La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 23 de agosto de 2009

Bruce


Hace unas semanas estuve en Benidorm para asistir a uno de los cinco conciertos que Bruce Springsteen ha dado en España. Fue una experiencia intensa que también me atrevería a calificar de agridulce. No era la primera vez que asistía a un concierto de una megaestrella del rock, aunque sí la primera que veía actuar a un músico por el que siento una admiración tan profunda. Empecé a escuchar a Bruce cuando ambos éramos ya talluditos. Yo estaría terminando mi carrera, y él ya había dejado atrás sus discos más legendarios (Born to Run, The River, Born in the USA), y se asomaba a la madurez con una serie de álbumes menores que adolecían de ciertas concesiones al éxito y a la comercialidad. De todos modos, mi puerta de acceso al universo del Boss fue un estuche de cinco LPs que se publicó en 1986. Estaba grabado en directo y venía a representar un resumen de su carrera hasta el momento, algo así como un borrón y cuenta nueva (aunque en vano, porque su público nunca le permitiría olvidarse de las viejas canciones).
El primer corte era una hermosa versión acústica de la monumental Thunder Road, interpretada con el único acompañamiento de piano y armónica. Como tantas otras composiciones de Springsteen, la canción está concebida en forma narrativa. La historia que cuenta es la de un muchacho que vive en una ciudad pequeña, donde sus únicas perspectivas son la mediocridad, el tedio y el fracaso. Pero hoy ha decidido romper con todo y escapar, y por ello se ha plantado con su coche ante la casa de Mary, su novia, a la que anima a unírsele en la fuga. Sé que todo esto suena a tema recurrente en la música rock (coches, chicas, la huida en busca de nuevas experiencias). Pero con el rock ocurre lo mismo que con la literatura: la diferencia no está en la originalidad de los temas, que suelen ser limitados, sino en el modo de abordarlos, de interpretarlos. La interpretación de Springsteen rebosa fuerza y sinceridad. Nuestra imaginación traza carreteras solitarias que se pierden en el horizonte, más allá del cual las oportunidades son infinitas. Aunque es necesario armarse de coraje para emprender el viaje, porque su precio es alto. Sin embargo, la recompensa merece la pena, como Bruce nos canta con su voz cálida y algo ajada, una voz que suena a muchas noches de humo y rock and roll en los garitos de la costa de Nueva Jersey: ¿Qué nos queda por hacer, excepto bajar la ventanilla y dejar que el viento alborote tu pelo? Mira la noche abierta de par en par y estos dos carriles que llevan a todas partes. Tenemos una última oportunidad para hacerlo real, para cambiar nuestras alas por cuatro neumáticos. Súbete, Mary. El cielo nos aguarda en las carreteras.
Desde aquel iniciático Thunder Road no he dejado de escuchar y seguir a Bruce Springsteen. He vibrado con sus cantos a la libertad y la esperanza, realzados por ráfagas de guitarra eléctrica y por explosivos solos de saxofón. Disfruto con el Springsteen roquero, con la vitalidad de himnos como Born to Run o Jungleland, relucientes como los cromados de esos coches veloces cuyos motores rugen en la madrugada. Pero si tuviera que elegir me quedaría con el Springsteen más íntimo, el que les canta a los que han perdido, a los forajidos y los outsiders, o sencillamente a aquellos que han visto sus ilusiones de juventud hechas trizas.
Hace pocos meses, en una de las noches más frías del pasado invierno, encendí fuego en la chimenea y me dispuse a escuchar Nebraska con un gin-tonic en la mano y en completa soledad. Se trata de un álbum que Bruce grabó también a solas, con su guitarra y su armónica como única instrumentación. Todavía lo conservo en vinilo, y tengo la suerte de que mi tocadiscos siga funcionando. Fue como charlar durante casi una hora con un buen amigo, y creo que nunca me he sentido tan cerca de él como aquella noche.
El pasado 30 de julio, en cambio, había otras 30.000 personas gritando, dando palmas y coreando los temas. A lo lejos, sobre el brillante escenario, pululaban unas diminutas figuras, tan distantes que apenas era posible distinguir a Springsteen de su saxofonista Clarence Clemons, aunque éste sea negro y mida cerca de dos metros. Las enormes pantallas mostraban a un Bruce de casi sesenta años, pero todavía entregado y lleno de vitalidad, saltando, sudando, aceptando peticiones, estrechando la mano a los espectadores y dejándose tocar por ellos (a diferencia de otros artistas, Bruce confía lo bastante en su público para permitirle estar junto a él). Desde mi asiento de grada, comprendí que nunca había estado tan cerca del Boss. Pero al mismo tiempo me sentía a un mundo de distancia. El concierto me pareció fabuloso. Sin embargo, no pude reprimir cierta sensación de tristeza cuando terminó.
No me va a quedar más remedio que esperar a que llegue el próximo invierno para encender la chimenea y desempolvar de nuevo los viejos vinilos. Esta vez prepararé también un gin-tonic para él. Charlaremos y beberemos. Bruce y yo. Y le pediré que cante sus viejos temas, en especial aquel que dice que ahora los jóvenes rostros se han vuelto viejos y tristes, y los corazones de fuego se han enfriado. Pero aquella noche de invierno juramos ser hermanos de sangre, como soldados con una promesa que cumplir: nunca retroceder, nunca rendirnos.
No retreat, Bruce, no surrender.

