La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

jueves, 28 de mayo de 2009

The Matrix has you

A Neo, el héroe de la película Matrix, le aparece en la pantalla de su ordenador aquello de The Matrix has you («Matrix te tiene»). Luego se da cuenta de que la realidad no es más que un simulacro creado por un súper programa informático. Y resulta que todos vivimos dentro de ese simulacro, formamos parte de él. La alegoría es apasionante porque tiene mucho de real. Google has you. Me imagino que todos ustedes han probado a buscarse en internet. Hay quien, sin confesarlo, lo hace varias veces al día. Una antigua alumna me dijo que desconfía de todo aquel que no esté en Google, pues le parece que tiene algo que ocultar. Yo no iría tan lejos, porque, a diferencia de esta chica, he vivido la mayor parte de mi vida sin ordenadores y sin internet. Pero tiene razón en que casi todos habitamos en los bancos de memoria del famoso buscador, y ello sin necesidad de ser personas públicas o conocidas. Basta con que figuremos en el directorio de nuestro lugar de trabajo, o sencillamente con que nuestro nombre aparezca en algún documento público. Probé con el nombre de mi abuelo, que murió hace más de 40 años, y lo encontré en la web de la Diputación a propósito una cuestión de lindes entre fincas. Los sabuesos de Google (cuyo nombre técnico es «arañas») llegan a todos sitios, nadie escapa. Son como los agentes de Matrix, esos tipos con trajes oscuros y gafas de sol que en realidad no eran otra cosa que programas de ordenador, aunque con muy mala leche.

Tengo un viejo amigo que vive y trabaja en Valencia. No nos vemos mucho, pero seguimos en contacto gracias al correo electrónico. Hace poco se nos ocurrió un juego que tiene mucho que ver con lo que estoy contando. Puesto que ambos estuvimos en el mismo colegio mayor, acordamos competir para ver quién era capaz de cazar a un número mayor de antiguos condiscípulos. Se trataba de localizarlos en internet, claro, con puntos extra si además encontrábamos una foto actualizada del compañero en cuestión. Él se anotó el primer tanto al dar con Mariano, al que yo recordaba como un muchacho bastante bruto que cantaba jotas y se dirigía a todos como «maño». Había cambiado lo suyo: ahora lucía perilla y tenía un aspecto tirando a sofisticado, un poco a lo psicoanalista argentino. De hecho, se había convertido en profesor de una facultad de psicología. Yo contraataqué con el inesperado hallazgo de un compañero al que llamábamos «el Pajas», célebre por medir más de dos metros y practicar con asiduidad en vicio de Onán. No había transcurrido ni una hora cuando mi amigo dio con un tipo de Villajoyosa apodado «el Animal» por su aspecto de licántropo y sus hábitos poco higiénicos. Y con esta jugada se anotó dos puntos, pues no sólo había encontrado su foto, sino todo un vídeo en el que el antiguo «animal», ahora calvo y hecho un pincel, les mostraba a Felipe y Letizia la importante empresa chocolatera de su familia, de la que ahora es director general. Absorto como estaba en el juego, no cejé hasta dar con «el Guanche», que además de canario era feísimo por un problema agudo de prognatismo facial. Y lo sorprendente es que se había operado la mandíbula y estaba hasta guapo. Mi amigo envidó a grande con Pedro Saura, y lo tuvo fácil, porque el susodicho se ha convertido en un capitoste del PSOE y lo complicado era no encontrárselo. Había un montón de vídeos en los que hablaba y hablaba, y curiosamente sin apenas trazas de su antiguo acento murciano. Inasequible al desaliento, revolví los infinitos desvanes de Google hasta que di con Arturo Blasco, un muchacho de Castellón que por entonces estudiaba arquitectura. Pero fue un hallazgo teñido de misterio, pues todas las páginas en las que se le mencionaba estaban escritas en rumano.

No voy a revelar quién de los dos resultó vencedor en el juego, aunque sí diré que hace poco he sido yo el cazado. No hará más de dos días que recibí un e-mail de Mario Hernández, un compañero mexicano que el curso 81-82 hacía un máster en la Universidad Politécnica de Valencia. Mario y yo nos hicimos muy amigos. Llegó a pasar algún fin de semana en Albacete, y conservo algún vago recuerdo de él pegándose un filete monumental con una chica de mi pandilla (a principios de los 80 un latinoamericano todavía resultaba exótico, y las rojillas de la época se pirraban por ellos). Al cabo de 28 años sin noticias de Mario recibo este mensaje suyo, como una botella arrojada al océano de internet. Me cuenta que vive en Monterrey, que es visitador médico y que tiene esposa, tres hijos y una cotorra que se llama Ricky. También me dice que ya peina canas. Yo le contesto que estoy exactamente igual que entonces, puede que incluso algo más estilizado. El problema es que hay unas cuantas fotos mías en la red, así que dudo que se lo haya tragado.

