La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

jueves, 30 de agosto de 2018

Hereditary


Entre los aficionados a lo fantástico, y más concretamente al cine de terror, existe una queja muy extendida: las películas de terror de ahora ya no dan miedo, lo que en general es verdad. Los amantes del terror acudimos al cine resignados a que la película que nos disponemos a ver va a ser una gran decepción. Sabemos que, en el mejor de los casos, podemos esperar algunos sustos más o menos predecibles, porque el auténtico miedo, aquel que sentíamos al ver El exorcista con quince años, parece haber desertado del género. La mayoría de las películas de terror de hoy en día dan asco, tanto en sentido figurado como en la literalidad del término. Los zombis “devoracerebros”, la sangre a borbotones y la casquería fina pueden revolvernos el estómago, pero el auténtico miedo es otra cosa. Hay un componente recalcitrante entre los aficionados al terror, una especie de “síndrome de Peter Pan” que nos hace mantener viva la esperanza de experimentar de nuevo, en nuestra madurez, las mismas sensaciones que vivíamos en la infancia y en la adolescencia. Nos negamos a admitir que esto es imposible. Las películas no han cambiado, pero nosotros sí, y mucho. Los vómitos de puré de guisantes de El exorcista ya ni siquiera nos dan asco, más bien nos hacen gracia. Lo que nos da miedo no es que Freddie Kruger venga por nosotros si nos quedamos dormidos. Lo que nos aterroriza es la enfermedad y la muerte, tanto la propia como la de las personas que amamos. Creo que en eso, en saber conjugar los miedo de la vida real con lo sobrenatural, radica la excelencia de Hereditary, una película de terror estrenada a principios del verano. No se la pierdan si de verdad quieren pasar miedo. Porque para sustos ya está el recibo de la luz.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 31/8/2017

El final del verano



Estos últimos días de agosto tienen algo de tierra de nadie, de tiempo fuera del tiempo. La sensación de desubicación es tan intensa que no se doblega a los remedios habituales. Las redes sociales han enmudecido. Nadie cuelga álbumes vacacionales con fotos playeras, visitas a países lejanos e instantáneas de comilonas. Nadie se retrata las piernas tostándose al sol ni nos muestra el daikiri que acaban de servirle, adornado con sombrillitas. Nuestros amigos virtuales parecen haberse evaporado sin dejar rastro. Sin embargo, sospechamos que están escondidos en sus domicilios, con las persianas bajadas, al amparo del aire acondicionado, y tal vez avergonzados por no tener nada interesante que mostrar en sus perfiles de Facebook y de Instagram. Muchos ni siquiera contestan el teléfono, pues nada es tan humillante en época veraniega como reconocer que uno está en su casa, consumiendo Netflix y sin el menor atisbo de plan en perspectiva. Sabemos que este marasmo tiene los días contados. Apenas queda una semana para ingresar de nuevo en la realidad. Volveremos pertrechados con fotos de viajes y vivencias emocionantes, tratando de convencer a compañeros y amigos de que no somos los mismos que les dijimos adiós hace apenas unas semanas, sino una versión perfeccionada, más viajados, todavía morenos, con la piel más tersa y perfumada de cremas solares. Por fortuna, esta ilusión se desvanece con la misma rapidez que los bronceados playeros, y lo que queda son los mismos seres mustios de siempre, resignados a arrostrar otros otoños, otros inviernos, nuevos reveses y decepciones. Mejor sería aprovechar estos días de soledad de finales de agosto para hacernos a la idea de que nada ha cambiado, de que, por más que nos empeñemos, no hay forma de tomarse unas vacaciones de uno mismo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/8/2018

