La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 31 de marzo de 2007

La Casa Honor


Cuando vuelvo la vista hacia los días de mi infancia no puedo evitar acordarme de La Casa Honor, aquella empresa de venta por correo especializada en quincalla de importación. Sus catálogos, impresos en satinadas cuatricromías, abundaban en artículos extravagantes, desde aparatos para conseguir un cuerpo de culturista en quince días hasta semillas mágicas de las que brotaban tomates grandes como sandías. Muchas de aquellas cosas entrarían de lleno en lo que hoy catalogamos como «productos milagro». Otras sería fácil encontrarlas en cualquier tienda de todo a cien. Pero por aquellos días los españoles todavía teníamos algo de nativos o trogloditas, y las baratijas «made in USA» de La Casa Honor nos producían una fascinación a la que resultaba difícil resistirse, especialmente a los niños.

A las poco honorables arcas de La Casa Honor fueron a parar, me temo, buena parte de mis ahorros infantiles. Calculo que llegaría a encargar media docena de artículos, a cuál más absurdo y decepcionante, como aquella cosa llamada «TV Super Color Filter» que servía para convertir cualquier aparato de televisión convencional en un magnífico televisor en color. Pueden imaginar mi desconsuelo al comprobar los dudosos efectos del ingenio sobre la imagen de nuestra tele. El filtro estaba fabricado con un plástico grueso y basto que tendía a emborronar las imágenes. A modo de bandera, el tercio inferior era de color verde, la franja central era marrón, y la superior, azul. Y a eso se reducía su poder para transmutar nuestra vieja Iberia en un aparato en color como los que admirábamos en las películas yanquis. Ni que decir tiene que nuestra tele, haciéndole honor a su marca, se empeñó en seguir funcionando en el ibérico y patriótico blanco y negro de toda la vida.

De haber tenido más seso, me habría dado por estafado y habría desistido ese mismo día. Pero el catálogo de La Casa Honor parecía ejercer un efecto hipnótico sobre mi mente infantil, de modo que pronto volví a la carga con las «Fabulosas Gafas de Rayos X». En el dibujo del catálogo se veía a un tipo con pinta de galán de Hollywood que usaba las gafas para observar los huesos de su propia mano. En la segunda viñeta, el mismo fulano acudía a un cóctel y se ponía las botas ejerciendo el voyeurismo con todas las señoritas asistentes. Puesto que un servidor contaba ya doce años, debió de ser este último detalle el que me convenció.

Las gafas con visión de rayos-x estaban hechas de grueso plástico negro. Se parecían mucho a esas que venden en Carnaval, con una nariz y un bigote de Groucho Marx pegados. En lugar de cristales, cada ojo estaba provisto de un trozo de cartulina con una espiral y el rótulo X-RAYS impresos en rojo. Esto le daba a cualquiera que las llevara puestas (a mí, en concreto) un aspecto bastante ridículo. Algo mosqueado, levanté la mano ante la vista y me dispuse a contemplar mi recóndito esqueleto, como si de una radiografía se tratara. Lo que vi fue una silueta de mi mano borrosa y teñida de rojo y, dentro de ella, una silueta más oscura que se superponía a la otra como una imagen doble. Y a eso se reducía el efecto de rayos-x. Luego mi padre me contó que, en su infancia, él y sus hermanos ya fabricaban un instrumento parecido con un trozo de cartón y una pluma de ave. Tal vez el aspecto del artefacto fuera más rudimentario que el de mis gafas. Su utilidad, en cambio, era idéntica. Es decir, ninguna.

Aunque sí algo ingenuo, no crean que yo era tonto perdido. Comprendía muy bien que estaba siendo víctima de un timo, y que los artilugios milagrosos de La Casa Honor eran una mezcla entre baratijas y artículos de broma. Pero la urgencia por adquirir nuevos productos se había convertido para mí en un vicio, una versión infantil de lo que la psicología moderna denomina «adicción a las compras». De este modo fueron llegando a mi vida la cámara espía (una mirilla idéntica a la de las puertas) y el transistor que funcionaba sin pilas ni corriente (una tosca radio de galena como esas que ya eran una antigualla en tiempos de mi abuelo). Cada nuevo producto me dejaba triste y humillado, me hundía en una insoportable sensación de ridículo. Pero no comprendí que había tocado fondo hasta que llegaron los «monos de mar».

