La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 20 de enero de 2007

Nota de disculpa

Siento informar que, debido a discrepancias con los editores del diario "El Día de Albacete", esta serie de artículos queda interrumpida, al menos momentáneamente. Si alguien desea contratar a un columnista en paro, no dejen de poner en contacto con el autor de este blog.

martes, 16 de enero de 2007

Librerías




Publicado el 16 de enero de 2007

Decía Borges que él se figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. Yo lo imagino más bien como una librería. Y nada tengo contra las bibliotecas. Al contrario (ya glosaré mi amor por esas nobles instituciones en otro momento). Lo que ocurre es que mi idilio con las librerías es más largo y apasionado. Y, si me apuran, también un pelín fetichista.

Me atraen de forma irresistible los libros nuevos. Sus cubiertas brillantes. Sus páginas crujientes e inmaculadas. Ese olor que despiden a cola y tinta nueva, a papel recién impreso. Me atrae su carácter de novedad y de objeto todavía no profanado. Siento un placer secreto cuando me refugio en una librería, a ser posible en las horas en que hay menos público y el tiempo parece transcurrir más despacio. Paseo entre las mesas de novedades y husmeo por las estanterías. Deslizo la mano sobre algunas cubiertas. Acaricio los lomos. Abro volúmenes al azar y picoteo palabras aquí y allá. Aspiro el aroma de los libros. Trato de oír los rumores de las mil historias que esconden sus páginas. Y casi siempre compro alguno para aliviar mi adicción incurable por la letra impresa.

Las librerías me atraen también como lugares de encuentro y distracción. Especialmente en las mañanas de sábado, cuando algunos habituales acudimos a una cita doble, una cita con otros amigos-lectores y con los propios libros. Me es difícil concebir felicidad mayor que la de pasear por la librería en compañía de un amigo y comentar juntos chismes y novedades, escuchar y aprender, y luego detenernos para compartir ese tesoro hallado en el rincón olvidado de un anaquel, convirtiendo así nuestro vicio solitario en un placer común.

Y, por supuesto, están también los libreros, corazón y rostro de cualquier establecimiento que no sea una sección más de una gran superficie. Nuestro librero de confianza es un amigo imprescindible, el consejero de nuestro ocio, el proveedor de algunas de nuestras horas más felices. Nos conoce igual que un confesor o que un psiquiatra. Sabe de nuestros gustos y de nuestras manías. De nuestras pasiones y de nuestras fobias. Y a veces también de nuestros deseos inconfesables. Son los auténticos traficantes de historias que ningún hipermercado ni servicio de venta on-line podrán suplantar jamás.

Me resulta difícil, por lo remoto, rastrear el nacimiento de mi pasión por las librerías. Tal vez ocurriera en la primera infancia, cuando mi tía me llevaba de paseo por las tardes. Ella era socia de Acción Católica y casi siempre acudíamos a Biblos a recoger algún encargo. A mí me fascinaba aquel lugar. La música suave, los sonidos atenuados, el aroma de lavanda. Sobre todo, me fascinaban aquellas señoras tan bien vestidas y tan educadas que hablaban tan flojito. De aquellas librerías de mi infancia recuerdo también Gasol (mi amigo Antonio García afirma haber estado enamorado de su dependienta), la Librería del Maestro (hoy Librería Universitaria) y la Imprenta de los Picos, un establecimiento de gran tradición aún en activo.

En la Calle Ancha, esquina con Dionisio Guardiola, existía una pequeña librería que también era punto de venta de prensa. Se llamaba Herso, palabra formada con el apellido de sus propietarios, la familia Herreros. Años más tarde los Herreros ampliaron su negocio con una moderna y bien surtida papelería. Pero en esta ciudad los conocemos sobre todo como libreros. En Dionisio Guardiola, a menos de cincuenta metros de su emplazamiento original, se encuentra la librería Herso. Muchos de ustedes conocen a Pepe Herreros, con quien uno puede pasarse horas charlando sobre libros y olvidarse de todo lo demás. Y también a Auxi, que tiene cara de niña traviesa y es tal vez la librera más encantadora que conozco.

