La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 27 de diciembre de 2019

Nochebuena



Abrí los ojos al mundo en una Nochebuena, aunque no al filo de las 12 (como la tradición afirma que hizo mi ilustre predecesor) sino a eso de las seis de la mañana, hora intempestiva donde las haya que no he vuelto a frecuentar desde entonces, al menos despierto. Cuando eres niño los cumpleaños siempre son una fiesta. Al cumplir los cincuenta y muuuuuchos, como es mi caso, son más bien una ocasión para el duelo. Así lo ha sido, y de forma muy especial, este último cumpleaños mío que, de forma inexorable, ha coincidido con la Nochebuena. La culpa la han tenido, quizás, los turnos de mi mujer, que tuvo que irse a trabajar a las nueve de la noche, con lo que nos vimos obligados a sustituir la tradicional cena doméstica por una comida de restaurante, y el apagado de velas fue más público de lo habitual, con aplausos desde las otras mesas incluidos. Hasta ahí, nada que objetar. Lo malo es que por la noche me encontré solo en casa en plena Navidad, como un Macaulay Culkin cincuentón, vestido con un pijama y un batín que llevaban estampada la palabra «melancolía». No contento con ello, se me ocurrió ver una nueva versión del «Cuento de Navidad» de Dickens que ofrecían en HBO. Como era previsible, los fantasmas no tardaron en aparecérseme. Aunque esta vez no fueron los de las Navidades, sino los de las personas queridas que se han ido marchando durante los meses anteriores. El primero de ellos fue, por supuesto, el de mi padre. Tenía buen aspecto, menos cansado que aquella noche de julio en que cerró los ojos. Me recomendó prudencia y moderación, y he decidido hacerle caso y dejar de fumar. También tomé otras resoluciones que no conviene hacer públicas. En la próxima Nochebuena, cuando me vuelva a tocar rendir cuentas con el tiempo, veremos cuántas de ellas se han hecho realidad.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/12/2019

jueves, 26 de diciembre de 2019

Stan & Ollie



Acabo de ver la interesante película “Stan & Ollie”, que narra la gira teatral que realizaron los cómicos Stan Laurel y Oliver Hardy en 1953 por teatros de Gran Bretaña e Irlanda. Formados en el los espectáculos de variedades y en el vodevil a principios del siglo XX, llegaron a formar pareja cómica en los años 20, lo que ocurrió por decisión de los todopoderosos estudios de aquella época. Fue entonces cuando comenzó la leyenda de Laurel y Hardy (el Gordo y el Flaco, como se les conocía en España), que demostraron ser unos auténticos supervivientes. Pasaron de las películas de un rollo (10-15 minutos) a las películas de dos rollos y, de ahí, a los largometrajes de cuatro y cinco rollos, que ya contaban con argumento y numerosos secundarios. Sobrevivieron a la gran purga del advenimiento del cine sonoro, en la que numerosos actores de las “silent movies” vieron fenecer sus carreras. Es más, el hecho de que uno de ellos fuera norteamericano (Hardy, el Gordo) y el otro británico (Laurel, el Flaco) les permitió jugar con sus acentos y acentuar la comicidad de sus escuetos diálogos. Incluso les dio tiempo a embarcarse en la aventura del cine en color y de la televisión. Sufrieron los problemas de cualquier matrimonio de larga duración en forma de enfrentamientos contractuales y creativos, pero lograron superarlos y supieron mantener su fidelidad hasta el final, cuando las preferencias del público ya los había convertido en reliquias de otra época. Con el tiempo, la Academia de Hollywood los ha coronado como geniales pioneros, junto a Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd y los Hermanos Marx. Los “baby boomers” todavía los recordamos y los disfrutamos con alborozo infantil. Lo que me pregunto es qué será de las nuevas generaciones, ahora que no ya pasan películas de los astros del cine cómico por televisión. Supongo que tendrán que conformarse con Jim Carrey y con Ben Stiller. Pero, ¿qué quieren que les diga?, no es lo mismo.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/12/2019

Chinches



Mis alumnos han vuelto de su viaje de estudios con unas bonitas fotos de Italia. La más curiosa muestra una sábana del hotel de Roma donde pernoctaron. Al ampliar la imagen, se distingue un bichito marrón que ellos afirman que es una chinche. Les he preguntado cómo lo supieron y me han dicho que Google les ayudó a catalogar el ejemplar. Pero la mente de los jóvenes es inquisitiva por naturaleza y, lejos de conformarse con la evidencia gráfica, decidieron realizar un experimento del que cualquier profesor de Biología se habría sentido orgulloso. Para ello buscaron un individuo especialmente orondo (no les fue difícil localizarlo) y procedieron a aplastarlo sobre una hoja de papel. El resultado fue un charquito de sangre roja, inequívocamente humana, lo que les confirmó que se hallaban ante un ejemplar de Cimex lecturalius, es decir, de una chinche. ¿No les parece inquietante? Supongo que todos hemos encontrado alguna cucaracha en un bar, en un restaurante o incluso en una habitación de hotel. Pero damos por hecho que aquellos diminutos vampiros que hasta hace unas décadas atormentaban a los durmientes eran una especie extinta. Sin embargo, parece que el ajetreo de viajeros que caracteriza los tiempos modernos las ha vuelto a traer con nosotros, hasta el punto de que se han convertido en la pesadilla de los empresarios de hostelería de media Europa. Y uno no puede evitar pensar que los ejemplares actuales deben de ser mucho más lozanos y saludables que aquellos que les amargaban la vida a nuestros abuelos, puesto que medran a base de turistas jóvenes y bien alimentados. Puede que hasta Greta Thunberg haya sufrido alguna picadura de chinche durante sus viajes. Espero que la joven activista haya sido coherente y no se haya liado a zapatillazos con esos bichitos que, al fin y al cabo, no dejan de formar su propio ecosistema.   
Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/12/2019

Evaluación



Estos días es frecuente toparse por los pasillos de los institutos a alumnos llorosos y compungidos. Resulta paradójico si pensamos en que las vacaciones navideñas están a la vuelta de la esquina, pero las fechas coinciden también con las de la primera evaluación, el momento de rendir cuentas al final del trimestre. Estas desdichas juveniles le preocupan mucho a la administración, que no concibe que un adolescente concluya su jornada escolar con lágrimas. Aunque la interpretación podría ser distinta. Tal vez lo que no les guste a quienes legislan sea que los alumnos suspendan. Las tendencias pedagógicas modernas equiparan suspenso a frustración y fracaso, y el fracaso de un número considerable de alumnos equivale al fracaso de las políticas educativas en vigor, lo que para un político representa el riesgo de perder sus prerrogativas y su despacho. Llevamos ya casi tres décadas de LOGSE, ley precursora del Disney Channel y de Hanna Montana. No en vano la idea subyacente era reducir al mínimo el fracaso escolar eliminando del sistema educativo ideas como el esfuerzo y el mérito, y sustituirlas por un magma de conceptos vagos (y con frecuencia inútiles) cuyo propósito final no era otro que convertir el suspenso en un problema, no para el alumno o su familia, sino para el profesor, cuya figura ha sufrido un proceso progresivo de estigmatización. Las sucesivas reformas de la LOGSE han tenido más que ver con la cosmética que con la voluntad de resolver el problema, hasta que los docentes hemos llegado a comprender que suspender a nuestros alumnos es una forma segura de complicarnos la vida. Aun así, la resistencia es espartana, y la mayoría de los profesores siguen haciendo su trabajo basándose en el sentido común y la utilidad de sus enseñanzas para la vida adulta. Y ello a pesar de tener que lidiar con informes interminables, llamadas de atención de la administración educativa y la indignación perenne de los alumnos y de sus familias.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/12/2019

