La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 27 de diciembre de 2013

El río


Para mis padres

Acabo de cumplir cincuenta años y me ha dado por pensar en Heráclito y su río. A propósito del río de marras, recuerdo que hace tiempo leí un libro de Javier Reverte titulado El corazón de Ulises (libro que no les recomiendo, porque lo encontré lleno de inexactitudes y de tópicos). En la parte que dedica a la ciudad de Éfeso, de donde era natural Heráclito, Reverte cuenta que durante su visita se entretuvo en buscar el famoso río, y que no encontró nada más que una acequia pestilente. Entonces fue cuando el escritor y viajero comprendió la auténtica dimensión de la famosa máxima, la de que no es posible zambullirse dos veces en el mismo río, pues el río de Éfeso estaba tan contaminado y resultaba tan nauseabundo que la primera zambullida bastaría para liquidar al bañista. En realidad, lo que Heráclito dijo no coincide exactamente con lo que se suele citar. De los presocráticos, en el mejor de los casos, se conservan fragmentos, y la traducción más aproximada del fragmento que versa sobre el río sería algo así como «en los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos».
Todo fluye, todo cambia y se transforma: el agua, el fuego, la naturaleza entera, y nosotros como parte de ella, nos guste o no. Y sin embargo tenemos la sensación de que no es así, como si quisiéramos preservar nuestra esencia en una especie de cascarón, una cápsula del tiempo inalterable que permanece estática mientras todo lo que la rodea cambia y desaparece. Nos gusta imaginar que el río no nos arrastra, sino que estamos varados en la orilla. Vemos que todo se mueve y se aleja con la corriente: las personas, los hechos, los lugares. Pero nosotros, en esencia, somos lo que fuimos y lo que seremos. El río de Heráclito se nos figura más bien como la marea que lo inunda y lo arrastra todo mientras nosotros observamos desde el muelle. Cuánto nos engañamos. Porque el río del tiempo jamás se seca ni desiste de su inexorable labor de zapa, y no hay criatura que se libre de su empuje y de su efecto, que a veces es lento, casi imperceptible, pero que acaba erosionando hasta la roca más dura y excava cañones y desfiladeros en los asuntos de todos los hombres, y otras veces resulta violento y brutal, como cuando el agua desciende embravecida y desborda sus cauces, y todo lo arrastra y lo destruye, dejando atrás la desolación más absoluta.

Mis cincuenta años recién estrenados no me han convertido en un filósofo. De hecho, toda la filosofía que sé me la enseñó mi profesor Domingo Henares cuando yo aún no había cumplido la mayoría de edad, por lo que siempre le estaré agradecido. Pero querría aprovechar este remanso vacacional para jugar a ser un presocrático de andar por casa. Cierto es que el río de Heráclito es una metáfora, pero me gusta pensar que cada vía humana está ligada a un río de la realidad, o al menos debería estarlo. No he tenido que pensar mucho para averiguar cuál es el mío. Mi río nace cerca de Riopar, en un lugar que todos ustedes han visitado, pero donde yo lo conocí fue unos kilómetros más abajo, en Aýna, al mirar hacia abajo desde un puente que se conoce como El Pontarrón. Porque siempre que practico la arqueología mental y trato de reunir algunos de los fragmentos más antiguos de mi memoria, me veo obligado a regresar a Aýna, donde mi padre era maestro a mediados de los 60. Recuerdo la sinuosa carretera y las peñas y riscos y las calles estrechas llenas de vericuetos. Recuerdo la vega y las huertas, y el parque de La Toba, y mi colegio de Nuestra Señora de lo Alto (¿qué colegio puede presumir de un nombre más hermoso?). Y a Lolita y Primitivo, a Gabriel e Ifigenia, a doña Sara (entonces los maestros vivían todos juntos, acuartelados como la Guardia Civil), a Paco el veterinario, a Eulalia la del casino y a Ilumi, la chica que me cuidaba y que ahora debe de estar a punto de jubilarse. Y aquella sensación de libertad que a duras penas pueden conocer los niños de ciudad de hoy en día, prisioneros en sus casas y en sus guarderías, colegios y academias de inglés. Y recuerdo el río, naturalmente, que como saben tiene el nombre más rimbombante y excesivo de todos los ríos que existen o hayan existido: el río Mundo, nada menos. Y recuerdo que a mis cuatro y cinco años aquel nombre de Mundo tenía para mí pleno sentido, porque el río era el mundo y era más grande que el mundo. Y ahora, a los cincuenta años, cuando el mundo, el tiempo y el río me han arrastrado tan lejos que me encuentro mucho más cerca de la desembocadura que de las fuentes, todas aquellas voces y lugares y sensaciones se vuelven cercanas de repente, y me obstino en la misma ilusión que compartimos todos los seres humanos, la de que sigo teniendo mucho en común con aquel chiquillo de flequillo y pantalón corto que apenas levantaba cuatro palmos del suelo, aquel chiquillo que se asomaba trabajosamente por la barandilla del puente para ver discurrir el río en lo hondo, sin sospechar que corriente abajo lo estaba aguardando el cincuentón que hoy, melancólico, teclea estas líneas. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/12/2013

domingo, 22 de diciembre de 2013

El prado



El prado es un lugar donde todos los usuarios del sistema operativo Windows hemos estado. Seguro que la mayoría de ustedes conocen el sitio. Hay unas colinas cubiertas de hierba bajo un cielo azul intenso adornado por cúmulos. Ni una sola figura humana, ni un animal, ni un pájaro en el cielo. Solo hierba, nubes y silencio. Mucha gente piensa que un lugar tan hermoso y apacible no puede ser real. La creencia general es que se trata de una imagen creada digitalmente, o al menos editada con la ayuda del Photoshop. Pero se equivocan. La fotografía la tomó en 1996 un fotógrafo profesional llamado Charles O’Rear, colaborador habitual de la revista National Geographic. El hombre transitaba por la carretera 12/121, que discurre por el condado de Napa, a una hora de San Francisco. O’Rear se detuvo a un lado de la carretera y tomó la foto con una cámara convencional. Después la vendió a una agencia y se olvidó de ella. Y ese hubiera sido el final de la historia de no ser porque la compañía Microsoft la compró cuatro años más tarde para usarla en el sistema operativo Windows XP, que se lanzó al mercado en 2001. Se trata de uno de los wallpapers que los usuarios pueden elegir como fondos de pantalla. El título de la imagen es Bliss, que no significa exactamente «felicidad», sino algo que está un paso más allá (quizás la traducción más ajustada a nuestro idioma la proporcione la palabra «éxtasis»). Yo juraría que no hay un solo PC en el mundo, fijo o portátil, cuyo monitor no haya mostrado la imagen Bliss en alguna ocasión. Su atractivo es tan intenso que mucha gente confiesa que a veces se distrae de su trabajo y se ensimisma observando el prado, las colinas y las nubes. Paradójicamente, este icono del mundo digital es un paisaje natural que además existe en la realidad. ¿O no es así?
          Les invito ahora a que usen la aplicación Google Earth y se sitúen en las siguientes coordenadas: 38°14'49.89" N 122°24'41.08" W. Comprobarán que no hay mucho que ver. Se trata de un paisaje rural bastante anodino: hierba agostada, unos cables eléctricos, una viña, unas pequeñas colinas al fondo. Pues bien, se trata del sitio exacto donde Charles O’Rear detuvo su coche para tomar la celebérrima foto. Como saben, el valle californiano de Napa es la región de mayor producción vitivinícola de los EE UU (¿quién no recuerda la divertidísima película Entre copas?), pero durante los años 90 muchas viñas californianas se infestaron de filoxera, al igual que los viñedos de medio mundo, y fue necesario arrancarlas, y donde antes estaba la vid creció la hierba. Paradójicamente, fue una plaga devastadora la que dio lugar a una imagen que la totalidad del planeta identifica con los ideales de paz y de felicidad.
          Para mí, la imagen tiene un precedente en el la pintura moderna norteamericana. Me refiero al cuadro titulado Christina’s World, pintado en 1948 por Andrew Wyeth, que se exhibe en el MOMA de Nueva York. El prado del cuadro podría ser el mismo que el de la fotografía. La diferencia es la presencia humana (una muchacha reclinada sobre la hierba en primer término y una granja en lo alto de la colina). Sin embargo, la similitud estética entre ambas imágenes es tan estrecha que no parece sino que esa granja del estado de Maine (la del cuadro) se hubiese materializado a miles de kilómetros de distancia, en el estado de California, justo cuando el fotógrafo Charles O’Rear pasaba por allí con su coche cuarenta años después.
          El secreto de la belleza en el arte no está en el cuadro o en la fotografía, en lo que se plasma, sino en la mirada del artista, en ese instante prodigioso en el que se encuentran lo contemplado y la sensibilidad del observador. El prado de Microsoft solo ha existido de forma fugaz en la cabeza de dos artistas. Uno de ellos lo plasmó con sus pinceles, el otro supo encontrarlo bajo la capa anodina de la realidad y se detuvo a fotografiarlo. El poeta norteamericano Wallace Stevens describió este prodigio en un famoso verso: Beauty is momentary in the mind («la belleza es un instante en la mente»). Un instante que puede justificar toda una vida.
          Muchas veces me he demorado en la contemplación de ambas imágenes. El mundo de Christina y Bliss. En la primero (la pintura) se cuenta una historia: la de Christina Olson, una chica enferma de poliomielitis que se ve obligada a arrastrase sobre la hierba que crece en torno a la granja de su familia. En la segunda (la fotografía) la naturaleza se nos ofrece desnuda de presencia humana. La historia ocurrió antes: la de la plaga de insectos que obligó a arrancar las vides. Pero esa historia no se cuenta en la imagen. Y el prado se exhibe ante nuestros ojos en toda su belleza elemental, como pidiéndonos que sea nuestra mirada la que lo llene de historias. O tal vez ni siquiera eso. Sencillamente invitándonos a descansar la vista y a dejarnos llevar por su silencio. Felicidad en estado puro.


