La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 29 de noviembre de 2013

El regreso de Monty Python


El grupo de humoristas británicos Monty Python ha anunciado su regreso para el próximo verano, una única actuación que tendrá lugar en el O2 Arena de Londres. Las 20.000 entradas que salieron a la venta se agotaron en 43 segundos, lo que constituye un acontecimiento sin precedentes que solo el imperio de internet puede explicar. Lo que yo me pregunto es si los viejos Python, famosos por reírse de todo y de todos, serán capaces también de reírse de sí mismos y de este éxito masivo con el que se encuentran treinta años después de lo que se anunció como su separación definitiva, una cita a la que, por desgracia, no todos ellos van a poder acudir. Faltará Graham Chapman, el inolvidable Brian de la película, que murió en 1989. Su funeral fue precisamente una de las últimas ocasiones en las que sus cinco compañeros aparecieron juntos en público. El elogio fúnebre corrió a cargo de John Cleese, que aprovechó para parodiar el famoso sketch del loro muerto, del que él y Chapman eran coautores: «Graham ha dejado de existir. Descansa en paz, desprovisto de vida. Quiero decir que ha estirado la pata. Vamos, que la ha diñado, que se ha ido a criar malvas.» A continuación, advirtió a los concurrentes que no esperaran de él un elogio fúnebre al uso. «¡Tonterías! ¡Buen viaje tenga el muy capullo y ojalá se fría en el infierno! ¿Que por qué digo esto? Porque él nunca me perdonaría que yo desperdiciara esta gloriosa oportunidad de escandalizar a todos ustedes».
Escandalizar era precisamente la clave del humor de los Python, pero no porque sí, sino convirtiendo la comedia en una bofetada en el rostro de la conservadora y bienpensante sociedad británica. En uno de los episodios de la mítica serie Monty Python Flying Circus, todos los sketches terminan con un tipo vestido de armadura que se acerca al protagonista del chiste y le golpea la cabeza con un pollo de goma. Otras veces usan una maza y hasta una pesa de diez toneladas. No hay chiste final ni frase ingeniosa. La parodia de los Python actúa con la contundencia de un mazazo en la cabeza, nos sacude la conciencia, nos hace ver el mundo como una farsa absurda y nos enseña que no merece la pena amargarse la vida por nada, porque nada tiene mucho sentido. Always look on the bright side of life, cantaban los crucificados al final de La vida de Brian, la misma canción que cantaron los asistentes al oficio fúnebre del funeral de Chapman. «Mira siempre el lado luminoso de la vida». Crítica corrosiva, sí, y contra todo lo que se movía a su alrededor. Pero también toneladas de talento, de gracia y de ingenio. Un coro atronador de carcajadas cuyo eco no se ha extinguido todavía. Y un mensaje que no solo no ha perdido vigencia, sino que cada día tiene más actualidad: «La vida es una mierdecilla, si te paras a pensarlo. La vida es un chiste y la muerte no es más que una broma. Ya ves que todo es un show, así que no dejes de reírte por el camino. Y no olvides que tú serás el que ría el último».
Todavía no sabemos en qué consistirá el espectáculo que Monty Python nos van a regalar en este regreso momentáneo. No se lo perdonaríamos si no nos encontráramos con algunos de sus personajes de siempre, a los que algunos hemos llegado a apreciar como a ese pariente un poco chiflado que nos visita de vez en cuando y nos alegra el día con sus chistes y excentricidades: el barbero psicópata que estudia un esquema del torrente circulatorio antes de afeitar a su cliente, y cuya vocación secreta es la de ser leñador en Canadá y ejercer de travesti por las noches, el tipo que acaba de comprar un loro y descubre que se lo han vendido fiambre, el papa del Renacimiento ha encargado a Miguel Ángel un cuadro de la Última Cena y se queja porque el pintor ha decidido incluir en la escena a 48 apóstoles y tres Jesucristos (los dos flacos equilibran al gordo), además de un canguro que asoma por el fondo. Por favor, que no se olviden de aquel individuo que pagaba por tener una discusión ni del que solicitaba una subvención estatal porque había inventado una manera rara de andar. Y tampoco de los cuatro hombres de Yorkshire, que fumaban puros y bebían brandy mientras competían por ver quién había pasado más penurias en su infancia: «Pues a mí me obligaban a levantarme a las diez de la noche, media hora antes de irme a la cama. Desayunaba una taza de ácido sulfúrico, trabajaba veintinueve horas al día y encima tenía que pagarle al dueño de la fábrica para que me permitiera ir a trabajar».