sábado, 8 de agosto de 2009

Yo nunca estuve en Abbey Road


Hoy, 8 de agosto de 2009, se cumplen 40 años desde que los Beatles cruzaran el famoso paso de cebra ante la cámara del fotógrafo Ian MacMillan, dando lugar con ello a una de las leyendas más perdurables de la historia de la música popular. El otro día, precisamente, me entretuve mirando la web de un fan noruego de los Beatles (huelga decir que su título era Norwegian Wood). Lamento no entender el noruego, porque se trataba de un trabajo verdaderamente monumental. Me tuve que conformar con la sección en inglés. En ella encontré, por ejemplo, cumplida información sobre la sesión fotográfica de la que surgió la portada de Abbey Road, el último disco de la banda (el último en ser grabado, porque Let It Be se grabó antes pero se publicó después). Para muchos seguidores de los Beatles se trata de su mejor álbum, y yo me adhiero a esa opinión. Mientras escribo estas líneas refresco mi memoria con las 17 pistas de aquel álbum, que poseí por primera vez grabado en una cassette, luego en deslumbrante vinilo, y por último en este CD, sin duda mucho más prosaico, pero con el poder suficiente para retener toda la fuerza y el talento que se derrochó en la grabación de aquel disco. Me sorprende comprobar que todavía recuerdo las letras casi de memoria (de acuerdo, invento alguna cosilla que otra, pero eso lo hacemos todos). Aún soy capaz anticiparme a cada solo, cada acorde y cada redoble de batería. Me emociona la frescura con la que está sonando Come Together, ese misterio en forma de canción con la firma de John Lennon. Sobre este tema han pasado la friolera cuatro décadas y seguimos sin entender un carajo de lo que dice. Pero qué majestuosamente hace retumbar los altavoces de mi PC.

Lo de los Beatles siempre tuvo algo de comunión, de rito compartido. Recuerdo que una tarde los amigos nos reunimos en una casa despejada de padres. Teníamos abundante bebida y un monumental equipo hi-fi. Abbey Road y Sgt Pepper sonaron de principio a fin, y de principio a fin coreamos cada una de las canciones, un auténtico coro de borrachos. Jóvenes y felices borrachos. La felicidad en estado puro, tan sólo interrumpida por los segundos necesarios para darle la vuelta al disco. Ahora veo la web de este fan noruego a quien no conozco ni conoceré jamás, y me siento hermanado con él. En una sección relata cómo se gestó la portada del paso de cebra. Los Beatles no se ponían de acuerdo sobre qué mostrar en ella. Cada álbum había roto con la estética del anterior y había supuesto una pequeña revolución. Al parecer contemplaron la idea de darle a éste, que todos sabían que sería el último, el título de Everest (no por la montaña, sino por una marca de cigarrillos que fumaban), e irse Nepal para hacerse una foto al pie del famoso peñasco. Desde luego, la idea era delirante, principalmente porque por aquellos días los Beatles no habrían ido juntos ni a comprar tabaco. Al final, alguien propuso cortar por lo sano, bajar a la calle y hacerse algunas fotos cruzando el paso de cebra que había frente a los estudios de EMI, en St John's Wood, Londres. Lennon llamó a un fotógrafo amigo suyo y el resto es historia. Y éste es el tipo de tontería de la que están hechos los mitos.