La ilustración de la caja mostraba el rótulo SEA MONKEYS, y bajo éste había dibujados unos seres de aspecto humano, aunque provistos de una piel escamosa, colas de pez y aletas natatorias. Eran como una familia de pequeños sirénidos, con un papá, una mamá y media docena de bulliciosos infantes que nadaban alegremente en torno a sus progenitores. En el interior hallé únicamente tres sobrecitos. Por suerte, los acompañaba una hoja de instrucciones groseramente traducidas al español. Pertrechado con todo aquello me encerré en el cuarto de baño para ejecutar aquella secreta alquimia. Y al cabo de un rato emergía con un frasco de Nescafé lleno de agua en la que se agitaban unas partículas casi invisibles. Aunque devorado por la impaciencia, guardé el envase en un lugar oscuro, tal y como recomendaban las instrucciones, y me dispuse a esperar hasta el día siguiente.

No sé qué era lo que esperaba ver. Probablemente no los seres antropomórficos y sonrientes de la caja. Pero tampoco aquellos bichejos diminutos que nadaban en círculos dentro del envase de vidrio. Eran tan pequeños que ni siquiera resultaba posible distinguir detalles en sus cuerpecillos de ameba, aunque parecían contar con dos ojillos negros que eran como puntas de alfiler. El resto del «mono» era sólo un trocito de gelatina gris. Habría como veinte o treinta. Gusarapos inmundos y estúpidos. Absurdas bestezuelas. Decepcionantes a más no poder.

A saber qué fue de los monos de mar, aunque supongo que encontrarían su diminuta tumba acuática en la taza del váter. Tampoco me acuerdo de adónde fueron a parar el resto de los cachivaches de La Casa Honor. Lo que estas líneas han dejado claro es que conservo la imagen de todos ellos en mi memoria infantil, ese brumoso escaparate de juguetería sobre cuyo vidrio los adultos seguimos aplastando la nariz. Probablemente fui un chiquillo caprichoso, y aquellas modestas estafas (el filtro en color, las gafas de rayos X, etcétera) no fueron sino el justo castigo para mis antojos. Con todo, no les guardo rencor a los señores de La Casa Honor. Incluso les estoy agradecido por haberme ayudado a madurar, pues acostumbrar a un niño a la decepción no deja de ser una valiosa lección para la vida. Por otro lado, hoy comprendo que aquellos objetos, aunque perfectamente inútiles, poseían un valor del que carece cualquier juguete de alta tecnología de los que hoy compramos a nuestros hijos. Puede que no sirvieran para nada. Puede que estuvieran hechos de plástico de mala calidad. Pero en su fabricación intervenía cierto ingrediente secreto del que carecen los sofisticados juguetes modernos: esa materia radiante y tenue de la que están hechos los sueños.

lunes, 19 de marzo de 2007

"Blues" del Hospital General


Nota: Hace algunos años, a raíz de una enfermedad de mi hijo, escribí este artículo como modesto homenaje a los profesionales de la sanidad de nuestro país. Creo que es un buen momento para renovar el artículo y el homenaje. Espero que les guste.


Acabo de despertarme después de una pasar la noche acompañando a mi hijo en el hospital. Aunque quizá el término «despertarme» no sea el más exacto tras esta semivigilia turbia y un poco alucinada. Veo entrar y salir a las enfermeras con termómetros y frasquitos para muestras de orina, y no estoy muy seguro de si son reales o si las estoy soñando. Pero este dolor de huesos sí es real, y también los crujidos de la butaca, que tras varias noches aguantando mi peso ha empezado a desencolarse. Pruebo a levantarme para despertar a mi hijo y ponerle el termómetro que han dejado sobre la mesilla, pero a la tercera intentona no he conseguido aún despegarme del asiento. De repente suena el teléfono. Al menos el susto me sirve para ponerme de pie de un salto. Me piden que baje al despacho de facturación, que está en el sótano del edificio, para cumplimentar un trámite.

