La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

martes, 27 de febrero de 2007

El secreto del viejo instituto

El instituto «Bachiller Sabuco» esconde un secreto. Muchos de ustedes conocen el hermoso edificio de la Avenida de España, tan singular, tan diferente de los otros centros de enseñanza de nuestra ciudad. Probablemente estén familiarizados con la imponente fachada, con sus verjas catedralicias, sus columnas toscanas y esos altos ventanales en los que se miran los árboles del parque. Puede que hayan visitado el interior para admirar las blancas escaleras de mármol, las galerías colgadas en el aire, los remotos techos y las molduras y relieves del salón de actos. Algunos incluso habrán pasado buena parte de su mocedad calentando los bancos de madera de sus aulas, y recordarán sin duda los rincones secretos, las escaleras de caracol y los pasillos sombríos e interminables. O los laboratorios, con sus vitrinas llenas de especímenes conservados en formol, como el decorado de una película de terror de la serie B.

Yo mismo fui alumno del «Sabuco» y sufrí la ciencia de aquellos feroces profesores de antaño (uno en concreto todavía pasea su nariz levítica por mis pesadillas). Allí tuve también maestros excelentes que han contribuido a hacer de mí lo que soy (por lo que dudo que puedan jubilarse con la conciencia tranquila). Años más tarde, tendría la suerte de reencontrar a algunos de ellos, esta vez como compañeros. Si la contemplamos en un sentido homérico, la vida no es más que un regreso, lo que resulta especialmente cierto en mi caso. Me fui del «Sabuco» como bachiller y volví al cabo un tiempo convertido en profesor. Y si sumo los años que he pasado en aquella casa, compruebo que son muchos más que los que he vivido en ninguno de mis sucesivos hogares. Para mí, igual que para muchos albaceteños, el «Sabuco» será siempre «el Instituto». Más que un simple centro educativo, una auténtica seña de nuestra identidad común.

Las raíces del «Bachiller Sabuco» se hunden en la memoria de nuestra ciudad, ese baúl repleto de recuerdos en el que hemos estado revolviendo a causa de un reciente aniversario. El hecho es que llegó el 2006 y nos dimos cuenta de que el Instituto llevaba ya 75 años con nosotros. Lo celebramos con charlas, audiciones musicales, teatro y conferencias. Y con una fiesta que fue un momento para la emoción y el reencuentro. Eso ocurrió el pasado diciembre, cuando muchos antiguos alumnos se acercaron a saludar a su viejo Instituto. Y allí lo encontraron, muy parecido a como lo habían dejado aquel día lejano en que cruzaron su puerta por última vez para emprender el resto de sus vidas. Un abuelo con sus achaques, aunque todavía erguido y bastante bien conservado. Venerable y algo gruñón, pero cariñoso en el fondo. En aquella tarde de diciembre se habló extensamente sobre el pasado y el futuro de nuestro Instituto, que bien se merecía este homenaje.

Sin embargo, no todo está contado acerca del vetusto edificio. Como mencionaba al principio, hay en él un rincón oscuro y secreto en el que nadie ha penetrado desde hace muchos años. Se encuentra bajo la superficie, debajo de la gran escalera central. Esto se descubrió hace algún tiempo, cuando se efectuaron obras de reforma en el semisótano y se cayó en la cuenta de que los planos mostraban un espacio de al menos cien metros cuadrados al que no se tenía acceso. Se pensó aprovechar ese recinto para ampliar las instalaciones, pero los técnicos enviados por la Delegación no lo autorizaron: el edificio se sustenta sobre muros de carga. Si se taladra uno de ellos, la estructura podría debilitarse y… En fin, la pesadilla de cualquier técnico timorato. Así pues, aunque las obras se terminaron, la habitación cerrada permanece oscura y secreta, sumida en un silencio de más de setenta años.

Pero ¿qué diablos hay allí dentro?

Paso muchas horas a la semana en las inmediaciones de la habitación cerrada. En concreto, doy clase en un aula que comparte varios metros de muro con el misterioso espacio oscuro. A veces mis alumnos y yo hemos notado extraños olores cuya procedencia no somos capaces de explicar. Hay corrientes de aire y repentinos cambios de temperatura. Los ordenadores no acaban de funcionar correctamente, y en ocasiones la imagen de los monitores fluctúa y nos parece entrever rostros borrosos que nos ponen los pelos de punta. Confieso que no me gusta estar solo en esa aula. Una vez tuve que quedarme a puntuar unos trabajos cuando los alumnos ya se habían marchado. El sótano estaba en silencio, pero yo me sentía más nervioso a cada instante. Me sentía observado. Y, de repente, juraría que oí algo extraño al otro lado del muro, donde se supone que no hay nada. Un rebullir, unos pasos, una especie de susurro o gemido. Nunca más he vuelto a quedarme solo allí abajo.