Benidorm



Esta semana hemos sabido del caso de una octogenaria británica que vino a pasar sus vacaciones a Benidorm, y que a su regreso se sintió tan defraudada que reclamó a la agencia de viajes para que le reembolsaran su dinero. La buena señora se quejaba de las cuestas del lugar y de las muchas escaleras que encontró en el hotel, pero sobre todo le pareció fatal que el establecimiento estuviera lleno de españoles. «¿Es que no pueden ir a pasar sus vacaciones a otro sitio?», se preguntaba muy airada. Este asunto ha provocado cierta hilaridad en su Inglaterra natal y no poca indignación por estas latitudes. Se ha hablado de la mala educación de los turistas británicos, que cuando no están partiéndose la crisma saltando desde los balcones o ejerciendo de chusma infame en los garitos de playa, se dedican a pasearse por el mundo con ese aire de superioridad imperialista de quienes creen ser mejores, no solo que sus vecinos (lo que tendría cierta justificación) sino que el resto del género humano. Todo esto es cierto. Sin embargo, opino que las reflexiones de la abuelita inglesa encierran no poco sentido común, aunque sea por accidente. Con este país grande, hermoso y diverso que nos ha tocado en suerte, ¿quién puede ser tan insensato como para ir a pasar sus vacaciones en un sitio tan inmundo como Benidorm? ¿Acaso no sería mucho más razonable dejarles esa franja de la costa levantina a los británicos y buscar el descanso en entornos más agradables, sin tanto cemento, sin aglomeraciones y, sobre todo, sin ingleses? Por supuesto, necesitamos del turismo para equilibrar nuestra balanza de pagos. Pero la triste verdad es que el turismo extranjero no necesita de nosotros, salvo en forma de taxistas, camareros y animadores de hotel.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/8/2018

Multa



Acabo de ser desvirgado. Hasta esta misma mañana llevaba 32 años conduciendo sin una sola sanción. Hace un rato me ha parado la policía local en el paseo de la Cuba y me han multado por exceso de velocidad. Mientras le entregaba al agente el carné de conducir, me he sentido como un auténtico delincuente y él ha debido de notarlo. “Está usted en el tramo inferior de la infracción”, me ha dicho para consolarme. “No hay pérdida de puntos y, si paga usted en menos de 20 días, son solo 50 euros”. Buen chaval el agente. “¿Y esto cómo se paga?” le he preguntado con expresión de cordero degollado. Y he añadido: “Verá, es que es la primera vez en la vida que me multan.” Me lo ha explicado con la paciencia y la suavidad de una maestra de párvulos enseñándoles las vocales a sus pupilos. Luego me ha extendido el tique para que lo firmara. He aquí un momento trascendental en mi existencia, la alternativa de elegir entre ser un ciudadano sumiso o mostrar un último vestigio de rebeldía contra la autoridad. “¿Pasa algo si no firmo?” “Pues no, lo va a tener que pagar igual”. Me ha mirado fijamente. Ha reparado en un tatuaje que me hice en el brazo hace un par de semanas. En mi camiseta negra de Don Vito Corleone. Allí se mascaba el drama. “Entonces no firmo”, le he espetado con mi mejor cara de malote. Durante unos segundos ambos hemos estado a solas en medio de la jungla. “Bueno, como quiera. Ya puede continuar”. Me he alejado con la sensación de haber cosechado una victoria pírrica. Ahora bien, en ningún momento he apartado la vista del salpicadero para comprobar que no superaba el límite de velocidad.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/8/2018