domingo, 22 de diciembre de 2019

Superman



Una de las experiencias más surrealistas que recuerdo ocurrió durante el viaje de novios de mis segundas nupcias. Fuimos a la costa este de los Estados Unidos y rematamos el recorrido en Los Ángeles. El último día visitamos Hollywood Boulevard, donde debes andarte con cuidado para no pisar las estrellas que hay en el suelo. Y puedo asegurar que no es fácil, porque la muchedumbre es tal que al menor descuido recibes un empujón y acabas pisoteando el nombre de Michael Jackson o de Humprey Bogart, todo un trauma para cualquier mitómano que se precie Además, aquel día había tomado unas cervezas de más y me resultaba difícil esquivar a la hueste de turistas, en especial ante el Teatro Chino de Grauman, donde se plantan los tipos disfrazados de Yoda y de Buzz Lightyear, de Marilyn y Freddie Kruger. Aquellas docenas de metros que recorrí algo ebrio y asediado por tristes remedos de los mitos de Hollywood tenían la textura de los sueños o de las pesadillas. Pero el colmo fue toparme con Superman, un Superman demacrado y cincuentón con dos grandes cercos de sudor tatuados en los sobacos. El aspecto del tipo era tan pintoresco que quise retratarme con él, aunque mi mujer me hizo cambiar de idea de un codazo. Ahora lamento no haber insistido. Hace unos días supe que aquel Superman de pacotilla se llamaba Christopher Dennis, que en su juventud fue aspirante a actor y que el infortunio lo convirtió en aquel desdichado que mendigaba unos dólares a cambio de una fotografía. El aspirante a Hombre de Acero apenas llegó a Hombre de Hojalata. También supe que hace poco encontraron su cadáver en un contenedor de basura. Christopher Dennis quiso ser Christopher Reeve, pero tuvo que conformarse con compartir su trágico destino. Sin embargo, para mí siempre será una leyenda.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/11/2019

Silencio



El lunes pasado noté algo extraño al llegar a clase. Mis alumnos estaban abrazándose en la puerta. Lo hacen a menudo, pero estos abrazos eran distintos. Eran abrazos de consuelo. Algunos incluso lloraban. Ya en el aula, la sensación no podía ser más desoladora: caras tristes, ojos enrojecidos y, lo más escalofriante de todo, un silencio absoluto. Los profesores no estamos acostumbrados al silencio. A veces lo reclamamos, incluso lo exigimos, pero cuando uno se planta delante de treinta adolescentes desencajados y mudos es que algo terrible ha ocurrido. Pregunté discretamente y me respondieron con evasivas. Pensé que era preferible seguir con la clase y dejar las preguntas para otro momento. Y así transcurrió la hora, con las emociones a flor de piel, aplastados bajo un silencio que era como una espesa capa de tristeza que nos cubría a todos. Más tarde lo supe. El viernes anterior había muerto un antiguo compañero suyo, un chico que estuvo en el instituto hasta hace un par de años. Un accidente de tráfico en la avenida de España. Dos muchachos en una motocicleta. Un choque contra otro vehículo. Nada se pudo hacer por el joven que conducía la moto. Uno de mis alumnos los seguía montado en una bici y vio morir a su amigo. Apenas puedo imaginar lo que pasó por la cabeza de este chico tras el accidente. Quizás que la vida es arbitraria y cruel, y que la muerte nos alcanza a todos, incluso a los más jóvenes, a quienes menos la esperan. Lo lamentable es que seguramente tenga razón. Los adultos sabemos que el aprendizaje del duelo forma parte del proceso de madurar. Por desgracia, se trata de una lección que no se puede aprender en el instituto y, de todos modos, ellos son demasiado jóvenes para recibirla. Nada se puede hacer, salvo enviar un fuerte abrazo a los padres de ese muchacho de dieciséis años que el lunes pasado dejó su pupitre vacío.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/11/2019


El gallego y la gallina



Pronto se cumplirán treinta años desde que supimos de la desventura del gallego que encontró la muerte mientras practicaba sexo con una gallina. Aquella fue una de las primeras noticias a las que puede colgárseles el marchamo de «virales», y eso que ocurrió más de una década antes de la irrupción de Internet. De hecho, reunía todos los componentes para convertirse en pasto de comentarios y bromas de la noche a la mañana. Un señor que desfoga sus ardores sexuales con una gallina, una roca que se desprende, una fotografía que muestra al individuo aplastado bajo el pedrusco con el ave, también fallecida, todavía adosada a sus partes. El incidente resultaba ridículo y trágico a partes iguales, amén de lo morboso, como testimonia la imagen que lo hizo popular. En suma, una noticia viral en toda regla que data de principios de los 90. Sin embargo, el tiempo transcurrido nos permite contemplar los hechos desde otra perspectiva: la de la compasión. No me cabe duda de que las organizaciones animalistas se limitarían a compadecerse de la gallina, tildando al gallego de violador de animales inocentes que se había llevado su merecido. Yo no puedo evitar sentir lástima por el gallego, y no solo por haber fallecido tan joven (no había cumplido los 40), sino por el hecho de que la muerte lo sorprendiera en semejante trance y que ahora, casi 30 años después, nos sigamos acordando. En este país, tan dado a la mala leche y a los chascarrillos, lo peor que le puede pasar a uno no ya es morir, sino hacerlo de una manera ridícula, como le ocurrió al desdichado gallego. Puede que el protagonista de esta historia fuera un esposo y padre ejemplar, un pilar de su comunidad, pero eso a nadie le importa, y todo porque un día, en un momento de debilidad, al pobre hombre se le ocurrió cepillarse a una gallina.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 15/11/2019

El cuervo



La semana pasada, por aquello de Halloween, un antiguo alumno afirmaba en una red social que la festividad le resultaba «en parte desagradable», amén de ajena a nuestras tradiciones. También culpaba de la implantación de este festejo foráneo a los profesores de inglés y, puesto que soy uno de los acusados, no pude evitar entrar al trapo. Le repliqué que jamás he organizado ni participado en concurso alguno de disfraces terroríficos, dulces o calabazas. Todo esto lo hice constar al pie del mensaje de mi exalumno, junto con el ruego de que no generalizara al verter sus acusaciones. Sin embargo, a renglón seguido, él me respondió que me fallaba la memoria, porque en una ocasión (hará más de quince años de esto) se me ocurrió pedirles a él y sus compañeros que aprendieran las primeras estrofas del poema El cuervo, de Edgar Allan Poe, y fue precisamente con ocasión de Halloween. Sé por experiencia que con los antiguos alumnos conviene no discutir, pues suelen tener muy buena memoria, en especial para esas cosas que los profesores preferimos olvidar. No era el caso. Me enorgullece recordar que en otros tiempos empleé poemas de autores ingleses y norteamericanos para impartir mi asignatura. Es más, hubo una época en que usaba casi a diario los sketches de los Monty Python en mis clases de inglés. Para mí, la poesía y los Monty Python eran como una piedra de toque. Cualquier alumno que se conmoviera recitando a Poe o se carcajeara viendo el sketch del loro muerto era muy digno de tener en cuenta. Hoy no me atrevería a hacer esos alardes. Me conformo con proyectar algún largometraje de Pixar y comentar con ellos lo emocionante que es la escena final de Toy Story 3, con todos los juguetes cogidos de la mano porque piensan que están a punto de morir. Son, en fin, otros tiempos. Aunque dudo que mejores.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 8/11/2019