Han pasado quince minutos, el tiempo medio necesario para encontrar billete en uno de los ascensores. El sótano del Hospital General tiene algo de submundo, de catacumba. Veo un cartel con una flecha que reza «mortuorio», pero ninguno que muestre el camino de la oficina de facturación. Por si acaso, me voy en dirección opuesta a la que señala el cartel. Exploro durante varios minutos, y en tres ocasiones acabo en el punto de origen. Hay muchas puertas cerradas con rótulos enigmáticos: «ascensor limpio», «ascensor sucio», «zona estéril». Empiezo a inquietarme. ¿Encontraré alguna vez la dichosa oficina? Entonces casi colisiono con una especie de cortina confeccionada con gruesas tiras de plástico. Sobre ella, un cartel me indica que acabo de encontrar el mortuorio, precisamente el último sitio al que yo quería ir. Me horroriza la idea de toparme con alguno de los inquilinos de este lugar, de modo que salgo pitando en dirección contraria. Ensayo dos o tres trayectos al azar y me cruzo gente que viste batas blancas. Todos saben adónde van excepto yo. Con ánimo de disimular mi confusión, normalizo mi paso y adopto un aire casual, como si deambulara por estos pasillos todos los días. Entonces tuerzo hacia la izquierda y ¡zas!: «laboratorio bacteriológico». Retrocedo lentamente. Casi me parece ver a los virus y las bacterias reptando bajo esa puerta. Echo a correr, ya sin el menor pudor. Al final del pasillo veo a una señora con bata blanca. «Por favor —suplico entre jadeos—. ¿Me puede decir dónde está la oficina de facturación?» Ella me responde con voz amable y gesto divertido: «Véngase conmigo, que voy en esa dirección». Me conduce a través de este dédalo de corredores que ya empieza a serme familiar. Por fin emergemos a una especie de dársena de carga, una suerte de túnel en cuyo extremo se divisa la consoladora luz del día. Hay un grupo de sanitarios que charlan y bromean. «¡Ven, ven!», le gritan a mi guía con ademán de ir a contarle el último chisme. «Mire —me dice ella—, es ahí mismo, en ese pasillo de la izquierda». Yo no quiero que me deje solo, pero no tengo más remedio que darle las gracias y seguir adelante. Todavía me las arreglo para perderme una vez más, porque de pronto me encuentro rodeado de lavadoras y gigantescas pilas de ropa de cama. «Pero, hombre, ¿adónde va? ¡Que se ha metido en la lavandería!» Mientras ella me conduce hasta la misma puerta de facturación, pienso en lo bien que se me da hacer el tonto. «Hala, ya está usted aquí, tenga cuidado a la vuelta». Esta buena señora jamás podría adivinar lo agradecido que le estoy. La veo alejarse hacia el lugar donde la esperan sus compañeros y oigo sus risas. Puede que se rían de mi despiste. Pero eso no me importa.

Es más, me consuela saber que en las desoladas entrañas de este edificio hay un grupo de personas que ríe y que bromea. Mi hijo lleva una semana internado en pediatría. Durante estos días, que ya me parecen semanas, he presenciado cosas terribles, escenas que no habría querido ver jamás. Justo frente a la cama de mi hijo hay una joven madre gitana acompañando a su niño de un año. Es hemofílico y sangra sin parar por la boca. Dudo que ella haya cumplido los 25. Tiene ya tres hijos, y los dos varones padecen hemofilia. Está sola y el niño no deja de llorar. Ella maldice, pero no lo soltará en ningún momento. No va a permitir que vuelva a hacerse daño. En la cama de al lado, aislado tan sólo por una delgada mampara, un niño de siete años está agonizando. Sufre convulsiones y una taquicardia que los medicamentos no consiguen detener. Permanece semiinconsciente, aunque a veces oímos su llanto. Su corazón está muy debilitado y no aguantará mucho tiempo. Mientras tanto, sus padres velan a su lado, esperando.

Y aquí, junto a mí, está Miguel, mi hijo, mi precioso niño de ocho años.

Resulta difícil concebir el inmenso dolor que contienen las paredes de este edificio. Y aún más difícil imaginar lo duro que debe de ser trabajar aquí día tras día. Por eso me consuela que los trabajadores del Hospital General todavía conserven el optimismo y las ganas de bromear. Puede que la risa sea el único bálsamo para poder soportar lo que tienen que ver a diario.