Publicado en el diario La Tribuna de Albacete el 20/12/2013

viernes, 13 de diciembre de 2013

Magdalenas


Desde hace un tiempo vengo observando el enorme auge que han experimentado los programas de temática culinaria, lo que no deja de sorprenderme, pues considero que tan acreedor a convertirse en estrella mediática es un cocinero que hace bien su trabajo como un electricista, un cartero o un profesor de inglés que hagan lo propio. Ahora bien, para desmentir lo que dicta el sentido común no hay más que pensar en Alberto Chicote, un señor regordete y malhumorado al que hemos visto despotricar en varias docenas de cocinas sin dignarse apenas empuñar el mango de una sartén. Y encima ni siquiera sabe contar chistes. Antes estaban Arguiño y compañía, también muy populares, quienes al menos estos se molestaban en explicarnos cómo se guisaban las kokochas y el atún. En los programas que ahora hacen furor, sin embargo, no existe el menor afán didáctico. Se trata de reality shows en el sentido estricto del término, con la única diferencia de que lo que antes se nos mostraba desde una casa aislada cerca Guadalix de la Sierra, ahora transcurre en la cocina de un restaurante o en un plató de televisión transformado en cocina. Por lo demás, todo igual. Las mismas miserias humanas en sus formas más rastreras: codicia, envidia, ira, ruindad, desidia y estupidez sin límites. La única diferencia es la constatación de que en cualquier cocina de cualquier restaurante, además de guisos, se cuecen tragedias, algo que yo al menos habría preferido no saber. Del mismo modo que habría preferido ignorar el estado cochambroso de ciertas cocinas y despensas: cucarachas, ratones, comida podrida… En fin, piensen que el mismo Chicote, un tipo curtido en mil vicisitudes gastronómicas, no pudo evitar echar la papilla tras meter la mano en una freidora y encontrarse algo más que calamares a la romana nadando en la pringue.
El «rico, rico» de Arguiñano dio paso a la cocina molecular de Ferran Adrià, quien se las arregló para endosarnos una de las mayores patrañas de la posmodernidad, la de que la gastronomía es una de las bellas artes, y un buen cocinero puede parangonarse con el mejor pintor o poeta. Pero no hay ascenso a los cielos sin bajada a los infiernos, y para ello esperaba su turno Alberto Chicote, al que solo le faltan un tridente y unos cuernecillos para encarnar al maligno. Aunque, como saben, los tiempos de las ideas originales en televisión pasaron a la historia, y toda esta moda de los reality gastronómicos viene de los EE UU, como no podría ser de otro modo. De hecho, en las vallas publicitarias de la ciudad de Las Vegas pueden verse muchas más fotos del cocinero británico Gordon Ramsay que de Britney Spears o Beyoncé. El espectador norteamericano se ha rendido a la fascinación de los fogones, y con él ha arrastrado a los televidentes del resto del mundo, algo que mi tía Rosario jamás hubiera entendido, por más que sus croquetas fueran el bocado más exquisito que haya degustado paladar humano. Antes la cocina era una actividad doméstica y casi exclusivamente femenina, el reino de las madres, tías y abuelas donde, como mucho, se les permitía el acceso a los niños pequeños. Ahora, al evocar una cocina pensamos en focos y cámaras, en individuos que corren y vociferan frenéticamente, en sartenes que arden y humean, en comensales cabreados y hambrientos, y en Alberto Chicote tirándose de los pelos mientras les grita a los cocineros que aquello es un desastre y que espabilen, coño.
Sin embargo, este espectáculo de la inanidad y la tontería parece haber tocado fondo con un programa que he tenido ocasión de ver recientemente. El título del engendro es Guerra de cupcakes, y la cadena donde se emite se llama Divinity, un canal dedicado a sembrar el universo mediático con el marujeo más nauseabudno. Por si no están familiarizados con el término, les aclaro que un cupcake viene a ser una magdalena con ciertas ínfulas en sus ingredientes y en su decoración. Pero el programa, a pesar de su título, no nos muestra escenas de dos bandos que intentan aniquilarse por el procedimiento de arrojarse pastelillos. El espectáculo consiste en dos equipos de reposteros, cada uno procedente de un rincón de la amplia geografía norteamericana, que intentan derrotarse mediante su arte en la confección de magdalenas. Lo que se dice entretenimiento en estado puro: unos tipos haciendo bizcochos y metiéndolos en el horno, y un jurado que dictamina sobre la consistencia de la masa, el sabor del relleno y la creatividad de los toppings y los frostings, todos ellos más serios que un ocho, como si en lugar de magdalenas lo que se estuviera juzgando fuesen sinfonías o pinturas al óleo.

¿Qué habría pensado mi tía-abuela Rosario (cuyas magdalenas caseras, por cierto, eran un prodigio de sencillez y sabor) ante tanta tontería y exceso? ¡Por Dios! ¿Qué habría pensado Marcel Proust?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/12/2013