John Cleese, Eric Idle, Terry Jones, Michael Palin, Terry Gillian. Queridos, entrañables, ancianos Monty Python. Los más salvajes y canallas, los más divertidos, los mejores. No sé exactamente por qué volvéis. Quizás sea por dinero, o por aburrimiento, o para reíros de nuevo de todos nosotros. Lo único que sé es que el mundo os necesita más que nunca. Y que siempre tendréis el privilegio de ser los últimos que rían y, por tanto, los que rían mejor.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/11/2013

viernes, 22 de noviembre de 2013

Títeres


A Cospedal se le ha ocurrido que conviene reducir a la mitad el número de nuestros parlamentarios regionales, porque de ese modo se ahorrarán entre cuatro y cinco millones de euros al año. Así se votó el martes pasado en el parlamento nacional, y así quedará reflejado en nuestro estatuto de autonomía cuando se cumplan los trámites necesarios. Sostiene Cospedal que el 90% de los castellanomanchegos apoyamos esta medida. A mí nadie me ha preguntado, pero lo cierto es que son muchos millones de euros a repartir entre menos de cincuenta diputados, teniendo en cuenta, además, que desde el 1 de enero los pobrecillos no cobran un sueldo como tal. En fin, que no se entiende cómo un grupo tan reducido puede generar tantos gastos (200.000 euros por cabeza al año, si la aritmética no me falla). Dice García-Page que con esta medida se le ha asestado un tajo a la democracia. Cayo Lara insiste en que lo que hay detrás del recorte es un pucherazo electoral encubierto. Yo, sin embargo, no estoy de acuerdo con ninguno de los dos, y solo parcialmente con Cospedal. Está claro que sobran diputados. El problema es que esta vez el recorte de la presidenta se ha quedado a medio camino.
Buscando la raíz del asunto, procede echar un vistazo a nuestro sistema parlamentario. ¿En qué consiste el trabajo de un parlamentario, su labor real, aquella por la que recibe un buen sueldo y dietas sustanciosas? ¿Qué hace un miembro del congreso, un senador o un diputado regional para justificar el gasto de dinero público que se realiza en ellos? La respuesta es sencilla: aprietan botones. Les pagamos por ejercer de títeres (o de mandos a distancia humanos, si la denominación anterior resulta ofensiva). Porque lo cierto es que las decisiones políticas, las que nos afectan a todos, no se cuecen en los parlamentos, sino en la trastienda de los partidos, en esos lugares opacos donde se reúnen los comités ejecutivos. Si es usted un gran empresario, un banquero o el alto ejecutivo de una multinacional, puede que tenga una posibilidad razonable de orientar las decisiones políticas en su provecho. Si es un ciudadano de a pie, olvídese. Un parlamento es solo la puesta en escena de una idea que no existe, un modo de crear la ilusión de que entre nuestros representantes hay diálogo, acuerdo e intercambio de ideas, y que todo ello se hace en beneficio de los ciudadanos. En esta época de simulaciones, la vida parlamentaria es solo un simulacro más. Los actores de este teatro, aquellos que se proclaman nuestros representantes, se limitan a calentar el asiento en los plenos y comisiones y luego votan según les han instruido que hagan. Salvo si es víspera de puente o hay fútbol internacional. Sí, Cospedal se ha quedado corta. El recorte de diputados óptimo sería del 100%. Créanme. Todo seguiría igual.
Por otro lado, tampoco quiero convertir a los parlamentarios en cabezas de turco. Ellos no tienen la culpa si han sabido agenciarse un trabajo estupendo en un país donde uno de cada cuatro trabajadores está parado. Únicamente han conseguido obtener un beneficio del sistema. Además, no son sino la punta del iceberg. Mucho más inexplicable y costoso es ese ejército de asesores, jefecillos y cargos de libre designación de toda ralea que lastran la administración con gastos insoportables y cuya función exacta nadie conoce. Sobran funcionarios, pero nunca amiguetes. El nuestro ha sido siempre un país de amiguetes y cuñados. Y eso no hay quien lo remedie.