Bruxismo



Padezco un trastorno conocido como bruxismo. A grandes rasgos, el bruxismo consiste en apretar y rechinar los dientes de forma involuntaria, lo que provoca un desgaste galopante de la dentadura que acarrea infinidad de problemas odondontológicos, amén de dolores mandibulares permanentes. Los dentistas suelen atribuirlo al estrés, aunque mis síntomas se desencadenan en cualquier época del año, con independencia de la carga de trabajo o el estado nervioso. Uno llega a sentirse como un perro incapaz de dejar de roer el hueso que le han arrojado. Sin embargo, en este caso el hueso es el propio, como si algún factor extraño hubiese desencadenado en mí un proceso de autocanibalismo. Más de una vez me he preguntado el porqué de este hábito tan destructivo. Quizás no haya que recurrir al consabido estrés. Al fin y al cabo, los seres humanos apretamos los dientes cuando sentimos ira o dolor, y no es difícil interpretar la existencia como una combinación de ambos. Ira, dolor y fantasmas, que también los veo y los oigo. Los médicos no los llaman fantasmas, sino miodesopsias y acúfenos. Pero el nombre científico es lo de menos. Las primeras son sombras de objetos inexistentes que flotan en mi campo visual como peces espectrales en una pecera. Los segundos, zumbidos de intensidad variable que también me acosan constantemente. Aunque no guardan relación, yo he llegado a vincular las miodesopsias con los acúfenos, y ambos con alguna culpa pasada. Sombras y voces empeñadas en atormentarme, como las furias que acosaban a los antiguos cuando cometían un sacrilegio. Un castigo por algún pecado imperdonable para el que no existe redención. Ante este panorama, no queda más consuelo que rechinar los dientes. O puede que comprarse un bozal.        


Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/8/2018

El hotel



Escribo estas líneas desde un hotel. No importa su nombre ni el de la ciudad donde se encuentra. Solo quiero dejar constancia de que tengo miedo. Me lo advirtieron: “No te alojes en ese hotel. Es un auténtico laberinto”. Me lo advirtieron y no quise escuchar. Ahora, demasiado tarde, comprendo que este podría ser el último de mis artículos. La primera señal de alarma la tuve al sorprender una sonrisa retorcida en el rostro del recepcionista en el momento de entregarme la llave. “Habitación 231”, me dijo como si dictara una sentencia. Casi una hora más tarde, tras probar suerte con todos los ascensores y recorrer lo que me parecieron varios kilómetros de pasillos, empecé a pensar que aquello debía de tratarse de una broma pesada. Como en un bingo siniestro, habían aparecido todos los números de habitación menos el de la mía. Por fin me topé con una empleada cuya ayuda supliqué. “Sí, la disposición de este hotel puede ser un poco liosa. Incluso los que trabajamos aquí nos confundimos a veces.” Al cabo de un minuto, sin embargo,  estaba ante la puerta de la habitación. Miré a la empleada con gratitud mientras se alejaba. Ahora comprendo que nunca debí dejarla ir. Me he perdido ya tres veces. La primera, intentando encontrar el buffet del almuerzo. La segunda, tratando de localizar la recepción, que no he vuelto a ver desde el momento de mi llegada. La tercera, buscando a la desesperada la salida de incendios. En total, han sido varias horas de vagabundeos por pasillos vacíos e interminables. Sospecho que cambian las indicaciones cada vez que paso ante un cartel. De hecho, considero un milagro haber sido capaz de regresar a mi habitación. El teléfono no funciona. No hay wifi ni cobertura de móvil. La ventana no se puede abrir. Tengo hambre y miedo. Dejaré escritas estas líneas y trataré de quedarme dormido. Quizás despierte riéndome de esta  estúpida pesadilla.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/7/2018