domingo, 8 de diciembre de 2013

Faul y Rafael


Existe una teoría según la cual Paul McCartney murió en un accidente de tráfico en 1966. Toda la carrera posterior del Beatle sería, por tanto, un montaje, una farsa perpetrada por un doble. Incluso ha trascendido el nombre de este falso Paul (también conocido como Faul), elegido por el resto de la banda de entre los ganadores de un concurso. Su nombre real era William Campbell, y la primera referencia suya que encontramos está en la letra de With A Little Help From My Friends, segunda canción del LP Sargeant Pepper’s, que fue el siguiente del grupo y el primero en que McCartney firmaría canciones a título póstumo. Al comienzo de está canción se hace referencia a un tal Billy Shears: Billy por William, Shears («tijeras») como alusión velada al modo en que murió el auténtico Paul, decapitado cuando su Aston Martin se empotró contra la parte trasera de un camión.
En internet pueden encontrar pruebas de esta suplantación a montones: fotos de antes y después, mensajes crípticos escondidos en las grabaciones, detalles en las fundas de los discos restantes de los Beatles… Muchos atribuyen este rastro de pruebas escondidas a John Lennon, conocido amante de juegos y acertijos. Parece que John vivió siempre con el remordimiento de este engaño que se urdió con la intención de conservar con vida a la gallina de los huevos de oro, y no pudo resistirse a esta confesión indirecta al alcance únicamente de los ojos y oídos más sagaces. La famosa cubierta de Sgt Pepper’s, sin ir más lejos, está sembrada de pistas. El mismo concepto estético del álbum es el de un funeral en el que una multitud de personalidades rinden tributo al Beatle muerto. En la contracubierta, John, George y Ringo aparecen de frente, mientras que Paul le vuelve la espalda al observador, como si se dispusiera a marcharse. Si abrimos el álbum, encontramos una fotografía de los cuatro Beatles vestidos con uniformes de colores brillantes. En su brazo izquierdo, Paul luce un emblema en el que se leen las iniciales O.P.D., que corresponderían a «Oficially Pronounced Dead» («declarado oficialmente muerto”). La letra de A Day In The Life afirma: «Él se voló los sesos en un automóvil» («He blew his mind out in a car»). En Strawberry Fields Forever, una voz fantasmal y casi imperceptible susurra «I buried Paul» («Yo enterré a Paul»). En otros casos es necesario escuchar las pistas a la inversa para reconocer lamentos como «¡Paul ha muerto, lo echo tanto de menos!». El álbum blanco de los Beatles lo es porque en muchas culturas (particularmente en las orientales) el blanco es el color del duelo. Blanco es también el traje que John Lennon vistió para cruzar el paso de cebra de Abbey Road en la célebre foto, en la que, por cierto, observamos que Paul va descalzo, detalle también muy significativo. En fin, las pruebas son tantas que de nada sirvió la entrevista que McCartney (o su doble) concedió a la revista Life en 1969, en la que (parafraseando a Mark Twain) afirmó que la noticia de su muerte se había exagerado de forma considerable.
En lo que concierne a nuestro país, lo curioso de esta historia es que posee un reflejo en nuestra propia cultura popular. Entre los mitos patrios, ¿quién puede estar a la altura de un Beatle sino Raphael, el eterno y admirado Raphael, el ave fénix de nuestra historia musical contemporánea? ¿Tienen pensado asistir al concierto de esta noche? ¿Han tenido la suerte de conseguir entradas en las primeras filas? Fíjense bien en el rostro del cantante, por favor. ¿No observan los cambios sutiles que existen entre su fisonomía actual y la que tenía antes de la enfermedad a la que nos aseguran que sobrevivió? ¿Podría ser un doble? ¿Un falso Raphael que sustituyó al cantante malogrado? ¿No sería adecuado referirnos a él como Rafael, del mismo modo que el falso Paul fue bautizado como Faul?
Lo cierto es que en nuestro país nunca han faltado imitadores de Raphael (quizás Andrés Pajares haya sido el más excelso de todos ellos) y que la cirugía plástica hace milagros. No hace falta ser muy observador para darse cuenta de que el cantante ha pasado varias veces por el quirófano, y no me estoy refiriendo solamente a su trasplante de hígado. Además de eso, las pruebas se acumulan. En las últimas versiones de Yo soy aquel es posible percibir una voz de ultratumba que pronuncia un claro «no» entre «yo»  y «soy». Los últimos temas del cantante transmiten mensajes estremecedores, casi demoníacos, si se escuchan al revés. Las fotografías abundan en la teoría conspirativa si se observan con lupa. La canción «Escándalo, es un escándalo» adquiere de repente un nuevo significado.
Pero la prueba definitiva la han tenido todos ustedes en las pantallas de sus televisores, aunque quizás la hayan pasado por alto. ¿Qué otra cosa es el famoso anuncio de la Lotería de Navidad sino la despedida que han tributado a Raphael sus compañeros de profesión? ¿Cómo puede interpretarse esa soprano enlutada y rígida sino como una alegoría de la muerte? ¿Qué significa el gesto del cantante al final del anuncio, ese en el que parece estar desenroscando una bombilla mientras tararea la musiquilla de los niños de San Ildefonso («na, na, na, na»)?

Fíjense bien esta noche si asisten al concierto. Háganlo por mí. Ya me contarán. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/12/2013

viernes, 29 de noviembre de 2013

El regreso de Monty Python


El grupo de humoristas británicos Monty Python ha anunciado su regreso para el próximo verano, una única actuación que tendrá lugar en el O2 Arena de Londres. Las 20.000 entradas que salieron a la venta se agotaron en 43 segundos, lo que constituye un acontecimiento sin precedentes que solo el imperio de internet puede explicar. Lo que yo me pregunto es si los viejos Python, famosos por reírse de todo y de todos, serán capaces también de reírse de sí mismos y de este éxito masivo con el que se encuentran treinta años después de lo que se anunció como su separación definitiva, una cita a la que, por desgracia, no todos ellos van a poder acudir. Faltará Graham Chapman, el inolvidable Brian de la película, que murió en 1989. Su funeral fue precisamente una de las últimas ocasiones en las que sus cinco compañeros aparecieron juntos en público. El elogio fúnebre corrió a cargo de John Cleese, que aprovechó para parodiar el famoso sketch del loro muerto, del que él y Chapman eran coautores: «Graham ha dejado de existir. Descansa en paz, desprovisto de vida. Quiero decir que ha estirado la pata. Vamos, que la ha diñado, que se ha ido a criar malvas.» A continuación, advirtió a los concurrentes que no esperaran de él un elogio fúnebre al uso. «¡Tonterías! ¡Buen viaje tenga el muy capullo y ojalá se fría en el infierno! ¿Que por qué digo esto? Porque él nunca me perdonaría que yo desperdiciara esta gloriosa oportunidad de escandalizar a todos ustedes».
Escandalizar era precisamente la clave del humor de los Python, pero no porque sí, sino convirtiendo la comedia en una bofetada en el rostro de la conservadora y bienpensante sociedad británica. En uno de los episodios de la mítica serie Monty Python Flying Circus, todos los sketches terminan con un tipo vestido de armadura que se acerca al protagonista del chiste y le golpea la cabeza con un pollo de goma. Otras veces usan una maza y hasta una pesa de diez toneladas. No hay chiste final ni frase ingeniosa. La parodia de los Python actúa con la contundencia de un mazazo en la cabeza, nos sacude la conciencia, nos hace ver el mundo como una farsa absurda y nos enseña que no merece la pena amargarse la vida por nada, porque nada tiene mucho sentido. Always look on the bright side of life, cantaban los crucificados al final de La vida de Brian, la misma canción que cantaron los asistentes al oficio fúnebre del funeral de Chapman. «Mira siempre el lado luminoso de la vida». Crítica corrosiva, sí, y contra todo lo que se movía a su alrededor. Pero también toneladas de talento, de gracia y de ingenio. Un coro atronador de carcajadas cuyo eco no se ha extinguido todavía. Y un mensaje que no solo no ha perdido vigencia, sino que cada día tiene más actualidad: «La vida es una mierdecilla, si te paras a pensarlo. La vida es un chiste y la muerte no es más que una broma. Ya ves que todo es un show, así que no dejes de reírte por el camino. Y no olvides que tú serás el que ría el último».
Todavía no sabemos en qué consistirá el espectáculo que Monty Python nos van a regalar en este regreso momentáneo. No se lo perdonaríamos si no nos encontráramos con algunos de sus personajes de siempre, a los que algunos hemos llegado a apreciar como a ese pariente un poco chiflado que nos visita de vez en cuando y nos alegra el día con sus chistes y excentricidades: el barbero psicópata que estudia un esquema del torrente circulatorio antes de afeitar a su cliente, y cuya vocación secreta es la de ser leñador en Canadá y ejercer de travesti por las noches, el tipo que acaba de comprar un loro y descubre que se lo han vendido fiambre, el papa del Renacimiento ha encargado a Miguel Ángel un cuadro de la Última Cena y se queja porque el pintor ha decidido incluir en la escena a 48 apóstoles y tres Jesucristos (los dos flacos equilibran al gordo), además de un canguro que asoma por el fondo. Por favor, que no se olviden de aquel individuo que pagaba por tener una discusión ni del que solicitaba una subvención estatal porque había inventado una manera rara de andar. Y tampoco de los cuatro hombres de Yorkshire, que fumaban puros y bebían brandy mientras competían por ver quién había pasado más penurias en su infancia: «Pues a mí me obligaban a levantarme a las diez de la noche, media hora antes de irme a la cama. Desayunaba una taza de ácido sulfúrico, trabajaba veintinueve horas al día y encima tenía que pagarle al dueño de la fábrica para que me permitiera ir a trabajar».