Qué previsibles resultamos los seres humanos. Contamos con una tecnología con la que no podíamos soñar hasta hace pocos años, una auténtica tecnología del futuro, y la usamos sobre todo para bucear en nuestro pasado. The Matrix has you. Cuídense.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 29/5/2009

viernes, 22 de mayo de 2009

Habierto hasta el amanezer


Gianluca es uno de los dos jóvenes italianos que regentan la cafetería Athik, en la calle Teodoro Camino. Acudo allí casi a diario al reclamo de su excelente café y de la cordialidad de sus propietarios. ¿No les parece que uno acaba desarrollando una complicidad especial con quien le sirve el café día tras día? Se empieza hablando del tiempo y se termina hablando de casi todo, hasta que descubres que quien está al otro lado de la barra ya no es sólo un camarero, sino un verdadero amigo. No quiero omitir que Gianluca es un tipo encantador, y eso que con su metro noventa y pico de estatura, su cráneo pelado y sus aros en las orejas resultaría perfecto para representar el papel de chico malo de la película.

De películas va precisamente este artículo. Ocurre que, además de italiano y buen mozo, Gianluca es también cinéfilo, por lo que asiste con frecuencia a las proyecciones de la Filmoteca. Hace poco me contaba que le molesta encontrar tantos errores en los folletos que la Filmoteca distribuye para anunciar su programación. Se refería, en concreto, a la abundancia de erratas en los títulos originales de las películas y en sus repartos. Como ejemplo, mencionaba la película Abierto hasta el amanecer, de Robert Rodríguez, recientemente proyectada. En el folleto, su título original aparecía como From Dusk Till Down, cuando lo correcto no sería «down» sino «dawn». Roma città aperta aparecía como Roma citta aperta, sin la tilde preceptiva en italiano, igual que Non è giusto, que figuraba como Non e giusto. A Elisabetta Rocchetti la habían rebautizado como Elissabetta Rochetti, y a la pobre Margherita Buy le habían cambiado el nombre por lo menos dos veces. Yo mismo certifiqué los gazapos observados por Gianluca en la página web de la Filmoteca, con algunos hallazgos más de mi propia cosecha, como la película El cielo sobre Berlín, de Wim Wenders, que aparece como Der Himmel uber Berlin, sin la diéresis (o umlaut) en la preposición über.

Todo esto puede parecer pecatta minutta, pero no me resulta difícil ponerme en el lugar de Gianluca e imaginarme residiendo en una ciudad italiana donde se ha programado un ciclo de cine español en el que se anuncia las películas Mar adrentro, de Alexandro Amenavar, y Mugieres al borde de un ataqe de nerbios, de Piedro Aldomovar, con Carmen Miura de protagonista. Me imagino que no me sentaría muy bien leer semejantes dislates, y que mi primera idea sería que los programadores de esa hipotética filmoteca italiana no estaban demostrando un gran aprecio por mi idioma y mi cultura. Y así es exactamente como mi amigo se sentía, a pesar de que su devoción por nuestra filmoteca local. Finalmente resolvió escribirle un e-mail a la institución señalando todo esto, y sugiriendo una base de datos de internet donde se puede consultar la ficha técnica de cualquier película con todo rigor.

Pero lo verdaderamente sorprendente de este asunto es el e-mail que recibió en respuesta, una notita rezumante de chulería y mala baba en la que le agradecían su celo, aunque le mostraban su sorpresa por el hecho de que dedicara tanta atención a algo tan «desechable» como un folleto, para a continuación señalarle que en su carta usaba la palabra «error» cuando lo correcto habría sido decir «errata». Todo esto ya lo ha contado el propio Gianluca en una carta al director aparecida en este mismo diario. Con todo, como ciudadano de Albacete y persona vinculada a su mundillo cultural, no quiero dejar de sumarme al malestar de mi amigo por lo que considero un auténtico despropósito. Y he dicho malestar cuando lo adecuado sería decir cabreo, pues nada me cabrea tanto como que una institución dedicada a la cultura (una institución, recordémoslo, que todos pagamos) responda a las críticas de los ciudadanos de un modo tan cateto, con desplantes en lugar de disculpas, con la petulancia de quien no quiere reconocer los errores (que no erratas) y se presume por encima de toda crítica.