Isaac Asimov, que tenía sus momentos de visionario, escribió en 1955 un relato titulado Sufragio universal en el que se anticipaba la evolución de las democracias occidentales en la era de la información. Multivac, el gigantesco cerebro electrónico que lo controla todo, es quien se encarga de seleccionar al «Votante», una única persona para cada proceso electoral. En su insondable sabiduría, la computadora sabe quién es el ciudadano cuyas opiniones representan a las de la mayoría, y procede a designarlo como El Votante, convirtiéndolo así en una celebridad. Las elecciones presidenciales no se conocen por el nombre de los candidatos, sino por el del Votante, que será celebrado o denostado según las consecuencias de su decisión. Sin embargo, al final del relato comprendemos que este ciudadano nunca llega a consumar voto alguno, sino que se limita a responder a las preguntas de un cuestionario que Multivac interpreta. Nosotros, de momento, sí votamos, pero nuestro voto es poco más que un gesto simbólico, o si me apuran un modo de descargar en la masa la responsabilidad del gobernante de turno. Son los partidos los que interpretan nuestra voluntad, normalmente según sus intereses y los de quienes los sustentan. No se engañen. Nuestros representantes distan de representarnos. Nuestra democracia no es un gobierno del pueblo, por mucho que la etimología de su nombre afirme lo contrario. Sin embargo, nos dicen que es el menos malo de todos los sistemas posibles. Pero ¿de verdad es así?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/11/2013

lunes, 18 de noviembre de 2013

La Ley de Murphy 2


UNA NUEVA ENTREGA DE LOS ARTÍCULOS DE ELOY M. CEBRIÁN 
RECOPILADOS EN FORMATO DE LIBRO.

¿Nunca han pensado en la conveniencia de trasladarse a vivir a unos grandes almacenes? ¿Alguna vez han tenido la sensación de que la jornada que están viviendo ya la habían vivido? ¿Cómo actuarían si un terremoto los sorprendiera sentados en la taza del váter? ¿Es cierto que en cierta calle de la ciudad de Albacete se han visto sirenas de carne y hueso? ¿Qué se puede hacer si descubren que su programa antivirus ha asumido el control de su ordenador y de su vida?

La Ley de Murphy, título de mi columna semanal en La Tribuna de Albacete, es mi habitación de juegos, un cuarto con paredes de cristal para que los lectores puedan verme, lo que hace que todo sea mucho más entretenido. Al escribir estos textos trato de despojarme de toda retórica y artificio. Quiero divertir y divertirme, lo que no significa que estos artículos sean ajenos a la literatura, porque no hay ejercicio literario más difícil que el de la sencillez.

12 x 19 cm, 160 páginas
ISBN: 978-84-616-5982-1
Cubierta de Eulalio Molina
Comprar en IberLibro
También a la venta en librería Circus de Albacete (Cl. Isaac Peral)

Barberos

 