Colchones



El ayuntamiento de Torrevieja tuvo que retirar de las calles más de 9.000 colchones entre los meses de julio y agosto. La noticia encierra su punto de misterio, porque los responsables de medio ambiente no han sido capaces de explicar este repentino desapego de los torrevejenses por sus viejos colchones, ni siquiera apelando al aumento de población en época estival. Hace un par de años supimos que en la localidad también alicantina de Villena habían abandonado un ataúd vacío junto a un contenedor. Aquello pudo ser una broma macabra, pero lo de los colchones de Torrevieja da que pensar. Por regla general, los españoles usamos un solo ataúd a lo largo de nuestra vida (y perdone el lector la inexactitud de la frase). Incluso el dictador Franco, en su reciente viaje aéreo, ha tenido que conformarse con el mismo féretro en el que fuera inhumado en 1975. Los colchones, en cambio, sufren mucho más desgaste y hay que sustituirlos de forma periódica. De niño, en casa de mis abuelos, yo dormía en colchones de lana. Luego vendrían los de muelles (A mí, plin, yo duermo en Pikolín). Por último, en fechas más recientes, los viscoelásticos. He dormido en colchones de todo tipo, pero nunca he sido tan incívico como para abandonar un colchón en medio de la calle. Dudo que Torrevieja haya sido azotada por una plaga de chinches, por lo que habrá que echar mano de la imaginación para buscar las causas. Quizás hayan sufrido una epidemia de pesadillas o una pesadilla colectiva, y los pobres colchones hayan pagado el pato. O mejor aún, tal vez se hayan intercambiado los sueños, como les ocurría a los habitantes de Macondo en la novela de García Márquez. Soñar los sueños de otro puede ser fascinante, pero la idea de que el vecino esté soñando los tuyos debe de dar una vergüenza horrible. Aun así, los colchones no tenían la culpa.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 1/11/2019

Onicofagia



De todos los vicios que profeso, creo que es el más inofensivo es el de morderme las uñas. Reconozco que la actividad no mejora la estética de mis manos, rematadas por diez apéndices romos que tienen algo de muñones. Reconozco también que mi onicofagia me ha causado alguna incomodidad menor. Y me refiero a incomodidades de tipo sanitario, porque cuando las uñas se acaban no tengo más remedio que completar mi dieta mordisqueando padrastros y pellejos, lo que convierte la punta de mis dedos en una zona bélica donde las bacterias dan rienda suelta a su furia microscópica. No niego que el asunto tiene algo de vergonzante y que procuro reservarlo para la intimidad doméstica. Pero las dentelladas no dejan de ser un acto reflejo, como respirar o rascarme la entrepierna, y no siempre consigo detenerme a tiempo. Una vez andaba yo por la calle devorando la punta de mi dedo índice cuando unas chicas me increparon desde un autobús: «¿Están buenas?» Y ni siquiera tuve tiempo de responderles a aquellas frescas como se merecían, porque entonces el autobús arrancó y ellas me gritaron: «¡Que aproveche!» A pesar de todo, sigo pensando que esta modalidad de antropofagia autoinfligida es un hábito aceptable, amén de económico e inocuo para el prójimo, y que si se administra con mesura puede procurar horas y horas de solaz y de sosiego. La bendita Wikipedia cataloga el hábito entre los trastornos compulsivos y advierte que puede provocar daños estructurales permanentes. También recomienda que los pacientes más recalcitrantes acudan un profesional en busca de ayuda. No sé si el profesional más adecuado sería un psicólogo o un especialista en trastornos alimenticios. Lo que recuerdo muy bien es que es mis tías trataron de curarme el vicio untándome las uñas con un líquido amargo, y que lo único que consiguieron fue predisponerme al consumo de bebidas amargas, en especial de la cerveza. Pero de eso hablaremos otro día.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/10/2019

Matemáticas



En mis años escolares no se me daban bien las matemáticas. Sin embargo, procuraba disimularlo para que mis compañeros no me vieran como un zoquete. En tercero de BUP llegué hasta el extremo de elegir matemáticas como asignatura optativa, yo, un estudiante de letras al cien por cien. Pero la hombrada acarreó su propio castigo, como descubrí el primer día que don Francisco Pérez asomó por mi clase. Abandoné la disciplina en COU con un enorme suspiro de alivio. Y ahora, con los años, soy yo mismo quien me veo como un zoquete, porque he descubierto que mi ignorancia de los números irracionales y de las ecuaciones siempre será para mí una barrera infranqueable. Debí verlo venir cuando devoraba la serie “Cosmos” y se me caía la baba oyendo a Carl Sagan hablar de Galileo y de Newton, de cuásares y agujeros negros, de relatividad y espacios multidimensionales. Lo cierto es que, no importa cuán curioso sea uno, antes o después se topará con una pregunta cuya respuesta solo puede comprenderse en lenguaje matemático. Desde los secretos tejemanejes de nuestro ADN hasta la voracidad de un virus merendándose una bacteria, desde la minuciosa geometría de los cristales hasta la vasta coreografía de los planetas, desde los caprichos aparentes del viento hasta las andanzas vertiginosas de un rayo de luz, todo el universo está escrito en lenguaje matemático. Incluso la música, que se nos figura una creación exclusivamente humana, obedece los dictados de las matemáticas. Detrás del “Yesterday” de los Beatles, detrás de la Novena de Beethoven, las matemáticas determinan las leyes de la armonía, sin las cuales no existe música, tan solo ruido. En fin, que no me extrañaría que, cuando Dios dictó el Génesis, lo hiciera en código binario. Y que cuando se emplea la estadística para hacer sondeos electorales, lo que estemos oyendo sea la risa del diablo.    
Publicado en La Tribuna de Albacete el 18/10/2019

