La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 18 de diciembre de 2017

Tabaco


Provengo de una larga estirpe de fumadores. Mi tío-abuelo Eliecer, que antes de la guerra era párroco en Cartagena, fumaba como si la vida le fuera en ello. El sacerdote pasó buena parte de la contienda escondido en la casa de su hermano, mi abuelo, en la calle de la Feria. Me cuentan que, cuando la escasez hizo imposible la adquisición de tabaco, le dio por fumarse las hojas de los geranios, inventando así lo que bien podría denominarse «el porro de tiempos de guerra». Mi propio abuelo Eloy era un fumador empedernido. Fumaba en pipa y fumaba cigarrillos a destajo. Los albures de la genética hicieron que el vicio se saltara una generación, pues ni mi padre ni mis tíos han fumado jamás. Este fracaso debió de cabrear mucho al demonio del tabaco, de modo que se ensañó en mí. Y lo hizo del modo más perverso posible. Yo debía de tener unos catorce o quince años y andaba revolviendo cajones en la casa de mis abuelos. En uno de ellos encontré una preciosa pipa curva con tapa de plata. En su boquilla estaba claramente grabado el colmillo derecho de mi abuelo Eloy. También hallé un paquete de Lucky Strike intacto que debía de tener al menos seis lustros de antigüedad. Le mostré los hallazgos a mi tía Maruja, quien me dijo que podía guardarlos. Aquel fue el principio del fin. Resultó que mi colmillo derecho encajaba perfectamente en la muesca que había dejado el de mi difunto abuelo. En cuanto a los «luckies», despedían un tufo rancio y sabían a paja seca, pero lograron despertar en mí los lazos de la sangre. Hoy, cuarenta años después, me debato con el vicio en largos periodos de abstinencia que se alternan con furiosas recaídas. Tendemos a considerarnos hijos del azar. Sin embargo, a veces es posible encontrar ciertas señales, trazas de un plan que gobierna nuestras vidas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 15/12/2017

domingo, 10 de diciembre de 2017

Perros


Los perros llevan tanto tiempo conviviendo con nosotros que han acabado por adquirir características humanas. Cualquiera que tenga un perrito en casa sabe bien lo mucho que les gustan nuestros alimentos, aunque los suyos se vendan al precio del marisco en Navidad. Cuando nos sentamos a comer, mi pequeño bichón maltés ocupa solemnemente una silla, coloca ambas patitas sobre la mesa y aguarda a que algún miembro de la familia le dé un macarrón o un trozo de filete. Hemos intentado impedírselo, pero el aire de desolación y tristeza del animalito es tan grande que al final siempre consentimos. En estos momentos, mientras yo tecleo en el salón, él ha ocupado mi lugar en la cama, que prefiere con mucho al cómodo sofá donde se le permite dormir. Este proceso de humanización es tan notorio como irreversible, de modo que he decidido no tratar de detenerlo, sino colaborar, en la medida de mis conocimientos, a que se complete. Los perros carecen de cuerdas vocales, por lo que sería ocioso tratar de enseñarle a mantener una conversación. Pero tienen sus propios medios de expresarse (el ladrido, el gruñido, los movimientos de la cola, la posición del cuerpo) y de ellos me valgo para intercambiar impresiones con este peluche de tres kilos y medio. Le he enseñado a formular opiniones sobre la política nacional. Él y yo mantenemos puntos de vista afines, por lo que no ha sido difícil. Cuando le pregunto sobre Mariano Rajoy, el perrito gruñe. Cuando le pregunto sobre el ministro Montoro, gruñe y enseña los dientes. Si el asunto es el proceso independentista catalán, ladra y pone los ojos en blanco, como un lunático. Sí, sin duda cada día nos parecemos más. Solo espero que el proceso de adiestramiento no sea mutuo, pues no quedaría muy decoroso que yo me dedicara a marcar con pis las calles alrededor de mi domicilio.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 8/12/2017

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Orinar


Un gran peligro se cierne sobre la población masculina de este país. Pero remontémonos a los orígenes del drama. Hace siete millones de años, algunos de nuestros ancestros primates decidieron bajar de los árboles para procurarse el sustento. Al principio caminaban apoyándose sobre los nudillos, pero gradualmente adoptaron una postura más erguida, lo que les permitía una mejor observación del entorno y de sus peligros. Eso afirman los paleontólogos, aunque en mi opinión hubo otro factor determinante para un cambio evolutivo de semejante trascendencia. Me refiero al momento en que el primer homínido macho se incorporó para vaciar la vejiga. Imaginen la escena en una película de Stanley Kubrick: el mono erguido meando frente al tronco de un árbol, el resto de la tribu lanzando aullidos de asombro, las notas de Así habló Zaratustra tronando en la banda sonora. Varios millones de años después, en homenaje a aquel remoto antepasado, los hombres españoles seguimos orinando de pie. No así en otros países, especialmente en el centro y norte de Europa, donde los machos humanos han regresado a la posición sedente para realizar sus micciones. Esto, amigos, supone una grave regresión en el proceso evolutivo de la especie. Y ahora viene el aviso: existe una conspiración entre las mujeres de este país para que también los españoles nos sentemos para orinar. Ellas esgrimen razones de índole higiénica. Afirman que apuntamos mal y que después no reparamos el desaguisado. La realidad es mucho más siniestra: pretenden despojarnos de los últimos restos de nuestra virilidad. Si no actuamos con contundencia, dentro de poco la imagen del varón erguido proyectando el poderoso chorro hacia la taza habrá pasado a la historia. Todos mearemos sentados, como niñitas. Será el fin. Después, puede que ellas nos obliguen a regresar a los árboles. ¡Rebélense, camaradas! ¡Resistan!

Publicado en La Tribuna de Albacete el 1/12/2017

martes, 28 de noviembre de 2017

Mimofobia


Me repugnan los mimos. Es algo irracional, lo sé. Que yo recuerde, en mi infancia no sufrí el ataque de ninguno de esos artistas de pacotilla. Sin embargo, nuestras vidas se rigen por una amalgama de impulsos irracionales, impulsos que somos incapaces de explicar, pero que aun así son capaces de provocar reacciones extremas e incontroladas. En los últimos años, he sufrido varios episodios agudos de esta modalidad tan peculiar de «colombofobia». Uno de ellos tuvo lugar en la calle Fuencarral de Madrid, madriguera de artistas callejeros de todo pelaje. No sé por qué me eligió a mi como víctima, pero de pronto me vi asediado por un clon de Marcel Marceau que ejecutaba sus gracias a mi alrededor. Apreté los dientes y el paso. Ya me creía a salvo cuando oí una voz a mi espalda: «Se le cashó», me gritó el mimo (encima argentino), incumpliendo su sagrado juramento de no abrir la boca. Pensé que se me había caído la cartera o el móvil, pero entonces el tipo completó la frase: «Se le cashó la sonrisa». Pocas veces he estado tan cerca de liarme a tortas con alguien en medio de la calle. Aunque hubo un episodio peor. Fue en el Altozano, un Día del Libro, y por cortesía del Ayuntamiento. Esta vez era una chica. Iba disfrazada de bailarina o algo así. Creo que su instinto depredador le permitió oler mi miedo y me eligió como víctima para ejecutar su aborrecible rutina mimesca. Creí que iba a morirme de pánico y de vergüenza, pero decidí enfrentarme a ella: «Por favor, déjame en paz», le supliqué. Ella se volvió hacia mi exmujer, agitó la mano derecha y puso cara de «menuda prenda elegiste para casarte». Y mi anterior esposa se mostró de acuerdo. De hecho, nos divorciamos apenas unos meses después. Que estas líneas sirvan como aviso para todos los mimos del mundo: la próxima vez no saldréis impunes.

