La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 20 de noviembre de 2016

Leonard Cohen


En 2009 Leonard Cohen dio un concierto en Valencia al que tenía pensado ir. Al final no pudo ser, y confieso que sentí alivio al saber que el viejo músico y poeta se había desvanecido tras la tercera canción y hubo que suspender el espectáculo. Ahora que se ha desvanecido para siempre, lamento haberme perdido las pocas canciones que alcanzó a interpretar en aquel bolo frustrado. Las habría cambiado gustosamente por un concierto de Bob Dylan que me tragué de principio a fin. No me considero mitómano en exceso, pero por culpa de Leonard Cohen me planté cierto día en la puerta del Hotel Chelsea de Manhattan con la pretensión de que me dejaran entrar a echar un vistazo. En mi primer año en la enseñanza, allá por el 87, usé la canción Chelsea Hotel como ejercicio para mis clases de inglés, pero ninguno de los chavales captó la alusión al sexo oral que hay en la letra. Atando cabos, creo que eso fue lo que me llevó a la puerta del Hotel Chelsea, la imagen de Janis Joplin complaciendo a su amante sobre la cama deshecha. Años más tarde se me ocurrió que mis alumnos compararan la letra de Take This Waltz con el poema de Lorca que la inspiró. En esta vida todos alternamos el papel de alumno con el papel de maestro. A Leonard Cohen le tocó el papel de maestro eterno, lo que acabó agotándolo. Quizás por eso se ha quitado el sombrero y nos ha dicho adiós. Se quejaba de que le dolían las partes de su cuerpo con las que jugaba de joven (y con las que jugaba Janis Joplin). Él no se consideraba nadie especial, tan solo un inquilino más en el gran edificio de la música (the Tower of Song, en sus palabras). Si aguzamos el oído todavía podemos escuchar su voz allá arriba, a cien pisos de altura, por lo menos. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 19/11/2016

viernes, 11 de noviembre de 2016

Un dolor repentino


El miércoles pasado, al despertar, noté un dolor muy agudo en salva sea la parte. Equipado con un pequeño espejo y al cabo de varias posturas y contorsiones cuya descripción voy a ahorrarles, logré obtener una visión clara de la zona inflamada. En ese momento el espejo cayó al suelo y se hizo añicos, pues acababa de descubrir que no se trataba de una hemorroide ni de un furúnculo. Lo que me había salido era una cabeza humana. La cabeza de un tipo rubio de peinado extravagante y rostro abotargado y colérico. Además, la cabeza estaba provista de una boca muy grande que parecía incapaz de cerrar. Escuché con atención pensando que aquel insólito fenómeno podía ser un mensaje de la Providencia, y alcancé a oír una vocecilla que se expresaba en inglés, lengua que más o menos comprendo. «No importa lo que cuenten sobre ti los medios —decía— siempre y cuando tengas a tu lado a una maciza con un buen pedazo de culo». «Voy a construir un muro —decía—, y os aseguro que nadie construye muros como yo». «Cuando México nos manda a su gente —decía— no nos mandan a los mejores. Nos mandan a  los camellos, a los criminales, a los violadores. Aunque supongo que alguno habrá bueno». «Mi belleza —decía—. Consiste en que soy muy rico». Me apliqué una pomada antibiótica y corrí hacia el ordenador. Tal y como pensaba, acababa de recibir un email de un buen amigo norteamericano. «Eloy —decía mi amigo—, esto nadie lo entiende. Todos mis vecinos son personas sensatas. ¿Qué es lo que ha pasado?» «Tranquilo—le respondí—. Quizás quienes nos consideramos sensatos seamos demasiado complicados para un mundo demasiado simple, o quizás seamos demasiado simples para habitar este mundo tan complicado». Seguiré pensando en ello y aplicándome la pomada.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/11/2016

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Relojes


Soy aficionado a coleccionar relojes, lo que me ocurre desde que me regalaron el primero, cuando hice la primera comunión. Por desgracia, no conservo aquel relojito, pero recuerdo muy bien que en su esfera se leía que había sido fabricado en Suiza y que contenía 17 rubíes, lo que a mí se me antojaba sencillamente fascinante. Más de una vez tuve la tentación de abrirlo para admirar las pequeñas joyas que refulgían dentro de su caja, que yo imaginaba como una cueva de Alí Babá en miniatura. Años más tarde supe que se trataba de rubíes sintéticos, y que todos los relojes mecánicos los incorporaban para evitar el desgaste de sus engranajes. Pero este ya fue un descubrimiento de adulto, de la época en que el mundo había dejado de ser un lugar de sorpresas y maravilla. Ahora me sirvo de internet para abastecerme de relojes. Ya hablé en una ocasión de mi reloj de Mickey Mouse, adquirido como recuerdo y homenaje a un amigo que murió hace muchos años. Hace poco compré un reloj digital de diseño retro que con solo mirarlo me devuelve a los días del instituto (la maldita nostalgia). Mi última tentación es hacerme con un reloj «monaguja», equipado con una única manecilla, la que marca las horas. Convengo en que su utilidad como instrumento para medir el tiempo es discutible, pero debe de resultar muy relajante deshacerse de los minutos y segundos y poder contemplar el día en su conjunto, como un hombre de épocas pasadas o un jubilado. Mejor aún, tal vez le pregunte a mi padre si guarda todavía aquel primer reloj de los 17 rubíes. Dicen que en toda vida hay un punto de inflexión, y que una vez superado este todo camino es un camino de regreso. Creo que ese pensamiento esconde una gran verdad.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/11/2016