John Cleese, Eric Idle, Terry Jones, Michael Palin, Terry Gillian. Queridos, entrañables, ancianos Monty Python. Los más salvajes y canallas, los más divertidos, los mejores. No sé exactamente por qué volvéis. Quizás sea por dinero, o por aburrimiento, o para reíros de nuevo de todos nosotros. Lo único que sé es que el mundo os necesita más que nunca. Y que siempre tendréis el privilegio de ser los últimos que rían y, por tanto, los que rían mejor.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/11/2013

viernes, 22 de noviembre de 2013

Títeres


A Cospedal se le ha ocurrido que conviene reducir a la mitad el número de nuestros parlamentarios regionales, porque de ese modo se ahorrarán entre cuatro y cinco millones de euros al año. Así se votó el martes pasado en el parlamento nacional, y así quedará reflejado en nuestro estatuto de autonomía cuando se cumplan los trámites necesarios. Sostiene Cospedal que el 90% de los castellanomanchegos apoyamos esta medida. A mí nadie me ha preguntado, pero lo cierto es que son muchos millones de euros a repartir entre menos de cincuenta diputados, teniendo en cuenta, además, que desde el 1 de enero los pobrecillos no cobran un sueldo como tal. En fin, que no se entiende cómo un grupo tan reducido puede generar tantos gastos (200.000 euros por cabeza al año, si la aritmética no me falla). Dice García-Page que con esta medida se le ha asestado un tajo a la democracia. Cayo Lara insiste en que lo que hay detrás del recorte es un pucherazo electoral encubierto. Yo, sin embargo, no estoy de acuerdo con ninguno de los dos, y solo parcialmente con Cospedal. Está claro que sobran diputados. El problema es que esta vez el recorte de la presidenta se ha quedado a medio camino.
Buscando la raíz del asunto, procede echar un vistazo a nuestro sistema parlamentario. ¿En qué consiste el trabajo de un parlamentario, su labor real, aquella por la que recibe un buen sueldo y dietas sustanciosas? ¿Qué hace un miembro del congreso, un senador o un diputado regional para justificar el gasto de dinero público que se realiza en ellos? La respuesta es sencilla: aprietan botones. Les pagamos por ejercer de títeres (o de mandos a distancia humanos, si la denominación anterior resulta ofensiva). Porque lo cierto es que las decisiones políticas, las que nos afectan a todos, no se cuecen en los parlamentos, sino en la trastienda de los partidos, en esos lugares opacos donde se reúnen los comités ejecutivos. Si es usted un gran empresario, un banquero o el alto ejecutivo de una multinacional, puede que tenga una posibilidad razonable de orientar las decisiones políticas en su provecho. Si es un ciudadano de a pie, olvídese. Un parlamento es solo la puesta en escena de una idea que no existe, un modo de crear la ilusión de que entre nuestros representantes hay diálogo, acuerdo e intercambio de ideas, y que todo ello se hace en beneficio de los ciudadanos. En esta época de simulaciones, la vida parlamentaria es solo un simulacro más. Los actores de este teatro, aquellos que se proclaman nuestros representantes, se limitan a calentar el asiento en los plenos y comisiones y luego votan según les han instruido que hagan. Salvo si es víspera de puente o hay fútbol internacional. Sí, Cospedal se ha quedado corta. El recorte de diputados óptimo sería del 100%. Créanme. Todo seguiría igual.
Por otro lado, tampoco quiero convertir a los parlamentarios en cabezas de turco. Ellos no tienen la culpa si han sabido agenciarse un trabajo estupendo en un país donde uno de cada cuatro trabajadores está parado. Únicamente han conseguido obtener un beneficio del sistema. Además, no son sino la punta del iceberg. Mucho más inexplicable y costoso es ese ejército de asesores, jefecillos y cargos de libre designación de toda ralea que lastran la administración con gastos insoportables y cuya función exacta nadie conoce. Sobran funcionarios, pero nunca amiguetes. El nuestro ha sido siempre un país de amiguetes y cuñados. Y eso no hay quien lo remedie.

Isaac Asimov, que tenía sus momentos de visionario, escribió en 1955 un relato titulado Sufragio universal en el que se anticipaba la evolución de las democracias occidentales en la era de la información. Multivac, el gigantesco cerebro electrónico que lo controla todo, es quien se encarga de seleccionar al «Votante», una única persona para cada proceso electoral. En su insondable sabiduría, la computadora sabe quién es el ciudadano cuyas opiniones representan a las de la mayoría, y procede a designarlo como El Votante, convirtiéndolo así en una celebridad. Las elecciones presidenciales no se conocen por el nombre de los candidatos, sino por el del Votante, que será celebrado o denostado según las consecuencias de su decisión. Sin embargo, al final del relato comprendemos que este ciudadano nunca llega a consumar voto alguno, sino que se limita a responder a las preguntas de un cuestionario que Multivac interpreta. Nosotros, de momento, sí votamos, pero nuestro voto es poco más que un gesto simbólico, o si me apuran un modo de descargar en la masa la responsabilidad del gobernante de turno. Son los partidos los que interpretan nuestra voluntad, normalmente según sus intereses y los de quienes los sustentan. No se engañen. Nuestros representantes distan de representarnos. Nuestra democracia no es un gobierno del pueblo, por mucho que la etimología de su nombre afirme lo contrario. Sin embargo, nos dicen que es el menos malo de todos los sistemas posibles. Pero ¿de verdad es así?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/11/2013

lunes, 18 de noviembre de 2013

La Ley de Murphy 2


UNA NUEVA ENTREGA DE LOS ARTÍCULOS DE ELOY M. CEBRIÁN 
RECOPILADOS EN FORMATO DE LIBRO.

¿Nunca han pensado en la conveniencia de trasladarse a vivir a unos grandes almacenes? ¿Alguna vez han tenido la sensación de que la jornada que están viviendo ya la habían vivido? ¿Cómo actuarían si un terremoto los sorprendiera sentados en la taza del váter? ¿Es cierto que en cierta calle de la ciudad de Albacete se han visto sirenas de carne y hueso? ¿Qué se puede hacer si descubren que su programa antivirus ha asumido el control de su ordenador y de su vida?

La Ley de Murphy, título de mi columna semanal en La Tribuna de Albacete, es mi habitación de juegos, un cuarto con paredes de cristal para que los lectores puedan verme, lo que hace que todo sea mucho más entretenido. Al escribir estos textos trato de despojarme de toda retórica y artificio. Quiero divertir y divertirme, lo que no significa que estos artículos sean ajenos a la literatura, porque no hay ejercicio literario más difícil que el de la sencillez.

12 x 19 cm, 160 páginas
ISBN: 978-84-616-5982-1
Cubierta de Eulalio Molina
Comprar en IberLibro
También a la venta en librería Circus de Albacete (Cl. Isaac Peral)

Barberos

 