Publicado en La Tribuna de Albacete el  24/11/2017

sábado, 18 de noviembre de 2017

Mordiscos


La semana pasada, uno de mis alumnos de cuarto de la ESO le mordió a su compañero. Un señor mordisco en la mano, durante mi clase, mientras yo miraba. Confieso que sufrí un ligero shock que me impidió reaccionar de forma inmediata. Últimamente sufro de tensión alta, por lo que mi médico me ha encarecido que, en la medida de lo posible, evite los berrinches. Así pues, decidí abordar el asunto desde un punto de vista científico y pedagógico. Le pedí al autor del mordisco (16 años) que me explicara tan curioso proceder. Al principio él lo negó rotundamente, por lo que tuve que recordarle que mi sordera incipiente no afecta a mi agudeza visual, que no sufro de alucinaciones, que me encontraba a apenas cuatro metros del incidente y que el aula estaba bien iluminada. Insistí en que me brindara algún motivo que pudiera justificar una conducta tan alejada, no ya de las normas sociales más elementales, sino del comportamiento habitual de la especie humana en los albores del siglo XXI. Algo cabizbajo, él me explicó que su compañero, el receptor del mordisco, «le había pintado en su cuaderno». «¿Y a ti te parece que eso justifica que le muerdas?» «Ea», replicó él escuetamente. Llegados a este punto, solo se me ocurrió aconsejar al alumno mordido que se pusiera la vacuna antirrábica y rogarle al depredador que se abstuviera de morderme a mí. No es la primera vez que me ocurre algo parecido. El año pasado, también en un aula de cuarto de la ESO, una de mis alumnas le pellizcó un pecho a su compañera. Tuve que escribir un parte disciplinario que provocó gran hilaridad entre el anterior equipo directivo. Me pregunto qué pasaría si los padres pudieran espiar por un agujerito el comportamiento de sus hijos en clase. ¿Todavía pensarían que los profesores tenemos demasiadas vacaciones?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/11/2017

domingo, 12 de noviembre de 2017

Médula


El pasado mes de mayo, el poeta y profesor valenciano Antonio Cabrera sufrió un accidente que le produjo una grave lesión medular. Siete meses después, todavía permanece ingresado en el hospital de parapléjicos de Toledo. Conforme el tiempo transcurre, las esperanzas de recuperar la sensibilidad y el movimiento disminuyen. Sus metas actuales son sencillas: perseverar en su terapia para no tener que depender de ayuda mecánica para respirar, aprender a utilizar un ordenador guiando un puntero con la nariz, tal vez recuperar el movimiento de algún dedo, lo que le permitiría manejar su silla de ruedas sin ayuda. Antonio y yo somos amigos desde hace muchos años. Él fue un poeta de vocación tardía, pero su talento ha dado frutos magníficos en su madurez. Aunque no es un escritor al alcance de todos, en los círculos más selectos se le admira y se le respeta como el magnífico artista que es. La noticia de su accidente cayó entre nosotros como una bomba. Soy incapaz de imaginar siquiera los momentos de desesperación por los que habrá pasado. Sin embargo, en una reciente entrevista para el diario El Mundo, afirma que le parece absurdo mirar hacia atrás. Lo ocurrido queda en el pasado y nada se puede hacer para cambiarlo. Antes era él quien iba hacia las personas y las cosas. Ahora son las personas quienes deben ir hacia él, y muchas cosas de las que antaño disfrutaba (el campo, las aves) quedan lejos de su alcance. Sin embargo, él ha elegido la vida. Incluso ha vuelto a componer poesía: Médula, circula / hacia la vida, deja pasar el tiempo / fluido de lo móvil. Tengo mucho que agradecerle a Antonio. Incontables horas jubilosas de conversación, de risas, de lecturas compartidas. Ahora, también el ejemplo de su entereza. Y el privilegio de poder seguir disfrutando del resplandor de su talento, del calor de su amistad.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/11/2017

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Cielito lindo


Delante del instituto donde enseño, sentado en un banco, hay un señor que toca el violín para ganarse unas monedas. Es un buen músico. El problema es que lo limitado de su repertorio. Creo que le he oído interpretar un par de tangos, pero la canción favorita de su hit parade particular es Cielito lindo. La toca sin descanso. Algunas mañanas, una docena de veces seguidas. Las temperaturas benignas nos obligan a mantener las ventanas de las aulas abiertas, y las notas de la ranchera se cuelan dentro de clase. Los alumnos se desconcentran. Algunos incluso tararean. Yo mismo me he sorprendido canturreándola en un par de ocasiones. La semana pasada, como ejercicio de catarsis, les propuse a los chicos que la cantáramos todos a coro. Tal vez el músico callejero nos oyera y se diera por aludido. Pero la canción sigue sonando en la avenida con mucha más intensidad que el rumor del tráfico, y yo empiezo a desesperarme. Hace unos días aproveché un recreo para recoger unas radiografías en una clínica cercana. La música ambiental que estaba sonando era Cielito lindo. Por la tarde, en el supermercado, otra vez el Ay, ay, ay, ay, canta y no llores del demonio. La dichosa canción me persigue como una maldición gitana. Cuando voy por la calle, silbo Cielito lindo. Por las noches, la musiquilla atruena dentro de mi cabeza y no me deja conciliar el sueño. Creo que me estoy volviendo tarumba. Empiezo a contemplar la posibilidad de comprarle al señor unas partituras y ofrecerle algo de dinero a cambio de que amplíe su repertorio. Pero temo que no sirva de nada. Como mucho, puede que consiga cambiar Cielito lindo por Piel canela, por Amapola o por Perfidia, con lo que el remedio sería peor que la enfermedad. Tal vez la única solución sea pedir el traslado a otro centro. O quizás volver a ver las noticias de Cataluña en los telediarios. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/11/2017

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Tacos


Hoy les he estado hablando a mis alumnos de lo que se denomina el «genio de la lengua», que viene a ser la capacidad expresiva de cada idioma para plasmar determinados aspectos de la realidad, incluso para modelarla. Como ejemplo, les he leído el artículo de una joven británica residente en España y casada con un nacional. El texto aborda el inagotable caudal de palabrotas que usamos los españoles en casi cualquier circunstancia, tanto para mostrar ira como para todo lo contrario. A la chica, por ejemplo, le sorprende que usemos las mismas expresiones como insultos y como cumplidos, lo que en inglés sería completamente inimaginable. Le cuesta trabajo comprender que la frase «¡menudo pedazo de cabrón estás hecho!» pueda recibirse con una sonrisa o con un puñetazo. No le cabe en la cabeza que a los españoles no se nos pueda mentar a la madre en una confrontación verbal sin provocar una respuesta violenta y, sin embargo, usemos el sintagma «de puta madre» para decir que algo se nos figura el colmo de la excelencia. Y no se trata de que los británicos no sazonen su habla con tacos, que sí lo hacen, sino de que su repertorio es mucho más limitado e insípido que el nuestro, apenas cuatro o cinco vocablos que hacen referencia a los genitales y que siempre suenan ofensivos a oídos de un interlocutor educado. Cuando la joven británica oye a su marido proferir exabruptos tales como «me cago en to lo que se menea» (que ella intenta, torpemente, traducir como I shit on everything that moves), «que te folle un pez» (go get fucked by a fish) o «pollas en vinagre» (pricks in vinegar), no le queda más remedio que reconocer la superioridad de nuestra noble lengua castellana cuando se trata de ser soez, pero de un modo barroco e imaginativo que a veces roza lo sublime.