Sabemos que el Instituto se destinó a usos militares durante la guerra civil, un descubrimiento que no ayuda precisamente a tranquilizarnos. Se estremece uno al pensar que la habitación cerrada pudiera ser un viejo polvorín, un almacén de obuses o explosivos cuya potencia mortífera latería intacta en las entrañas del edificio. ¿Y si esa cripta sellada fuera en realidad el último escondite de aquellos soldados de las Brigadas Internacionales que usaron el Instituto como cuartel y que, abrumados por la certeza de su derrota y el avance incontenible del fascismo, hubieran decidido aguardar en la oscuridad la llegada de tiempos más luminosos?

La imaginación se dispara, aunque seguramente la realidad sea mucho más prosaica. Con todo, la simple existencia de ese espacio secreto hace que miremos el familiar edificio con ojos distintos, como si de pronto hubiéramos descubierto que nuestro querido abuelo, de quien creíamos saberlo todo, posee un pasado turbio o escandaloso.

Y ustedes ¿qué opinan? ¿Deberíamos taladrar ese muro y exponer el secreto a la vista de todos? Yo me opongo con todas mis fuerzas. Creo que también los edificios merecen que se respeten sus secretos, sus zonas umbrías, su derecho a la intimidad. En última instancia, puede que la habitación cerrada esté vacía, llena tan sólo de aire, pero al menos se trataría de un aire que nadie ha respirado durante más de quince lustros. El secreto del Bachiller Sabuco es también el secreto de todos nosotros. Es esa zona escondida de nuestra existencia en la que nadie tiene derecho a escudriñar.

Así pues, dejemos tranquilo al viejo Instituto. Dejemos que el noble edificio duerma y sueñe. Que sus rincones oscuros permanezcan sellados. Y, a cambio, que siga brotando de él la misma luz que durante tantos años ha iluminado a varias generaciones de estudiantes y profesores de nuestra ciudad.


(Nota: Si desean conocer mejor la historia del «Bachiller Sabuco», les recomiendo encarecidamente el documental «Memorias de un instituto», que puede ser visto en on-line en la dirección http://www.sabuco.com/mc/sabucotv.htm)

Aparecido en el diario La Tribuna de Albacete el 27/2/2007

miércoles, 14 de febrero de 2007

A ellos ¿qué les importa?



Hace algún tiempo se me ocurrió abrirle a mi hijo una cartilla de ahorro. En el banco (no importa cuál, todos se parecen) me dijeron que lo mejor era hacerle un Peque Plan, lo que viene a ser una especie de plan de pensiones en versión infantil. Dicho así suena un poco siniestro, pero pensé que no era mala idea, porque de ese modo el chiquillo se iría acostumbrando a sufrir el saqueo de las entidades de crédito cuando sea mayorcito. Lo que no me esperaba era que el Peque Plan obligara al padre del «peque» a suscribir un seguro de vida. Con todo, tras pensarlo detenidamente, tampoco me pareció mal (uno puede faltar cualquier día, etc). De modo que me fui a casa con los impresos del cuestionario y me senté a rellenarlos. Como suponía, se trataba de una batería de preguntas sobre mi estado de salud, aunque no incurrí en la ingenuidad de pensar que los señores del banco estuvieran preocupados por mi bienestar. Más bien me sentí un poco irritado el tonillo impertinente de las dichosas preguntas. Querían saberlo todo acerca de mis bajas laborales, enfermedades e intervenciones quirúrgicas. Y yo, como ciudadano bien domesticado que soy, fui contestando con absoluta sinceridad, temiendo que la menor inexactitud pudiera privar a mi hijo de su Peque Plan. Cuando llegué a la pregunta sobre mi estatura y peso, sin embargo, no pude evitar mentir un poquito, y he de confesar que al hacerlo no experimenté el menor remordimiento. Es más, pasé a la siguiente pregunta sintiéndome mucho más liviano y estilizado. Ahora me preguntaban si fumaba o bebía, y como no había ninguna casilla que dijera «moderadamente», contesté «no» sin la sensación de estar faltando a la verdad. La siguiente pregunta rezaba «deportes que practica», y yo, ni corto ni perezoso, consigné que dedico mi tiempo libre a la natación y al ciclismo, y es muy cierto que algunas veces, en verano, voy con mi familia a la piscina y que tengo una bici de montaña languideciendo en el trastero. Pero entonces me di cuenta de que había llegado a la parte «hard core» del cuestionario, pues, sin el menor disimulo, se me preguntaba si padecía o había padecido «enfermedades infecto-contagiosas, como hepatitis, o enfermedades de transmisión sexual, como sida y relacionadas». Aquí sí me faltó poco para enfadarme por lo que me pareció una intolerable intromisión en mi vida privada. A pesar de ello, respiré hondo y respondí que no, aunque sólo para encontrarme con lo siguiente un par de preguntas más abajo: «¿Le han hecho o recomendado un test de sida?». El interés real del entrevistador comenzaba a perfilarse. Por si cupiera alguna duda, al final del cuestionario volvían a la carga y me pedían que, en caso de haber respondido afirmativamente a la pregunta anterior, indicara la fecha del análisis y su resultado. Como ven, les importaba un pito si padezco halitosis o lumbago, o si sufro mis hemorroides en silencio. Lo que quieren saber es si tengo sida o si soy seropositivo, y me juego cualquier cosa a que, si hubiera respondido que sí, mi hijo se habría quedado sin su Peque Plan.