Continuando con este recorrido por la geografía de la ciudad y de los afectos, es inevitable desembocar en la Librería Popular, situada en la calle Octavio Cuartero, muy cerca de la Punta del Parque. En Albacete la Transición empezó en la Librería Popular. Hacia finales de los setenta era una ventana abierta por la que irrumpían las nuevas ideas de una España que despertaba. Aquello incluso le costó un atentado con bomba, auténtica página épica en la historia de nuestra ciudad. Después Ángel Collado convertiría la Popular en la gran librería que hoy es, y que yo frecuento como quien acude a casa de un amigo. Muchas veces ni siquiera me lleva allí el propósito de comprar nada (aunque a menudo sucumbo a la vieja tentación). Voy, sencillamente, porque me siento a gusto, sosegado, como en mi propia casa. Y de ello tienen gran parte de la culpa tres buenos amigos llamados Juan Valero, Pedro Gascón y Juan Carlos Alonso, el dream team de los libreros de Albacete.

Y no quiero olvidarme de Jesús «el Joven», quien posee la exclusiva de las librerías de viejo en nuestra ciudad, con un puesto cada domingo en el mercadillo de la plaza de Fátima y una tienda fija al final de Octavio Cuartero, junto a la Feria. Jesús se vanagloria de ser el único librero que nunca ha leído un libro. Es curioso cómo se puede llegar a amar lo que apenas se conoce.

Ya lo ven. Con gente como la que he recordado en artículo, es difícil no figurarse el Paraíso bajo la especie de una librería. Allí los espero.



domingo, 14 de enero de 2007

Opinar


Publicado el 10 de enero de 2007

Recibo la invitación de sumarme a las páginas de este nuevo diario con una columna de opinión. Soy consciente de que opinar comporta riesgos, y aún más cuando se hace por escrito y en un medio público. En mi favor alego que no soy un completo novato. Escribo desde hace tiempo y he tenido la suerte de ver publicados algunos de mis libros, en concreto cuatro novelas y una colección de cuentos. Con todo, siempre me he considerado un autor de ficción. Me valgo del truco de ocultarme detrás de los personajes de mis libros. Algunos de ellos se parecen a mí. Otros, en cambio, personifican las cosas que más detesto. Pero siempre soy yo el que hablaba por boca de mis personajes. Ellos han sido mi disfraz, mi coartada. Al mismo tiempo, me han ayudado a expresarme con la libertad que sólo está al alcance de los narradores de historias.

Esta columna, sin embargo, es de una naturaleza muy distinta. Admito que habrá también un personaje. Pero será un personaje único y llevará mi nombre. Alguien tal vez se tomará la molestia de leer estas líneas, y no faltará quien identifique a mi personaje con mi humilde persona (cierto señor con gafas y barba que teclea en la soledad de su despacho). Algunos podrían encontrar irritantes los puntos de vista que aquí se viertan. Y hasta habrá quien se sienta impulsado a pedirle explicaciones al columnista, ese tipo inventado que lleva mi nombre y mi cara, y con quien tendré que cargar igual que un ventrílocuo carga con su muñeco. No puedo ocultar que la perspectiva me inquieta. Por otro lado, el reto me parece emocionante.

Opiniones. La vida es un largo ejercicio de opinión. Empezamos a opinar desde que adquirimos las primeras palabras y lo seguimos haciendo hasta que nuestra conciencia se nubla o se apaga. Nuestras opiniones nos definen como seres individuales y distintos, afilan nuestra personalidad, delimitan nuestros contornos. Un chiste bastante vulgar (pido disculpas) afirma que las opiniones son como cierto orificio corporal: cada uno tenemos la nuestra y todos pensamos que las de los demás dan asco. Resulta burdo, pero exacto. Vivir es oponerse, y la opinión esa esgrima dialéctica que ejercitamos a diario. Opinamos porque intuimos que no nos queda más remedio, y porque de ese modo logramos abrirnos un hueco en este abarrotado mundo. Lo hacemos en la guardería y en el patio del colegio, en nuestro puesto de trabajo y en los lugares donde transcurre nuestro ocio. Opinamos sobre lo banal y sobre lo trascendente, con todas las escalas intermedias. Incluso nos permitimos opinar sobre lo que apenas sabemos, o bien sobre lo que nos trae sin cuidado. Estamos condenados a dar opiniones. Es nuestra forma de construirnos. Es el modo en que los seres humanos practicamos la «anamorfosis», precisamente el título que he elegido para bautizar esta serie de artículos.

