La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 27 de junio de 2014

Mercados orientales


He orientado mi actividad hacia los mercados asiáticos. Quiero decir que me ha dado por comprar baratijas chinas por internet. Ya he contado alguna vez la extraña fascinación que ejercen sobre mí las tiendas de chinos. No hay vez que entre en uno de esos bazares sin sentirme como Marco Polo en la corte del Gran Khan. Pero lo de comprar en Hong Kong a través de eBay supera con mucho todas mis experiencias anteriores. Nunca son cosas de gran valor. Me limito a artículos modestos como accesorios para el ordenador, auriculares, fundas para teléfonos móviles, pequeñas piezas de bisutería y ese tipo de quincalla. Sin embargo, la emoción que experimento rebasa con mucho el valor o la importancia del objeto. Cuando presiono el botón que cierra la operación, imagino el complejo mecanismo que acabo de poner en marcha: el oriental laborioso rebuscando en su almacén infinito, las sutilezas del empaquetado, la variedad de vehículos que, por tierra mar y aire, surcan fronteras para hacerme llegar mi pedido, las complejas alianzas que los servicios postales deben entablar para que todo termine bien… Como el protagonista de la novela Seda, de Alessandro Baricco, tengo la sensación de que me han sido revelados todos los secretos del Oriente. Finalmente, llega el día en que el cartero deposita en mis manos ese objeto que ha recorrido medio mundo invocado por un clic de mi ratón: la linterna láser, el cacharrito para hacer sushi o los nuevos altavoces del PC. Y justamente ahí termina el sortilegio y llega el momento de volver a empezar. Comprar en China por internet es como volver a creer en los Reyes Magos. Además, ¿para qué ir a Los Invasores cuando podemos comprar las mismas porquerías a 12.000 kilómetros de distancia gracias a la red?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/6/2014

domingo, 22 de junio de 2014

Mike


Uno de mis sueños nunca cumplidos era el de tocar la guitarra en una banda de rock. En mi mitología privada no hay nada comparable a un guitarrista marcándose un solo sobre un escenario. Absolutamente nada. Mis años como profesor y como escritor me han deparado algunas alegrías, pero para mí ni una cosa ni la otra admiten parangón con lo que debe de sentir un músico de rock en medio de las luces, del ruido y de la furia de un concierto. Lo que a buen seguro sintió mi hijo Miguel el sábado pasado, mientras tocaba con su grupo en la final del Memorial «Alberto Cano». Dicen que la pedagogía es una ciencia, pero lo cierto es que cuando criamos a los hijos avanzamos casi a ciegas por un camino en el que suelen abundar más los errores que los aciertos. Ahora que mi hijo tiene 19 años, me gustaría pensar que mi papel en su vida ha pasado a un segundo plano. Las cartas están sobre la mesa, y lo que Miguel haga con ellas ha dejado de ser mi responsabilidad y se ha convertido en la suya. Pero los seres humanos somos criaturas proclives al remordimiento, y uno no puede evitar lamentarse por todos esos «no pude» o «no supe» que hemos ido dejando aquí y allá. Sin embargo, el sábado pasado, mientras mi hijo tocaba con su grupo en la final del Memorial «Alberto Cano», comprendí que yo tenía algo que ver con aquello. Y al final, cuando los cuatro componentes de Timewave (Ray, Gabri, Chema y Mike/Miguel) subieron al escenario para recibir el primer premio y la ovación del público, sentí de forma inequívoca esa fuerza de la sangre que a veces nos sacude como un riff de guitarra eléctrica, la que ha convertido a aquel músico frustrado en este brillante bajista de 19 años dispuesto a comerse el mundo con su banda de rock and roll.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/6/2013