Publicado (en una versión ligeramente distinta) en La Tribuna de Albacete el 27/10/2017

domingo, 22 de octubre de 2017

Espacios


El lunes pasado, los colaboradores de La Tribuna recibíamos una carta de Javier Martínez, el director, avisándonos de los cambios de diseño en el diario. A mí los cambios me parecen muy bien, aunque sean solamente de aspecto. Yo mismo cambio con frecuencia mi aspecto. Procuro ganar algunos quilos a intervalos regulares. Me corto el pelo cada tres meses. A veces incluso tiro a la basura los calcetines con agujeros. En el fondo soy el mismo, pero de algún modo me siento renovado, más en comunión con el mundo y con mis semejantes. Nos advertía también Javier de que nos cuidáramos de pasarnos de frenada en la extensión de los artículos, aviso que no caerá en saco roto. En el caso de esta columna, no puedo rebasar los 1.850 caracteres, incluyendo espacios. Ningún problema, porque viene a ser lo que escribía hasta ahora, aunque nunca lo había medido de forma tan precisa. Pero lo que de verdad me ha gustado es lo de los espacios. Desde hace tiempo, estoy convencido de que las cosas más importantes de la vida discurren por los espacios en blanco. Cuando creemos que no está pasando nada es cuando ocurren las cosas trascendentales, las que lo cambian todo. La vida interior, que es la que cuenta, solo es posible en los momentos de calma. Lástima que nos hayamos empeñado en abolir los espacios en blanco, en llenarlo todo de imágenes y voces, de ruido y de furia. Existe una guerra declarada contra el silencio. A los que mandan no les interesa que tengamos tranquilidad, porque la calma genera pensamiento, y eso siempre resulta peligroso. Ni siquiera ahora, cuando acabo de alcanzar el carácter número 1.612 me siento tranquilo. Apenas me queda una frase para rematar la columna. El pensamiento final. Pero he pensado que la forma ideal de despedirme es dejar treinta espacios en blanco. Aquí los tienen. Disfrútenlos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/10/2017

viernes, 20 de octubre de 2017

El Santo Grial


Lo que está ocurriendo en Cataluña tendría su lado gracioso si no fuera porque el final que se adivina es trágico. El martes por la tarde, mientras veía el debate del parlamento catalán por televisión, no lograba sacudirme la sensación de que aquello no estaba ocurriendo de verdad. Me parecía estar viendo una comedia de Els Joglars, aunque con una pobre puesta en escena y malos actores. Al final, cuando la declaración de independencia con freno y marcha atrás, se me ocurrió que el guionista de aquella farsa debía de haber enloquecido, pues no es posible que alguien en su sano juicio perpetre semejante patochada, ni siquiera en estos días de telebasura a tutiplén. Luego me entraron ganas de ver una comedia buena de verdad, y rescaté de mi videoteca una de las películas de los Monty Python (en concreto, la titulada Monty Python y el Santo Grial). Aquello tenía mucha más gracia que lo de Puigdemont. Aun así, vi muchos puntos en común. El principal era el afán de llevar una situación absurda hasta sus últimas consecuencias. Los personajes de la película de los Python, como los protagonistas de la bufonada catalana, se topan una y otra vez con la realidad. Sin embargo, parecen disfrutar con ello. Son unos auténticos payasos, pero se creen héroes. Son una pandilla de locos jaleándose entre sí, alimentándose de su propia locura. En el desenlace de la película, aparece la policía, detiene a todo el reparto y se los lleva a la cárcel. Estos tipos que buscan el Santo Grial de la independencia tienen mucho más de canallas que de caballeros andantes, pero les auguro un final parecido al de la película. Entretanto, habrán causado un daño irreparable, una herida tan grande que tal vez nunca se pueda restañar. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/10/2017

sábado, 7 de octubre de 2017

"Dura lex"


Me considero un ciudadano respetuoso de la ley, como la gran mayoría. Supongo que en ello habrá cierto componente cívico, pero estoy convencido de que el motivo principal para obedecer las leyes es el miedo. Si piso el acelerador, enseguida me imagino a un guardia civil extendiendo una multa. Cada año, cuando presento mi declaración de la renta, me tiembla la mano al pulsar el botón de «enviar», porque me imagino a un inspector de Hacienda agazapado en el otro extremo, dispuesto a caer sobre mí con todo el peso de la ley. Porque la ley pesa una barbaridad. Tanto que a veces puede aplastarte. El domingo pasado, a muchos catalanes los aplastó la ley. Dura lex, sed lex, decían los romanos. Pero de eso hace muchos siglos. Hoy en día, a casi nadie le gusta ver a los pretorianos cargar contra la plebe. Uno quiere pensar que la ley emana del pueblo, de la voluntad de la mayoría. La legislación existe porque necesitamos normas para poder vivir en paz, con orden, con cierta tranquilidad. Y lo que vimos el domingo pasado fue cualquier cosa menos orden y tranquilidad. La ley no puede convertirse en una apisonadora. No puede usarse para aplastar a la gente que desea expresar su voluntad. Que yo sepa, ni Puigdemont ni Junqueras ni el resto de la pandilla recibieron los golpes de los antidisturbios. Estaban a resguardo, regocijándose con lo bien que les había salido la jugada. Mientras tanto, en Madrid, los señores que nos gobiernan debían de sentirse muy ufanos por lo contundente de su respuesta al «desafío independentista». En cuanto a los demás, creo que nos debatimos entre la indignación y la vergüenza. Y el miedo, por supuesto. Desde el domingo pasado hay más separatistas que nunca. Gracias, señor Rajoy, por este miedo y esta vergüenza. Usted nunca defrauda.  

Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/10/2017

jueves, 5 de octubre de 2017

El grupo


Acabo de descubrir que soy un negado para las nuevas tecnologías. Debuté como usuario de internet hace casi veinte años, cuando nos conectábamos con aquellos módems que trinaban como un canario desafinado y lo de la fibra óptica nos sonaba a ciencia ficción. Me tenía por un tipo experimentado en el ciberespacio, un auténtico perro viejo de la era digital. Pero el perro ha resultado ser demasiado viejo, con los resultados que paso a explicarles. Mi intención era invitar a una lista de amigos a la presentación de mi nuevo libro. Así pues, decidí echar mano del móvil y del inevitable WhatsApp. Mala idea. Pensé que lo más cómodo sería crear lo que se denomina una «lista de difusión», opción que permite enviar el mismo mensaje a múltiples contactos sin que se note el truco. Lo que hice, sin embargo, fue fundar uno de esos aborrecibles grupos de WhatsApp que se han convertido en una pesadilla del mundo moderno. No bien me di cuenta del error, me apresuré a tomar las de Villadiego. Pero el mal estaba hecho. Todos mis contactos vieron el mensaje «Eloy ha creado el grupo» y, acto seguido, «Eloy ha abandonado el grupo». El resultado lo supe a la mañana siguiente. Unas ochenta personas, la mayoría de las cuales no se conocían entre sí, empezaron a preguntarse de qué iba aquello. Algunos pensaron que se trataba de una broma. Otros, de un experimento sociológico. Hubo quien se acordó de mis antepasados hasta la quinta generación. Pasé mucha vergüenza, lo reconozco. Aunque ¿quién sabe? Puede que sin proponérmelo haya dado pie al principio de nuevas amistades. Incluso de nuevos romances. Prefiero pensar que mi papel ha sido el de Carlos Sobera en First Dates. El papel de mero idiota más bien me incomoda. En fin, si alguno de ustedes ha aparecido en dicho grupo, reciban mis humildes disculpas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/9/2017

miércoles, 27 de septiembre de 2017

El gallinero


Últimamente proliferan los periódicos digitales de información local. Creo que hay cuatro o cinco, a cuál más pintoresco. Gracias a ellos podemos seguirle la pista al concejal no adscrito, ese hombre inagotable que ha pasado meses recorriéndose todas las fiestas, verbenas, celebraciones vecinales y, en general, cualquier lugar donde hubiera un micrófono y una cámara. También resulta instructivo saber a cuántos conductores beodos han trincado cada día, así como el grado exacto de alcoholemia que ha arrojado cada uno de ellos. Luego están los atropellos y los percances callejeros, tan numerosos que uno empieza a pensárselo dos veces antes de salir de casa. Sin embargo, de vez en cuando uno se topa con algo verdaderamente interesante, una auténtica perla en el muladar. Fue en uno de estos diarios digitales donde me enteré de que el gallinero del cine Astoria existe todavía. La sala de cine como tal cerró hace muchos años, igual que casi todas las demás. Primero instalaron allí un bingo, y más tarde uno de esos locales de apuestas para ludópatas impenitentes. Pero, por encima de las tragaperras, sobre el falso techo, están todavía esas butacas donde los críos de mi quinta pasamos tantas mañanas de domingo. La matinal del cine Astoria. Tan remota que parece un sueño. El sabor de las pipas, del regaliz y de los chicles Cheiw y Bazooka. Programa doble. Bud Spencer y Terence Hill. El luchador manco. La playmate Victoria Vetri en Cuando los dinosaurios dominaban la Tierra, con su bikini prehistórico que dejaba al aire sus turgencias (cuántos onanismos debió de inspirar esa película). El terciopelo ajado de las butacas. El suelo de madera, apenas visible bajo los sedimentos de chicles resecos y cáscaras de pipas. El gallinero del Astoria. Pura arqueología sentimental. Una cripta que guarda los recuerdos de toda una generación. Nuestra infancia, ahora oscura y polvorienta. Tan cerca. Tan lejos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/9/2017

domingo, 24 de septiembre de 2017

La bandera


Si la memoria no me falla, creo que es hoy cuando se iza esa gran bandera nacional en la plaza de Gabriel Lodares, como resultado de una moción que presentó el grupo municipal de Ciudadanos hace unos días. Sin ánimo de denostar los símbolos patrios (y menos aquellos que sanciona la Constitución), eso de poner una bandera en la punta del parque me parece una cuestión frívola que, además, despide un cierto tufo a ranciedad. Entiendo las banderas en las fachadas de los edificios oficiales. En la subdelegación de Defensa, a pocos metros, hay una. Otras dos penden un poco más allá, en las fachadas del instituto y de la subdelegación del gobierno, respectivamente. Esa bandera aislada y solitaria que plantan hoy, sin embargo, me recuerda al árbol de Navidad que coloca El Corte Inglés todos los años más o menos en el mismo sitio: mera decoración y poca enjundia. ¿Qué pretenden estos concejales de Ciudadanos con semejante brindis al sol? ¿Tal vez recordarnos que somos españoles? Si es así, estimo que el recordatorio está de más. Por suerte o por desgracia, nuestra españolidad es una cuestión que todos tenemos asumida por estas latitudes. ¿Se trata de un acto de reafirmación patriótica, tal vez? Tampoco me convence, pues creo que el patriotismo bien entendido no se confecciona con materiales textiles. Sin entrar en cuestiones freudianas, quizás el propósito de ese mástil enhiesto sea hacerles una higa a los separatistas catalanes, que son también muy dados a hacer idioteces con banderas. Mi última hipótesis (Dios no lo quiera) es que a los concejales de Ciudadanos se les está contagiando la forma de hacer política del concejal no adscrito (que antes estuvo adscrito a ellos), consistente en llamar la atención a base de acciones y declaraciones puramente ornamentales. Uno querría que nuestros representantes dejaran de mirar hacia lo alto, donde ondean las banderas, y miren más hacia el suelo, que es donde discurren los problemas de verdad.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 15/9/2017

sábado, 16 de septiembre de 2017

Septiembre


Los profes de la comunidad hemos recibido una carta del consejero de educación. Nos dice el señor Felpeto que van a pedir centros voluntarios para realizar un «pilotaje». Al margen del pintoresco uso del término (uno ya no sabe si se va limitar a dar clase o si le van a hacer participar en las 500 Millas de Indianápolis), se trata de trasladar los exámenes de septiembre a finales de junio, porque así se espera «mejorar los resultados académicos y evitar el abandono educativo temprano». Pero si le echamos un vistazo al calendario de este curso académico, resulta que el final de las clases está previsto para el 26 de junio. Lo más probable es que las evaluaciones finales se realicen, como máximo, la semana anterior. Parece que el señor Felpeto y sus asesores confían en que los alumnos suspensos hagan en el transcurso de menos de una semana lo que no han hecho durante todo el año. La cuestión daría risa si no fuera porque el asunto es muy serio. La denominada «prueba de suficiencia» se eliminó hace unos cuantos cursos por motivos que no recuerdo, quizás porque no servía para mejorar los resultados académicos ni evitar el abandono educativo temprano. Ahora se recupera aquello que se descartó, pero con el agravante de que se eliminan las pruebas de septiembre, que sí les brindan a los alumnos un plazo razonable para ponerse al día y mejorar en aquello que fracasaron. Una de dos, o bien lo que se pretende es librar a las familias del incordio de los cates estivales o, sencillamente, quieren que los profesores acabemos aprobando a los chicos por puro agotamiento. Así no mejoramos el nivel de educativo de los alumnos, señor Felpeto. Como mucho, mejoraremos las estadísticas de cara a la galería. ¡Ah, perdón! Ahora recuerdo que es usted un político, y que la política y la educación tienen poco, muy poco que ver.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 8/9/2017