Hará cosa de un año, mi amiga me convenció para que me dejara el pelo largo. Mi sorpresa fue descubrir que no me sentaba mal del todo. Incluso me tapaba cierta tonsura que me confería un aspecto equívocamente monacal y dejaba desprotegida mi coronilla, lugar de donde emanan la mayor parte de mis ideas. Pronto me reconcilié con mi nueva imagen de señor vedijoso con perilla y sobrepeso. No sé si me daba más aspecto de escritor, pero desde luego podría pasar en cualquier sitio por cantante de ópera. En mi reciente boda, sin ir más lejos, hice playback con el brindis de La Traviata y hubo gente que se acercó luego para felicitarme por lo bien que había cantado. Pero volvamos a mis vedijas. Decía que me gusta llevar el pelo largo. Sin embargo, echo mucho de menos a mi peluquero.
De crío odiaba a los barberos. La peluquería era para mí un antro de aburrimiento infinito. Había que esperar durante horas antes de que repararan en ti, y cuando por fin el barbero se dignaba dedicarte su atención, el servicio se convertía en un suplicio insoportable. Además de la inmovilidad forzosa, estaba el pánico a perder una oreja, lo que ha constituido la amenazada tradicional de todos los peluqueros desde aquellos «tonsores» que rapaban a los romanos. De hecho, hubo en mi infancia cierto peluquero que muy cerca estuvo de consumar mi desorejamiento. Juro que yo no me había movido ni un milímetro, pero aun así mi oreja acabó con un fragmento desgajado mientras yo sangraba profusamente por la herida (todavía conservo la cicatriz, por si alguien pone en duda mi palabra). Pero no necesito recurrir a ese recuerdo sangriento y traumático para rememorar mi aversión infantil por los barberos. Me basta con recordar el aburrimiento mortal del proceso y el escozor cutáneo con el que se consumaba, sobre todo por la parte posterior del pescuezo, cuando el barbero te «hacía el cuello» tras obligarte a mantener la barbilla clavada en el pecho durante un lapso de tiempo interminable. Y aquella manía de preguntarte si te gustaba el fútbol, y su cara de lástima cuando le contestabas que no, como si estuviera pensando «este crío es tonto». Y luego te mirabas al espejo y apenas lograbas reconocerte en ese bobalicón pelicorto que provocaba la aprobación de su madre y las dolorosas collejas de sus compañeros de clase. Y por último a esperar a que la naturaleza hiciera su trabajo y te devolviera un aspecto más acorde con los cánones estéticos de la época (Los Diablos, Fórmula V, Rumba 3), aunque ello conduciría indefectiblemente a una nueva visita forzosa a la peluquería, el círculo infernal al que éramos sometidos todos los niños del tardofranquismo.
Pero todo eso era hace mucho tiempo, en la infancia. Porque más tarde descubrí que ir a la peluquería no tiene por qué ser una obligación ingrata. El cambio lo desencadenó mi actual peluquero, que si la memoria no me falla lo ha sido durante los últimos 25 años. Con él descubrí que un buen barbero es también un cómplice, un confidente y hasta un terapeuta. Cómplice porque siempre aprueba tus opiniones y te muestra su adhesión sin fisuras, ya sean sobre política o sobre la vida en general. Confidente porque el sillón de la peluquería tiene algo de confesionario, y sin darse cuenta uno empieza a soltar todo lo que le ronda por la cabeza, hipnotizado tal vez por el chaschás de las tijeras y por la caricia del peine. Y también psicoanalista, lo que está íntimamente unido al asunto de las confidencias. A fin de cuentas, mientras te miras a los ojos en el gran espejo de la peluquería, tienes la sensación de estar entablando un soliloquio contigo mismo, por lo que el corte de pelo tiene tanto de costumbre cosmética como de terapia introspectiva.

Estoy convencido de que un peluquero ha de ser también un amigo. Al menos, con el tiempo se convierte en tal, pues no en vano uno deja a su merced algunas de las partes más vulnerables de su anatomía. Y si ese proceso de amistad y confianza crecientes no se da, lo mejor es cambiar de barbero. Lo comprobé en una ocasión, la única en que he traicionado a mi peluquero de tantos años, y no por decisión propia, sino porque él estaba de vacaciones. El caso es que elegí una peluquería al azar para salir del trance. Y fue horrible. Y no es que el tipo aquel me cortara el pelo mal del todo, sino porque su conversación resultó ser una retahíla de las afirmaciones más fascistas y xenófobas que he oído fuera de un debate de Intereconomía. «¿Qué hago?», me dije al darme cuenta de que estaba en manos de un psicópata o de un miembro del Ku Klus Klan. «¿Le llevo la contraria?» En otras circunstancias es lo que habría hecho, y muy airadamente. Pero al constatar las tijeras y la navaja revoloteando el torno a mi cuello, decidí dejarlo correr. Y (para mi vergüenza) creo que en algún momento hasta le di la razón. Qué diferencia con las suaves maneras y las inofensivas opiniones de mi peluquero de toda la vida, a quien ni siquiera le gusta el fútbol, y en cuyas manos pongo sin dudarlo mi carótida, mis dos orejas y hasta mis pensamientos más profundos. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 15/11/2013