Noctámbulos




Fui un niño de pueblo. En realidad, de varios pueblos, pues la residencia familiar era la que determinaba el concurso de traslados de los maestros. Pero en verano siempre regresábamos a la capital, a la casa de mis abuelos paternos, que estaba en la calle de la Feria, frente al cine Cervantes. Cada noche salíamos a recorrer las calles de aquella ciudad que no era muy diferente de cualquier pueblo. Los noctámbulos de hoy en día son de otra naturaleza. Salir a pasear por el Albacete nocturno supone cruzarse con pandillas de jóvenes que van y vuelven de la Zona, soportar las ráfagas de reggaetón que brotan de coches que pasan a toda velocidad, arriesgarse a ser atropellado por algún conductor ebrio. Por las noches, la ciudad se convierte en territorio comanche. La gente respetable se queda en casa y mira la televisión. A principios de los setenta, en cambio, las familias todavía sacaban sillas a la calle y montaban tertulias con sus vecinos mientras los niños alborotaban las aceras. No pasaba ni un coche. La policía local permanecía acuartelada y la única presencia de la autoridad era la de los serenos, que hacían sonar sus manojos de llaves y saludaban a los transeúntes llevándose la mano a la visera de la gorra. Nuestros paseos rara vez nos llevaban más allá del Altozano o, calle Mayor arriba, del cruce con la calle Ancha, hasta la esquina de Fontecha. Pero a mí, con mis seis o siete años, se me antojaban auténticas aventuras, tantos eran los estímulos en aquella ciudad transformada por la oscuridad. Aventuras o safaris, pues por entonces los perros vagabundos todavía deambulaban por las calles, y las salamanquesas se daban sus banquetes nocturnos en las fachadas de la calle Mayor. Hoy todos los perros tienen amo y collar. En cuanto a las salamanquesas, al igual que la gente respetable, se quedan en sus casas por la noche. O tal vez se hayan extinguido.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/7/2018

Esto no es una pipa



Esta mañana he firmado una petición para protestar por la paralización del proyectado museo de arte realista en Albacete. Confieso que lo he hecho sin pensármelo dos veces, pues la instalación de un foco cultural de prestigio en plena Calle Ancha (en el chalé de Fontecha, por más señas) me parece un buen modo de atraer visitantes e insuflar aires culturales al centro de la ciudad, tan sobrado de comercios y bares y tan deficitario en otras cosas. Luego, sin embargo, me he sentido intranquilo, pues las cosas a veces no son lo que parecen, máxime cuando hay politiqueos de por medio. Cierto periódico digital ha dado la noticia de forma sesgada, de modo que he investigado un poco por mi cuenta. De los seis artistas que suscribieron el acuerdo en 2014, los que formarían el núcleo de la exposición permanente, uno de ellos (la pintora Esperanza Parada) había fallecido ya en el momento de la firma. Pero ocurre que tres de los cinco restantes (los hermanos Francisco y Julio López e Isabel Quintanilla, compañera de este último) han muerto en fechas recientes. Así pues, solo quedan con vida Antonio López y su esposa María Moreno. En resumen, a pesar del poderoso reclamo del maestro de Tomelloso, lo que obtenemos es un museo de matrimonios, parientes y amigos (¿no suena esto a que a alguien le han metido un gol por la escuadra?), amén del alto número de fallecidos, con las dificultades que ello supondría para renegociar el acuerdo con los distintos herederos. Y eso sin entrar en cuestiones de índole económico y artístico, que ya habrá fuentes mejor informadas que se encarguen de ello. Personalmente, siempre he sido más partidario del surrealismo que del realismo, sobre todo al abordar asuntos de política local. Por ello me limito a recordar que lo que parece una pipa a veces no lo es en absoluto.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/7/2018

¿Dónde está el infierno?