Quiero pensar que quien respondió al e-mail de Gianluca no hablaba en nombre de la Filmoteca. Prefiero imaginar que se trataba de alguien con un mal día que pasaba por allí y abrió el correo electrónico por casualidad. Porque si es así como se las gastan, les rogaría que me dieran de baja de ese eslogan de «la filmoteca de todos» que usaron en el correo de respuesta al de mi amigo. Por otro lado, es una verdadera lástima que incidentes de este tipo empañen la labor de una institución que ha trabajado mucho y bien por la cultura de Albacete, con una programación amplia, variada y de excelente calidad. En eso estamos de acuerdo Gianluca y yo, así como los miles de ciudadanos que desfilan cada temporada por el antiguo cine Capitol, y que consideran un auténtico lujo poder disfrutar de una filmoteca de semejante nivel en esta época de multisalas, deuvedés y palomitas, cuando el centro de la ciudad ha sido despojado de sus viejos y añorados cines de siempre. Confiemos en que la institución se mantenga fiel a su tradición de rigor y calidad y procure que sus folletos informativos sean en el futuro algo menos «desechables». Aunque acabo de mirar su web oficial y la película de Robert Rodríguez sigue titulándose From Dusk Till Down, que viene a ser lo mismo que Habierto hasta el amanezer. En fin, Gianluca, un macchiato, por favor.

sábado, 16 de mayo de 2009

A cañonazos no, por favor

Hace unos días comparecieron ante la prensa los concejales Sotos y Gualda, el primero en calidad de Concejal de Sostenibilidad y Medio Ambiente, y la segunda no sabemos en calidad de qué, porque de lo que venían a hablar era de ruido. Pero seamos bienpensados y supongamos que, puesto que el ruido no deja de ser una cuestión de educación y de cultura, el asunto tenía que ver con el área de la concejala de IU. En cualquier caso, venían a anunciar que nuestra ciudad va a contar con un «mapa del ruido» a partir del año que viene, y que para ello se van a destinar 85.000 euros de las arcas públicas. Lástima no haber sabido antes que esto de la cartografía acústica era tan lucrativo, pues de buena gana habría cambiado mis estudios de filología por una profesión con tanto futuro.

En un reciente artículo, observa mi amigo Gregorio Salvador que la elaboración de semejante mapa, además de cara, le parece superflua, ya que bastaría con escuchar las quejas de los vecinos para trazar de forma muy precisa la geografía del ruido en nuestra ciudad. Por desgracia, a los problemas de ruido se suma el grave problema de sordera que aqueja desde siempre a nuestro ayuntamiento. Después de tantos años de hacer la vista gorda ante tantos desmanes, no podemos evitar que el anuncio de Sotos y de Gualda nos suene a coartada, cuando no sencillamente a burla. Con todo, tras husmear un rato por internet descubro que una directiva europea obliga a la elaboración de estos estudios de contaminación sonora o «mapas de ruido». Junio de 2007 era el plazo para los municipios de más de 250.000 habitantes. En las ciudades más pequeñas cabe suponer que el alboroto sea algo más tolerable, por cuanto la ley marca un plazo más amplio, en concreto hasta el 2012. No sé si estoy de acuerdo con eso de que a ciudad más pequeña, menor cantidad de ruido. La nuestra, sin ir más lejos, es una población de modesto tamaño, pero con una infinita capacidad para producir decibelios. Con el agravante de que somos menos los habitantes para repartirlos.