Hará cosa de un año, mi amiga me convenció para que me dejara el pelo largo. Mi sorpresa fue descubrir que no me sentaba mal del todo. Incluso me tapaba cierta tonsura que me confería un aspecto equívocamente monacal y dejaba desprotegida mi coronilla, lugar de donde emanan la mayor parte de mis ideas. Pronto me reconcilié con mi nueva imagen de señor vedijoso con perilla y sobrepeso. No sé si me daba más aspecto de escritor, pero desde luego podría pasar en cualquier sitio por cantante de ópera. En mi reciente boda, sin ir más lejos, hice playback con el brindis de La Traviata y hubo gente que se acercó luego para felicitarme por lo bien que había cantado. Pero volvamos a mis vedijas. Decía que me gusta llevar el pelo largo. Sin embargo, echo mucho de menos a mi peluquero.
De crío odiaba a los barberos. La peluquería era para mí un antro de aburrimiento infinito. Había que esperar durante horas antes de que repararan en ti, y cuando por fin el barbero se dignaba dedicarte su atención, el servicio se convertía en un suplicio insoportable. Además de la inmovilidad forzosa, estaba el pánico a perder una oreja, lo que ha constituido la amenazada tradicional de todos los peluqueros desde aquellos «tonsores» que rapaban a los romanos. De hecho, hubo en mi infancia cierto peluquero que muy cerca estuvo de consumar mi desorejamiento. Juro que yo no me había movido ni un milímetro, pero aun así mi oreja acabó con un fragmento desgajado mientras yo sangraba profusamente por la herida (todavía conservo la cicatriz, por si alguien pone en duda mi palabra). Pero no necesito recurrir a ese recuerdo sangriento y traumático para rememorar mi aversión infantil por los barberos. Me basta con recordar el aburrimiento mortal del proceso y el escozor cutáneo con el que se consumaba, sobre todo por la parte posterior del pescuezo, cuando el barbero te «hacía el cuello» tras obligarte a mantener la barbilla clavada en el pecho durante un lapso de tiempo interminable. Y aquella manía de preguntarte si te gustaba el fútbol, y su cara de lástima cuando le contestabas que no, como si estuviera pensando «este crío es tonto». Y luego te mirabas al espejo y apenas lograbas reconocerte en ese bobalicón pelicorto que provocaba la aprobación de su madre y las dolorosas collejas de sus compañeros de clase. Y por último a esperar a que la naturaleza hiciera su trabajo y te devolviera un aspecto más acorde con los cánones estéticos de la época (Los Diablos, Fórmula V, Rumba 3), aunque ello conduciría indefectiblemente a una nueva visita forzosa a la peluquería, el círculo infernal al que éramos sometidos todos los niños del tardofranquismo.
Pero todo eso era hace mucho tiempo, en la infancia. Porque más tarde descubrí que ir a la peluquería no tiene por qué ser una obligación ingrata. El cambio lo desencadenó mi actual peluquero, que si la memoria no me falla lo ha sido durante los últimos 25 años. Con él descubrí que un buen barbero es también un cómplice, un confidente y hasta un terapeuta. Cómplice porque siempre aprueba tus opiniones y te muestra su adhesión sin fisuras, ya sean sobre política o sobre la vida en general. Confidente porque el sillón de la peluquería tiene algo de confesionario, y sin darse cuenta uno empieza a soltar todo lo que le ronda por la cabeza, hipnotizado tal vez por el chaschás de las tijeras y por la caricia del peine. Y también psicoanalista, lo que está íntimamente unido al asunto de las confidencias. A fin de cuentas, mientras te miras a los ojos en el gran espejo de la peluquería, tienes la sensación de estar entablando un soliloquio contigo mismo, por lo que el corte de pelo tiene tanto de costumbre cosmética como de terapia introspectiva.

Estoy convencido de que un peluquero ha de ser también un amigo. Al menos, con el tiempo se convierte en tal, pues no en vano uno deja a su merced algunas de las partes más vulnerables de su anatomía. Y si ese proceso de amistad y confianza crecientes no se da, lo mejor es cambiar de barbero. Lo comprobé en una ocasión, la única en que he traicionado a mi peluquero de tantos años, y no por decisión propia, sino porque él estaba de vacaciones. El caso es que elegí una peluquería al azar para salir del trance. Y fue horrible. Y no es que el tipo aquel me cortara el pelo mal del todo, sino porque su conversación resultó ser una retahíla de las afirmaciones más fascistas y xenófobas que he oído fuera de un debate de Intereconomía. «¿Qué hago?», me dije al darme cuenta de que estaba en manos de un psicópata o de un miembro del Ku Klus Klan. «¿Le llevo la contraria?» En otras circunstancias es lo que habría hecho, y muy airadamente. Pero al constatar las tijeras y la navaja revoloteando el torno a mi cuello, decidí dejarlo correr. Y (para mi vergüenza) creo que en algún momento hasta le di la razón. Qué diferencia con las suaves maneras y las inofensivas opiniones de mi peluquero de toda la vida, a quien ni siquiera le gusta el fútbol, y en cuyas manos pongo sin dudarlo mi carótida, mis dos orejas y hasta mis pensamientos más profundos. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 15/11/2013


viernes, 8 de noviembre de 2013

Bicicletas


Raro es el ayuntamiento que no lanza de vez en cuando su campaña para fomentar el uso de la bici. Son campañas progres que visten mucho y comprometen a poco. Pero los ciclistas se siguen quejando de la falta de carriles bici, de que los pocos que se habilitan son invadidos por coches mal aparcados y peatones, de que los conductores los acoquinan y los viandantes los insultan, y de otras muchas calamidades inherentes al uso de las dos ruedas en un país como el nuestro, que se las da de moderno pero sigue teniendo un alma un tanto cafre, para qué nos vamos a engañar.
Creo que casi todos hemos intentado en su momento ir en bici. Yo también me compré la mía, pero pasaba tanto miedo montado en ella que acabé condenándola al trastero. Más tarde me la llevé al pueblo, pero las cuestas me agotaban de tal modo que la sepulté en las profundidades de la cochera, donde supongo que todavía languidece esperando a un dueño más animoso. Por mi escasa experiencia de ciclista, coincido en que nuestras ciudades (nuestra ciudad, en concreto) no está pensada para el uso de este ecológico y cardiosaludable medio de transporte. También es cierto que muchos conductores miden su virilidad en caballos de potencia y van avasallando a diestro y siniestro, alardeando a partes iguales de mala leche y desprecio por las normas de tráfico. Ahora bien, creo que el colectivo ciclista haría bien en realizar un examen de conciencia, porque muchos comportamientos al manillar no son precisamente un ejemplo de civismo y de respeto al código de la circulación, y antes de levantar la voz conviene tener los deberes acabados y la conciencia tranquila.
En esencia, un ciclista es un ciudadano que sufre una curiosa disociación: hay veces que se cree peatón y otras que se cree conductor, mutación que puede llegar a experimentar varias veces en un mismo trayecto según las condiciones de la vía o simplemente por capricho. Muchos ciclistas (y no necesariamente los más jóvenes) alternan la calzada con la acera según les conviene, por ejemplo cuando el tráfico es denso, los coches están detenidos o se encuentran de cara una señal de dirección prohibida. Aunque hay una reforma a la vuelta de la esquina, de momento ni el código general vigente ni nuestras ordenanzas municipales permiten a un ciclista circular por la acera siempre que exista una calzada transitable. Sí que están autorizados a hacerlo en zonas peatonales, cosa que muchos viandantes ignoran. Sin embargo, las normas hacen hincapié en que deben circular extremando la precaución y a una velocidad muy moderada, así como bajarse de la bici si la densidad de peatones así lo aconseja.
No sé cuál será su experiencia al respecto, pero yo he sido rebasado muchas veces por ciclistas cuando caminaba por aceras y calles peatonales. He visto pasar las bicis como una exhalación a centímetros de mis tiernas carnes de viandante de mediana edad, y acto seguido me he preguntado que habría pasado si un instante antes me hubiera dado por cambiar de dirección o por alterar mínimamente mi trayectoria. En esos casos me veo a mí mismo como esos vejetes que levantan su bastón y lanzan imprecaciones contra las madres de los ciclistas temerarios. Y no es para menos. Otras veces veo cómo se aproximan de frente, sorteando vertiginosamente a peatones de todas las edades (ancianos, niños, madres con carritos) como si se trataran de los obstáculos de un enloquecido videojuego. Dudo mucho que cuando las autoridades municipales recomiendan el uso de la bici se refieran a esto.
Pero no queda aquí la cosa, porque falta hablar del comportamiento de numerosos ciclistas por las calzadas de la ciudad. Antes mencioné que los usuarios de la bici alternan los roles de conductor y de peatón a capricho. El problema es que a veces se creen en un territorio intermedio donde parecen no existir las normas que rigen para unos y para los otros. ¿Cuántas veces hemos visto a un ciclista saltarse un disco rojo, como si los semáforos no existieran para ellos? ¿Y qué me dicen de esa imagen cotidiana del ciclista circulando en dirección prohibida, a veces por calles estrechas, con total desprecio por su seguridad y la de los demás?