Me cuesta trabajo pensar que el autor de esta encuesta sea una especie de degenerado que sólo consigue ponerse a tono si se inmiscuye en la vida sexual de los demás. Creo más bien que lo que reflejan las preguntas es el sentir general con respecto a los enfermos de sida, a quienes se tiene por apestados, cuando no cadáveres ambulantes, y por lo tanto no-personas, especialmente para los bancos y las aseguradoras. Pero, además de eso, me irrita enormemente que un banco se crea con derecho a exigirles cierto tipo de información a sus clientes, por más que al pie del impreso te aseguren que no se lo van a contar a nadie. Faltaría más. Puestos a ello, casi sería preferible que destaparan sus cartas y que las preguntas se formularan en términos similares a éstos: «¿Se chuta usted caballo por la vena?», «¿Frecuenta usted los burdeles o practica la sodomía?». O bien, simplemente, «En los últimos cinco años, ¿la ha metido usted en algún sitio que no debiera?». Es más, si la última pregunta rezara «¿Está usted en el paro o gana menos de 20.000 euros al año, so desgraciado?», ya tendríamos el cuestionario perfecto para detectar parias sociales, personas que jamás serán candidatas a un préstamo o a un seguro de vida. Ni siquiera a un Peque Plan para sus hijos.

Bien mirado, no debería sorprendernos que esta época en la que todo se ha de contar o mostrar (piensen en los programas televisivos que más triunfan) excluya el derecho del ciudadano a su vida privada. No hay otra forma de eludir el estigma de la marginalidad que exhibir un certificado de pureza de sangre. Sin embargo, al pasar aceptar las reglas de este juego, quizá estemos renunciando a algo mucho más importante: al derecho a tener secretos, a que no todo se sepa sobre nosotros.

Me viene a la memoria, miren por dónde, mi última confesión, ocurrida hace muchos años, en mi ya desdibujada mocedad. Unos días antes, y tras meses de insistencia, yo había disfrutado de un tímido escarceo con mi entonces novieta. Pues bien, fue mencionarle esto al sacerdote y comprobar cómo el hombre, visiblemente excitado, comenzaba a exigir que le refiriera los pormenores del episodio. Al principio me sentí un poco azorado, pero después pensé que lo mejor sería no decepcionar al señor cura, de modo que comencé a inventar un detalle escabroso tras otro, hasta convertir lo que había sido un discreto filete en el guión de una película porno. Y les seguro que fue una gozada oír como aquel sacerdote me recriminaba por aquella «fornicación», cuando en realidad yo seguía más virgen que la Madre Teresa de Calcuta.

Les recomiendo encarecidamente esta línea de acción. Ante la impertinencia de los bancos, de las aseguradoras o del Estado, fabulen, mientan como bellacos, y mantengan así en secreto las zonas oscuras de su vida, que tal vez sean también las más importantes. Qué demonios. Están en su derecho. A ellos ¿qué les importa?

Aparecido en el diario La Tribuna de Albacete el 14/2/2007

martes, 6 de febrero de 2007

Terrores nocturnos

Puede ocurrir cualquier noche, pero el peligro se acentúa en las madrugadas del fin de semana. El señor Fernández duerme plácidamente cuando un estrépito de vidrios rotos lo arranca del sueño. Desde la calle llegan gritos, cánticos, carcajadas. El señor Fernández suspira. No es la primera vez que esto ocurre. A la mañana siguiente, sábado o domingo, nuestro desvelado protagonista encontrará destrozados los cristales de su portal. Aunque, claro, si el señor Fernández es un comerciante u hostelero el daño será de más envergadura: un costoso escaparate, una luna cuya sustitución será muy cara o supondrá enojosas gestiones con la aseguradora. Muy cerca hay una placita donde juegan los críos. Hoy su aspecto es como el panorama tras una batalla. Hay charcos hediondos de alcohol, vasos de plástico aplastados y botellas rotas. Los columpios del parque infantil han sido arrancados y, si no se anda con cuidado, nuestro amigo corre el riesgo de plantar el pie sobre una de las vomitonas que siembran el lugar. En las calles adyacentes puede seguirse un triste rastro de arbolitos tronchados, de parterres profanados a pisotones, de costoso mobiliario urbano hecho trizas. Y esto lo sufrimos cada fin de semana del año. Son nuestros nuevos terrores nocturnos.