sábado, 14 de junio de 2014

Los huesos de Cervantes


Andan ahora revolviendo los cimientos de una iglesia de Madrid en busca de los restos de Cervantes. No en balde estamos a pocos meses del cuarto centenario de la segunda parte del Quijote, y ya saben que los políticos se ponen como motos con esto de los centenarios. Ya casi me imagino a Ana Botella blandiendo un fémur o un peroné, o acariciando una calavera cual Hamlet transexuado, lo que quizás aumentara sus escasas posibilidades de ser candidata a la alcaldía capitalina. Pero lo preocupante de todo esto no es que se estén empleando abundantes medios y fondos públicos para acometer la búsqueda. Ni siquiera los motivos me inquietan, por interesados y poco loables que estos sean. Lo que me da que pensar es que los restos de Cervantes se hayan extraviado en el olvido de alguna fosa común. Ya he leído las opiniones de más de un literato al respecto, en el sentido de que lo mejor que se puede hacer con Cervantes es dejarlo descansar. Y es cierto que el viejo novelista tuvo una vida azarosa y desdichada, que el éxito le llegó tarde y mal, que vivió y murió entre estrechuras y que a nadie le importó un ardite que su cadáver se extraviara. A Shakespeare lo enterraron en la parroquia de su pueblo y allí sigue todavía, descansando entre sus familiares y recibiendo casi tantas visitas de admiradores como Lady Di. En su muerte, al igual que en su vida, Cervantes fue mucho más humilde. Se hizo enterrar con hábito franciscano, y casi me puedo imaginar sus últimas palabras, dirigidas tanto a sus parientes como al mundo en general: «¡Ahí os quedáis! ¡Ahora me toca descansar, que bastante me habéis jorobado ya!». Y, sin embargo, a mí me parece bien que se localicen e identifiquen los restos del autor, y que se les dé una sepultura digna de su fama. El mausoleo muy bien podría convertirse en un lugar de peregrinación. Y me refiero a una peregrinación forzosa, pues allí deberían acudir, vestidos de saco y con la cabeza cubierta de ceniza, todos aquellos que desde los medios de comunicación maltratan esa lengua castellana que él nos legó tan melodiosa y cristalina como un instrumento bien afinado. También sería un elemento disuasorio para esos famosetes televisivos que perpetran novelas y libros de memorias: «Aquí yace un escritor, lo que vosotros nunca seréis». Y ya puestos, quizás la tumba fuera útil como recordatorio de ese trato canallesco que nuestra nación reserva para sus hijos más ilustres.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/6/2014

viernes, 6 de junio de 2014

Demasiado tiempo


Hace mucho, demasiado tiempo, de casi todo. Por ejemplo, de aquel día que lo vimos por televisión cuando lo estaban coronando, vestido de capitán general pero con pinta de estar tomando la primera comunión. Y resulta que han pasado casi cuarenta años, los mismos que duró la posguerra y la posguerra de la posguerra, y eso que a quienes la vivieron se les hizo eterna. Y ahora aquel mozalbete que encarnaba las esperanzas de muchos se ha convertido en un señor fondón que pide perdón por matar elefantes y porque le ha salido un yerno un poco chorizo. Y encima no se le ocurre otra cosa que abdicar. «¡Ay, si Franco estuviera vivo!», oí exclamar a un anciano la otra tarde, mientras paseaba al perro. Y todos sus contertulios del banco asintieron con la cabeza. Pero hace ya mucho tiempo desde que Franco se fue a criar malvas en Cuelgamuros. Casi tanto como desde que el señor gordinflón era un mozalbete con cara de acojonado a pesar de su uniforme de capitán general. Cuántas esperanzas se van con él, ¿verdad? Qué jóvenes éramos entonces todos, sin excepción. Casi unos niños. Y ahora, de repente, nos miramos al espejo y nos descubrimos con sobrepeso y un poco ajados, señores y señoras de mediana edad con unos cuantos desengaños y alguna que otra traición a las espaldas, un poco de vuelta de todo y en plena pitopausia. Y como esos pobres diablos que quieren vivir una segunda juventud, nos dejamos crecer la coleta y nos volvemos radicales y alternativos. Pero en el fondo sabemos que no somos así, que a lo que de verdad aspiramos es a la tranquilidad de la jubilación, pero de una jubilación digna, aunque sea de mirones de obras. Y no la del señor de la escopeta, ese señor que era tan rico que podía presumir de tener las esperanzas de todos en el bolsillo y que ahora no puede presumir más que de su dinero y de esa alemana macizorra a la que se llevaba de viaje. Cuánto tiempo de casi todo, majestad. Cuánto.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/6/2014