Escribo estas líneas un domingo por la mañana. Ahora mismo la calle permanece silenciosa, mis vecinos parecen haberse marchado en pos de alguna actividad dominguera, y mi hijo ha decidido darles tregua a la consola y la televisión. De lunes a viernes, sin embargo, el despacho donde escribo esta columna sufre un asedio inmisericorde y brutal, el del vecino conservatorio Tomás de Torrejón y Velasco, cuya fachada prácticamente linda con la mía. Lo he denunciado antes y no quiero parecer pesado, pero imaginen que todos los hijos de sus vecinos son estudiantes de música y se ejercitan sin descanso con sus instrumentos (pianos, trompetas, timbales, xilófonos, clarinetes, violines), y así de la mañana a la noche. Supongan también que las habitaciones de estos estudiantes cuentan con aislamiento acústico y dobles ventanas, pero que los chiquillos están aquejados de claustrofobia y les resulta imposible ensayar sus partituras sin abrir las ventanas de par en par. Y ello ante la pasividad de los padres de las criaturas (léase profesores y equipo directivo), que han decidido que la ingente cantidad de ruido provocada por los chicos no es algo que les concierna. Y ahora imaginen a un desgraciado que trata de leer o de escribir o de vivir en medio de semejante estruendo. Pues bien, ese desgraciado es quien esto firma. A su pesar, un auténtico experto en ruidos.

Tanto es así que estoy por ofrecerme para elaborar ese conflictivo mapa a un precio mucho más ventajoso que los 85.000 euros presupuestados. Y si me paro a pensarlo, la idea me resulta hasta poética. Sería algo parecido a esas cartas que usaban los navegantes antiguos, con dibujos de leviatanes y monstruos fabulosos, y costas trazadas de forma incierta que a veces llevaban el rótulo de Terra Incognita. Por lo que respecta a nuestros responsables municipales, los territorios del ruido son una auténtica tierra desconocida, pues de otro modo no se explica que un problema tan serio se aborde con semejante indolencia e ineptitud. Otra posibilidad sería trazar el mapa del ruido a semejanza de un mapa topográfico (¿o acaso los ingenieros de sonido no hablan también de «crestas» y de «valles»?). En ese caso sería llamativa la diferencia entre el mapa físico de nuestra ciudad, tan moderada en relieves y parca en desniveles, y su mapa sonoro, que se parecería de forma muy llamativa a un mapa del Himalaya, con «La Zona» y otras zonas de terrazas, obras, botellones y tráfico constante señaladas con los tonos oscuros de los «ochomiles», y todo un laberinto de riscos, gargantas, macizos y despeñaderos donde han fijado sus bastiones los señores del ruido, de la bulla y de la mala educación. Puestos a darle una utilidad, que ese mapa se use del mismo modo que los planos militares, que quienes tienen autoridad para ello asuman el papel de generales y borren del mapa sonoro a todos esos ruidosos desaprensivos, enemigos declarados de nuestra calidad de vida. Pero que no sea a cañonazos, por favor.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 15/5/2009

viernes, 8 de mayo de 2009

Miedo

Vivo en un piso tirando a pequeño, en la zona centro de la ciudad. En mi casa no andamos sobrados de espacio, si bien cada una de las viviendas disfruta del uso de un cuarto trastero. Es cómodo esto de tener trastero. O debería serlo. Con los tiempos que corren, un trastero podría incluso considerarse un modesto lujo. Pero el mío ha terminado por convertirse en una pesadilla. Trato de pensar en el trastero lo menos posible. Me gustaría eliminarlo de mi mente como el recuerdo de una experiencia traumática. Pero no basta con desearlo. Y allí sigue, a pocos metros sobre mi cabeza, reventando de objetos inútiles que son como fantasmas de vidas anteriores. Debería subir y vaciarlo por completo. Sacar todos esos trastos de allí y llevarlos a un centro de reciclaje, o al vertedero, o tirarlos al mar. Estoy seguro de que mis vecinos lo hacen. Es verdad que uno no va por ahí enseñando su trastero, igual que no enseña su cesto de la ropa sucia. Pero estoy convencido de que los trasteros de mis vecinos no se parecen en nada al mío. Los imagino como almacenes en miniatura, luminosos y diáfanos, con espacio de sobra para moverse dentro de ellos, y todos los objetos dispuestos conforme a un orden lógico que los hace localizables al instante. Los trasteros de mis vecinos no son sino otra habitación de su vivienda, nada de lo que avergonzarse. El mío, en cambio, es un territorio caótico, peligroso. Un diminuto reino de la confusión que podría estar en una zona de guerra, o en la jungla, o en otro planeta.