Hace poco se difundió la noticia de que en ciertas regiones de España (ejem, en Cataluña) hay ciclistas que están equipando sus bicis con cámaras para grabar los abusos e infracciones de los conductores. Luego les entregan los vídeos a los mossos para que multen a ese conductor que no ha respetado la preferencia o los ha adelantado pisando una línea continua. El tufillo acusica (por no decir fascistoide) de semejante proceder me parece más que despreciable. ¿Qué pasaría si grabáramos con nuestros móviles a todo ciclista que se salte a la torera una norma de la circulación? ¿Cómo les sentaría, con lo diligentes que son ellos para denunciar agravios? ¿Eh?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 8/11/2013

viernes, 1 de noviembre de 2013

Amanecismo


Se cumplen 25 años del rodaje de Amanece, que no es poco y volvemos a encontrarnos la película de Cuerda hasta en la sopa, igual que ocurrió en su 20 aniversario. Creo recordar que por entonces Abycine la proyectó en su gala de clausura, a la que asistí. No estoy seguro de si se había anunciado así o se trató solamente de un rumor, pero todo el mundo daba por hecho que vendrían el director de la cinta y los chicos de Muchachada Nui, que no tienen nada que ver con la película, pero de cuyo humor surrealista y manchego se declaran deudores. Al final ni Cuerda ni los chanantes se dejaron caer. Sencillamente se proyectó la película (en vídeo, por cierto) y a casa. Esa fue la segunda vez que yo la vi después de su estreno. Y me gustó aún menos que en la primera ocasión. Y conste que asumo el riesgo de expresar semejante opinión pese a su más que probable impopularidad. Pero esto, amigos, es una columna de opinión, y así es como funcionan estas cosas.
Sin entrar a fondo en las causas, la realidad es que Amanece, que no es poco se ha convertido en una seña de nuestra identidad regional (como muy certeramente han olfateado algunos políticos). Es más, se ha convertido en una película de culto. Y eso quiere decir que cuenta con devotos que se citan para proyectarla en sesiones colectivas a las que asisten tocados con una gorra de motorista o con un tricornio de la guardia civil, que la citan constantemente, que intercambian anécdotas sobre su realización y que incluso acuden en peregrinación a los pueblos de nuestra sierra donde fue rodada. Este «frikismo» no es en esencia muy distinto del que provocan filmes como Star Wars o El Señor de los Anillos, y posee incluso su propia denominación: «amanecismo». Para un «amanecista» de pro, la película de Cuerda es mucho más que una cinta de humor. Es una Biblia en celuloide que encierra una filosofía y una visión del mundo. Y si me apuran hasta una religión. Para muchos, Frodo, Gandalf y Darth Vader son mucho más que personajes del cine de aventuras. Son arquetipos en los que podemos encontrar explicaciones a las preguntas más profundas que se formula la humanidad. Pues algo parecido ocurre con el sargento Gutiérrez, con el suicida, con el negro Ngué Ndomo («¡coño, el negro!) y con el señor que le pedía a su hijo que lo respetara, porque «un hombre en la cama es un hombre en la cama».
En su momento, acudí al estreno con la misma expectación que cualquier otro albaceteño. O puede que con algo más. No en vano me crié en Aýna, donde mi padre era maestro (aunque no cantaba), y algunos de los secundarios de la película habían sido actores principales en los lejanos días de mi infancia. Sin embargo, la película me decepcionó terriblemente. La encontré pretenciosa y poco inspirada. Me pareció que su guión consistía en una mera sucesión de viñetas o sketches que no conducía a ningún sitio, y que su humor absurdo, del que tanto se ha hablado después, no tenía demasiada gracia. En esencia, no era muy distinta de astracanadas falleras como Con el culo al aire, película dirigida por Carles Mira cinco años antes que, si me apuran, tenía más gracia que la de Cuerda. Y no es que tenga nada en contra del director de Albacete. Algunas películas suyas me han parecido excelentes, y me refiero concretamente a El bosque animado y La Marrana, en las que sí que encontré una historia y un poso lírico del que (siempre en mi opinión) carece Amanece que no es poco. En conjunto, lo considero un creador sólido y culto que sabe ser gamberro cuando toca. En Amanece…, sin embargo, no vi otra cosa que una broma excesivamente prolongada, una sucesión de humoradas que ni siquiera me resultaba novedosa, pues ya había visto la mayoría en aquel mediometraje titulado Total que Cuerda había realizado para la televisión unos años antes, y que encontré mucho más original y divertido que la película posterior.
Pero pasaron los años y asistí a la elevación de Amanece… a los altares de la cinefilia y de la alta cultura y, como suele ocurrirme en estos casos, comencé a dudar de si la culpa no sería mía. A lo mejor el problema era mi falta de sensibilidad para captar los matices y significados ocultos de la película, cuyos diálogos comenzaban a citarse como si fueran El Quijote («¡Alcalde, todos somos contingentes, pero tú eres necesario!», «¡De orden del señor cura, se hace saber que Dios es uno y trinoooo»). Así pues, volví a intentarlo en esa proyección conmemorativa de Abycine, pero con idéntico resultado. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué seguía ciego para la grandeza de aquella película, que me pareció igual de insípida y aburrida que la primera vez que la vi? El caso es que, después de mucho cavilar, he desarrollado una hipótesis que me atrevo a aventurar aquí: el secreto de Amanece, que no es poco radica en que se parece mucho a la vida. Igual que la vida, la película de Cuerda es absurda y tiene poca gracia, y tan solo adquiere significado y valor después, es decir, cuando se cuenta.


Publicado en La Tribuna de Albacete el 1/11/2013

martes, 29 de octubre de 2013

Leaving Las Vegas

      
Las Vegas es la ciudad a la que nunca se regresa. Y la Interestatal 15 la única autopista del mundo que no conduce a ningún sitio. Porque (es un secreto a voces) Las Vegas es solo un espejismo en medio del desierto. Hace dos días aterricé en un aeropuerto nocturno, un no lugar dentro de un no lugar. Era una terminal enorme y desnuda de viajeros. Pero había máquinas tragaperras por todas partes, y algunos jugadores que parecían congelados ante ellas. ¿Qué hacían allí en mitad de la noche, incongruentes como las imágenes de un sueño? Pero enseguida descubrí que Las Vegas es el reino de los sueños y de las incongruencias. Dicen que en los hoteles más lujosos hay habitaciones que tienen cascadas en su interior. Y anoche yo mismo vi un gran acuario infestado de tiburones dentro del cual había un tobogán de plástico por el que los bañistas se deslizaban hasta la piscina. Aunque ahora no estoy seguro de si lo vi o lo soñé. Porque todo en Las Vegas parece teñido de irrealidad, como esos jugadores solitarios del aeropuerto, o los individuos que me salen al paso en las atestadas aceras de la avenida que llaman “The Strip”. Son tipos granujientos que reparten cromos de mujeres desnudas que resultan ser anuncios de prostitutas. Hasta las putas son irreales en Las Vegas, aunque sus emisarios me aseguran que las fotos son reales, y que incluso puedo examinar su certificado médico.
      He aquí una ciudad de sueños y de pesadillas. “Soy demasiado feo para prostituirme”, reza el cartel de un joven mendigo. Más allá veo a un Elvis zarrapastroso que se fotografía con los turistas. Junto a él, dos chicas de aspecto adolescente que se cubren únicamente con plumas y lentejuelas, y que seguramente anuncian algún espectáculo o casino. En el hotel donde duermo todos los ascensores y las escaleras mecánicas terminan en el casino. Si quiero desayunar o comprar un souvenir me veo obligado a cruzar el casino, porque todo aquí está más allá del casino, laberinto de luces parpadeantes y música estridente del que nunca se logra salir. Un joven alto y trajeado me coloca una pulsera de papel y me asegura que puedo beber todo lo que quiera con tal de que apueste mi dinero mientras lo hago. Para mí estás máquinas son como un jeroglífico egipcio, pero veo la foto de una mujer con aspecto de ama de casa que obtuvo un jackpot de cuatro millones de dólares que exhibe en forma de cheque gigantesco. Otro sueño de Las Vegas. Y yo sigo sin cenar, porque no logro encontrar la salida del laberinto, y me detengo ante las mesas de póquer, de black jack y de ruleta, donde crupiers exhiben sus pechos brillantes y siliconados ante las narices de los jugadores, y las pole dancers ejecutan acrobacias encaramadas a sus barras plateadas. Yo miro con disimulo y sigo hambriento, y sé que nunca lograré encontrar la salida de este laberinto de aire acondicionado y neón.