lunes, 4 de septiembre de 2017

Eufemismos


En un magnífico artículo de su columna El dardo en la palabra, el filólogo Fernando Lázaro Carreter se lamentaba de la pobreza de recursos de la lengua castellana cuando de usar eufemismos se trata. Creo recordar que el ejemplo que usaba era la voz inglesa romance, imposible de traducir de un modo preciso al castellano. «Lío», «asuntillo», «asunto de faldas», «fornicación» y «adulterio» eran algunas de las posibilidades que barajaba, pero ninguna de ellas le parecía satisfactoria. A la postre, el sabio aragonés llegaba a la conclusión de que nuestro idioma es pobre en sutileza y abundante en brutalidad, y que poco podemos hacer al respecto. Por ello, abogaba por conformarse con el anglicismo «romance» y a otra cosa. En una reciente conversación con mi padre, hospitalizado desde hace un mes, se nos planteó un problema parecido. Se trataba de encontrar la forma más adecuada de informar al médico sobre el funcionamiento de sus intestinos. Él se empeñaba en usar el verbo «ensuciar», como lleva haciendo desde la infancia. Yo le sugerí que pensara en otra solución, porque en este caso el eufemismo es más guarro incluso que el vocablo cuya crudeza pretende rebajar. «¿Qué tal ir al baño?» La objeción caía por su propio peso: uno puede ir al baño por muchos motivos distintos de vaciar las tripas, desde una simple micción hasta proceder a lavarse los dientes. La discusión se prolongó y fuimos descartando distintas locuciones y vocablos que resultaría ocioso reflejar aquí. Al final, decidimos que el denostado término «cagar» era el que mejor reflejaba el genio de nuestro idioma. Es breve, rotundo, comprensible a ambos lados del Atlántico y, por si fuera poco, de noble estirpe latina. El gran Catulo ya acusó a su contemporáneo Volusio de escribir cacata carta («una mierda de poemas»). ¿Y quiénes somos nosotros, humildes herederos de la áurea lengua de los romanos, para llevarle la contraria a Catulo?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/9/2017

miércoles, 30 de agosto de 2017

Perplejidad


Con la masacre de Barcelona todavía fresca en la memoria, resulta difícil impedir que los sentimientos se desborden. Primero, el dolor. Acto seguido, inevitablemente, la ira. Pero la capacidad de someter la ira a los dictados de la razón y de la compasión es la principal diferencia entre la gente decente y los asesinos. Por ello, en lo que considero un ejercicio de prudencia, voy a acallar mis sentimientos. Lo que importa ahora es apoyar a las víctimas y a sus familias. También dejar que la policía trabaje sin más presiones que las que ya está sufriendo. Pero hay algo en lo que no dejo de pensar, y me refiero al origen de los asesinos, un grupo de muchachos que han nacido o crecido en este país, que han pasado por el sistema educativo español, que han recibido los mismos beneficios sociales que cualquier ciudadano de origen catalán. Una pandilla de descerebrados, sin duda, pero tal vez ni más ni menos que muchos de sus coetáneos. No hablamos de jóvenes en situaciones límite de marginación. No se trata de un grupo de muyahidines recién llegados de Siria o de Afganistán, enloquecidos por la guerra y por los trituradores de cerebros del Daésh o de Al Qaeda. Son (eran) únicamente una pandilla de jóvenes que durante unos meses cayeron bajo la influencia de un lunático, ese imán de Ripoll que ya está gozando de los favores de sus 70 huríes (una por cada pedacito de imán que ha llegado al Paraíso). Pues bien, esos pocos meses en manos de un fanático han podido mucho más que todos los años vividos en un país occidental y democrático, en un régimen de libertades que trata de acoger a quienes acuden a ganarse la vida entre nosotros. Unos pocos meses y esos jóvenes, supuestamente normales, se convierten en una banda de asesinos sanguinarios. Y la pregunta que surge es inevitable: ¿Qué estamos haciendo mal? 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/8/2017

sábado, 19 de agosto de 2017

Fantasmas


Este Albacete semidesierto y cerrado por vacaciones recuerda mucho a Comala, la ciudad fantasmal de Pedro Páramo. Para redondear el parecido, tan solo faltan los perros famélicos y los coyotes merodeando por las calles, y quizás alguno de esos arbustos que el viento del desierto arrastra por los caminos. Los que sí están presenten son los imprescindibles enterradores, trabajando a destajo para cavar las zanjas donde hallarán descanso los cuerpos de las almas en pena de los que hemos quedado atrás. Todo esto baña la ciudad de una belleza melancólica, acentuada por los atardeceres interminables de agosto, algunos días también por el perfume de la lluvia tras el chaparrón veraniego. Se queja un amigo de Facebook, sin embargo, de que vivimos en una ciudad muy fea. En términos objetivos, seguramente tiene razón. A todos nos gustaría disfrutar de algo parecido a un casco antiguo. Querríamos pasear entre muros de piedra, en lugar de entre ladrillos y cemento. Nos conformaríamos incluso con que los últimos ayuntamientos franquistas, allá a finales de los 70, no hubieran consentido la destrucción de muchos bellos edificios en la calle Ancha, que fue nuestra pequeña Gran Vía, y de la que no queda sino un pálido reflejo de su modesta majestuosidad de antaño. Pero a veces los tópicos aciertan, también con respecto a la belleza, que no reside en las cosas ni en los lugares, sino en los ojos de quienes observan. Y en estos días de canícula, atardeceres y tormentas no queda más remedio que amar esta ciudad tan fea como acogedora. Esta ciudad adormecida y desierta, apenas un cadáver secándose bajo el sol. Esta ciudad que a buen seguro añoraremos dentro de unas semanas, cuando el otoño nos retorne a esa vida estridente y tediosa que llamamos realidad.           

Publicado en La Tribuna de Albacete el 18/8/2017

sábado, 12 de agosto de 2017

Turismofobia


El odio al turista siempre ha existido. Hace veintitantos siglos, cuando los griegos veían a algún extranjero paseándose por su polis, lo denostaban y lo llamaban bárbaro (bar-bar era la onomatopeya que usaban para mofarse de las lenguas que no comprendían). Los vecinos de la Zona seguramente odien con toda su alma a los jóvenes turistas de otros barrios que perturban su paz y su descanso nocturno. Por no hablar de los grupos de las despedidas de soltero. El odio al turista no es sino una manifestación más del miedo a lo diferente. Ni siquiera existe solidaridad entre los propios turistas, que se odian y desprecian mutuamente cuando se ven obligados a guardar largas colas para visitar un monumento o a esperar turno en el comedor del hotel. Cuando somos turistas, nos convertimos en criaturas repletas de odio. Un compacto grupo de japoneses nos bloquea el paso en El Prado y nuestra respuesta no es otra que el odio. Un norteamericano se nos cuela en el selfi que nos estamos tomando en la Fontana de Trevi y se convierte en el objeto de nuestra ira. ¿Cómo no odiar a la familia numerosa que acaba de plantar su sombrilla a un metro escaso de nuestra toalla? Las acciones violentas de Arran son únicamente la exacerbación de un sentimiento compartido. A los vecinos de Barcelona que sufren los apartamentos turísticos los consume la rabia y la impotencia. Magaluf es un polvorín que cualquier día se convertirá en un nuevo Puerto Hurraco. Me imagino que los primeros homo sapiens odiaban a los neandertales, y viceversa. Que yo sepa, solamente existe un país que haya encontrado una solución eficaz para este problema. Se trata de Corea del Norte, pero dudo que sea un modelo digno de imitar.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 12/8/2017