Si uno se lo propone, es posible encontrarle justificación a casi todo. En la cola del supermercado oí a cierta señora manifestarse en los siguientes términos: «Claro, si es que todo hay que comprenderlo. Es que en los bares les cobran una barbaridad por un cubata y los jóvenes se tienen que divertir». Quien así opina por fuerza debe residir lejos de los focos principales de esta plaga y no concederle gran importancia a la educación de sus hijos (ni al estado de sus hígados). Tampoco quisiera pecar de sentencioso o moralista. Carezco de convicción y de autoridad moral para ello, pues yo mismo, en mi lejana y atolondrada juventud, fui un entusiasta de la litrona al raso en la calle Tejares. De hecho, si cierro los ojos, todavía me parece estar recorriendo aquellos quinientos metros de vieja calle sin asfaltar y su media docena de tabernas. Reconozco que yo también fui joven y bullanguero. Pero eran otros tiempos. Y me atrevo a suponer que los vecinos de la Zona vivían entonces mucho más tranquilos que ahora. Porque lo de ahora es un sindiós, oigan. Un colosal desmadre.

Un buen amigo mío sostiene la teoría de que cada uno de los ciudadanos afectados deberíamos apadrinar a un «botellonero». Les explico. Tras haberse pasado toda la noche sin dormir por culpa de los jóvenes que gritan bajo su ventana, líense la manta a la cabeza y persigan a uno de los miembros de la pandilla hasta su casa. Una vez localizado el domicilio del rapaz, contraten a una tuna o agénciense un potente equipo de audio. Y luego dediquen la mañana a hacer todo el ruido que puedan bajo la ventana de su dormitorio. Al fin y al cabo, también han de dormir alguna vez las dichosas bestezuelas.

Por desgracia, las cosas no son tan fáciles. Y plantarles cara a estos airados muchachos entraña sus riesgos. Hace algún tiempo increpé desde mi balcón a una pandilla cuya idea de la diversión era hacer sonar indiscriminadamente los timbres de mi edificio. Ellos me respondieron con burlas e insultos, y yo los amenacé con llamar a la policía. Esa misma noche, mi domicilio fue objeto de un acto de kale borroka en versión local. Era verano y las ventanas de mi casa estaban abiertas. Y de pronto, mientras mi mujer y yo veíamos la tele, al menos media docena de huevos se colaron en mi salón manchando ventanas y muebles. Corrí tras los puñeteros niños y los hallé sentados en la plaza cercana, comentando su hazaña. Decidí obrar con prudencia y llamé a la policía local. «Oiga. Me han tirado huevos por la ventana...» «Sí, sí, los tengo localizados...» «Están justo aquí delante, riéndose de mí...» «¿Cómo que no van a venir sólo porque los chicos se estén riendo?» «¿Cómo que en qué país me creo que vivo?» Así se desarrollo mi conversación con la agente de la policía local que respondió al teléfono. Les doy mi palabra.

Pero basta. Me resisto a sonar como un carcamal («Con esos gamberros lo que habría que hacer es darles un pico y ponerlos a cavar zanjas»). Sin embargo, la triste realidad es que hoy florece un prototipo de adolescente hedonista, chuleta, matón, grosero, consentido e impune. Se trata de una criatura que no todos hemos creado, pero que a todos nos toca sufrir. Son esos jóvenes y adolescentes que, agrupados en vociferantes y etílicas pandillas, asolan nuestras calles y perturban nuestro sueño en las noches del fin de semana. Y todo ello con el beneplácito de sus padres (¿o es que no se ha dado cuenta de que el niño le bebe como un Ernesto de Hannover cualquiera?). Y, por supuesto, ante la pasividad de las autoridades municipales y de la policía. Porque algunas medidas no son progresistas y los chicos han de divertirse.

Y yo acabo de darme cuenta de que estoy a punto de agotar mi espacio y no me he molestado en buscar soluciones. Vaya por Dios. En eso empiezo a parecerme a nuestro alcalde.

Aparecido en el diario La Tribuna de Albacete el 31/1/2007