La pregunta puede parecer ociosa, pero adquiere otra dimensión cuando se piensa que existen posibilidades de que uno tenga que permanecer allí durante toda la eternidad. A los clásicos les debemos la concepción del infierno como un lugar subterráneo. Cualquier héroe como Dios manda debía realizar su descenso al Hades con un recado u otro. Por desgracia, los poetas antiguos suelen ser imprecisos acerca de su localización. Excepto Virgilio, que sitúa la puerta del Tártaro en cierto cráter conocido como “Averno” cercano a la ciudad de Cumas, lo que nos permite localizar el infierno con cierta precisión en el entorno de la bahía de Nápoles. En cuanto a la cultura judeo-cristiana, la fuente más autorizada es, naturalmente, el poeta florentino Dante, quien no solo describe el infierno con abundancia de detalles cruentos, sino que nos lo muestra organizado en secciones, como si se tratara de un centro comercial de El Corte Inglés. En cuanto a su entrada, paradójicamente, la sitúa en Tierra Santa, en concreto bajo la montaña de Sión. Por desgracia, en siglos posteriores el concepto queda difuminado entre imprecisiones y abstracciones teológicas. El papa Juan Pablo II no se atrevió a negar la existencia del infierno (como si ha hecho Francisco, para escándalo de muchos) pero afirmó que no consta que haya nadie en él, tal es la infinita misericordia de Dios. Jean Paul Sartre dijo que “el infierno son los otros”, lo que equivale a situarlo en casa de los vecinos. En un registro más mundano, cabría también localizarlo en el Primark de la Gran Vía el primer día de las rebajas, o quizás en la playa de Benidorm en este mismo instante. Sumándome a la lista de autoridades que han especulado sobre el asunto, yo me atrevo a decir que se encuentra en Albacete, en cualquiera de las calles que la empresa adjudicataria de las obras del centro ha puesto patas arriba este verano.


Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/7/2018

Spam institucional


Hace unos años, la Junta de Comunidades nos instaló una red informática en el instituto donde trabajo (donde ya había cuatro redes de este tipo, por cierto). El caso es que he notado cierta reticencia a hacer uso de este recurso, y no porque funcione mal, sino por el curioso peaje que te obligan a pagar para poder acceder a internet a través del invento. Previamente, es necesario realizar un engorroso login que te conduce directamente al portal de la Junta. Entonces se activa una presentación de imágenes cuyo protagonista es, invariablemente, el presidente regional. García Page visita a los niños enfermos en un hospital, García Page descubre una placa, García Page proclama los logros de su gobierno, García Page inaugura un pantano… La incontinencia de este hombre al hacerse fotos en cada una de sus apariciones públicas, por triviales que sean, empieza a parecerse a uno de esos perfiles de las redes sociales en los que un fulano se exhibe lavándose los dientes, comiéndose una paella y bailoteando en la verbena de su pueblo. Sin embargo, más allá del chascarrillo, uno no puede contener cierta indignación al comprobar cómo ciertos políticos emplean recursos públicos para alimentar su vanidad, en una incesante campaña de imagen que rebaja a la ciudadanía al papel de meros idiotas. ¿Cómo no acordarse de esos individuos que se compran un coche enorme y lujoso, quizás con la intención secreta de suplir otras carencias (la estatura, por ejemplo)? Parece que el jefe de prensa del presidente ha olvidado que estas campañas de autobombo suelen provocar un efecto contrario al deseado, es decir, que conforme aumenta la exposición a la imagen del infatigable político, mayor es el rechazo del ciudadano hacia su persona. Esto no es Corea del Norte. La mesura y la modestia siguen siendo virtudes apreciadas por estas latitudes.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/6/2018

Teleoperadores



Quien más quien menos, todos tenemos una cierta vena vindicativa, es decir, a veces nos gusta poner las cosas en su sitio. A mí me ocurre con los teleoperadores que me joroban la siesta (con los teleoperadores, vamos). Antes los ignoraba y colgaba el teléfono directamente. Ahora, cuando me siento inspirado, prefiero ponerlos en pequeños bretes. Esto no significa que los trate de forma despectiva o desagradable (en su trabajo va implícito su propio castigo). Simplemente los someto a situaciones insólitas a ver cómo responden. Hace un par de semanas, cuando me encontraba a punto de alcanzar el nirvana vespertino, me llamó un joven del BBVA preguntando por mi exmujer, de la que me divorcié hace más de un lustro. «No, no vive aquí», repuse. «¿Pero la conoce?», insistió, inasequible al desaliento. «Vaya que si la conozco. Como que estuve casado con ella veinte años». Las carcajadas de mi compañera actual me impidieron oír las excusas que murmuraba el teleoperador. Ayer le tocó el turno a una señorita de la compañía de seguros Santa Lucía: «Señor Cebrián, queremos dejarlo completamente protegido». La cosa prometía, de modo que decidí escuchar. Lo que me ofreció fue un seguro de accidentes en virtud del cual mis allegados cobrarían una indemnización de 70.000 euros si yo moría de forma violenta o quedaba totalmente incapacitado. «No me interesa». «Pero señor Cebrián, ¿es que no quiere usted quedarse tranquilo y protegido». «Mire, señorita, yo creo que si le digo mi gente que van a cobrar setenta mil pavos si yo palmo en un accidente, al cabo de unas horas me estoy cayendo por la ventana». «Pero, hombre, ¿cómo me dice usted eso?» Respiré hondo y me preparé para la frase final: «Usted no conoce a mi familia».

Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/6/2018

Estatura




No soy un tipo especialmente bajito. En mi juventud medía 1,75, lo que venía a ser la estatura media de mi generación. Ahora que el tiempo y la gravedad han obrado sus efectos sobre mi esqueleto, tal vez mida dos o tres centímetros menos. Aun así, creo que puedo pasear mi anatomía por las calles con cierta dignidad. Pero ocurre que tengo dos compañeros de trabajo especialmente grandotes, ambos en torno al metro 95. Uno de ellos, un mocetón asturiano descendiente de mineros, suele mirarme con condescendencia desde la atalaya de su superioridad física. A mí esto me toca muchísimo las narices, lo reconozco. Hace unos días me los encontré juntos y quise demostrarles con una prueba gráfica que en realidad la diferencia de estaturas no era tanta. Me situé entre ellos y le pedí a otro compañero que nos hiciera una foto de cuerpo entero. El resultado fue lamentable. Parezco un hobbit custodiado por dos orcos. Para más escarnio, el maldito asturiano había depositado una de mis manazas sobre mi hombro y nos miraba a mí y a la cámara con una sonrisilla bastante nauseabunda. Cómo se reían, los muy canallas. Contemplé la foto en la pantalla del móvil. Los miré a ellos. La sangre me hervía. «Confórmate, guaje, esto no tiene remedio». Los bobos que escriben los manuales de autoayuda afirman que debemos aprender a querernos como somos. La realidad es que la vida únicamente nos enseña a persistir en nuestros errores y complejos, y que el crecimiento personal no añade ni un solo centímetro a nuestra estatura. De pronto, milagrosamente, recordé una salida del inmortal José Luis Coll: «¿Y vosotros os creéis altos? Si midierais cincuenta metros, todavía. Pero por palmo y medio que me lleváis… ¡A tomar por saco los dos!»

Publicado en La Tribuna de Albacete el 15/6/2018

El tesoro de Lodares



En el año 93, el periodista y crítico musical Juan Ángel Fernández publicó una crónica de los grupos de rock y pop de Albacete. Aquel era un momento de eclosión de las bandas de nuestra ciudad. Los Surfin’ Bichos amenazaban con comerse el escenario musical del país, y un puñado de grupos llenos de ideas y energía seguían su estela. Han transcurrido 25 años y el panorama es mucho menos alentador. Quizás por eso muchos recordamos con nostalgia aquel momento en que la crítica especializada miraba a Albacete con asombro e incredulidad. ¿Cómo era posible que una ciudad pequeña y anclada en la España más profunda estuviera generando tal cantidad de ruido y de furia? Juan Ángel Fernández trataba de explicarlo remontándose hasta la prehistoria de la música popular albaceteña, hasta las orquestas de baile de los años 50 y, sobre todo, hasta la irrupción de los primeros grupos de pop en los 60. Muchos veteranos recuerdan a Los Trasgos, aquellos Beatles de tierra adentro que se codearon con los Brincos en las mejores salas de Madrid. Además de buenos músicos, aquellos cinco muchachos se convirtieron en auténticos precursores del cambio social en una ciudad impaciente por sacudirse la caspa y salir del marasmo nacional-sindicalista. Sus voces, sus guitarras y sus recuerdos, junto a los de otros muchos paisanos que enarbolaron la antorcha de la modernidad, suenan con fuerza en El tesoro de Lodares, título que hace referencia a ese corredor mágico que une la calle Mayor y la del Tinte, un auténtico túnel del tiempo, como el libro de Juan Ángel Fernández. El próximo miércoles, a las siete de la tarde, algunos de estos protagonistas se darán cita en la librería Popular para dar la bienvenida a la nueva edición del libro. La nostalgia entraña sus riesgos, pero a ciertas edades es un vicio comprensible, inevitable.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 8/6/2018

