La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

martes, 11 de septiembre de 2007

Tardes lentas



Vivimos enterrados en la realidad, apenas capaces de asomar la cabeza por encima del torbellino de los días. La abundancia de detalles nos aturde y hace que todo nos parezca aleatorio y vacío de significado. Mirar la vida tal vez sea como mirar una pintura: necesitamos calma y distancia. Tan sólo entonces los detalles se funden en el conjunto y emergen los auténticos contornos de la realidad, sus perfiles y simetrías, los valles y crestas que conforman su paisaje. Sub specie aeternitatis, («bajo el aspecto de la eternidad»), así denominaba el filósofo Spinoza a este modo de contemplar el mundo que consiste en elevarse por encima de lo inmediato y lo accidental. Considerar las cosas desde la perspectiva de la eternidad es el ejercicio que hoy propongo como pasatiempo veraniego. Entiendo que la idea inspire cierta pereza, pero ¿acaso no son las tardes lentas y perezosas del verano las más adecuadas para este tipo de elucubraciones? ¿Quién puede pensar desde lo eterno un día laborable de febrero a las nueve de la mañana? Por eso hoy he decidido sacudirme la modorra y prescindir de la siesta. Quiero mirar el mundo bajo el aspecto de la eternidad, aunque en la calle arda un sol asesino y el alquitrán se pegue a las suelas de los zapatos, aunque los pájaros caigan asfixiados de los árboles, aunque en esta tarde bochornosa de julio el único proceder sensato sea bajar las persianas, conectar el ventilador y buscar alivio y olvido en la penumbra del dormitorio.
Muy pronto compruebo lo difícil que es abordar cuestiones filosóficas de cierta envergadura con la que está cayendo. Me distrae una mosca que traza piruetas en el aire de mi despacho y finalmente decide posarse en mitad de mi frente, lo que me obliga a infligirme una dolorosa palmada (dolorosa para mí, no para la mosca). Me pregunto cuál será el papel de las moscas en el esquema general del mundo y la única respuesta que encuentro es que no existe dicho papel. Son bestezuelas perfectamente inútiles, diablos en miniatura cuyo único propósito parece ser el de atormentar a cualquier mamífero que se cruce en su camino, y en este momento yo soy ese mamífero. Podría pensar también en los mosquitos, pero eso sería desviarme del asunto de mi meditación de un modo penoso e innecesario. Pero es difícil meditar en este ambiente líquido de plena canícula. Una vez me dejé la jaula de mi pájaro en el balcón en una tarde como la de hoy. Todavía siento remordimientos. Dios bendito, qué sueño me está entrando. Igual que los seguidores del trascendentalismo New Age, intento ser uno con el cosmos, pero lo único que estoy consiguiendo es sentirme tan idiota como ellos. Y de paso sudar la gota gorda. Finalmente rompo mi concentración para encender el aire acondicionado. Vuelta a empezar. Bajo el oro ardiente de las cuatro de la tarde, las calles de Albacete se parecen al paisaje tras un holocausto nuclear. De puro extremos, nuestros veranos resultan casi míticos. En pleno mes de julio somos como un Macondo sin Aurelianos o una Comala sin Pedro Páramo. Somos una ciudad fantasma cuyos habitantes esperan aletargados a que el calor les conceda una tregua. Hasta hace unos años la ciudad se quedaba literalmente despoblada en verano. Yo casi nunca participaba de aquel éxodo, pero no me sentía desdichado por ello. Paseando por aquellas calles desiertas, uno llegaba a creerse el dueño de la ciudad. Ahora nadie puede permitirse un mes entero de veraneo. Con todo, la vida no recupera su pulso hasta la última hora de la tarde, cuando las terrazas empiezan a llenarse. Por cierto, ¿cómo es posible que quepan tantas mesas en la calle Concepción? Jamás me sentí tan hacinado al tomarme una cerveza. Y esa es la última idea coherente que soy capaz de enhebrar antes de que empiecen las cabezadas. Mis pensamientos flotan en un sopor blando y caliente, de modo que renuncio por hoy a contemplar el mundo sub specie aeternitatis. Me conformaré con tratar de echarme esa siesta a la que nunca debí renunciar.
Pero tan pronto como mi cabeza toca la almohada se me ocurre un último pensamiento, en apariencia ocioso. Pienso de nuevo en el verano, y más en concreto de los heraldos que lo anuncian. Y no me refiero a las golondrinas ni de las cigüeñas, sino de unos señores que todos los años aparecen en la Plaza Mayor en los primeros días del mes de mayo. Aclararé que estos señores no tienen nada de extraordinario. Son sólo sencillos agricultores que cada mañana madrugan, cargan su furgoneta y pasan un rato en la plaza vendiendo matitas de tomates y pimientos a la gente que las quiere plantar en sus huertos. Tampoco es que yo los espere como la proverbial agua de mayo. Con tantos madrugones y tantas mañanas frías a la espalda, uno tiene ya el ánimo embotado y poco proclive a arrebatos líricos. Pero un día, inesperadamente, ellos aparecen de nuevo y mi corazón salta de alegría. Su presencia me indica que lo peor ya ha quedado atrás, que a partir de ahora los días serán más luminosos, largos y cálidos, y que existen motivos para el optimismo. Pero hay algo más. Para mí su aparición anual simboliza que un ciclo acaba de cerrarse. El planeta ha completado otro de sus paseos cósmicos y yo sigo aquí. Aquí seguimos casi todos, más o menos igual, a pesar del cambio climático, de la amenaza nuclear y de las muchas calamidades que se ciernen sobre nuestra especie. Llevo diecisiete años haciendo el mismo camino cada mañana, y siempre han acudido puntuales a su cita. Dudo que ellos puedan sospecharlo, pero esos señores que venden matas de tomates en la Plaza Mayor me ayudan a tomar constancia del tiempo y a reconciliarme con la vida. Sin proponérselo, ellos me hacen contemplar las cosas desde la perspectiva de la eternidad.
Es curioso, empecé estas líneas afirmando que la abundancia de detalles nos confunde y nos impide ver lo que realmente importa en el mundo, y ahora comprendo que la realidad es justamente la opuesta: los detalles son el mundo, y en su variedad infinita reside la maravilla y el gozo de estar vivo. Queden las eternidades para mentes más preclaras que la mía. Yo me conformo con vivir este instante y los que vengan después. Reclamo para mí el delicado aroma de lo efímero y lo trivial.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 11/8/2007