Tal vez conozcan un cuadro titulado «Los embajadores», obra del pintor renacentista Hans Holbein. En la pintura vemos representados a dos personajes que posan en actitud rígida y solemne. Pero lo que nos llama la atención es cierto objeto grande, con aspecto de cigarro o dirigible, que parece levitar sobre el suelo, entre ambas figuras. Si miramos el cuadro desde el ángulo habitual (plantados de pie ante él) nos resulta imposible identificar dicha forma. Pero si adoptamos un punto de vista lateral, el misterio queda resuelto: el objeto extraño es en realidad una calavera, una alegoría de la muerte y de lo efímero.

Un objeto representado en anamorfosis tan sólo revela su naturaleza cuando lo observamos desde cierto ángulo. Pero el término puede emplearse en un sentido más amplio. La anamorfosis no es sólo una técnica pictórica, sino también una táctica necesaria en el complicado arte de vivir. Como si fuéramos actores, tratamos de ofrecer siempre el perfil correcto, aquel que más nos favorece o nos complace. La opinión es uno de nuestros métodos para lograrlo, tal vez el principal. Sin opiniones resultamos opacos e indistintos, igual que la calavera de Holbein. El truco de juicios nuestro entorno más cercano nos vuelve reconocibles y nos ayuda a vadear el fango de los días. Pero no sólo eso, porque también las cosas practican la anamorfosis. Con frecuencia el punto de vista convencional revela muy poco sobre los contornos exactos de la realidad. Es necesario desplazarse, observar desde otro ángulo y buscar la figura más allá de las trampas que se tienden a nuestra mirada. Me gustaría que estos artículos sirvieran también ese propósito. De ahí mi elección del título.

Ahora bien. ¿Serán mis anamorfosis lo bastante convincentes? ¿Resultarán mis opiniones lo bastante sólidas o interesantes como para justificar una columna semanal? Noto que empiezo a pisar terreno pantanoso. De momento, sólo puedo rogarles tiempo y paciencia. Y expresarles mi esperanza de no resultar anamórficamente aburrido.

Identidad



Publicado el 4 de enero de 2007

Qué sutil y efímera es la materia que compone nuestra identidad. Una sustancia hecha de nombres, por definición arbitrarios, de rostros que el tiempo se encarga de alterar, de conductas que aprendemos, seguimos mientras nos resultan útiles y, al final, casi siempre modificamos. Todo ello tan tenue que acabaríamos dudando de nuestra propia existencia si no fuera porque ésta, que en realidad no es más que una chispa de pensamiento y conciencia, adquiere solidez al ser percibida por otros. Nada somos —podría sentenciarse— hasta que los demás reparan en nosotros y, al hacerlo, nos inventan, nos otorgan el precioso don de la identidad.

Los ciudadanos del «estado del bienestar» nos empeñamos en pensar que nuestra identidad está asociada a nosotros como dos átomos de la misma molécula, y que el mero hecho de existir conlleva el derecho a que la sociedad certifique nuestra singularidad de forma inequívoca. Cualquier habitante del Tercer Mundo, donde existir es un milagro y la identidad individual una quimera, podría sacarnos del error. Por estas latitudes, en cambio, pecamos de ingenuidad y de cierta pereza mental. Nos tragamos los embustes de los políticos y de los creativos publicitarios y acabamos creyéndonos importantes, singulares, distintos de los demás. Pero lo cierto es que nuestra identidad, entendida como existencia objetiva, sólo le importa a nuestros seres queridos. Otra cosa sería nuestra identidad pública o social, aquella merced a la cual nos transformamos en votantes, consumidores, reclutas, contribuyentes o clases pasivas, siempre a conveniencia de los que mandan. Por paradójico que suene, esta «otra» identidad no emana de nosotros ni nos pertenece por derecho. Tendemos a considerarla una segunda piel que nos recubre y nos protege, pero deberíamos verla más bien como un traje prestado, un uniforme que la administración nos confecciona con los datos que almacena en sus sistemas informáticos: nombre, domicilio, teléfono, número de DNI, permiso de conducir, seguridad social, nómina, datos bancarios y (cómo no) información fiscal, ésa que Hacienda cruza y recruza con la laboriosidad de un fabricante de tapices. Si nos fijamos, son datos que de una forma u otra pertenecen al Estado, que emanan de él y regresan a él, trazando un circuito del que emerge nuestra identidad como ciudadanos. Pero ¿qué ocurre cuando el circuito se interrumpe, cuando se le cruzan los cables al ordenador o, lo que es más fácil, al funcionario que lo maneja?