lunes, 2 de junio de 2014

Diarios


En mi adolescencia más incipiente traté por vez primera de llevar un diario. Yo entonces estaba convencido de que mi prioridad era enamorarme de alguna de las chicas de mi clase y luego sufrir mucho por culpa de aquel amor. Aclaro que ni se me pasó por el magín declararme a alguna de aquellas zanquilargas de doce años y exponerme al ridículo de toda la clase. La cosa tenía un matiz más teórico o, si me lo permiten, más literario. Se trataba simplemente de elegir a una de ellas y luego llenar páginas y páginas de prosa y poesía con el torrente de mis sentimientos, algo así como una versión infantil y bobalicona del amor cortés. Y lo cierto es que lo intenté. Me parece que la chica se llamaba Pili y, si me esfuerzo un poco, creo que todavía me acuerdo de su cara. Aunque, ¿quién sabe?, quizás la esté confundiendo con otra compañera de clase o mezclando sus rasgos con los de alguna alumna, porque la memoria es así de traicionera. Empecé aquel recuento de mis amores secretos con una cita de Bécquer, porque la poesía siempre ha tenido esa utilidad práctica (al menos la de Bécquer) y me temo que ya no escribí nada más. Seguramente me di cuenta de que lo del enamoramiento no era solo cuestión de proponérselo. Había otros factores que escapaban a la voluntad y tenían más que ver con esa parte irracional que hay en todos nosotros y que a veces toma el mando. Además, la verdad sea dicha, por aquellos días me interesaba mucho más la relación con mis amigos y compañeros de clase que con las chicas, en cuyas personalidades y comportamientos discernía un componente alienígena que, si soy sincero, creo que todavía percibo. Aquel fue mi primer intento frustrado de llevar un diario.
El segundo intento tuvo lugar ya en mi época del instituto, al que por aquellos tiempos entrábamos con catorce años. El criterio trasnochado de quienes entonces dirigían el IES Bachiller Sabuco (corría el año 77, me parece) nos había simplificado bastante la vida de los mozalbetes de primero de BUP. El instituto era mixto, pero chicos y chicas íbamos a clases separadas. Eso nos ahorraba distracciones, aunque a cambio nos exponía de un modo más directo y peligroso a la brutalidad de ciertas bestias pardas que, invariablemente, procedían de Escolapios y de Salesianos. Seguramente la segregación por sexos retrasó algunos meses el comienzo de mi pubertad, tiempo que fue aprovechado por La Obra para captarme (ya saben, el viejo truco de la sesión de cine del sábado por la tarde). Ya provisto de un plan de vida y del consabido lastre de miedo y culpabilidad, se me pidió que confiara todas mis zozobras a una agendita que debía entregar cada viernes a mi director espiritual. Ese fue mi segundo intento de llevar un diario. No hace falta explicar que lo que aquellos señores entendían por zozobras era todo lo referente a «tocarse el pito» (así llamaban a las prácticas masturbatorias con cierta picardía infantil). Al principio la cosa fue bien, pero de pronto se desató en mí el cataclismo hormonal que conoce bien cualquiera que haya vivido una adolescencia saludable. Entonces comprendí que un recuento fidedigno de mis prácticas privadas no iba a granjearme precisamente una buena reputación en aquella Santa Casa, donde nuestras cuestiones espirituales se medían en términos de pureza (es decir, de manipulaciones del «pito»). Acometí, así pues, la redacción de mi diario espiritual como si se tratase de una obra de ficción, el diario de un casto jovenzuelo únicamente preocupado por la salvación de su alma, un chico ejemplar al que jamás se le hubiera ocurrido colarse en el cine para ver una película de destape o esconder bajo el colchón varios números de la revista Lib. Con todo, al final todos esos apetitos desordenados propios de mis años debieron de aflorar de algún modo, porque uno de los mandamases de La Obra me aconsejó que me largara, lo que nunca le agradeceré bastante. La excusa que me dieron fue que yo tenía fama de rogelio, pero lo que les incomodaba de verdad, lo que escapaba a todos sus esfuerzos por llevarme por la senda recta de la santidad, era lo otro.
Desde todo aquello han pasado más de tres décadas, y creo que ha llegado el momento de ser justo y consignar por escrito mi gratitud. Es cierto que mi estancia de año y medio en La Obra me dejó un tanto atormentado, pero también sacó a la superficie al escritor que había dentro de mí. Todos aquellos escarceos con el lado oscuro del fundamentalismo católico vienen a ser el equivalente de esas infancias judías a las que tanto partido les sacan los autores norteamericanos (desde Philip Roth a Paul Auster, pasando inevitablemente por Woody Allen). Me di cuenta, además, de que la única forma de tolerar y comprender la vida es convertirla en ficción. Y así se escribieron las primeras frases de un diario que se extiende ya a la largo una docena larga de libros, un diario cuyo capítulo más reciente es esta columna que acaban de leer.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 30/5/2014