Mi trastero me da miedo. Muchas veces lo oigo susurrarme con su voz oscura de caverna. Me tapo los oídos y de nada sirve. «Nunca te desharás de mí», me dice. «Soy tu mala conciencia», me dice. «Me has alimentado durante años con cientos de objetos que fueron para ti valiosos o necesarios, pero de los que luego decidiste olvidarte. Y nunca tuviste el valor de deshacerte de ellos. Tu ropa vieja: abrigos pasados de moda, pantalones agujereados, camisas que ya no podrías abrocharte, zapatos de suelas despegadas con los que caminó un muchacho que se parecía lejanamente a ti. Tus ordenadores obsoletos con disqueteras de cinco y cuarto, discos duros raquíticos y procesadores a 20 megahercios. La mesita de metacrilato que en su momento te parecía moderna y elegante. Los juguetes de cuando tu hijo era pequeño. Un cochecito de bebé que nunca más recorrerá las calles. Un patinete roto. Una tabla para hacer abdominales de cuando aún creías que volverías a tener abdominales. Borradores de libros ya publicados y olvidados, y de otros que nunca vas a publicar. Cuadros y fotos enmarcadas que un día colgaron de tus paredes, hasta que empezaron a parecerte absurdas o de mal gusto. Un extintor descargado que ya no apagará ningún fuego. Un abeto de plástico cubierto por una fina nevada de polvo, y junto a él una cesta llena de bolas de colores y espumillón, espíritus tristes de navidades pasadas. Dos cajas repletas de las casettes que escuchabas cuando estabas en la universidad, en las que puede que todavía esté grabada tu voz de entonces. Estos son mis poderes. Estos mis músculos y mis vísceras: los objetos de los que decidiste olvidarte pero nunca te atreviste a tirar». Así me habla mi trastero. Lo oigo en pleno día, mientras leo o corrijo exámenes. Pero es por las noches cuando su voz se vuelve más poderosa, mientras estoy acostado y me deslizo lentamente hacia el sueño. Entonces el susurro se convierte en un rugido, y siento mi trastero como una bestia agazapada dispuesta a saltar sobre mí y arrastrarme hasta sus dominios, el país de las cosas olvidadas, el ámbito desdibujado e inerte del pasado. Y no debo permitir que eso ocurra. Pero voy a necesitar un plan.

Veamos. Tal vez este domingo por la mañana. Sí, la mañana del domingo es propicia para perpetrar crímenes a plena luz. Las calles están casi vacías. Si acaso podría verme uno de esos señores en chándal con un enorme fardo de periódicos y suplementos bajo el brazo, pero dudo que reparase en mí con su mirada sonámbula de quien ha madrugado sin necesidad. Mis vecinos seguramente estarán dormidos, y yo podré aparcar el coche junto a la puerta y llenarlo con todo el contenido del trastero. Hay muchos vertederos de escombros alrededor de la ciudad. Cuatro viajes serían suficientes. Y una vez tuviera todos los cachivaches amontonados a la intemperie, en un lugar discreto, sería hermoso prenderles fuego y ver cómo el humo y las cenizas ascienden hacia el cielo. ¿Pero para qué engañarse? Sé que ni siquiera seré capaz de acercarme a la puerta del trastero, y mucho menos de adentrarme en el estómago de la bestia, con el riesgo de quedar sepultado bajo un alud de cajas, maletas y detritus acumulados durante tantos años. Lo más sensato sería traer a un albañil para tapiar esa puerta y tratar de olvidarme del cubículo tenebroso que acecha detrás. De vez en cuando seguiría oyendo su voz airada, sus reproches, pero esa voz sonaría más apagada cada día. Y en el futuro hasta podría vender mi casa y mudarme a otro piso. Un piso nuevo con un trastero enorme, soleado y vacío. ¿Quién no ha soñado alguna vez con empezar de nuevo?

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 8/5/2009

domingo, 3 de mayo de 2009

Libros y olvido

Escribo esta columna dos días después del Día del Libro, y ustedes la leen a más de una semana de distancia de esa fecha. Esto me ratifica en mi papel de columnista con poco apego a la actualidad, aunque por otro lado resulta adecuado hablar del Día del Libro cuando nadie se acuerda de él. ¿O es que alguien se acuerda del libro salvo ese día, y muchas veces ni siquiera entonces?