jueves, 10 de agosto de 2017

La playa


Un amigo de Facebook acaba de publicar un comentario jocoso sobre lo traumático que le resulta ir a la playa: «Tanto cuerpo amorfo —dice textualmente— retozando en arena, gente horrenda y tíos rascándose el aparato reproductor, me he hecho un esguince en las córneas». Al margen del sarcasmo (que algunas personas pueden encontrar hiriente), y de que mi amigo tampoco es precisamente un Adonis, creo que el comentario es atinado. Si me paro a pensarlo, los únicos lugares donde las taras y miserias humanas se exponen de un modo más abierto son los mortuorios de los hospitales y las morgues de los institutos forenses. Sin embargo, en esas macabras instalaciones tienen el detalle de cubrir con sábanas los tristes despojos que dejamos una vez concluido nuestro tránsito por el mundo, incluso de guardarlos en cámaras frigoríficas herméticamente selladas. En la playa, sin embargo, casi todo está a la vista y brilla en su esplendor o su fealdad, con claro predominio de la segunda. Yo mismo tuve ocasión de elevar el nivel de fealdad de cierta playa levantina el pasado fin de semana, al exponer al sol las lorzas que he acumulado desde que mi dietista me dejó por imposible, que son muchas y lustrosísimas. Como todo tiende a guardar un equilibrio, la escasa belleza que yo añadía al entorno quedaba compensada por los jóvenes de ambos sexos que recorrían el litoral luciendo su palmito. Una cosa por la otra. Además, lo de exponer la propia desnudez al escrutinio ajeno encierra un valor terapéutico, pues previamente es necesario aprender a aceptarse como uno es, dejando atrás esos pudores y complejos que tanto nos complican la vida. Con todo, siempre he pensado que las playas son lugares tristes, quizás tan solo superados por el recinto más deprimente que ha sido capaz de idear el ser humano, que no es el cementerio, sino el gimnasio.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/7/2017

martes, 8 de agosto de 2017

Noventa años


Mi padre cumple 90 años a principios de septiembre. En estos momentos yace en una cama del hospital. Su estado es grave. La edad avanzada es un estado grave en sí mismo, y ni siquiera la lógica fatal del paso del tiempo sirve para hallar consuelo. Su habitación está en la sexta planta. A la edad de siete años, mi hijo estuvo ingresado en el extremo opuesto del pasillo. Es mucho más sencillo aceptar la enfermedad en un anciano que en un niño, pero resulta curiosa esta simetría entre los principios y los finales, ambos hermanados por una verdad que a todos nos une: la vida es un milagro, y los milagros son raros, frágiles y, con frecuencia, efímeros. Ayer, durante un momento de especial abatimiento, mi padre me dijo que no iba a vivir mucho más. Tristemente, puede que tenga razón. Pero quise consolarlo, y traté de usar argumentos que no menoscabaran su dignidad de hombre anciano, pero en absoluto senil. Le pedí que pensara en el año de su nacimiento. Fue en 1927, en plena dictadura de Primo de Rivera, cuando las portadas de los periódicos venían llenas de noticias sobre la guerra de Marruecos. Apenas tres meses después, en diciembre, tenía lugar la legendaria reunión de los miembros de la Generación del 27. Le pedí que pensara en la guerra y en la alegría de ver salir a su padre de la cárcel sano y salvo. En sus años felices en el magisterio. En mi madre y en nosotros, sus hijos, que hemos hecho lo que hemos podido por no complicarle demasiado la existencia. En los incontables libros que ha leído. En los recuerdos. «Has tenido una vida larga y buena». Sonrió. Él sabe que cada instante es un regalo, y que no va a irse de este mundo con las manos vacías. Ojalá podamos celebrar su 90º cumpleaños.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/8/2017


La playa


Un amigo de Facebook acaba de publicar un comentario jocoso sobre lo traumático que le resulta ir a la playa: «Tanto cuerpo amorfo —dice textualmente— retozando en arena, gente horrenda y tíos rascándose el aparato reproductor, me he hecho un esguince en las córneas». Al margen del sarcasmo (que algunas personas pueden encontrar hiriente), y de que mi amigo tampoco es precisamente un Adonis, creo que el comentario es atinado. Si me paro a pensarlo, los únicos lugares donde las taras y miserias humanas se exponen de un modo más abierto son los mortuorios de los hospitales y las morgues de los institutos forenses. Sin embargo, en esas macabras instalaciones tienen el detalle de cubrir con sábanas los tristes despojos que dejamos una vez concluido nuestro tránsito por el mundo, incluso de guardarlos en cámaras frigoríficas herméticamente selladas. En la playa, sin embargo, casi todo está a la vista y brilla en su esplendor o su fealdad, con claro predominio de la segunda. Yo mismo tuve ocasión de elevar el nivel de fealdad de cierta playa levantina el pasado fin de semana, al exponer al sol las lorzas que he acumulado desde que mi dietista me dejó por imposible, que son muchas y lustrosísimas. Como todo tiende a guardar un equilibrio, la escasa belleza que yo añadía al entorno quedaba compensada por los jóvenes de ambos sexos que recorrían el litoral luciendo su palmito. Una cosa por la otra. Además, lo de exponer la propia desnudez al escrutinio ajeno encierra un valor terapéutico, pues previamente es necesario aprender a aceptarse como uno es, dejando atrás esos pudores y complejos que tanto nos complican la vida. Con todo, siempre he pensado que las playas son lugares tristes, quizás tan solo superados por el recinto más deprimente que ha sido capaz de idear el ser humano, que no es el cementerio, sino el gimnasio.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/7/2017

miércoles, 26 de julio de 2017

Fracturas


Oímos hablar con frecuencia de «fractura social», pero uno no es del todo consciente de lo que implica el término hasta que se integra en una comunidad pequeña. Los pueblos vienen a ser modelos a escala de las grandes urbes. Lo que se cuece en ellos es más o menos lo mismo que en los núcleos urbanos (las mismas tensiones, problemas similares, idéntica mala leche) pero el reducido tamaño conlleva que todo aflore con más facilidad, y por lo tanto sea más sencillo de observar. La propiedad es la principal fuente de problemas. Los asuntos de lindes, borrosas en los registros y en la memoria, provoca enfrentamientos que se enquistan a lo largo de generaciones. La política, en su versión más atávica y guerracivilista, divide a los vecinos y los enfrenta con los ayuntamientos cuando estos no son de su cuerda. Luego está el fútbol, por supuesto, cuyas rivalidades condenan a los seguidores del Barça (en franca minoría por estas latitudes) a recibir el poco amable marchamo de «catalinos». Y todo ello agravado por el hecho de que en las ciudades se tiende a ignorar a los vecinos, mientras que en las zonas rurales la costumbre es observarlos minuciosamente, en tanto que constituyen un jugoso e inagotable tema de conversación. Incluso los residentes temporales sufrimos estas fracturas durante nuestro tránsito veraniego por el pueblo. Si hemos frecuentado un bar o tienda y decidimos decantarnos por la competencia, no cabe esperar otra cosa que silencios hostiles, cuando no miradas furibundas, por parte del empresario despechado. Hasta el simple hecho de cambiar de señora de la limpieza provocará rumores y conjeturas, te granjeará detractores y te abocará a unos más que probables cien años de rencor. El Far West está más cerca de lo que creemos. Para que luego hablen de las bondades del turismo rural.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/7/2017