Mi amigo noruego (déjenme considerarlo un amigo) cuenta que en su adolescencia viajó a Londres con Interrail, y que lo primero que hizo al llegar a la ciudad, sin preocuparse por comer o buscar alojamiento, fue tomar la línea de metro Jubilee, bajarse en la estación de St John's Wood, y acudir en peregrinación al famoso paso de cebra para emborracharse del espíritu beatle que, sin duda, inunda aquel lugar. Y de paso hacerse algunas fotos. Después ha estado allí otra media docena de veces. Cuenta que ha cruzado la calle andando, corriendo, caminando hacia atrás y a la pata coja, y que ahora se entrena para hacerlo andando sobre las manos. Y les aseguro que yo lo comprendo.

Lo que me frustra de todo esto es que también yo fui a Londres en mi adolescencia y juventud, varias veces. Pero nunca se me ocurrió acudir en peregrinación a Abbey Road. Recientemente he estado en Liverpool, sí. Me he tomado unas pintas en un sucedáneo de The Cavern que hay allí. Incluso me compré una camiseta con la leyenda Mersey Beat! (por cierto, me costó horrores encontrarla de de mi talla). Pero ahora me doy cuenta de que, al no cruzar en su momento el puñetero paso de cebra, me perdí algo esencial. Nada menos que la posibilidad de contarlo ahora. Aún podría ir, por supuesto, pero sospecho que ya es demasiado tarde. Me daría vergüenza perpetrar el numerito del cruce y la foto con todos esos turistas mirando. Igual que me da vergüenza reconocer, 29 años después del asesinato de Lennon, que yo siempre preferí a McCartney.

sábado, 1 de agosto de 2009

Un pequeño homenaje al Boss

Ojalá la hubieras tocado la otra noche en Benidorm. Pero te perdonamos por todas las que sí tocaste. Gracias por alimentar todavía nuestros sueños.


Carretera del Trueno
Bruce Springsteen
Trad. Eloy M. Cebrián


La puerta bate en el porche
El viento mece el vestido de Mary
Como en una visión ella baila ante la casa
Mientras suena la radio
Roy Orbison canta para los solitarios
Y aquí me tienes, he venido a buscarte
No me cierres la puerta de nuevo
No soporto la idea de verme otra vez solo
Y no corras a esconderte
Cariño, sabes muy bien qué me trae aquí
Estás asustada y piensas
Que a lo mejor no somos ya tan jóvenes
Pero ten un poco de fe, hay magia en la noche
Aunque no seas una belleza, no estás nada mal
Y con eso a mí me vale

Puedes esconderte bajo las sábanas
Y estudiar tu dolor
Pasar lista a tus amantes
Arrojar rosas a la lluvia
Malgastar tu verano suspirando
Que un salvador te saque de estas calles
Ya sé que no soy un héroe
Eso está claro
Toda la redención que yo puedo ofrecerte
Está bajo este sucio capó
Pero nos queda una oportunidad para hacerlo bien
Qué otra cosa queda por hacer
Sino bajar la ventanilla
Y dejar que el viento alborote tu pelo
Mira la noche abierta de par en par
Y estos dos carriles que llevan a todas partes
Nos queda una oportunidad para hacerlo real
Para cambiar nuestras alas por cuatro neumáticos
Sube, el cielo nos aguarda en las carreteras

Ven, dame la mano
Esta noche saldremos para allanar la tierra prometida
Carretera del Trueno, Carretera del Trueno
Tumbada ahí fuera como un asesino al sol
Sé muy bien que es tarde pero podemos llegar si corremos
Oh, Carretara del Trueno,
Toma asiento, agárrate bien,
Carretera del Trueno.

Tengo esta guitarra
Y he aprendido a hacerla hablar
Y mi coche está ahí fuera
Si estás lista para emprender el largo camino
Que hay entre tu porche y mi asiento delantero
La puerta está abierta, pero el viaje no es gratis
Y sé que está sola
Y que hay palabras que no he dicho
Pero esta noche seremos libres
Y romperemos todas las promesas

Vi fantasmas en los ojos
De todos los muchachos que rechazaste
Recorren las polvorientas carreteras de la costa
Al volante de Chevrolets quemados hasta las cenizas
Tu toga de graduación yace hecha jirones a sus pies
Y en el solitario frío que precede al amanecer
Oyes el rugido de sus motores
Pero cuando te asomas al porche ya se han ido
Con el viento
Así que, Mary, súbete,
Esta ciudad está llena de perdedores
Y yo me largo de aquí para ganar