Llevo una semana con mi hijo en pediatría, yo, que lo único que sabía de los hospitales era por las series de televisión. Y es cierto que he visto cosas atroces, porque el dolor y la enfermedad se vuelven del todo inaceptables cuando son niños quienes los sufren. Más de una vez me he preguntado cómo puede haber personas capaces de trabajar aquí, rodeados de tanta tristeza. «Cualquiera acabaría amargado», me digo. Y, sin embargo, lo único que hemos recibido de ellos durante estos días ha sido ayuda, gentileza y humanidad. Por eso, no veo modo mejor de acabar estas líneas que expresando mi gratitud y mi homenaje para los médicos, enfermeras y resto de los trabajadores del Hospital General Universitario de Albacete, especialmente para los que prestan sus servicios en pediatría. Gracias por todo. Muchísimas gracias.

Aparecido en La Verdad de Albacete el 25/10/2003

martes, 13 de marzo de 2007

"Edukar"



Se anuncia la celebración en nuestra ciudad de un encuentro mundial sobre la educación. Será entre el 20 y el 22 de abril y va a servir para estrenar el nuevo Palacio de Congresos. Seguro que todos esos pedagogos se lo van a pasar pipa entre canapé y canapé. «Hay que educar para la paz», dirán. «Es preciso educar para la tolerancia», repetirán. «Hemos de educar en valores», afirmarán enarbolando un dogmático dedo. Y al cabo de los tres días de ponencias, coloquios y mesas redondas, esos expertos regresarán a sus lugares de origen, encantadísimos de conocerse y satisfechos de haber salido tan guapos en la foto. Por desgracia, no existe un tema más agradecido que el de la educación para engordar el discurso de políticos y charlatanes en general. Lo que temo es que la realidad que se vive en las trincheras (es decir, en las aulas) no tenga mucho que ver con lo que discutirán esos brillantes educadores de salón que asistirán al congreso.
A finales de los 80, por la época en que me estrené en la enseñanza secundaria, uno podía entrar en un aula con la razonable seguridad de que le iban a dejar hacer su trabajo. Eran tiempos en los que apenas había ordenadores, ni DVD, ni más recurso didáctico que la voz y la tiza, con el auxilio ocasional del vídeo o el proyector de diapositivas. Eran días también de centros masificados y de cuarenta y pico alumnos por clase. Con todo, pregúntenle a cualquier profesor y les dirá que lo de entonces era otra cosa. Y es cierto que el ser humano tiene la manía de embellecer el pasado, y que nuestra memoria tiende a preservar los recuerdos agradables y a descartar lo ingrato y lo doloroso. Pero me veo obligado a insistir. A finales de los 80 la educación estaba lejos de ser el campo de batalla en que se nos ha convertido.
Como si de una maldición bíblica se tratara, en España sobreviene una reforma educativa cada veinte años poco más o menos. La que nos tocó sufrir a nosotros se llamaba LOGSE y fue impulsada por los primeros gobiernos socialistas, inspirados por el noble ideal de ventilar y barrer los polvorientos desvanes de la enseñanza franquista. El problema es que, en lugar de encomendar la tarea a quienes entienden de educación (es decir, a quienes la ejercen), se buscó la guía de teóricos y pedagogos. Durante la media década que vino a durar el período de implantación de la LOGSE, a los profesores se nos infligió un cruel suplicio camuflado bajo los términos de «actualización pedagógica» y «reciclaje». Fueron años de angustia y de cursillos interminables en los que acabamos convencidos de que no teníamos ni idea de hacer nuestro trabajo. Por si fuera poco, nos vimos obligados a soportar los sermones de una nueva casta de memos con ínfulas apostólicas, pícaros y arribistas que medraron en las aguas turbulentas de la reforma. Era necesario potenciar los aspectos más instrumentales y lúdicos de los procesos de enseñanza-aprendizaje, había que modificar los presupuestos de la educación en aras de un aprendizaje