En un estado democrático «hecho y derecho» probablemente no pasaría nada. Pienso por ejemplo en el Reino Unido, donde encuentran aborrecible la idea de un documento cuya única utilidad sea certificar la identidad de su propietario. Les hace pensar en la Gestapo, en Stalin, en el Gran Hermano (el de Orwell). Pero en países como el nuestro, donde aún colean ciertos vicios y temores del estado policial que fuimos, el carné de identidad adquiere rango de símbolo sagrado. Como si de un rito de madurez se tratara, su adquisición convierte a los niños en ciudadanos. Nos angustia el riesgo de perderlo. Nos aterroriza que nos lo roben, como si al hacerlo estuvieran robándonos también la sustancia de la que estamos hechos. No en vano, por culpa del dichoso carné uno se puede encontrar convertido en personaje de una novela de Franz Kafka. Y permítanme ilustrar este extremo con una anécdota, la historia de lo que me ocurrió hace algún tiempo, cuando llegó la fecha de renovar mi DNI (curiosa práctica, dicho sea de paso, ésta de renovar el DNI, como si nuestra identidad sufriera mermas irreparables cada cinco años, o como si el aparato burocrático, cíclicamente aquejado de Alzheimer, se olvidara de nosotros de forma periódica).

En fin, imaginen mi turbación cuando, transcurrido el plazo reglamentario, me presento en la comisaría y el funcionario me entrega un carné en el que, efectivamente, figuran todos los datos que a la policía le interesan sobre mi humilde persona, pero donde algún inepto ha reproducido la imagen y la firma de otro ciudadano. El hombre escucha mi protesta con incredulidad. Luego pasa unos segundos mirando alternativamente mi cara y la del documento. Por fin, y dado que entre la edad del fulano de la foto y la mía median al menos quince años, tiene que darse por vencido. Entonces noto que se pone nervioso, como si mi existencia, que no la del documento erróneo, supusiera una anomalía o un peligro para el orden social. Con la voz alterada, casi en tono de súplica, me pregunta si conozco al de la foto, tal vez con la esperanza de que el azar pueda obrar un milagro. No hace falta que me digan que la pregunta es irracional, ya sé que lo es, pero en medio de aquella situación absurda ni siquiera me parece extraña. El funcionario suspira hondo. Parece que se ha resignado a la idea de que se ha cometido un error. Entonces me indica un modo de arreglar el desaguisado. Ha quedado claro que no soy el culpable, pero aun así tendré que cargar con todas las molestias. Acepto sin rechistar, por supuesto que sí. ¿Quieren saber por qué? Pues porque a estas alturas empezaba a temer que la única salida fuera que el tipo de la foto y yo intercambiáramos nuestras identidades, que él se quedara con mi vida y yo con la suya, y miren, sinceramente, no me seducía la idea.

El sueño del señor alcalde




Publicado el 30 de diciembre de 2006

Yo era un chiquillo cuando lo inauguraron (debió de ser en el 53 o el 54). Sin embargo, recuerdo con absoluta claridad aquel día en que el alcalde apareció en la holovisión y proclamó que había tenido un sueño, y que en el sueño le había venido la inspiración para convertir nuestra ciudad en la envidia de toda la Federación Europea. Aquel alcalde era así: le gustaba dárselas de visionario, aunque en general era un tipo bastante pragmático. Durante su mandato se habían terminado el espaciopuerto, la fábrica de estratocópteros de combate y el bulevar que permitía la comunicación rápida entre los diferentes distritos mediante carriles aéreo-deslizantes. Es cierto que algunos de sus proyectos se habían considerado un poco excéntricos, en particular aquella célebre remodelación del parque que lo convirtió en una réplica de la desaparecida jungla amazónica, con monos y pirañas incluidos. El que propuso durante aquella célebre aparición holovisiva, en cambio, no fue mal recibido, si bien es cierto que a los votantes les traía sin cuidado cualquier obra pública que se acometiera en el centro de la ciudad; por entonces todo el mundo disfrutaba ya de una vivienda unifamiliar en los distritos periféricos y, con la implantación del teletrabajo, la telecompra y la teleburocracia, nadie pisaba el centro ni por equivocación. Así pues, cuando se pidió el parecer de los ciudadanos, casi todos pulsaron el botón del «sí» en sus terminales, aunque más por curiosidad que por genuino interés en el proyecto.