      Ante una capilla donde se celebran bodas exhiben un descapotable de color rosa. Por unos cientos de dólares pueden casarte sentado en el Cadillac de Elvis, o si lo deseas en tu propio coche, sin necesidad de bajarte, como en el “drive-thru” de un McDonald’s. Asisto a la erupción de un volcán en el jardín de un hotel. Paseo por una calle de la antigua Roma bajo un techo pintado de nubes. Luego contemplo a las parejas navegando en góndola por los canales de una falsa Venecia escondida en las tripas de un hotel. Las Vegas sueña con el viejo mundo, pero su sueño es estridente y desmesurado. Huele a especulación inmobiliaria, a corrupción y a dinero fácil. Es el sueño de un gángster, del que por fin despierto para encontrarme en un autobús que cruza el desierto. Viajo hacia el oeste, camino de California, donde quizás los sueños sean más tangibles. A mi espalda, la ciudad de los casinos y los neones se desvanece bajo el sol de la mañana. Y sé que nunca regresaré a Las Vegas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/10/2013

viernes, 18 de octubre de 2013

Una moneda de plata


Mañana me caso. ¿Quién me iba a decir que iba a volver a vestirme de novio con mi casi medio siglo a la espalda? Pero la vida no deja de sorprenderle a uno. Y algunas de esas sorpresas son incluso felices. En general, los preparativos de esta boda han resultado agradables. No ha habido nervios ni discrepancias ni interferencias familiares ni tensiones de ningún género. Hemos elegido el Ayuntamiento de Chinchilla para celebrar el acto, porque de ese modo añadiremos al enlace el placer de que nos case Arturo Tendero, gran poeta, mejor amigo y encima alcalde. Y resulta que mi regalo para los invitados será una recopilación de estos artículos que voy publicando semana tras semana. Ya se habrán dado cuenta de que lo que suelo contar en ellos son historias extraídas de mi propia vida. A poco que me hayan seguido, también habrán comprobado la presencia recurrente de un segundo personaje al que yo he dado en llamar «mi amiga». La conocieron cuando les conté que había dejado caer su flamante smartphone por la taza del váter, lo que a mis ojos le hizo ganar muchos puntos en belleza y encanto (y eso que ya andaba sobrada de ambas cosas). También supieron de su manía por embarcarme en imposibles trabajos de bricolaje, trabajos que casi siempre acaban en catástrofe. Les conté que se las ingenió para hacerme participar dos años consecutivos en la cabalgata de Feria ataviado de manchegazo de pies a cabeza. E incluso para emprender una inolvidable excursión al parque Warner en compañía de sus dos gemelas y de mi hijo post-adolescente, que todavía no me lo ha perdonado. Creo que la última noticia que tuvieron de ella fue la de su peculiar mudanza a base de empujar carritos de supermercado por esas calles de Dios. Ya les dije que había participado activamente en esa mudanza. Lo que omití fue que esa mudanza era también la mía.
Creo que ya habrán adivinado que «mi amiga» es en realidad mi novia, la mujer con la que me caso mañana en Chinchilla. Sé que no es este el lugar adecuado para contar intimidades (aunque seguramente ya me habré saltado ese principio unas cuantas veces). Pero no me resisto a la tentación de contarles una nueva historia sobre esta amiga que dentro de unas horas se convertirá en mi esposa. Empieza hace casi catorce años, con un relato que escribí inspirándome en una historia que Jorge Luis Borges esboza en su libro Atlas. En ella conocemos a un soldado que recupera la conciencia tras ser herido en una batalla. Al despertar, se da cuenta de que no es capaz de recordar quién es ni cómo ha llegado hasta allí. Su memoria está tan vacía como la de un niño recién nacido. Penosamente, se arrastra hasta un riachuelo para saciar su sed y lavar sus heridas. A continuación emprende un vagabundeo a través de un desierto sin fin. Cuando está muy cerca de rendirse y dejarse morir, es recogido por unos extraños mercaderes de ojos oblicuos que montan dromedarios. Ellos lo llevan hasta una tierra vastísima que se halla al oriente del oriente. Allí, fiel a su destino guerrero, vende su espada como mercenario. Estas eran las últimas líneas del relato:
«En esta mi historia —acaso en todas las historias de los hombres— tan solo el principio y el final importan, ya que el resto se reduce a un brevísimo intervalo en el vacío. Baste, pues, con decir que sobreviví a muchas otras batallas y que numerosas fueron las ocasiones en que mis armas se tiñeron de sangre y de gloria. El inevitable desenlace no ocurrió hasta muchos años después, cuando, tras regresar victorioso de una expedición contra un reino enemigo, recibí con mi parte del botín una bolsa llena de monedas. Entre ellas había una extraña pieza de plata, una moneda extranjera de la cual no pude apartar la vista. En su anverso, vi representado a un hombre joven de rizados cabellos; dos cuernos de carnero brotaban de sus sienes. Al cabo, noté el calor de las lágrimas sobre mi rostro.
—¿Qué te ocurre? —preguntó mi capitán—. ¿Te atormenta alguna antigua herida?
Negué con la cabeza y le mostré mi hallazgo.
—Contempla esta moneda —repuse con la voz rota por el llanto—. Es un tetradracma de plata que yo mismo ordené acuñar para celebrar mi victoria sobre el rey de Persia en Gaugamela, cuando todavía era Alejandro de Macedonia y el Asia entera se estremecía al oír mi nombre.»
Y ahora se estarán preguntando qué tiene que ver toda esta literatura con mi novia y con mi boda. Pues bien, ocurre que moneda de plata con la efigie de Alejandro Magno, la que encontré por vez primera en un libro del maestro Borges y evoqué en el cuento que les acabo de resumir, volvió a aparecer en mi vida. Inevitablemente, colgaba del cuello de la mujer que iba a cambiarlo todo, la mujer con la que contraigo matrimonio mañana. Algunas veces da la impresión de que la vida tenga sentido, de que si prestamos atención a las señales, acabaremos por encontrar el camino correcto.
Mañana brindaré por ustedes.


La Tribuna de Albacete, 18/10/2013

lunes, 14 de octubre de 2013

Simulacros

 