significativo, debíamos educar en destrezas, el aprendizaje memorístico debía desterrarse del currículo y los contenidos debían ser analizado en términos conceptuales, procedimentales y actitudinales, la convivencia en las aulas se basaría en la negociación, y los chicos dejarían de ser simples discípulos para convertirse en usuarios de la educación y centro del universo escolar. A partir de ahí la enseñanza se trivializa y se vacía de contenidos. Mueran las lecciones y vivan las unidades didácticas. La educación como videojuego. El alumno como cliente. Y el profesor, enterrado en papeleo y sumido en la perplejidad, como animador de fiestas infantiles. La repanocha.
Vivimos tiempos difíciles. Para infinidad de educadores, su labor diaria se ha convertido en un calvario. Entran en clase con la resignada certeza de que les espera una pelea a brazo partido. Día tras día se las ven con un buen número de zánganos que no sólo no desean trabajar, sino que dedican su forzada estancia en el centro a estorbar la labor de sus profesores y a impedir que sus compañeros aprovechen el tiempo. Son saboteadores profesionales a los que el sistema se lo pone muy fácil. Se escudan en el argumento de que el profesor «no los motiva» y, en consecuencia, no dan un palo al agua. Luego no aprueban ni el recreo (perdón, quise decir que no aprueban ni el «segmento de ocio»). Pero eso no es problema, pues de todos modos «promocionan», es decir, pasan de curso porque sí, porque la ley ha consagrado semejante dislate. La prolongación de la enseñanza obligatoria hasta los dieciséis años fue un logro social. El modo de materializarlo, una auténtica aberración. Todos juntos. Los que quieran trabajar y los que no. Todos en el mismo saco. El sistema no está pensado para que los chicos se instruyan, sino para tenerlos recogidos y fuera de las calles hasta las postrimerías de la adolescencia. ¿Qué importa que estemos generando promoción tras promoción de analfabetos y zoquetes? Lo que cuenta es que los chicos sean felices, que estén cuidados y que dejen a sus padres en paz. El profesor ya no es un instructor, sino un vigilante o cuidador de guardería, tanto monta. Y esta gran paradoja se resuelve con más cháchara pedagógica y más decretos. Es necesario adaptar la enseñanza a la diversidad del alumno. ¿Y cómo se adapta uno a la diversidad de esos granujas, chulillos y bestezuelas pardas a los que ni siquiera se les puede expulsar de clase, pues no es lícito privar al alumno de su derecho fundamental a la enseñanza? Para comprender las consecuencias de todo esto no nos hacía falta leernos el informe Pisa.
Despojado de su prestigio y de su autoridad, desmoralizado más allá de lo imaginable, el profesor se bate en retirada. Vive en la frustración de comprender que su trabajo apenas sirve para nada. Sufre la humillación de tener que soportar a ciertos alumnos que, sabiéndose impunes y amparados por el sistema, lo atormentan por todos los medios que les permiten sus tortuosos cerebros adolescentes. Sufre el acoso de algunos padres que no vacilan en prestar oídos a cuantos infundios les cuentan sus hijos y que, en muchos casos, sólo acuden a los centros para calumniar, lanzar acusaciones y complicar el ya penoso trabajo del profesorado. Sufre las arbitrariedades de la autoridad educativa, que desplaza sobre él toda la responsabilidad de este naufragio y lo pone en la picota tan pronto como un padre o un alumno expresa la mínima queja. Sufre, por último, el menosprecio de la sociedad en general, que no comprende de qué demonios se lamenta un tipo que tiene tantas vacaciones.
El profesor no está quemado, sino totalmente carbonizado. Por favor, esparzan al viento sus cenizas. En cuanto a lo de educar a sus hijos, pídanles a los pedagogos que hagan el trabajo. ¿Acaso no son ellos los que de verdad entienden de esto?
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 13/3/2007