El mando


El mando a distancia del televisor supuso el principio del fin de la armonía familiar. En el pasado remoto (es decir, cuando yo era niño) no los había, ni puñetera falta que hacían. Se rumoreaba que los madrileños disfrutaban de una segunda cadena, pero para los habitantes de esa España que con el tiempo llegaría a estar vacía, el UHF no era más que un mito, unas siglas misteriosas en el panel de mandos de aquellos televisores primitivos. Yo a veces accionaba el UHF, pero lo único que se veía era una especie de tempestad de nieve que no auguraba nada bueno. Supongo que, si en alguna ocasión mis experimentos infantiles hubieran invocado alguna imagen reconocible, me habría desmayado del susto, como si Locomotoro hubiera atravesado de repente la pantalla y se hubiera materializado en el salón de mi casa. En el fondo, creo que aquella cadena única era una bendición, porque garantizaba el orden social y familiar con más eficacia que el mismísimo Fuero de los españoles. Y, si lo pienso, tampoco la incorporación de la Segunda Cadena a la parrilla local supuso una grave perturbación, pues, acostumbrados como estábamos a prescindir de ella, nadie la veía. Ahora bien, cuando llegaron los televisores en color y las cadenas privadas, fue como si se desatara el Apocalipsis. Entonces el mando a distancia se convirtió en el utensilio más anhelado de la casa, un auténtico objeto de poder que enfrentó a quienes vivían bajo el mismo techo, con el consiguiente descalabro para el modelo de familia nuclear. El armisticio llegó con la multiplicación de los televisores en las distintas estancias y, sobre todo, con la irrupción de las nuevas tecnologías. Ahora cada miembro de la familia ve lo que quiere y puede obviar lo que no le interesa, es decir, a sus padres, a sus hijos y a sus hermanos.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/10/2019

El sentido de la vida



La semana pasada una alumna de tercero de la ESO me hizo la pregunta más difícil a la que me he enfrentado en toda mi carrera docente: «Profe, ¿cuál es para ti el sentido de la vida?» No soy profesor de filosofía, sino de inglés. De hecho, mi clase de aquel día consistía en enseñarles a hacer preguntas tales como Please, can I have some toilet paper? No creo que el asunto del papel higiénico le hiciera pensar a la muchacha en la ambivalencia del término «escatología» en nuestro idioma, que igual hace referencia a las realidades últimas que a los excrementos y la suciedad. Mientras me rascaba la cabeza para ganar tiempo, recordé un artículo en el que mi amigo Antonio Cabrera afirmaba que la vida es una novela con el peor de los finales posibles, porque el protagonista muere, pero pensé que era una judería soltarle eso a una chiquilla de quince años. Por suerte, me vino la inspiración cuando estaba a punto de largarme pretextando alguna urgencia escatológica. «Tú y yo estamos aquí ahora, ¿verdad?», le dije a la muchacha. Y cuando ella respondió afirmativamente, continué: «Pues piensa en todas las personas que han tenido que nacer y morir para que hoy estés aquí y hayas podido hacerme esa pregunta. ¿Piensas que todo esto es pura casualidad?». Me sentí como un cura durante unos ejercicios espirituales, pero a ella debió de calarle hondo, porque me miró con ojos relucientes mientras sus compañeros charlaban de sus cosas. Y durante ese insólito momento de intimidad se me ocurrió que a veces mi trabajo no está tan mal, después de todo. A continuación, con un suspiro, les escribí en la pizarra la frase «¿Puede usted darme un billete de ida y vuelta a Birmingham?», ciudad donde que nunca he estado y a la que no tengo la menor intención de ir.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/10/2019

viernes, 20 de diciembre de 2019

Transgresión



Lo más parecido a ser un delincuente sin llegar a quebrantar la ley es ser fumador. El lunes pasado, precisamente, una asociación contra el cáncer colocó un stand informativo en la misma puerta del instituto donde trabajo. Y dio la casualidad de que, antes de que los alumnos salieran en tromba, quien asomó por la puerta fui yo, y en pleno ataque agudo de tabaquismo tras varias horas de clase privado de nicotina. Me apresuraba a encender un pitillo con manos temblorosas cuando de pronto me sentí traspasado por media docena de miradas de censura, las de las señoras a cargo de la campaña. Creo que su reacción no habría sido más expresiva si, en lugar de encender un cigarrillo, me hubiera abierto la gabardina para hacer exhibición pública de mis genitales. A todo esto, tengo que decirles que voy a volver a dejar de fumar muy pronto, por supuesto que sí. Voy a hacerlo por mi salud, por mi comodidad y por mi economía. Pero no puedo evitar que, en situaciones como la que he descrito, me aflore la vena subversiva. Y en esto creo que coincido con muchos ciudadanos medianamente cívicos, pero hasta las narices de tanta censura y tanto pensamiento recto. Ante la imposibilidad de abrir la boca para expresar cualquier opinión de las que hoy se consideran inaceptables (y la lista de temas prohibidos aumenta cada día) empiezo a plantearme la escritura de una serie de artículos en los que dar rienda suelta a todos los demonios que me rondan por la cabeza, que son numerosos. Naturalmente, nadie leería jamás esos artículos, pues publicarlos por cualquier medio supondría un suicidio social, amén de posibles consecuencias penales. Pero el mero hecho de escribirlos ya sería un alivio, como orinar en plena calle de madrugada cuando uno ya no aguanta más o fumarse un cigarrillo delante del stand de una asociación contra el cáncer.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/9/2019

Tópicos



Siempre me he declarado enemigo de los tópicos, esas opiniones prefabricadas que solo sirven para abrir la bocaza cuando lo más sensato sería callarse. Hay uno, en concreto, que me irrita de forma especial, el que se refiere a la edad como un obstáculo insalvable para aprender cosas nuevas. Dejando aparte el atletismo y el Kamasutra, opino que la experiencia es una gran aliada, pues convierte nuestro cerebro en una útil caja de herramientas de la que siempre podemos echar mano a la hora de afrontar nuevos retos. Eso era lo que pensaba hasta hace poco, cuando descubrí que, en efecto, soy demasiado viejo para ciertas cosas, como por ejemplo para usar un teléfono inteligente. La primera en la frente me la llevé cuando intenté hacer una «lista de distribución» de whatsapp y lo que hice fue crear uno de esos odiados grupos, del además me borré inmediatamente, un acto de cobardía que muchos amigos todavía me afean (si bien es cierto que algunos, los mejor intencionados, se quedaron algunos días, supongo que esperando mi regreso para brindarles alguna explicación). No contento con aquella hazaña, hoy mismo he reincidido en mi nulidad para las nuevas tecnologías con una trastada todavía peor. La cuestión es que mi madre se ha mudado a otra ciudad y olvidó en su casa los teléfonos de los parientes y las amistades, por lo que tuve que pasar por el domicilio paterno para fotografiar las cuartillas en las que mi padre, hombre de la vieja escuela, apuntaba sus contactos. No sé cómo me las he arreglado, pero hoy he publicado todos esos números en Facebook, con gran desconcierto general y cierto cachondeo sobre el pañito de ganchillo que se veía de fondo. Pero lo más sorprende es que incluso he recibido «likes», lo que me confirma que en las redes sociales abunda más la buena voluntad que el buen criterio.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/9/2019