miércoles, 19 de julio de 2017

El arco del triunfo


Dicen que las opiniones son tan diversas como cierta parte del cuerpo. Yo no estoy tan seguro. Pienso más bien que las opiniones van por modas y por épocas, que los grupos dominantes sientan doctrina a su conveniencia, y que para ello se valen de la necesidad del ciudadano medio de expresar criterios sobre cualquier asunto, ya sean criterios propios o tomados al dictado. Vivimos sumergidos en un caldo mediático, y basta con abrir la boca (en realidad, los oídos) para pertrecharnos de esos argumentos que luego repetiremos en las charlas del café, los que nos servirán para hundir en la miseria al cuñado casposo o cultureta en la próxima cena de Nochebuena. Uno de estos juicios predominantes (no son tantos, si lo piensan) se refiere precisamente a las mismas opiniones. Afirma que todas sin excepción son respetables, y suele invocarse cuando uno anda escaso de ideas y argumentos: «Bueno, todas las opiniones son respetables». Fin de la conversación. Pues verán, yo disiento. No todas las opiniones son respetables. Las hay sólidas y las hay endebles, las hay útiles y dañinas, las hay dignas y deleznables. Es más, creo que la disensión es uno de los motores del progreso, y que oponerse al pensamiento predominante es lo que nos convierte en ciudadanos como Dios manda. Conviene, por supuesto, separar a las personas de sus opiniones, por muy difícil que resulte a veces. En general coincidimos en que todas las personas son respetables, aunque algunos poco se esfuerzan por ganarse ese respeto. Y a casi todos nos gusta vivir en una sociedad en la que uno puede abrir la boca sin que le corten la cabeza. Pero no todas las opiniones valen lo mismo. Tampoco la mía, por mucho que aparezca impresa en una columna de prensa. De hecho, son ustedes muy libres de pasársela por el arco del triunfo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/7/2017

domingo, 9 de julio de 2017

Este es mi cuerpo


Siempre he comulgado con la idea de que cada cual es dueño de su cuerpo, lo que me ha llevado a defender derechos como el aborto, el derecho a una muerte digna y el de las personas con disforia de género a elegir el sexo que les dicta su cabeza, y no sus genitales. Así pensaba yo hasta hace unos años, pero estaba equivocado. Y no porque ahora me oponga a los derechos que antes defendía. Mi error estaba en el fondo del asunto, aunque tuve que ir cumpliendo años y achaques para darme cuenta. No somos los dueños de nuestros cuerpos. Son nuestros cuerpos quienes nos poseen, quienes están al mando, quienes dictan las reglas. Si yo no me esfuerzo por complacerlo, él se vengará. En estos momentos me está castigando con un ataque agudo de gota en el pie derecho. A mí me encantan las chuletas y los gin-tonics. Él quiere verduritas y agua. Yo abogo por el sedentarismo, él exige acción y ejercicio. Cuando me rebelo, el muy canalla me atormenta con dolores y triglicéridos. Él es sin duda el jefe y, como todos los jefes, es un idiota. No nos llevamos bien, pero a la postre siempre descubro que es mi cuerpo quien lleva la sartén por el mango. Esta idea encierra cierto consuelo, porque me brinda el recurso de echarle la culpa al otro, al tirano, a ese que no soy yo. Aunque reconozco que puedo estar equivocado, y que mi único propósito sea sacudirme la responsabilidad. En el fondo sé que mi cuerpo y yo somos la misma cosa. En esta pareja indisoluble no hay un culpable y un inocente, un tirano y un rebelde. Hay solamente un idiota. Y lleva mi nombre.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/7/2017

domingo, 2 de julio de 2017

Cincinato


Repaso los comentarios que se han vertido en las redes sociales sobre la dimisión de Javier Cuenca y me sorprende comprobar su tono laudatorio. No parece que nos hallemos ante un político al uso, sino ante una nueva versión del romano Cincinato. Javier Cuenca explica que no se encuentra bien de salud, y lo único que se me ocurre al respecto es el deseo de un pronto restablecimiento (prefiero no hacer cábalas sobre asuntos que ignoro). Lo que me sorprende es que alguien dimita de un cargo político y la gente aplauda la nobleza e integridad del gesto. Y hasta me da por pensar que la salud de nuestra democracia es todavía peor que la del exalcalde. No creo que Cuenca, en sus dos años de alcaldía, haya hecho nada memorable. Yo lo tenía catalogado más bien como un gestor poco eficaz, un ejemplo más de esa tradición de alcaldes más complacientes con los dictados de sus superiores que con las necesidades de sus conciudadanos. Ahora el alcalde dimite y muchos se deshacen en elogios y expresiones de gratitud. Francamente, no creo que sea para tanto. Y más teniendo en cuenta que se trata de un funcionario de carrera en comisión de servicios, lo que le permite regresar a su puesto anterior y aquí paz y después gloria. Mucho más mérito tendría si el dimitido fuera uno de esos paniaguados que hacen toda su carrera al amparo de su partido, sin más oficio ni beneficio que el carné de afiliado en el bolsillo, sin más mérito que la habilidad de quitarse de en medio a quienes se han cruzado en su camino. Debería resultaron normal, y hasta saludable, que un político dimitiera. Lo anormal es que dicha dimisión nos parezca el único gesto digno de encomio en quienes se dedican a cuidar de los asuntos públicos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 30/6/2017

lunes, 26 de junio de 2017

Audiencias


Para explicar la supervivencia de un programa de televisión se suele invocar aquello de «la tiranía de las audiencias», término muy adecuado, creo, porque si algo caracteriza las tiranías es que quienes las ejercen son muy pocos y quienes las sufren una vasta mayoría. En el caso de las audiencias televisivas, los tiranos son el contado número de televidentes que tienen un «audímetro» instalado en su sala de estar. Esto comporta el inconveniente de tener que informar al aparato de cuántos miembros de la familia, y de qué edades, están sentados delante de la tele en cada momento, lo que viene a ser como soportar la presencia constante de un pariente pesado o un vecino fisgón. Las ventajas que estos pocos privilegiados obtienen a cambio son, sin embargo, inmensas. Y no me refiero ya a los incentivos económicos o en especie que puedan recibir, sino a la posibilidad increíble de atormentar a un país entero a capricho, con la enorme sensación de poder que eso tiene que suponer. De hecho, yo creo que casi todos los miembros de esa élite de la audiencia deben presentar algún tipo de patología que les hace experimentar placer con el sufrimiento ajeno. O eso o son todos unos guasones impenitentes, porque solo así se explica que tengamos que soportar engendros como Hora Punta, ese pseudoprograma que perpetra, a la hora de máxima audiencia, el «periodista» Javier Cárdenas, un sujeto que obtuvo su fama burlándose de ciertos pobres desgraciados (recordemos a Carlos Jesús o al «Pozí»), y que ahora sigue haciendo exactamente lo mismo, con la diferencia de que los pobres desgraciados han pasado a ser los millones de televidentes que cada noche han de sufrir las mamarrachadas de este fulano, aunque sea solamente en forma de ráfaga de estupidez mientras practican el zapping.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 23/6/2017

