La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 20 de septiembre de 2015

Septiembre sin la Feria


Por motivos que no vienen al caso no he podido pisar la Feria este año. Y no es que me lamente. El sacrificio no ha sido grande y creo que el daño psicológico no precisará de ninguna terapia en particular. Sin embargo, como buen albaceteño que es uno, reconozco que la insólita circunstancia de pasar aquí los diez días de Feria sin acercarse a ella entraña ciertas perturbaciones anímicas que me gustaría detallar. Para empezar, la curiosa sensación de caminar casi siempre en sentido contrario al de mis conciudadanos. En cierto modo, ha sido como tratar de evitar la atracción gravitatoria de un agujero negro, porque la Feria no deja de ser un gran embudo que nos traga a todos durante unos días cada año. Otro efecto curioso es el que he dado en denominar el «síndrome de Godzilla», pues aunque uno evite la Feria, resulta imposible librarse del fragor que esta genera, del pandemónium de las atracciones, de las verbenas y de los gritos del ejército de visitantes que se apiñan en aquellas pocas hectáreas de locura colectiva. La sensación que he tenido era la de un gran monstruo antediluviano que hacía de las suyas en un extremo de la ciudad, una criatura a la que no llegamos a ver, pero cuyos efectos devastadores son más que patentes. Y hablando de efectos devastadores, uno de los peores ha sido el de los comercios cerrados por las tardes, una lacra que una ciudad como esta no debería permitirse, y que una vez más ha hecho estragos en la vida de los albaceteños. Sin embargo, casi todos mis conciudadanos han podido resarcirse acudiendo a la Feria para beber y olvidar, y para encontrarse con esos amigos a los que uno no ve durante el resto del año. Yo, en cambio, no he tenido otro consuelo que el de escribir estas lúgubres líneas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 18/9/2015

Principios


Los principios comparten un territorio común con los finales. Lo he comprobado de nuevo esta mañana, al pasar ante la puerta de un colegio y observar a esos niños que todavía olían a ocio y aftersun, y que se dirigían hacia las aulas con una mezcla de euforia e incredulidad, contentos de encontrarse con los compañeros a los que perdieron de vista hace más de dos meses, pero acaso también convencidos de que en cualquier momento iban a despertarse en su habitación del apartamento de la playa para bajar a jugar en la arena. Los días como hoy poseen esa singularidad de pertenecer a un territorio de frontera, a medio camino entre la somnolencia estival y la ardua realidad del curso académico. También para mí empieza un nuevo curso dentro de pocos días. Hablan de la depresión posvacacional, pero lo que yo experimento es más bien cierto entusiasmo, la esperanza de que este curso las cosas pueden ser distintas. Imagino un curso en el que poder dedicarme plenamente a mi profesión de enseñar, aunque también rico en oportunidades para aprender. Incluso me atrevo a imaginar un curso ajeno a los conflictos, sin esos profesionales del sabotaje que hacen mi trabajo tan difícil a veces. Con todo, temo que estas esperanzas se vayan diluyendo durante los primeros días de clase, conforme la realidad vaya abriéndose camino con ese fragor de apisonadora que le es característico. La vida real casi siempre actúa como trituradora de las ilusiones. Aunque, quién sabe, tal vez en cualquier momento me despierte y descubra que todavía me hallo en pleno mes de agosto, con la única responsabilidad de bajar al patio para regar los geranios. Bien pensado, no estaría nada mal.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/9/2015

El niño ahogado


Dudo que a estas alturas alguien no haya visto la fotografía de ese niño sirio ahogado en la playa turca. El pequeño cuerpo boca abajo sobre la arena, con los pantaloncitos azules y la camiseta roja. Tiene exactamente el mismo aspecto que cualquier de los críos que dentro de unos días empezarán su primer día de colegio. Su apariencia es tan normal, tal idéntica a la de cualquiera de nuestros niños, que al ver la foto casi esperamos que todo sea una broma, que el niño se levante de pronto y nos diga que se había tumbado boca abajo sobre la arena para engañarnos, y luego eche a correr playa adelante en busca de sus padres. Nos cuesta aceptar la muerte del pequeño sirio, porque la famosa imagen contiene una aberración esencial. Ningún niño debe morir así. Jamás. Nunca. Y ello por mucho que sepamos que el mundo es un lugar despiadado, que hay muchos niños que enferman gravemente y que mueren por culpa de accidentes. La diferencia es que el niño sirio de la playa ha muerto por la enfermedad más terrible de todas, que no es otra que la injusticia. Una enfermedad cuya vacuna está a nuestro alcance y al de nuestros gobiernos. La muerte de miles de refugiados ha convertido el Mediterráneo, ese mar en cuyas orillas floreció la civilización y la cultura, en un gran cementerio. Pero ha hecho falta esta imagen terrible para que comprendamos el horror de la tragedia en toda se magnitud. ¿Cuántas fotos más de niños ahogados harán falta para que nos plantemos y digamos basta? ¿Cuánta injusticia más seremos capaces de tolerar antes de comprender que la muerte de ese pequeño nos concierne a todos nosotros?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/9/2015