Perspectiva



Tengo la suerte de estar de vacaciones y habitando mi retiro rural. Sin los agobios del día a día, se me brinda la ocasión de contemplar las cosas con cierta perspectiva. Afirma el diccionario que la perspectiva es la «manera de representar uno o varios objetos en una superficie plana, que da idea de la posición, volumen y situación que ocupan en el espacio con respecto al ojo del observador». Ahondando en la metáfora, los «objetos» que menciona la definición podrían ser todos esos asuntos que nos han estado preocupando durante los últimos meses. La catarata de acontecimientos políticos que hemos vivido no permite distinguir el volumen e importancia reales de cada cuestión. Apenas logramos discernir la secuencia de lo sucedido, porque todo se nos ha presentado en tropel, con lo que no logramos captar la profundidad y tendemos a ver las cosas en un mismo plano, sin poder distinguir tamaños ni distancias, sin ser capaces de formarnos una visión general del conjunto. En estos días, en cambio, mientras escucho la radio o leo la prensa, comienza a formarse una imagen coherente, con su línea del horizonte y sus puntos de fuga. Y la imagen es desalentadora. Lo que contemplo es una nación paralizada y una clase política mucho más preocupada por conquistar o consolidar privilegios que por trabajar en los asuntos públicos. Veo un sistema democrático degradado en el que los partidos políticos, que en cierto momento tal vez fueran canteras de ideas y motores de cambio social, se han convertido en organizaciones concebidas para amasar poder, vacías de ideología y de ideales, conceptos que vienen a ser equivalentes. Y entonces esta imagen en perspectiva comienza a difuminarse, desaparecen las líneas, la nitidez, y solo soy capaz de distinguir manchas borrosas en distintos tonos de gris, apenas visibles sobre un horizonte muy oscuro.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 19/7/2019

La Ley




«Los tribunales no le solucionan la vida a la gente». Eso le oí decir a un abogado en un arranque inesperado de sinceridad. Tenía razón, aunque omitió la segunda parte de la sentencia, que vendría a ser: «No solamente no se la solucionan, sino que casi siempre se la complican». Y eso lo sabe cualquiera que se haya visto inmerso, para su desgracia, en un viacrucis judicial. En El proceso de Kafka se cuenta la historia de un campesino que espera durante toda su vida ante la puerta de la Ley. La puerta está abierta (¿acaso no es la Ley, en teoría, accesible para todos?) pero el guardia que la custodia nunca le permite franquearla, y no hay razones ni sobornos que puedan convencerlo. Al final del cuento, el campesino muere de viejo. El problema del campesino de Kafka es que nadie le dijo que para persuadir al guardián necesitaba a un abogado o, si lo sabía, no podía permitírselo. Hace siete años yo me vi impotente ante las puertas de la Ley, pero tuve la suerte de encontrar una buena abogada, una profesional capaz de interpretar los arcanos de la justicia y pronunciar los conjuros correctos para lograr que ocurrieran cosas. Aunque el proceso no haya llegado a ser kafkiano, en algunos momentos a mí me lo ha parecido. Sin embargo, hoy puedo decir que estoy tocando el final con la punta de los dedos. Por ello hoy me siento en la obligación de mostrarle mi gratitud a Soledad Gómez Cambres, experta en Derecho, quizás la más ardua e inextricable de todas las materias. Y me alegra poder decir que, además de mi abogada, puedo llamarla amiga. Un día, Sole, te prometí este artículo y aquí lo tienes. Es verdad que los tribunales no te solucionan la vida, pero consuela pensar que hay profesionales capaces de evitar que te la amarguen.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/7/2019

La fragilidad



La semana pasada murió un amigo mío. Era un poeta conocido y respetado, pero eso aquí no importa, porque ante la muerte todos somos iguales. La historia es triste (puede que la haya contado antes). Hace un par de años sufrió un accidente absurdo, jugando al balón con un niño. Un mal paso, un traspiés, y su frente se estrelló contra una pared provocándole una gravísima lesión medular. Tras varios meses en el hospital de parapléjicos de Toledo, y a pesar de algunos destellos de esperanza, los especialistas concluyeron que su tetraplejia era permanente y lo mandaron a casa. Su estado físico comenzó a deteriorarse casi desde el día del maldito accidente. Le costaba respirar y su voz se había reducido a un jadeo. Todos los músculos de su cuerpo se atrofiaron y contrajeron, y sus órganos internos comenzaron a fallarle uno tras otro. Nuestro cuerpo necesita movimiento para mantener su integridad. La mente, en cambio, puede sobrevivir en las circunstancias más adversas, lo que representa un milagro, pero también puede ser una maldición. La mente de mi amigo, brillante, incisiva, lúcida como pocas, se convirtió en testigo impotente de su declive físico. Él todavía estaba ahí, pero condenado a ser un pasajero de sí mismo. En los últimos tiempos su cuerpo había menguado hasta parecerse al de un niño pequeño. Ni siquiera puedo imaginar su sufrimiento, la negra desesperación que fue creciendo en él día tras día. Al final su organismo se dio por vencido, o su inteligencia, que era lo único que le quedaba, aparte del afecto y la admiración de todos cuantos tuvimos el privilegio de cruzarnos con él. Y aunque ahora sea solo un puñado de cenizas, el fulgor que ha sido su vida tardará mucho, mucho tiempo en apagarse. Procuraremos aprovechar hasta el último destello de esa luz.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/6/2019

Personajes



Ayer mismo me comentaba mi suegra que había disfrutado de mi última presentación literaria. Y no solamente ella, sino también las amigas que la acompañaron, y que sacrificaron ese día sus partidas de ajedrez para venir a escucharme. «Se quedaron encantadas. Me dijeron que mi hija ha tenido mucha suerte al encontrar un marido tan dulce y encantador como tú». Naturalmente, este último comentario le arrancó una carcajada a mi esposa (su hija): «Yo a tus amigas les diría que se vinieran una semanita a convivir con él, a ver qué opinaban luego». Tengo que decir que estoy completamente de acuerdo. La metáfora teatral está gastada, pero sigue siendo útil. El éxito en la vida consiste en la capacidad de cada cual para interpretar, no ya un único personaje, sino todo un catálogo de personajes adecuados para cada situación. A veces nos toca el personaje solemne, otras el cómico, o el trágico. A veces tenemos que ser el tío Vania, otras el padre-madre coraje. Y en no pocas ocasiones descubrimos que estamos representando al villano del drama. Cada uno de estos papeles tiene su encaje y su utilidad en según qué circunstancias. Echando mano de una analogía más contemporánea, la vida se parece mucho a una red social en la que los usuarios no se muestran como son, sino como quieren que los vean en según qué momentos. Vivir consiste en construir historias y ficciones, en encarnar personajes. En los encuentros con lectores trato de mostrarme como un tipo amable, cercano, tranquilo, porque nadie le quiere comprarle libros a una bestia parda (salvo que se llame Cela, Umbral o Arturo Pérez-Reverte). En la intimidad del hogar, el doctor Jekyll a veces se queda dormido y Hyde asoma su hosco careto. Quienes más nos aman y nos apoyan tienen que aguantar nuestra peor versión, ese personaje del reparto que le cae mal a todo el mundo. Es así de injusto.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/6/2019