Recuerdo que en mis años de facultad estaba muy de moda cierto ensayo titulado Cultura y simulacro, del filósofo francés Jean Baudrillard. Simplificando mucho, lo que Baudrillard venía a decir era que en la sociedad posmoderna se tiende a sustituir lo real por simulaciones o simulacros de la realidad. Para ilustrar su tesis, el autor echaba mano de un célebre relato de Borges titulado Del rigor en la ciencia, en el que se evoca un país donde la ciencia de la cartografía ha alcanzado tal grado de exactitud que los mapas son del mismo tamaño que los territorios que retratan. Así pues, resulta imposible distinguir el mapa del territorio, el objeto real del simulacro. La idea es sugestiva y aplicable a casi todos los aspectos de esta realidad que cada vez lleva más camino de convertirse en «hiperrealidad». Con todo, dudo que al publicar su libro Baudillard tuviera siquiera un atisbo del alcance que su teoría llegaría a cobrar en esta posmodernidad de la posmodernidad que ahora vivimos.
La realidad nos inquieta, nos da miedo, incluso asco. Cada vez nos sentimos más limitados en el mundo tangible y más cómodos en el mundo de los simulacros. Encerrados en sus casas, los niños pasan los fines de semana jugando con sus consolas. La que más les gusta es la wii, porque simula los juegos y deportes que antes se practicaban al aire libre, cuando las calles no eran todavía peligrosas. Mientras tanto, sus padres imaginan que tienen una vida social a través del Facebook, donde las relaciones son fáciles y agradables, sin los riesgos del grosero cara a cara. Algunos incluso han sustituido el sexo por un simulacro de sexo a través de la web. Baudillard nunca imaginó la dimensión que su teoría llegaría a alcanzar gracias a la popularización de la informática doméstica. El mundo se ha convertido en un laberinto de simulacros. La realidad queda en segundo plano, se desdibuja, desaparece. Casi todas las cartas son ahora e-mails, el ligoteo en bares y discotecas ha dado paso al e-dating, el libro de papel se ha convertido en e-book. Y ahora el cigarrillo de toda la vida se ha trasmutado en e-cigarette.
Las tiendas de cigarrillos electrónicos han surgido de un modo misterioso, casi de la noche a la mañana, como si de una confabulación se tratase. Al lado del instituto donde trabajo han abierto uno de estos extraños establecimientos, dos esquinas más allá hay otro, y me informan de la existencia de varios más diseminados por toda la ciudad. «¿Fumas o vapeas?», nos preguntan misteriosamente en los carteles publicitarios de los escaparates. Y aunque uno no haga ni una cosa ni la otra, el curioso neologismo le empuja a contemplar el género. Lo que venden es una mezcla entre boquilla y pluma estilográfica, junto con unas botellitas adornadas con dibujos de frutas. Nos informamos en el interior y resulta que las boquillas esconden una diminuta fuente de energía que se carga mediante una conexión USB, y que sirve para convertir en vapor el contenido de las botellitas. Así pues, uno puede aspirar vapor aromatizado dondequiera que se le antoje. Viene a ser como una cachimba portátil, pero sin cachimba. Pero lo más curioso es lo que las botellitas del mejunje fumable contienen nicotina en distintas concentraciones. Y entonces es cuando comprendemos que estamos ante el invento del siglo: nuestra legislación no prohíbe la inhalación y exhalación de vapor en locales públicos, de modo que los fumadores pueden ponerse ciegos a nicotina sin infringir ley alguna ni pasar frío en la puerta. Y luego está el aspecto terapéutico: podemos comprar el mejunje (que por cierto se denomina e-líquido) con concentraciones decrecientes de nicotina, hasta que llegue un día en que el contenido de nicotina sea cero y el vapeo se vuelva completamente inocuo. Por si fuera poco, podemos incluso comprarlo con sabor a tabaco, lo que viene a ser como tomarse una cocacola light sin cafeína (otro buen ejemplo de simulacro, por cierto).
Dejé de fumar hace catorce años. Mi hábito era compulsivo y mi adicción muy fuerte. Lo conseguí a la tercera y me costó horrores. En su momento, saludé la ley antitabaco como un progreso de nuestra sociedad. Ahora me vienen con esto del vapeo y no puedo dejar de imaginar los bares y restaurantes inundados por espesas nubes de vapor de aromas frutales, algo así como grandes baños turcos perfumados. Y ya no sé lo que es peor. Porque los efectos nocivos del consumo de tabaco (activo y pasivo) ya los conocemos bien. Todos hemos visto en las cajetillas las fotos de dientes negros y bronquios arrasados. Los efectos del vapeo, sin embargo, todavía no se han estudiado a fondo, aunque creo que el principal es muy evidente: uno debe de sentirse muy gilipollas chupando ese artilugio en público.

Por cierto, al lado de la tienda de cigarrillos de vapor han abierto otra en la que venden complementos dietéticos para culturistas, es decir, simulacros de auténtica comida. Menos mal que al otro lado hay una tienda de bicicletas de las de verdad.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/10/2013

viernes, 4 de octubre de 2013

La vida en sordina


Por aquello de que existe un día de casi todo, el sábado pasado tocó celebrar el día internacional de las personas sordas, lo que queda mucho más fino que decir «el día internacional de los sordos», y más corto que «día internacional de los sordos y las sordas». Y nada más lejos de mi ánimo que ironizar sobre ello, porque de vez en cuando es necesario poner bajo el foco de la actualidad los problemas de un colectivo humano, sobre todo cuando uno se libra de las clásicas señoras haciendo la cuestación por la calle, imagen tan propia del Régimen que aún me sorprende que sobreviva en determinadas fechas. Pero volvamos a las personas sordas. ¿Qué se entiende por sordo? ¿Son sordos solamente aquellos que nacen privados del sentido del oído y tienen, por tanto, graves problemas para adquirir el lenguaje? ¿Qué hay de los míos, los que siempre hemos oído mal y cada vez oímos peor? ¿Entramos nosotros también en la categoría de «personas sordas» o deberíamos reclamar el día internacional de las personas duras de oído?
Hay una novela del humorista británico David Lodge que debería leer todo aquel que quiera comprender el mundo de los sordos parciales. Se titula La vida en sordina, y su protagonista es el profesor universitario Desmond Bates, que disfruta de una jubilación anticipada pero sufre de una sordera progresiva que cada vez le complica más la existencia. Una de las cosas que más fastidian a Bates es el hecho de que todo el mundo se compadece de un ciego, de un parapléjico o de alguien que sufre una discapacidad visible. Sin embargo, el sordo (o el medio sordo) se ha considerado tradicionalmente una figura cómica, el candidato ideal para protagonizar un chiste. Mi abuela ya me contaba aquello de «¿Esta leche es leche buena? Sí, y mañana Navidad.» Y nadie de mis años ha olvidado al abuelo de la familia Cebolleta, el que contaba batallitas, llevaba el pie vendado por la gota y gastaba trompetilla. La gran tragedia del medio sordo (o «teniente») es que su limitación a menudo se confunde con idiotez. La mayoría de la gente corre a ayudar a un ciego con problemas para cruzar la calle. Pero si alguien nos pide que le repitamos lo que acabamos de decir, nos impacientamos y lo tildamos de torpe en nuestro fuero interno.
Mi padre está totalmente sordo del oído derecho por culpa de una enfermedad infantil. Cuando conducía, resultaba inútil hablarle, incluso peligroso, porque podía sobresaltarse si se le levantaba la voz. Con los años sus problemas se han acentuado de forma considerable. Confieso que muchas veces me he impacientado hablando con él. «¿Qué, qué?» «No, nada, nada». Y cuando llamo por teléfono, pregunto directamente por mi madre. Habituado a este trato discriminatorio, creo que mi padre ha acabado por sacar ventaja de la situación, pues se libra de muchas conversaciones idiotas y se refugia en la tranquilidad de sus libros (entre ellos La vida en sordina, que le regalé hace años). Sin embargo, ahora comprendo lo injusto y desconsiderado de mi actitud.
Pero parece que existe una justicia cósmica, porque a mis casi cincuenta años, también yo me encuentro aquejado de una pérdida acústica galopante, y empiezo a sufrir en carne propia los problemas de mi padre y de otros hipoacúsicos parciales. Cuando me hablan en ambientes ruidosos, soy incapaz de entender prácticamente nada. En situaciones sociales me he convertido en una auténtica nulidad, pues prefiero asentir y sonreír antes que pedirles a mis interlocutores que me repitan sus frases dos o tres veces (ya saben, el miedo del sordo a quedar como un idiota). Con frecuencia pierdo el hilo de las conversaciones y trato de recuperarlo a la desesperada captando palabras sueltas aquí y allá, estrategia que casi nunca funciona. La televisión atruena por las noches en mi casa, pues de otro modo no consigo seguir los diálogos. Y para mí el cine es siempre subtitulado, pues me veo obligado a usar los subtítulos de los DVD si no quiero perderme a mitad del argumento.
Pero la peor parte es la que corresponde a mi vida profesional. Una sordera incipiente es un problema en cualquier actividad, pero para un profesor de idiomas, como es mi caso, puede ser trágico. No entiendo a mis alumnos cuando me hablan en inglés. No sé si lo que dicen es correcto o no y, lo que es peor, nunca puedo estar seguro de si la culpa es suya o mía. A principios de curso siempre les pido que me hablen fuerte y claro, pero enseguida lo olvidan. Y no hay ambiente con más contaminación acústica que un aula, donde el runrún de las animadas conversaciones de los alumnos es el incesante fondo sonoro en el que se desarrolla nuestro trabajo. Casi siempre tengo que pedirles que me repitan lo que acaban de decir. Uno de ellos se dirige a mí, los demás hablan con sus compañeros y yo no entiendo nada de nada.

Y este es el drama de quienes vivimos nuestras vidas en sordina, de quienes somos aspirantes a abuelos Cebolleta, de quienes nunca sabemos si nos están llamando sordos o gordos, de quienes, en fin, jamás disfrutaremos de un día internacional para nosotros solos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/10/2013