La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 24 de junio de 2016

El día de la marmota


Pasado mañana nos levantaremos con la sensación de haber vivido antes ese día. Mejor dicho, más que una sensación, será una certeza. No debería importarnos ser convocados a las urnas con frecuencia. Es lo que ocurre en las democracias robustas. En EE UU a los ciudadanos se les pide que voten cada dos por tres. Además de a sus congresistas y senadores, eligen a sus presidentes, gobernadores, jueces, fiscales y hasta a sus jefes de policía. Lo que no se les pide es que voten dos veces en las mismas elecciones. Ningún norteamericano se vería obligado a sufrir el absurdo y frustrante déjà vu de este domingo, cuando tengamos que votar a los mismos individuos que en diciembre, repitiendo las mismas cantinelas que en diciembre. La única diferencia con aquellas elecciones es que ahora los conocemos mejor. Por si entonces nos quedaba alguna duda, ahora nos consta que ninguno de los líderes de los principales partidos es digno de regir las políticas de este país. Lo han demostrado sobradamente durante estos meses difíciles que hemos vivido. En lugar de darnos ejemplo de responsabilidad y entendimiento, se han dedicado a convertir la escena política en una riña de gatos. El único pacto, cuando se ha alcanzado, ha sido una alianza contra el sentido común y la confianza de los votantes. Un pacto contra la realidad. Ahora nos exigen la responsabilidad de ejercer el voto los mismos que han sido incapaces de demostrar responsabilidad alguna. Necesitamos una reforma electoral para evitar que la marmota sustituya al toro como emblema nacional. No se trata de que gobierne el partido más votado, sino de inhabilitar para el ejercicio de la política a quienes demuestren, como estos señores lo han hecho con creces, su incapacidad para obrar por el bien de todos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/6/2016

sábado, 18 de junio de 2016

Azul


Los pueblos antiguos desconocían el color azul. En los casi 26.000 versos atribuidos a Homero el azul no aparece ni una sola vez. Ni siquiera existía la palabra para nombrarlo. El mar de Ulises era del color del vino. El cielo, del color del bronce ¿Pero era así realmente como los griegos antiguos veían el mar y el cielo? No existen diferencias biológicas sustanciales entre los pueblos de la antigüedad  y nosotros. ¿Acaso sufrían entonces de algún tipo de ceguera cromática? Tampoco parece ser esa la respuesta. Debemos ir un paso más allá, a la misma sustancia del pensamiento, que en buena medida es lenguaje. Según el Génesis, Dios crea el mundo al tiempo que nombra las cosas y los seres que lo componen. La palabra contiene al objeto. Para la divinidad, el acto de la creación es un proceso de denominación. En eso no somos tan distintos de los dioses, pues también nosotros conocemos en la medida en que nombramos. El vocabulario para designar los colores arrancó con el blanco y el negro, que permitían distinguir la luz de la oscuridad, el día de la noche. Después, probablemente, el rojo, el color de la sangre, también el color de la muerte y del alimento. Rodeados de mares y de cielos, para los griegos antiguos el concepto de azul carecía de sentido, resultaba demasiado genérico y abstracto. Cierto antropólogo descubrió una tribu en Namibia a quienes les ocurría lo mismo con el verde, que los rodeaba por entero en su selva tropical. Los viejos pueblos esquimales no entendían el blanco sino como docenas de colores con nombres distintos. Nuestro mundo es cada vez más pobre en ideas y en palabras, quizás porque ambas cosas sean en esencia lo mismo. Saber es saber nombrar, y el lenguaje nos proporciona un nombre para cada cosa. No renunciemos a aprenderlos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/6/2016

miércoles, 15 de junio de 2016

Elogio de lo inútil


De las varias webs a las que soy asiduo, hay una que goza de mi especial predilección. Se llama «Futility Closet», y está dedicada a recopilar y publicar información perfectamente inútil. Estos datos vienen a ser a la auténtica cultura como esas pelusas que se crían debajo de los muebles para luego recorrer los pasillos al albur de las corrientes de aire. Pero como uno no es aficionado al ajedrez, a los crucigramas ni a los juegos de naipes, este acopio de conocimientos inútiles no deja de ser un pasatiempo inofensivo. Esta semana, por ejemplo, he aprendido que en la sucesión de Fibonacci cada número se obtiene de sumar los dos anteriores. También que en Londres vivió una señora llamada Ruth Belville que se ganaba la vida como «repartidora de tiempo». Su oficio consistía en sincronizar su reloj con la hora exacta del observatorio de Greenwich, y luego recorrer la ciudad ajustando relojes aquí y allá. Por otro lado, en el Walk of Fame de Hollywood hay una estrella que no se colocó en el suelo, sino en un muro. Es la que corresponde a Mohamed Ali, quien se negó a que su nombre (es decir, el del Profeta) fuera pisoteado por los miles de turistas que recorren la archifamosa acera. Tengo que confesar que, como no carezco de mentalidad práctica, he tratado de buscarle utilidad a todos estos conocimientos. Desde hace  un par de semanas uso estas curiosidades como tema de conversación en el ascensor, prescindiendo del manido asunto del clima. El miércoles probé a ilustrar a algunos de mis compañeros del instituto durante el descanso del café. Ahora siempre dispongo del ascensor para mí solo, y sospecho que pronto podré disfrutar del café en paz y sosiego. Como suponía, hasta lo más inútil se puede aprovechar a poco que uno se las ingenie.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/6/2016

viernes, 3 de junio de 2016

La nevera


A veces un simple incidente doméstico puede alterar de forma drástica la visión que uno tiene del mundo. A mí me ocurrió el fin de semana pasado cuando, al llegar a mi casa del pueblo, me encontré con el que el diferencial de la luz había saltado y el contenido del frigorífico se había echado a perder. Al principio pensé que lo ocurrido era aún más grave. El hedor que me asaltó era de tal intensidad que se me ocurrió que algún animal había quedado atrapado en mi segunda vivienda y perecido allí de inanición. En un instante de pánico, llegué a imaginar que un suicida había encontrado el modo de entrar en mi casa para poner allí fin a su existencia. Suspiré aliviado al comprobar que el suministro eléctrico estaba interrumpido, pero quizás habría sido preferible la hipótesis del suicida, que se habría resuelto de un modo sencillo, con la visita de la autoridad y el levantamiento del cadáver. Lo que encontré, en cambio, fue que mi cocina se había transformado en una antesala del infierno. Renuncio a describir el estado del contenido del frigorífico y del congelador, el modo en que la carne, el pescado y los fiambres se habían transformado en una masa gelatinosa de absoluta putrefacción, las acrobacias de las moscas que revoloteaban por la cocina tras encontrar el camino al mundo exterior. Renuncio a dar cuenta de mis arcadas, de la angustiosa retirada de la podredumbre y de los reiterados e inútiles fregoteos que siguieron. Tan solo diré que por fin he comprendido en qué consiste nuestra existencia terrenal y qué vendrá después. La vida es una nevera repleta que un día dejará de funcionar. El más allá está poblado por un ejército de larvas de mosca que aguardan impacientes a que esto ocurra. En fin, abandonen toda esperanza.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/6/2016