Preguntar



No creo mucho en los tópicos de género, pero la experiencia y la observación me han llevado a algunas conclusiones que considero significativas. Cuando visito una ciudad extraña con mi mujer y yo insisto en guiarme por el gps del móvil, a ella se la llevan los demonios. Ni siquiera me concede la tregua de esos pocos segundos que tarda el satélite en localizarme. Después, cuando comienzo a deambular sin rumbo fijo, cincuenta metros en una dirección, cincuenta metros en la contraria, el conflicto estalla de forma inevitable. Mi mujer se empeña en preguntarle a algún viandante, lo que a mí se me antoja provinciano y obsoleto desde que contamos con las nuevas tecnologías de posicionamiento global. Pero ella, erre que erre, siempre acaba asaltando a cualquier ciudadano con tal de que no tenga ojos oblicuos y una cámara Nikon colgada del cuello. Mi fidelidad a la tecnología llega al extremo de que la echo de menos para las cuestiones más sencillas, aquellas que el ciudadano medio resuelve con la mayor facilidad. Hacer la compra en el supermercado, por ejemplo, me resulta un auténtico calvario al no poder orientarme por esos pasillos infernales con la ayuda de mi dispositivo móvil.  Supongo que sería mucho pedir que una hilera de luces led te mostrara el camino hacia las galletas “digestive” y los yogures bio-cremosos. Pero sería útil disponer de una aplicación que indicara el paradero de cada producto con un simple toquecito en tu pantalla táctil. De otro modo, seguiré siendo el pasmarote que se pasa media tarde deambulando entre las estanterías. Porque lo que no pienso hacer es preguntarle a una empleada, y menos desde que las obligan a llevar a los clientes despistados de la mano. Menuda vergüenza.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/6/2019

domingo, 15 de diciembre de 2019

La guitarra



Con mi primer sueldo de profe me compré una guitarra eléctrica. Era un buen instrumento por el que pagué gran parte del salario de un mes. Para mí fue una especie de rito de tránsito. Por vez primera podía permitirme materializar una aspiración con el fruto de mi esfuerzo. Luego vendría el coche, pero aquel Seat Ibiza nunca supuso tanto para mí como la guitarra, una Fender Telecaster negra fabricada en Japón. Corría el año 1987 y la guitarra ha estado conmigo desde entonces. Es cierto que durante largas temporadas ha permanecido adormilada en su funda. Aun así, siempre he mantenido la emoción de despertarla de forma periódica, aunque solo fuera para tocar unos acordes que, invariablemente, me hacían aspirar de nuevo el aroma de mi juventud. Hace un par de años, unos compañeros del instituto y yo decidimos formar un grupo de rock, con lo que mi Telecaster volvió de nuevo a la vida. Pero enseguida vinieron otras guitarras, más modernas, mejores. La vieja guitarra negra se quedó arrumbada, ocupando un espacio del que no dispongo. La semana pasada decidí venderla y difundí el anuncio a través de mi Facebook. Varios amigos, la mayoría músicos aficionados, reaccionaron de inmediato, aunque no como yo esperaba: «No la vendas, ella no lo haría», «Creemos una petición en Change.org para que Eloy no se desprenda de su vieja amiga», «Consérvala, tu prole te lo agradecerá». Al final he decidido hacerles caso y regalarle la guitarra a mi hijo con tal de que el instrumento siga en la familia. Uno de mis proyectos para los años de madurez era aligerar el equipaje, desprenderme de objetos superfluos. El destino de esta guitarra me ha enseñado que, a menudo, lo que consideramos más trivial (recuerdos familiares, libros, fotos, viejas cartas…) es lo que ocupa un lugar más destacado en la espacios secretos de la memoria. Y del corazón.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/6/2019

Viajes



Hay dos momentos del año que me angustian de un modo especial. El primero coincide con las cercanías de las fiestas navideñas y con esa urgencia absurda por organizar un plan para la Nochevieja. De hecho, abogo porque la palabra “cotillón” sea eliminada del diccionario, puesto que designa una de las mayores abominaciones concebidas por la mente humana. Si al maldito cotillón le sumamos la “escapadita” (otro concepto que debería erradicarse), la pesadilla está servida. Sin menoscabo de la Semana Santa, que también se las trae, el otro momento del año que me provoca temblores es el que ahora vivimos, es decir, las inmediaciones del verano, cuando lo de la “escapadita” alcanza proporciones tragicómicas y medio mundo (el que puede permitírselo) decide que necesita embarcarse en un viaje a un destino lejano. La misma palabra “viaje”, que en un tiempo reunió connotaciones de aventura y conocimiento, se ha devaluado hasta tocar fondo por culpa de los paquetes vacacionales, el turismo masivo y los vuelos “low-cost”. En un artículo reciente titulado “Tachar y tachar”, Javier Marías refunfuña sobre esa forma de viajar que no tiene nada que ver con adquirir experiencias y conocimiento, sino que se reduce a desplazarse sin más propósito que hacerse miles de selfis con los que martirizar a amigos y familia. El único objetivo de estos extenuantes periplos es no quedarse atrás, no vayan a pensar los demás que eres un desgraciado que no sale nunca de su casa. En inglés existe el término “tourist trap” para referirse a esos lugares masificados que actúan como trampa para los turistas, sitios que hay que visitar por obligación y que, sin embargo, suelen dejarnos indiferentes o incluso cabreados. Mi viaje ideal, en cambio, es aquel que no requiere maletas, ni aeropuertos, aquel que ninguna agencia te oferta. El viaje hacia ese país de utopía donde la gente te deja en paz.


Publicado en La Tribuna de Albacete el 31/6/2019

Retretes



El asco es una experiencia universal, pero cada cual padece sus fobias particulares. A mí me produce aversión la idea de usar un lavabo público. Esto puede parecer normal, dado que ciertos establecimientos no se esmeran con la limpieza de sus instalaciones. Y a la vez abundan los usuarios que incurren en prácticas bastante censurables cuando el baño en cuestión no es el de su casa. Esta misma semana, los propietarios de una cafetería que frecuento se quejaban de la falta de puntería de quienes usan su servicio de caballeros. Esto suele obedecer a una especie de reacción en cadena. Si quien llega al baño se encuentra un charquito alrededor de la taza del váter, procurará, en la medida de lo posible, abstenerse de poner los pies sobre los orines ajenos. La distancia creciente al objetivo facilita que ese charquito se agrande con cada micción hasta convertirse en un señor charco. Luego está la posibilidad de encontrar la porcelana mancillada por residuos sólidos. Aquí mi fobia se convierte en pesadilla: en mis sueños a veces necesito un váter con urgencia, pero todos los que encuentro están tan puercos que resultan impracticables. Ya ven, hay gente que sueña con volar o con unicornios. Yo, en cambio, sueño con váteres llenos de mierda. Toda esta discusión me lleva a rememorar los dos váteres más sucios que he visitado en mi vida. El primero se remonta a mis años mozos y estaba situado en una taberna de la calle Tejares cuyo nombre, piadosamente, he olvidado. Imagínense que a veces recibíamos con vítores a quienes se aventuraba en aquel antro. El otro baño infecto, miren por dónde, me lo encontré en la sección egipcia del Museo Británico, y calculo que no había sido limpiado desde los tiempos de Amenofis V. El hecho de haber escrito este artículo cuando debería estar preocupado por las elecciones del domingo que da que pensar.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/5/2019