Uno de los libros más interesantes que han pasado últimamente por mis manos (nótese que no uso el verbo «leer») es un ensayo titulado Cómo hablar de los libros que no se han leído, del profesor francés Pierre Bayard (Anagrama). A pesar de que el título suena a coña marinera, lo cierto es que sus páginas reflexionan de un modo muy serio sobre el acto que denominamos lectura, y que en realidad se parece más a la no-lectura. Nadie puede aspirar a leer una parte significativa de lo que se publica, ni siquiera de la pequeña parcela de libros que merecen la pena. Pero es que además todo lector, incluso los más voraces, tiene una lista personal de lecturas pendientes que no sólo es mucho más larga que la de las ya realizadas, sino que además crece de día en día. Y a esto se une la fragilidad de la memoria humana. Si repaso mi biblioteca, no es raro que encuentre en ella libros que me acompañan desde hace muchos años, tantos que ya no puedo estar seguro de si los he leído o al menos hojeado, o si sencillamente fueron comprados y depositados en la estantería en espera de un momento propicio que jamás llegó. Al igual que todas las bibliotecas personales, la mía es un pozo sin fondo que se ahonda a mucha más velocidad de la que soy capaz de llenarlo.

Afirma Pierre Bayard que un auténtico experto en libros (profesores, críticos, bibliotecarios) rara vez se caracteriza por lo extenso de sus lecturas. Y hasta es posible que un exceso de lecturas resulte contraproducente. Puede ocurrir que los árboles no dejen ver el bosque; en otras palabras, que el hecho de prestar demasiada atención a libros individuales impida tener una visión del conjunto. Un profesor universitario puede pasarse horas enteras pontificando sobre En busca del tiempo perdido o el Ulises sin haber leído jamás esas obras, si acaso por resúmenes o extractos. No es raro que un crítico recomiende o proscriba un título que sólo conoce por una breve incursión que tal vez no haya ido más allá de sus solapas. Otra cosa es que lo reconozcan.

Volviendo a la cuestión del Día del Libro, creo que las ideas de Bayard sobre la no-lectura y el olvido son extrapolables al mundo de la política cultural. Desde hace unos años procuro tomar un antiácido el día 23 por la mañana, pero aun así siempre consiguen que acabe la jornada con cierto malestar gástrico. Ya sabemos que la cultura es el pariente pobre de la política, un área propicia para el gesto vacuo, la frase altisonante y las promesas que a nada comprometen. Todo el mundo protesta si tiene socavones en su calle, pero a nadie le importa un comino que en su ciudad o su región se practique una política cultural inane. ¿Saben que todavía pululan por los institutos ejemplares de aquella edición de El Quijote que el presidente Barreda nos regaló hace tres años, y que tuvo la gentileza de prologar en persona? No sé cuántos cientos de miles de ejemplares se imprimieron ni a qué coste. Lo que sí tengo comprobada es su utilidad para calzar el obsoleto mobiliario de muchas dependencias escolares. Pintoresca también la campaña institucional de animación a la lectura de este año. Me refiero a esos anuncios en los que se ve a Iniesta, Joaquín Reyes y otros castellano manchegos de éxito con un libro en las manos. «Mira, mira» parecen decirte. «No hace falta ser un desgraciado para que te guste leer».

En cuanto a la política municipal en relación al libro, no me han pasado por alto esos carteles con citas literarias que han aparecido en los autobuses urbanos, imagino que con el único propósito de que la alcaldesa y la concejala de cultura pudieran hacerse su foto para la prensa («porque yo lo valgo»). También está esa verbena del Altozano, con sus cuentacuentos, sus mimos y sus saltimbanquis, que tanto contribuyen a la causa del libro y de la cultura en general. No deja de ser curioso que una ciudad como Cuenca, más modesta que la nuestra en muchos aspectos, celebre una excelente feria del libro, con presencia de librerías de toda la región, de editoriales y de autores conocidos, mientras que nosotros hemos de contentarnos con la feria del libro usado, amén de la ya referida verbena del 23 de abril y sus simpáticos cuentacuentos. Claro, que tenemos la Casa de Cultura José Saramago, tan periférica que ni siquiera el propio Saramago fue capaz de encontrarla el día de su inauguración. También tuvimos un pequeño premio de novela, el «Rodrigo Rubio», pero se le dejó morir de puro abandono hace ya varios años. Y mientras tanto el servicio de publicaciones de la Diputación, que tanto hizo en su día por apoyar la creación literaria, sigue imprimiendo calendarios y folletos, y relegando a los nuevos autores de Albacete, tan necesitados de un espaldarazo, al ninguneo y al olvido.

Libros y olvido. Qué bien han entendido nuestros responsables políticos este concepto.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 1/5/2009