viernes, 8 de noviembre de 2013

Bicicletas


Raro es el ayuntamiento que no lanza de vez en cuando su campaña para fomentar el uso de la bici. Son campañas progres que visten mucho y comprometen a poco. Pero los ciclistas se siguen quejando de la falta de carriles bici, de que los pocos que se habilitan son invadidos por coches mal aparcados y peatones, de que los conductores los acoquinan y los viandantes los insultan, y de otras muchas calamidades inherentes al uso de las dos ruedas en un país como el nuestro, que se las da de moderno pero sigue teniendo un alma un tanto cafre, para qué nos vamos a engañar.
Creo que casi todos hemos intentado en su momento ir en bici. Yo también me compré la mía, pero pasaba tanto miedo montado en ella que acabé condenándola al trastero. Más tarde me la llevé al pueblo, pero las cuestas me agotaban de tal modo que la sepulté en las profundidades de la cochera, donde supongo que todavía languidece esperando a un dueño más animoso. Por mi escasa experiencia de ciclista, coincido en que nuestras ciudades (nuestra ciudad, en concreto) no está pensada para el uso de este ecológico y cardiosaludable medio de transporte. También es cierto que muchos conductores miden su virilidad en caballos de potencia y van avasallando a diestro y siniestro, alardeando a partes iguales de mala leche y desprecio por las normas de tráfico. Ahora bien, creo que el colectivo ciclista haría bien en realizar un examen de conciencia, porque muchos comportamientos al manillar no son precisamente un ejemplo de civismo y de respeto al código de la circulación, y antes de levantar la voz conviene tener los deberes acabados y la conciencia tranquila.
En esencia, un ciclista es un ciudadano que sufre una curiosa disociación: hay veces que se cree peatón y otras que se cree conductor, mutación que puede llegar a experimentar varias veces en un mismo trayecto según las condiciones de la vía o simplemente por capricho. Muchos ciclistas (y no necesariamente los más jóvenes) alternan la calzada con la acera según les conviene, por ejemplo cuando el tráfico es denso, los coches están detenidos o se encuentran de cara una señal de dirección prohibida. Aunque hay una reforma a la vuelta de la esquina, de momento ni el código general vigente ni nuestras ordenanzas municipales permiten a un ciclista circular por la acera siempre que exista una calzada transitable. Sí que están autorizados a hacerlo en zonas peatonales, cosa que muchos viandantes ignoran. Sin embargo, las normas hacen hincapié en que deben circular extremando la precaución y a una velocidad muy moderada, así como bajarse de la bici si la densidad de peatones así lo aconseja.
No sé cuál será su experiencia al respecto, pero yo he sido rebasado muchas veces por ciclistas cuando caminaba por aceras y calles peatonales. He visto pasar las bicis como una exhalación a centímetros de mis tiernas carnes de viandante de mediana edad, y acto seguido me he preguntado que habría pasado si un instante antes me hubiera dado por cambiar de dirección o por alterar mínimamente mi trayectoria. En esos casos me veo a mí mismo como esos vejetes que levantan su bastón y lanzan imprecaciones contra las madres de los ciclistas temerarios. Y no es para menos. Otras veces veo cómo se aproximan de frente, sorteando vertiginosamente a peatones de todas las edades (ancianos, niños, madres con carritos) como si se trataran de los obstáculos de un enloquecido videojuego. Dudo mucho que cuando las autoridades municipales recomiendan el uso de la bici se refieran a esto.
Pero no queda aquí la cosa, porque falta hablar del comportamiento de numerosos ciclistas por las calzadas de la ciudad. Antes mencioné que los usuarios de la bici alternan los roles de conductor y de peatón a capricho. El problema es que a veces se creen en un territorio intermedio donde parecen no existir las normas que rigen para unos y para los otros. ¿Cuántas veces hemos visto a un ciclista saltarse un disco rojo, como si los semáforos no existieran para ellos? ¿Y qué me dicen de esa imagen cotidiana del ciclista circulando en dirección prohibida, a veces por calles estrechas, con total desprecio por su seguridad y la de los demás?

Hace poco se difundió la noticia de que en ciertas regiones de España (ejem, en Cataluña) hay ciclistas que están equipando sus bicis con cámaras para grabar los abusos e infracciones de los conductores. Luego les entregan los vídeos a los mossos para que multen a ese conductor que no ha respetado la preferencia o los ha adelantado pisando una línea continua. El tufillo acusica (por no decir fascistoide) de semejante proceder me parece más que despreciable. ¿Qué pasaría si grabáramos con nuestros móviles a todo ciclista que se salte a la torera una norma de la circulación? ¿Cómo les sentaría, con lo diligentes que son ellos para denunciar agravios? ¿Eh?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 8/11/2013