Centrados



Al PP le han salido hijos bastardos a diestro y siniestro y, ante el imparable proceso de crecimiento de los enanos, ha decidido centrarse. De la fachada de Génova ha desaparecido el cartelón con la foto de Pablo Casado, ese aspirante a convertirse en un nuevo Aznar, porque el viejo cada vez está más ceñudo y desquiciado, y con él no hay bozales que valgan. Sin embargo, a diferencia de Aznar, Casado es un político recién sacado del estuche, de estos que afirman “haber entendido el mensaje de los votantes”, lo que se puede leer como el viejo chiste de Groucho Marx: “Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros”. Creo que por mucho que se centre, le va a resultar difícil quitarse de encima el tufo a derechona que se le ha quedado pegado al traje después de la última campaña. Eso se lo tiene que agradecer a los recalcitrantes señores de Vox, que de la noche a la mañana se han convertido en los reyes de la caverna. Casado ha intentado recolectar el voto más rancio y casposo y le ha salido el tiro por la culata. Y encima se ha topado de bruces con Rivera, que viene a ser su clon, pero que todavía puede permitirse dárselas de adalid contra la corrupción y, al menos de lejos, da la impresión de ser algo menos veleidoso y embustero. Con todo y con eso, Pablo Casado parece dispuesto a reconquistar al votante moderado, aquel que se proclama “de centro”, por lo que no ha vacilado en sacrificar su efigie de la fachada de Ferraz y sustituirla por el eslogan “Hay partido”. Quizás lo que Casado debería entender que el espacio político del centro no existe, que se trata de un reclamo para aquellos que no quieren significarse o no tienen muy claros sus ideales y sus intereses.
 Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/5/2019

"Sicansíos"



Volviendo a Juego de Tronos, mi última obsesión favorita, me gustaría hacer referencia a una anécdota que ha dado mucho que hablar. En el episodio tercero, titulado La larga noche, la reina Dany revolotea por ahí montada en su dragón y no encuentra el camino de regreso. Entonces, uno de los defensores del castillo exclama: “¡Sicansíos!” Nadie entendió que demonios quería decir aquello. Es decir, nadie que viera el episodio en versión doblada, pues lo que Ser Davos había dicho en realidad era “She can’t see us!”, que significa “¡Ella no puede vernos!” El pitorreo ha sido monumental, y al final ha pagado el pato el pobre actor de doblaje, que se limitó a leer lo que le venía en el guion. La pregunta es si de verdad necesitamos doblar las películas y series extranjeras o si no sería preferible subtitularlas. Se argumenta que al vernos obligados a leer subtítulos nos perdemos la interpretación de los actores, como si sus voces originales no formaran parte de su interpretación. En realidad, el doblaje en España obedece más a una costumbre que a una necesidad. En los países del Este, por ejemplo, la costumbre era que un locutor leyera los diálogos traducidos, con su voz superpuesta a la de los actores, lo que venía a ser como tener a un tipo sentado al lado contándole la película a su novia porque se había dormido. Tampoco me sirve el argumento de la excelencia de los profesionales españoles del doblaje. Creo más bien que este colectivo se ha sacado de la manga un dialecto artificioso y repleto de anglicismos que en poco se parece al castellano común. En resumen, soy firme partidario de las versiones originales y de los subtítulos. Y no solo como espectador, sino también como profesor de idiomas. Estoy convencido de que los subtítulos harían mucho más por la adquisición de lenguas extranjeras que todos esos bilingüismos de chichinabo tan en boga en la enseñanza hoy en día.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/5/2019


"Spoilers"



Con el estreno de la octava y última temporada de “Juego de Tronos” vuelve a estar de moda el término “spoiler”. La cuestión es que no muchos fans de la serie pueden ver los nuevos episodios en el momento en que se estrenan (en la madrugada del domingo al lunes), por lo que su mayor terror es que alguien les destripe el episodio antes de poder disfrutarlo con sus propios ojos. Se han registrado comportamientos violentos cuando un fan es sometido a semejante ultraje. En el último episodio, por ejemplo, se luchaba una batalla decisiva de la que se sospechaba que parte de los personajes principales no iba a salir vivos. Pues bien, la muerte acechaba también a cualquier gracioso que le desvelara la nómina de bajas a un fanático de la serie antes de tiempo. Desde que se cerró el Coliseo de Roma, dudo que tanta gente haya disfrutado tanto con un espectáculo tan sangriento como el que “Juego de Tronos” nos brinda semana tras semana. Hemos visto a sus personajes morir decapitados, ensartados, aplastados, despachurrados, abrasados y envenenados. En la más pura tradición shakesperiana, hemos visto a padres obligados a comerse a sus propios hijos. Y lo novedoso del asunto es que estos finales tan desagradables no están reservados únicamente para los personajes secundarios, sino que pueden sobrevenirles también a los hasta entonces protagonistas. De hecho, buena parte del éxito de “Juego de Tronos” se basa en la catarsis colectiva de ver estirar la pata a esos atractivos y heroicos protagonistas. De repente, una historia que se parece a la vida: los mejores mueren, los más viles, sobreviven. Dicen que la serie es también una buena alegoría de la vida política. Yo no estoy tan seguro. En el ruedo público es mucho más difícil distinguir a los buenos de los malos. En este sentido, nuestra vida política se parece mucho más a “Breaking Bad”.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/5/2019

Firmas



Esta tarde firmo mis libros en uno de los stands del Altozano, una experiencia que puede ser muy grata o no serlo en absoluto. De las dos ocasiones que he firmado en la Feria del Libro de Madrid, por ejemplo, no conservo buenos recuerdos. Resulta desconcertante observar cómo una marea humana desfila ante tu caseta sin que nadie se detenga, ni siquiera te mire (o lo haga con lástima, que es peor), mientras tres casetas más allá, donde firma uno de los cocineros de MasterChef, se ha formado una cola kilométrica. Una vez me invitaron a la Feria de Valencia para firmar junto a Laura Gallego, lo que podría haber sido la experiencia más humillante de mi vida como escritor. Por fortuna, los organizadores de la Feria me ahorraron el mal trago olvidando abastecerse de libros míos. Otras veces, en cambio, sí que he firmado ejemplares, aunque reconozco que no se me da del todo bien. Procuro no limitarme a estampar mi firma, porque si alguien ha tenido la amabilidad de comprar uno de mis libros, qué menos que agradecérselo con una dedicatoria inspirada e inspirada. El problema es que casi nunca se me ocurre nada original. O puede que sí se me ocurra algo pero pierda el hilo mientras lo escribo, sobre todo cuando el amable lector me habla mientras estoy metido en faena. Otra situación frecuente a la par que incómoda es cuando la dedicatoria te la pide alguien a quien conoces, pero cuyo nombre no recuerdas en ese momento. El conocido te entrega el ejemplar y se planta muy sonriente ante ti. Tú le devuelves la sonrisa y la mano del bolígrafo empieza a temblarte. Al final, lo resuelves de la peor manera posible: “¿Y tú cómo te llamabas?” Cualquiera de estas cosas podría ocurrirme esta tarde. Les ruego su indulgencia. Para las firmas soy terrible, pero escribir no se me da tan mal.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 19/4/2019

