La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 4 de enero de 2020

El cachorro



Hace seis años, por estas mismas fechas, mi mujer y yo nos trasladamos a Murcia para recoger un perrito que habíamos decidido adoptar. Era un bichón maltés, y nos aseguraron que había cumplido ya dos meses, pero el cachorro nos pareció tan diminuto de tamaño y de aspecto que dudamos que estuviera siquiera destetado. De hecho, nos planteamos seriamente dar media vuelta y regresar sin él, pues temíamos que no sobreviviera sin su madre. Finalmente nos trajimos al cachorrillo a casa envuelto en una manta y aquí está todavía. Pese a que su tamaño sigue siendo pequeño (nunca ha superado los cuatro kilos), Frankie ha sabido ganarse su derecho a ser uno más de la familia. Si me apuran, se podría decir que él es el corazón de la familia, una especie de imán que atrae el afecto de todos. Como ocurre en todas las agrupaciones de mamíferos, cualquier de nosotros puede ver su estatus cuestionado. Es decir, cualquiera excepto Frankie, cuya posición en lo más alto es permanente e incontestable, y ello con independencia de su conducta. No importa que aúlle a las cuatro de la mañana, que le ladre a cualquiera que ose acercarse a nuestra puerta, que nos obligue a lanzarle la pelota durante horas y que, con cierta frecuencia, orine sobre los edredones. Frankie es el jefe y lo sabe. Pero no me malinterpreten. El perrillo es casi siempre afectuoso, aunque confieso que con la entrada en la mediana edad a veces se muestra un poco colérico. Ahora tiende a gruñirnos y ladrarnos si no lo complacemos de inmediato. Es más, se muestra agresivo con los niños que tratan de jugar con él por la calle. Esto me da mucha vergüenza y me obliga a deshacerme en excusas con las mamás, aunque yo no tengo la culpa de que no le gusten los niños. Me pregunto de quién lo habrá aprendido.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/1/2020

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