Escribo estas líneas desde un hotel.
No importa su nombre ni el de la ciudad donde se encuentra. Solo quiero dejar
constancia de que tengo miedo. Me lo advirtieron: “No te alojes en ese hotel. Es
un auténtico laberinto”. Me lo advirtieron y no quise escuchar. Ahora,
demasiado tarde, comprendo que este podría ser el último de mis artículos. La
primera señal de alarma la tuve al sorprender una sonrisa retorcida en el
rostro del recepcionista en el momento de entregarme la llave. “Habitación
231”, me dijo como si dictara una sentencia. Casi una hora más tarde, tras
probar suerte con todos los ascensores y recorrer lo que me parecieron varios
kilómetros de pasillos, empecé a pensar que aquello debía de tratarse de una
broma pesada. Como en un bingo siniestro, habían aparecido todos los números de
habitación menos el de la mía. Por fin me topé con una empleada cuya ayuda
supliqué. “Sí, la disposición de este hotel puede ser un poco liosa. Incluso los
que trabajamos aquí nos confundimos a veces.” Al cabo de un minuto, sin
embargo, estaba ante la puerta de la
habitación. Miré a la empleada con gratitud mientras se alejaba. Ahora
comprendo que nunca debí dejarla ir. Me he perdido ya tres veces. La primera,
intentando encontrar el buffet del almuerzo. La segunda, tratando de localizar
la recepción, que no he vuelto a ver desde el momento de mi llegada. La
tercera, buscando a la desesperada la salida de incendios. En total, han sido
varias horas de vagabundeos por pasillos vacíos e interminables. Sospecho que
cambian las indicaciones cada vez que paso ante un cartel. De hecho, considero
un milagro haber sido capaz de regresar a mi habitación. El teléfono no
funciona. No hay wifi ni cobertura de móvil. La ventana no se puede abrir.
Tengo hambre y miedo. Dejaré escritas estas líneas y trataré de quedarme
dormido. Quizás despierte riéndome de esta
estúpida pesadilla.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/7/2018
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