Series



Las nuevas tecnologías están dando lugar a nuevas formas de relación. Hoy muchas parejas se crean en internet y se deshacen por culpa de internet. Les ha ocurrido a varias personas que conozco. El simple despiste de dejar el ordenador encendido o el móvil abierto puede oscurecer una relación con la sombra de la sospecha, o torpedearla de forma definitiva, en el peor de los casos. Pero existen otros motivos de discordia, triviales en apariencia, que pueden acarrear graves consecuencias. Ha surgido una nueva forma de infidelidad en la que uno de los miembros de la pareja le pone los cuernos al otro, no con un tercero, sino con la pantalla del televisor. Las culpables son las plataformas de “streaming”. Pongamos que una pareja empieza a ver “Juego de tronos”. Ambos se enganchan con los Lannister, los Stark y los Targaryen, como es natural. Pero, ay, resulta que sus horarios no son compatibles. Uno de ellos trabaja a turnos y debe marcharse al tajo mientras el otro se queda tranquilamente en casa. Seguramente, este último resistirá la tentación durante un tiempo, pero llegará un momento en que no podrá evitar ver el siguiente episodio para comprobar si a Ned Stark le cortan la cabeza o si la conserva pegada al cuerpo. Luego tratará de ocultárselo a su compañero, pero las infidelidades siempre afloran, y el ultrajado le hará pagar cara su traición. Todo esto, que puede parecer infantil, seguramente acabará degenerando en discordias de mayor calado, porque es bien sabido que la chispa más diminuta puede provocar un gran incendio. Me imagino al letrado de uno de los cónyuges explicándole al juez que la parte contraria se vio cinco episodios de “Juego de tronos” a escondidas de su cliente. Una tontería, de acuerdo, pero al fin y al cabo el mundo siempre fue una tontería, como nos advirtió el tango. ¿O era una porquería?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/9/2019

Teléfono



A la gente joven no le gusta hablar por teléfono. Es más, si al adolescente medio se le eliminara la posibilidad de recibir llamadas en su móvil, lejos de sentirse contrariado, le supondría un gran alivio. Esto parece una contradicción si pensamos en esa necesidad de estar permanentemente conectado que ha generado el uso masivo de los dispositivos móviles, en especial entre los jóvenes, pero los hechos demuestran de forma contundente que los chicos y chicas solo recurren a las llamadas de voz en caso de extrema necesidad, y que el hecho de recibirlas les provoca fastidio y enojo. Mientras que los pitidos y chasquidos del whatsapp y del instagram se han convertido en su pulso vital, el timbre de llamada del teléfono les causa incomodidad y desconcierto, hasta el punto de que con frecuencia prefieren ignorarlo. La cosa tiene su lógica si pensamos en el teléfono móvil como en un arma de doble filo, pues los padres pretenden usarlo (subrayo “pretenden”) como un elemento de control. Más difícil resulta explicar por qué tampoco les gusta atender las raras llamadas de los amigos. Un educador seguramente lo explicaría aludiendo a la dificultad creciente de las nuevas generaciones para la comunicación verbal, y es cierto que basta con escuchar las conversaciones de un grupo de adolescentes para darse cuenta de que en ellas abundan más las vaguedades y las fórmulas (“en plan”, “o sea”, “como que”) que la auténtica información. Con todo, creo que existe un motivo más sutil: la comunicación verbal (más aún la telefónica) requiere inmediatez, capacidad de improvisación, y la muchachada prefiere construir sus personajes con el tiempo y la reflexión que les brindan los grupos de whatsapp y las redes sociales, donde las respuestas pueden demorarse minutos o incluso horas. El teléfono, en suma, se está convirtiendo en un elemento del pasado, como el correo postal, la televisión no inteligente y el potaje de garbanzos.


Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/9/2019

Alarma en Múnich



El miércoles pasado supimos de la peripecia de un joven español que regresaba de Tailandia vía Múnich y se hizo un lío tremendo en el aeropuerto de la capital bávara. El sistema automático de seguridad había interpretado que un individuo que provenía de fuera de la zona Schengen, quizás un narco o un terrorista, estaba intentado colarse en el sacrosanto espacio de la Unión Europea. El berenjenal que el despistado español organizó sin querer tuvo sus consecuencias: se cancelaron nada menos que 200 vuelos y 1.800 pasajeros se quedaron en tierra. En otras circunstancias, habría sentido vergüenza ajena de saber que un compatriota había causado semejante caos. Sin embargo, tratándose de vuelos y de aeropuertos, solamente puedo sentir simpatía. La activista sueca Greta Thunberg ha preferido emplear dos semanas en cruzar el Atlántico en velero con tal de no contribuir a incrementar la huella de carbono. Yo estaría dispuesto a pasar por el mismo trance si de ese modo evitara pisar un aeropuerto, lo que para mí supone una experiencia de extrema angustia, junto con pasar la ITV y presentar la declaración de la renta. De hecho, una vez me ocurrió algo parecido a lo del chaval de Múnich. Andaba yo dando vueltas por el aeropuerto de Gatwick, con tiempo de sobra para tomar mi vuelo y muy ufano porque había pasado sin incidentes por el control de seguridad. No sé cómo lo hice, pero de pronto me vi ante el mismo control seguridad que ya había dejado atrás. Al guardia le debió de parecer asombroso mi regreso al punto de partida y me preguntó que cómo me las había ingeniado. Me encogí de hombros y puse una cara de tonto lo bastante convincente como para que me dejaran pasar otra vez. Seguramente pensaron que a los tipos como yo era mejor tenerlos fuera del Reino Unido.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 30/8/2019

La lluvia



La lluvia casi siempre es beneficiosa, pero a veces resulta providencial. La que nos cayó el miércoles, sin ir más lejos, tuvo la virtud de devolverle algo de su pulso vital a esta ciudad, que empezaba a parecerse a un campamento de beduinos. Escribo estas líneas el miércoles por la noche. La lluvia ha cesado, pero las ventanas abiertas siguen brindando frescor y aromas a tierra mojada. Parece que mañana ya no lloverá y que las temperaturas remontarán de nuevo. Y confieso que lo lamento, porque el simple y casi olvidado gesto de abrir el paraguas y contemplar el agua goteando por las varillas ha sido una bendita terapia, casi un milagro. Ha sido como despertar después de una mala noche y colocarse bajo el chorro de la ducha para que el agua se lleve la fatiga, las legañas y los malos pensamientos. Por desgracia, hay pesadillas tan obstinadas que ni un diluvio bíblico conseguiría barrerlas. Ahí siguen las zanjas, los camiones y las excavadoras, estruendosos testigos de que vivimos en una ciudad sitiada por unas obras públicas que nunca concluyen, simplemente se adormecen para despertar al verano siguiente con renovada furia. No contentos con amargarnos el verano, esos mismos monstruos de acero y gasoil se han ensañado con otro pedazo de nuestra memoria. Al pasar hoy por la plaza Mayor, he descubierto que otra hermosa casa del Albacete de siempre ha quedado reducida a un montón de escombros. No importa quién nos gobierne, la única política urbanística que prospera aquí es la que dicta la tiranía de la piqueta. Vivimos en una ciudad aquejada de amnesia, en guerra permanente con su pasado. Una ciudad devastada por la voracidad inmobiliaria que cada día nos resulta más hostil, más fea y más impersonal. A pesar de las promesas que trajeron las lluvias del miércoles, algunas cosas solo cambian para peor.

Artículo publicado en La Tribuna de Albacete el 23/8/2019