente en centros comerciales o a través de internet. Entré de buen humor y procedía a hacer lo que todo autor hace al entrar en la librería de una ciudad donde no lo conocen. Y me refiero, naturalmente, a escudriñar las mesas y anaqueles en busca de un libro propio. Me costó un buen rato, pero di con él. Un único ejemplar medio escondido entre docenas de novelas menores de chapuceros autores rivales. No tuve más alternativa que llevarlo a la mesa de novedades y colocarlo en el sitio más visible que encontré, en lo alto de una pila de libros de Matilde Asensi. Luego me di el piro lo más rápido que pude, aunque sin la menor traza de remordimiento. En la acera de enfrente, el infierno seguía engullendo almas en pena. Me dije que a lo mejor acababa de ganarme una plaza en él.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 30/10/1015

El DeLorean de Marty McFly





El miércoles pasado, 21 de octubre de 2015, se celebró el día de Regreso al futuro. La gente de mi edad (y también los más jóvenes, pues las reposiciones televisivas no perdonan) recordarán aquella trilogía ochentera con Michael J. Fox de protagonista. En la primera película, el joven Marty McFly viajaba al pasado a bordo de un deportivo DeLorean convertido en máquina del tiempo. En la segunda repetía viaje temporal, aunque esta vez hacia el futuro, donde comprobaba los efectos sísmicos de su intervención en el curso natural de los acontecimientos. La gracia del asunto está en la fecha que el viajero elegía para su desembarco en el mundo del mañana, que no era otra que la del miércoles pasado, 30 años después de su fecha de partida. No niego que todo esto no deja de ser una tontada de las que abundan gracias a internet y las redes sociales, una frivolidad más para consumo de frikis y desocupados. Pero resulta difícil librarse de la nostalgia y de su poderoso hechizo, y no he podido evitar el pensamiento de que somos muchos los que hemos realizado el mismo viaje, desde 1985 hasta el miércoles pasado, con la diferencia de que no hemos necesitado un DeLorean, y de que el tiempo que hemos empleado en llegar hasta aquí ha sido algo más prolongado que en la película, en torno a 30 años. Tres décadas que, sin embargo, han pasado en un abrir y cerrar de ojos. Y todo para descubrir que el futuro no se parecía ni por asomo a como lo imaginábamos en los 80. Y que el tópico aquel de que «todo tiempo pasado fue mejor» ha resultado una verdad como la copa de un pino.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 23/10/2015

Playboy


Esta semana se ha difundido la noticia de que la revista Playboy va a dejar de publicar desnudos. Los responsables de la publicación se quejan de que internet ha despojado a las «conejitas» de su morbo, pues ahora todo el sexo del mundo está a un clic de ratón, y encima gratis. Supongo que de este modo los editores tratan de convertir Playboy en una revista orientada a un público más general, y no exclusivamente a lectores varones que, entre artículo y artículo, gustan de solazarse con la contemplación de las domingas de alguna modelo o starlette. Resulta divertido imaginar la reacción del fundador Hugh Hefner, allá en su mansión californiana, cuando el ejecutivo de turno le contara que estaban perdiendo dinero a espuertas, y que los estudios de mercado aconsejaban podar la publicación de cualquier traza de chicas en pelotas. El anciano Hefner, quien tal vez haya sido uno de los hombres más envidiados del mundo, debió de tragarse su pipa del susto. A sus 90 años largos, tal vez la noticia le sonó como si le anunciaran su inminente castración. En Playboy han aireado sus encantos desde Marilyn Monroe a Jayne Mansfield, pasando por Bo Derek, Kim Bassinger y buena parte del Olimpo hollywoodiense. Es cierto que sus páginas han recogido también relatos de García Márquez, Norman Mailer y Jack Kerouac, pero creo que los lectores se orientaban más hacia los encantos de las primeras que hacia el talento de los segundos. Así lo pensábamos al menos en mi antiguo colegio mayor, donde Playboy era una publicación muy apreciada. Con la noticia de que las chicas del famoso poster central han sido erradicadas se cierra una época. Como casi siempre ocurre, me imagino que todo lo que venga a partir de ahora será peor.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/10/2015

Indiferencia


Acabo de comprobar que llevo ocho años escribiendo esta columna. No guardo los recortes de mis artículos, pero suelo publicarlos también en un blog de internet, lo que me permite mantener un registro de los temas que he abordado. Después de ocho años, he llegado a la conclusión de que no sé sobre qué escribir, lo que resulta incómodo para el autor de una columna semanal. Esto puede resultar difícil de creer teniendo en cuenta que vivimos en un país donde la opinión se ejerce sin moderación alguna y en todos los ámbitos de la vida, ya sea en la barra del bar o en la cola del supermercado. Basta con encender la televisión para sufrir un auténtico chaparrón de puntos de vista, y si la tarea principal del periodista consistía antes en informar, la figura predominante hoy en día ya no es la del informador, si no la del opinador profesional, lo que para mí es la variedad más insufrible del estomagante. Para más inri, en este país de nuestras entretelas no escasean los temas sobre los que rajar a gusto. Con el culebrón del movimiento independentista catalán, solamente, hay quien está abastecido para meses o años. Yo, sin embargo, parezco vivir en una especie de limbo en el que la indiferencia es la nota predominante. La pregunta es ¿qué hace un tipo como yo en la sección de opinión de un periódico? Últimamente le he dado muchas vueltas a esta cuestión. Tal vez la respuesta sea que guardarse de opinar sea una forma perfectamente legítima de conducirse. Tal vez la concentración de sinvergüenzas y gilipollas se haya vuelto tan alta que la indignación haya acabado por saturar nuestras vidas, y la indiferencia sea la única forma viable de tolerar la condición de ser un ciudadano de este país.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 9/10/2015