Indignación



El último bulo extendido por las redes sociales tiene su gracia. Se trata de la foto de un joven delgadito, con aspecto tímido y cara de empollón. Se nos cuenta que el muchacho es de Ciudad Real, que se llama Ángel Mejía (Jordi, para los amigos) y que está a punto de graduarse en Harvard. Por si fuera poco, se afirma que la brillante criatura es uno de los descubridores de la vacuna para el virus de la gripe A, «pero esto no sale en la tele porque no es farándula». Por último, la inevitable exhortación: «Comparte si esto también te indigna». Daría cualquier cosa por ver la cara que se les ha quedado a esos miles de ciudadanos indignados al conocer la realidad. El chico, en efecto, se llama Jordi y es de Ciudad Real. En cuanto a su trayectoria académica, nada de nada. Jordi es en realidad un actor porno conocido como el Niño Polla. No niego que sea una gloria nacional ni que esté haciendo un carrerón en las Américas, aunque en un campo bien distinto de la investigación médica. Sí, el asunto tiene su gracia, y a la vez preocupa. La indignación (como el entusiasmo, el amor o el odio) es un patrimonio limitado, pero la dilapidamos en mil tonterías como esta. El resultado es que, cuando llega el momento de indignarse por algo que de verdad lo merece, somos incapaces de reaccionar. La semana pasada se dictó la primera sentencia del caso Gürtel. El partido que nos gobierna y sus máximos dirigentes son sospechosos de una trama de corrupción a gran escala. Pero la gente prefiere enfadarse por el asunto del Niño Polla. Nos hemos convertido en un país anestesiado, un país frívolo donde la conciencia cívica y la responsabilidad ciudadana son valores en desuso. Esto sí que resulta indignante.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 1/6/2018

El fantasma del súper



No, no estoy loco. No he desarrollado un trastorno esquizoide ni me he convertido en un conspiranoico. Lo que cuento es verdad. En mi supermercado han organizado un complot contra mi persona. Tengo pruebas. Se han empeñado en cambiarme los productos de sitio cada vez que consigo crearme un mínimo esquema mental de la disposición de cada cosa. Además, lo hacen sin el menor criterio lógico. No atienden a la composición de cada alimento ni a la hora del día en que se consume. Colocan las tostadas Ortiz en el extremo opuesto del pan de molde Bimbo. La piña enlatada El Monte hay que ir a buscarla a kilómetros de distancia de la fruta fresca. El chocolate y el café (productos afines, como todo el mundo sabe) se alejan cada día más, con absoluto desprecio por la taxonomía de Linneo. Me he convertido en el fantasma del supermercado. Deambulo por los infinitos pasillos hasta que todo se vuelve borroso y el aceite de oliva virgen y el amoniaco perfumado me parecen la misma cosa. La compra semanal se ha convertido en un suplicio, en mi modesto descenso a los infiernos. Pero nunca pido ayuda a las empleadas, pues tienen la consigna de guiarte hasta el emplazamiento del producto que no eres capaz de encontrar, lo que me da muchísima vergüenza. Sin embargo, he notado que me miran con lástima cuando me ven surcar el mismo pasillo por octava vez con la vista extraviada. Alguna de buen corazón querría tomarme de la mano, como a un niño pequeño, y acompañarme hasta el nuevo y absurdo paradero de los Yatekomo. Pero las demás se burlan de mí. Esperan ansiosas a que me vaya para volver a cambiarlo todo de sitio. ¿Qué le he hecho yo al gerente de este supermercado? ¿Acaso fui su profesor de inglés?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/5/2018