miércoles, 21 de junio de 2017

La hormiga de la eternidad


Como todo aquel que haya padecido una educación religiosa, a uno le cuesta desprenderse de ciertos traumas y complejos cuyo origen es posible rastrear hasta la infancia, una infancia la mía poblada de sotanas, al menos durante cierta época sobre la que prefiero no extenderme. La cuestión es que, a veces, como si de una enfermedad crónica se tratara, todavía siento terror al pensar en la posibilidad de ir al infierno. Lo de ir al cielo, en cambio, ni me lo planteo, quizás porque lo veo demasiado lejos de mis posibilidades, como jubilarme con 60 años o llegar a comprarme un apartamento en la playa. Pero la idea del infierno sí que me atenaza durante algunas madrugadas de insomnio, seguramente porque me la inculcaron con gran lujo de detalles y a una edad demasiado vulnerable. Mi amigo Paco Mendoza dedicó un poema al famoso ejemplo de la hormiga. Imaginemos que a una hormiguita le da por recorrer la Tierra siguiendo la línea del Ecuador. Este insecto, en su lento y leve caminar, iría dejando un imperceptible surco al desgastar la corteza terrestre bajo sus patitas. Pensemos en la cantidad incalculable de tiempo que le costaría a la hormiga completar un giro, y luego en los siglos, milenios y eones que tardaría en partir nuestro planeta por la mitad. Pues bien, ese lapso de tiempo no sería nada comparado con la duración del infierno, que es eterno, y por lo tanto no se puede comparar con cualquier cantidad de tiempo finito, por inconmensurable que sea. Creo recordar que, en su poema, mi amigo Paco se ensañaba con la hormiga, que a mí no me parece sino un bichito inocente. Cada vez que sufro de terrores nocturnos, yo me acuerdo más bien del sádico con sotana que se la inventó. De él y de su santa madre.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/6/2017

Despatarre


El ayuntamiento de Madrid ha lanzado una campaña de reeducación dirigida a esos hombres que se despatarran en los transportes públicos. Esto puede parecer frívolo y hasta chistoso, pero lo cierto es que no es ni una cosa ni la otra. Hace años ya se hizo una campaña parecida en el metro de Nueva York, lo que demuestra que la idiosincrasia nacional no es tan exclusiva como nos gusta pensar. Para bien o para mal, parece que los madrileños (y todos los españoles, por extensión) son igual de gañanes que los ciudadanos de la capital más cosmopolita del mundo. Otra cosa son las lecturas que se quieran hacer del asunto en clave feminista. No en vano parece que quienes se despatarran son exclusivamente varones (en inglés la postura se denomina manspreading, lo que no deja lugar a dudas), y tienden a hacerlo cuando la compañera de asiento es una mujer, a la que acoquinan y arrinconan en un acto de reafirmación de la superioridad masculina, una forma más de violencia de género. Es más, en muchas ocasiones la indecorosa postura se subraya con el aún más indecoroso acto de depositar la mano sobre los genitales propios, una reminiscencia de lo que el macho alfa de la tribu de gorilas hace en su rincón de jungla congoleña. Todo esto ocurre, a qué negarlo. De lo que no estoy tan seguro es de que se trate de una manifestación del sexismo latente en la sociedad. Para mí, al menos, no es sino una muestra más de la mala educación, lo que sí constituye una lacra endémica, tan poco disculpable como hablar a voz en grito en lugares públicos, como dejar basura tirada por la calle o como no lavarse el sobaco cuando el calor aprieta. Y si hay algo que hermana de verdad a ambos sexos es precisamente la mala educación, un defecto que todos (hombres, mujeres y géneros intermedios) compartimos de forma solidaria.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 9/6/2017


lunes, 5 de junio de 2017

Ministéricos


Acaba de regresar a las pantallas la serie El Ministerio del Tiempo, creada por los hermanos Pablo y Javier Olivares, los Wachowski de la televisión patria. La renovación de la serie para una tercera temporada ha sido un proceso agónico que se ha demorado mucho más de lo que los «ministéricos» hubiéramos deseado. Incluso se ha rumoreado que podía saltar a otra cadena, lo que habría hundido a nuestra televisión pública en un ridículo difícil de digerir. Y con esto queda claro que soy un fan declarado de la serie, uno entre muchos cientos de miles. Es más, creo que es lo mejor que se ha visto en la televisión de este país desde que se murió Chanquete. El Ministerio del Tiempo no es una serie de la HBO, aunque merecería serlo. Su éxito no se basa en grandes presupuestos y efectos especiales, sino en la imaginación y el talento de sus guionistas, en el trabajo y el carisma de sus actores, en el valor de huir de la consabida comedia de costumbres y ofrecernos algo que nunca habíamos visto. En sus capítulos hemos visto a soldados de la Alemania nazi recorriendo las calles de Madrid. Hemos visto a un caballero español del Siglo de Oro tratando de adaptarse a la vida en el mundo moderno. A Federico García Lorca observando cómo los ciudadanos de hoy en día hacen footing vestidos con «pijamas de colores». Hemos cenado con Napoleón y rescatado a Lope de Vega de una muerte segura. En una pirueta de absoluta genialidad, incluso hemos presenciado cómo Felipe II se proclamaba «emperador del tiempo» y extendía su monarquía a todas las épocas, con discurso televisivo de Nochebuena incluido. Una serie así no podía terminarse sin más. Y si lo hiciera, habría que buscar la puerta que nos llevara de nuevo al estreno del primer episodio, para poder disfrutarla otra vez de cabo a rabo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 2/6/2017


viernes, 26 de mayo de 2017

Bartleby en las aulas


«Preferiría no hacerlo». Así contesta Bartlebly, el escribiente de un prestigioso abogado de Wall Street, cada vez que su jefe le encarga una tarea. «Preferiría no hacerlo» se ha convertido en una cita emblemática en la historia de la literatura. Herman Melville publicó este relato en 1853, y su influencia no ha hecho más que agigantarse con el tiempo. Se dice que Bartlebly es el precedente directo de esos personajes de corte existencialista que abundan en la literatura del siglo XX: Kafka, Camus, Sartre… Bartleby pasa todo el día de brazos cruzados contemplando una pared de ladrillo a través de la ventana. Es el escribiente que no escribe, el hombre que ha optado por la inacción. Su presencia en la oficina es constante, pero no supone ninguna diferencia. No ayuda, no estorba. Sencillamente está ahí, y a la vez no está. No puedo evitar acordarme de este personaje cada vez que entro en un aula de secundaria (e incluso de bachillerato). El censo de los Bartlebys que pueblan nuestras aulas arrojaría cifras sorprendentes. Acabo de salir de una clase de cuarto de la ESO. Son apenas veinte alumnos. Se podría trabajar tantas cosas con ellos. Se les podría enseñar tanto. Sin embargo, al menos cinco de ellos son Bartlebys consumados. Prefieren no obrar. Han optado por no hacer nada. Tienen una ventaja sobre el escribiente de Melville, sin embargo. Ellos disponen de un hogar con todas las comodidades al que regresarán cuando termine el horario lectivo, y allí seguirán perseverando en la incuria y la apatía. Además, en el caso de mi instituto, ni siquiera tienen que mirar una aburrida pared de ladrillo, pues a través de las ventanas de las aulas pueden contemplar las verdes copas de los árboles del parque. El sistema permite que los Bartlebys prosperen en nuestras aulas. Algunos incluso aprobarán y pasarán de curso. ¡Ah, Bartleby! ¡Ah, humanidad! 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 26/5/2017