En la comisión de expertos que se formó participaron todos los miembros de la Academia de Estudios Locales, aunque sospecho que alguno de ellos, debido a su provecta edad, no llegó a entender muy bien de qué se trataba todo aquello. Al final se le encomendó el proyecto a un ingeniero canadiense especializado en la construcción de parques temáticos. El complejo se levantaría sobre un solar ocupado por una vieja urbanización de las que abundaban a finales del siglo pasado, un grupo de edificios construido en torno a una plaza que ahora estaba cubierta de hierbas y matojos. En su origen, setenta y cinco años atrás, aquel había sido lugar sido residencia de funcionarios y profesionales liberales. Después, con la implantación de la vivienda unifamiliar y el éxodo hacia las afueras, la zona se había degradado hasta convertirse en refugio de indigentes, malhechores y adictos a los ansiolíticos de quinta generación. Hubo que pagar grandes sumas para desalojar a aquel infame vecindario, pero por fin había llegado el turno de los bulldozer y las excavadoras.

Jamás olvidaré aquella vibrante mañana de septiembre en que mis padres me llevaron a la inauguración. La cola de visitantes era kilométrica y la emoción se respiraba en el aire. A nuestro alcalde le brillaban los ojos, y hasta las mejillas se le veían coloradas por la alegría. Y lo cierto es que tenía motivos para estar satisfecho, porque, incluso desde fuera, el complejo era de un realismo sobrecogedor. Cuando por fin cortó la cinta y pudimos entrar en el recinto, todos nos quedamos con la boca abierta.

Había cuatro calles que habían recibido los antiguos nombres de calle de la Luna, del Amparo, de las Damas y del Desengaño. El piso era de tierra apisonada, y los excrementos y la basura se amontonaban por todas partes. Las casas eran bajas, de un piso o dos, con fachadas mugrientas y cuarteadas. Los tejados estaban cubiertos de oscuras tejas de barro, y a través de las ventanas, que estaban provistas de rejas y postigos de madera, podía verse a los vecinos entregados a sus quehaceres, que en muchos casos no eran otros que sentarse frente a una estufa de leña, o en torno a una curiosa mesa redonda a la que nuestro guía se refirió como «mesa camilla». Por todas partes reinaba una peste atroz a humanidad, verduras cocidas y aceite rancio. En el centro del complejo, las empinadas callejas desembocaban en una plaza llena de montones de escombro y de socavones, la plaza del Pozo de la Nieve, donde se alzaba una alta estructura en forma de tambor que reproducía un antiguo depósito de agua potable. No faltaba un detalle: ni las pandillas de críos zarrapastrosos jugando al balón, ni las mujeres en bata y rulos barriendo la puerta de sus casas, ni los perros flacos y cubiertos de tiña que deambulaban por el lugar como almas en pena. Hasta una rata vimos triscando entre la basura. Mi madre dio tal grito que todavía me están zumbando los oídos.

Había varias «tabernas», que, según nos aclararon los guías, eran lugares de esparcimiento y diversión exclusivamente para hombres. Nos dijeron que, antaño, en aquellos lugares se consumían bebidas de alto contenido en alcohol etílico, entre ellas el «tintorro», la «cazalla» y el «anís del mono». El guía añadió que se trataba de «casas de lenocinio», pero yo no entendí a qué se refería. Puesto que no dejaban entrar a los niños, pasaron varios años antes de comprendiera cuál era la actividad principal de aquellos establecimientos. Quienes sí los visitaron fueron el alcalde y sus invitados, para los que se había organizado una gran fiesta de inauguración en un local llamado «Copacabana». Se encerraron allí durante un día y medio, y cuentan que luego el alcalde tuvo que recibir tratamiento médico. Sin embargo, a la vista de aquel magnífico sueño hecho realidad, creo que el nuestro alcalde bien se merecía la fiesta.