Eurovisión



El último Festival de Eurovisión confirma lo que todos llevamos tiempo sospechando, es decir, que el viejo concurso de canciones se ha convertido en el mejor espectáculo humorístico del año. En mi infancia Eurovisión era un rito familiar que se tomaba muy en serio. Ahora es más bien una ocasión para que los grupos de amigos se reúnan para comer pizza y echar unas risas. Hay quien lo ha convertido en una simple excusa para darle al frasco. Por ejemplo, cada vez que aparece una llamarada en el escenario, chupito; cada vez que el intérprete canta en su idioma, chupito; cada vez que la canción viene acompañada de una coreografía surrealista, chupito; si ganara España, la botella entera. El Twitter es un aliado esencial para acentuar la diversión, por lo que siempre hay quien se encarga de leer en voz alta los comentarios jocosos que se publican entre canción y canción (muy ocurrente el usuario británico que al terminar la actuación de Amaia y Alfred posteó «iros a un hotel»). Pero lo que realmente nos fascina es el desfile de frikis y botarates que se nos ofrece. El festival de este año arrancó con un tipo disfrazado de vampiro que surgía de un ataúd en forma de piano (y que muy cerca estuvo de morir abrasado en pleno escenario), e incluyó a los protagonistas de la serie Vikings caracterizados de sus respectivos personajes, a un grupo de trash metal aullando en inglés y, por supuesto, a los representantes españoles, que parecían surgidos de la imaginación de un Walt Disney en plena hiperglucemia. En cuanto a la cantante israelí que se alzó con el triunfo, solo espero que su rabino se recupere pronto del disgusto. No se tomen Eurovisión en serio, por favor. No sean antiguos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 18/5/2018

GPS



Hace poco hemos conocido la peripecia de una familia alemana que empleó un total de siete horas en cubrir el trayecto entre Alicante y Tomelloso, un viaje que normalmente se completa en tres. La culpa fue del GPS, que no tenía ni idea de que el ayuntamiento de Minaya había acometido obras, y los tuvo dando vueltas por el pueblo un total de cuatro horas. Los protagonistas llegaron a sentirse como el personaje de Bill Murray en la película Atrapado en el tiempo. Cada vez que pensaban que habían encontrado la salida del laberinto, volvían a toparse con el cartel Bienvenido a Minaya, y vuelta a empezar. Yo recuerdo un par de ocasiones en que he vivido experiencias parecidas. Una vez, en busca de un restaurante, anduve errante por pistas forestales una mañana entera, con una sensación creciente de irrealidad. En otra ocasión, en un trayecto nocturno, mi GPS sencillamente se volvió loco y la pantalla comenzó a mostrarme una especie de vuelo endemoniado en línea recta, un auténtico viaje a ninguna parte. Los GPS se han convertido en la panacea de los conductores desorientados. El problema es que, una vez en manos del aparato, hay quien no vacila en lanzarse en picado por un barranco si el GPS así se lo recomienda. Para colmo, viene equipado con una voz tan perentoria que hace muy difícil ignorarlo, como si quien ocupara el asiento del copiloto fuera una suegra mandona o nuestra maestra de párvulos. Este fenómeno, en definitiva, no es sino una muestra más de la infantilización creciente que vivimos. Siempre es más fácil delegar las decisiones, ponernos en manos de otros, incluso de un aparatejo cuya inteligencia no es mayor que la de una garrapata. El día que el GPS conduzca por nosotros, habremos alcanzado el nirvana de la estupidez.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/5/2018