viernes, 1 de noviembre de 2013

Amanecismo


Se cumplen 25 años del rodaje de Amanece, que no es poco y volvemos a encontrarnos la película de Cuerda hasta en la sopa, igual que ocurrió en su 20 aniversario. Creo recordar que por entonces Abycine la proyectó en su gala de clausura, a la que asistí. No estoy seguro de si se había anunciado así o se trató solamente de un rumor, pero todo el mundo daba por hecho que vendrían el director de la cinta y los chicos de Muchachada Nui, que no tienen nada que ver con la película, pero de cuyo humor surrealista y manchego se declaran deudores. Al final ni Cuerda ni los chanantes se dejaron caer. Sencillamente se proyectó la película (en vídeo, por cierto) y a casa. Esa fue la segunda vez que yo la vi después de su estreno. Y me gustó aún menos que en la primera ocasión. Y conste que asumo el riesgo de expresar semejante opinión pese a su más que probable impopularidad. Pero esto, amigos, es una columna de opinión, y así es como funcionan estas cosas.
Sin entrar a fondo en las causas, la realidad es que Amanece, que no es poco se ha convertido en una seña de nuestra identidad regional (como muy certeramente han olfateado algunos políticos). Es más, se ha convertido en una película de culto. Y eso quiere decir que cuenta con devotos que se citan para proyectarla en sesiones colectivas a las que asisten tocados con una gorra de motorista o con un tricornio de la guardia civil, que la citan constantemente, que intercambian anécdotas sobre su realización y que incluso acuden en peregrinación a los pueblos de nuestra sierra donde fue rodada. Este «frikismo» no es en esencia muy distinto del que provocan filmes como Star Wars o El Señor de los Anillos, y posee incluso su propia denominación: «amanecismo». Para un «amanecista» de pro, la película de Cuerda es mucho más que una cinta de humor. Es una Biblia en celuloide que encierra una filosofía y una visión del mundo. Y si me apuran hasta una religión. Para muchos, Frodo, Gandalf y Darth Vader son mucho más que personajes del cine de aventuras. Son arquetipos en los que podemos encontrar explicaciones a las preguntas más profundas que se formula la humanidad. Pues algo parecido ocurre con el sargento Gutiérrez, con el suicida, con el negro Ngué Ndomo («¡coño, el negro!) y con el señor que le pedía a su hijo que lo respetara, porque «un hombre en la cama es un hombre en la cama».
En su momento, acudí al estreno con la misma expectación que cualquier otro albaceteño. O puede que con algo más. No en vano me crié en Aýna, donde mi padre era maestro (aunque no cantaba), y algunos de los secundarios de la película habían sido actores principales en los lejanos días de mi infancia. Sin embargo, la película me decepcionó terriblemente. La encontré pretenciosa y poco inspirada. Me pareció que su guión consistía en una mera sucesión de viñetas o sketches que no conducía a ningún sitio, y que su humor absurdo, del que tanto se ha hablado después, no tenía demasiada gracia. En esencia, no era muy distinta de astracanadas falleras como Con el culo al aire, película dirigida por Carles Mira cinco años antes que, si me apuran, tenía más gracia que la de Cuerda. Y no es que tenga nada en contra del director de Albacete. Algunas películas suyas me han parecido excelentes, y me refiero concretamente a El bosque animado y La Marrana, en las que sí que encontré una historia y un poso lírico del que (siempre en mi opinión) carece Amanece que no es poco. En conjunto, lo considero un creador sólido y culto que sabe ser gamberro cuando toca. En Amanece…, sin embargo, no vi otra cosa que una broma excesivamente prolongada, una sucesión de humoradas que ni siquiera me resultaba novedosa, pues ya había visto la mayoría en aquel mediometraje titulado Total que Cuerda había realizado para la televisión unos años antes, y que encontré mucho más original y divertido que la película posterior.
Pero pasaron los años y asistí a la elevación de Amanece… a los altares de la cinefilia y de la alta cultura y, como suele ocurrirme en estos casos, comencé a dudar de si la culpa no sería mía. A lo mejor el problema era mi falta de sensibilidad para captar los matices y significados ocultos de la película, cuyos diálogos comenzaban a citarse como si fueran El Quijote («¡Alcalde, todos somos contingentes, pero tú eres necesario!», «¡De orden del señor cura, se hace saber que Dios es uno y trinoooo»). Así pues, volví a intentarlo en esa proyección conmemorativa de Abycine, pero con idéntico resultado. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué seguía ciego para la grandeza de aquella película, que me pareció igual de insípida y aburrida que la primera vez que la vi? El caso es que, después de mucho cavilar, he desarrollado una hipótesis que me atrevo a aventurar aquí: el secreto de Amanece, que no es poco radica en que se parece mucho a la vida. Igual que la vida, la película de Cuerda es absurda y tiene poca gracia, y tan solo adquiere significado y valor después, es decir, cuando se cuenta.


Publicado en La Tribuna de Albacete el 1/11/2013