domingo, 11 de marzo de 2007

Buitres y aguiluchos



Ayer estaba yo con mi hijo en un quiosco. Un señor muy respetable andaba también por allí con su esposa hojeando los titulares de El Mundo o de La Razón. De pronto leyó uno de ellos en voz alta: "Gritos de traidor contra Zapatero". Acto seguido, añadió (en voz aun más alta): "Sí que lo es, el muy hijo de puta. Menos mal que ya le queda poco". Esto es lo que ese bienpensante ciudadano entendía por política. Pero lo realmente lamentable es que tan cerril comentario no es sino fiel reflejo de lo que está ocurriendo estos días en nuestro país.

Dejé de votar al PSOE cuando lo del referéndum de la OTAN. En general, Zapatero me merece una opinión muy pobre y no soporto esos constantes brindis al sol que prodiga. A veces me da la impresión de ser un político prefabricado y cortado a medida. Sin embargo, al tratar de encontrar un fin pactado para la violencia, lo único que el presidente estaba haciendo era cumplir con su obligación, con todos los errores, traspiés y pasos en falso puedan achacársele. Y al conceder beneficios penitenciarios al asesino de Juana Chaos, lo único que ha hecho el gobierno ha sido actuar con responsabilidad y en cumplimiento de la ley. Nadie está por encima del Estado de derecho, pero tampoco por debajo. Lo de Aznar en Iraq y las mentiras del 11-M, en cambio, fue de una naturaleza muy distinta. Aquello me pareció una vileza y un insulto a la ciudadanía. Y estas manifestaciones de energúmenos agitando banderas con aguiluchos y pidiendo el paredón para el presidente del gobierno son sencillamente una canallada y un atentado contra el sentido común. La de Madrid la anunciaron como "la manifestación más importante de la historia de la democracia española". Nada menos. Más importante que las manifestaciones que siguieron al 23-F. Más importante que las manifestaciones en las que se le pidió a ETA que no asesinara a Miguel Ángel Blanco. Más importante incluso que aquellas manifestaciones en las que España entera colapsó las calles para expresar su duelo por las víctimas del 11-M. Frente a todo eso, pretenden colarnos como histórica una manifestación contra un gobierno legítimo por actuar en cumplimiento de la ley, convocada por un partido incapaz de asimilar una justa derrota electoral. La estrategia del PP consiste en mantener movilizados a sus electores, y para ello no vacila en servirse de lo que más dolor y furia provoca en cualquier persona decente, cualquiera que sea su signo político. No importa si para ello hay que sacrificar el interés común, la verdad o la racionalidad. Ya lo han hecho antes. Esta gestión del dolor común y la mentira, esta talibanización de la opinión pública, puede darles sus frutos a corto plazo. Pero en última instancia, lo único que los dirigentes de la derecha van a lograr será hundirse más en la ciénaga de su rencor y perder credibilidad como alternativa de gobierno. Al parecer algunos traumas nunca se superan.

Todos los gobiernos de la democracia han pactado con ETA. La disolución de ETA político-militar la negoció UCD a golpe de talonario. Felipe González pactó con ETA. Los gobiernos de Aznar pactaron con ETA, negociaron treguas y les aplicaron a los presos etarras (entre ellos a De Juana) beneficios penitenciarios en épocas de violencia y víctimas. Ahora quieren derribar al gobierno por cumplir con su obligación, y salen a la calle a agitar banderas (con y sin aguilucho) y a tocar el himno nacional. Para ser sincero, mi descreimiento de los símbolos patrios es tal que muy poco me importa si la bandera que agitan es la española o la del Real Madrid. En cuanto al himno, los hay que me conmueven mucho más que la Marcha Real (el Himno de Riego o La Marsellesa representan mucho mejor el modelo de Estado al que yo aspiro). Pero eso no hace al caso. La Constitución contempla que esa bandera y ese himno nos representa a todos los españoles. Como ciudadano respetuoso de la legalidad, exijo que no se empleen los símbolos de todos en actos partidistas. Por lo demás, me quedo con lo que le he oído a José Saramago esta mañana por la radio: "No se preocupen por salvar España, porque no está perdida. No traten de unirla, porque no está rota. Y lo que el PP está haciendo estos días lo pagará en las urnas, que es donde se pagan estas cosas".

A mi manera, también a mí me gusta manifestarme, sobre todo cuando me harto de que me griten en la oreja. Lo estuve haciendo durante casi tres semanas, día tras día, contra la invasión de Iraq. Y ahora me pide el cuerpo manifestarme aquí. Estoy convencido de que muchos desengañados como yo apoyaremos al gobierno en las urnas. No nos van a dejar más alternativa. Por racionalidad, por coherencia, por amor propio, por civismo y, si me apuran, también por patriotismo. Esta mañana he recibido uno de esos sms en cadena de un amigo simpatizante del PSOE. Le tengo dicho que no me mande esas cosas y se lo reprocho cada vez que lo hace, pero, mira por dónde, éste lo pienso pasar:

LOS CIUDADANOS DE BIEN APOYAMOS AL GOBIERNO LEGÍTIMO DE ESPAÑA CONTRA ETA. NO AL GOLPISMO CIVIL.

Pánsenlo o no lo pasen. A su gusto. Pero dicho queda.