Quien
más quien menos, todos tenemos una cierta vena vindicativa, es decir, a veces
nos gusta poner las cosas en su sitio. A mí me ocurre con los teleoperadores
que me joroban la siesta (con los teleoperadores, vamos). Antes los ignoraba y
colgaba el teléfono directamente. Ahora, cuando me siento inspirado, prefiero
ponerlos en pequeños bretes. Esto no significa que los trate de forma
despectiva o desagradable (en su trabajo va implícito su propio castigo).
Simplemente los someto a situaciones insólitas a ver cómo responden. Hace un
par de semanas, cuando me encontraba a punto de alcanzar el nirvana vespertino,
me llamó un joven del BBVA preguntando por mi exmujer, de la que me divorcié
hace más de un lustro. «No, no vive aquí», repuse. «¿Pero la conoce?», insistió,
inasequible al desaliento. «Vaya que si la conozco. Como que estuve casado con
ella veinte años». Las carcajadas de mi compañera actual me impidieron oír las
excusas que murmuraba el teleoperador. Ayer le tocó el turno a una señorita de
la compañía de seguros Santa Lucía: «Señor Cebrián, queremos dejarlo
completamente protegido». La cosa prometía, de modo que decidí escuchar. Lo que
me ofreció fue un seguro de accidentes en virtud del cual mis allegados
cobrarían una indemnización de 70.000 euros si yo moría de forma violenta o
quedaba totalmente incapacitado. «No me interesa». «Pero señor Cebrián, ¿es que
no quiere usted quedarse tranquilo y protegido». «Mire, señorita, yo creo que
si le digo mi gente que van a cobrar setenta mil pavos si yo palmo en un
accidente, al cabo de unas horas me estoy cayendo por la ventana». «Pero,
hombre, ¿cómo me dice usted eso?» Respiré hondo y me preparé para la frase
final: «Usted no conoce a mi familia».
Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/6/2018
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