La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

martes, 28 de abril de 2009

Cartas desde la cárcel



Han pasado algunos años desde la aparición de mi novela Bajo la fría luz de octubre, ambientada en Albacete en los días de la república, la guerra civil y la primera posguerra. No es la única novela que he publicado, pero sí aquella con la que mantengo una relación más estrecha. De hecho, la familia republicana que la protagoniza es mi propia familia: mis abuelos, mis tíos, mi padre... Sus vivencias eran una parte de mi historia familiar, muy parecida a tantas otras historias y vidas malogradas por el conflicto. Así pues, el libro se convirtió en mi oportunidad de aprender acerca de aquellos hechos que determinaron el destino de mis mayores de un modo tan aciago, en una ventana abierta al pasado por la que atisbar lo que hasta el momento había permanecido oculto. Y también en un humilde intento de dar voz a quienes habían sido silenciados durante tantos años. La narradora que desgranaba sus recuerdos no era otra que mi tía Maruja, la mayor de las hermanas de mi padre. Fue ella quien, a lo largo de una serie de entrevistas, me narró sus recuerdos de aquellos días. Al final de la novela, la muchacha que entonces era se asoma al balcón y observa el regreso de su padre tras varios años de cautiverio. Y tiene que hacer un esfuerzo para reconocerlo, pues el que regresa es un hombre cansado y vencido que se parece muy poco al que ella recuerda. La derrota de su padre es la derrota de una idea de España, y Maruja siente lástima por él, por su familia y ella misma, por todos los vencidos: «Sentí lástima por todos los que habíamos tenido que crecer en aquel tiempo oscuro de miedo y violencia. Mientras tanto, mi padre me había visto en el balcón y agitaba la mano hacia mí con los ojos llenos de lágrimas. Pero yo seguí allí, quieta bajo la fría luz de octubre, incapaz de responderle o de gritar para que todos supieran que nuestro padre estaba otra vez en casa. Porque la enorme tristeza que vi en su rostro, avejentado por las privaciones y el sufrimiento, me hizo comprender algo que tiñó de amargura la alegría de su regreso. En un instante supe que la guerra no había acabado ni podría acabarse nunca, y que el terror de aquellos días seguiría contaminando para siempre nuestra existencia. Porque tantos muertos, tantas juventudes malogradas, tanto dolor y tanto odio no iban a borrarse de nuestra memoria como un simple mal sueño. Porque el mundo era ahora un lugar más inhóspito de lo que había sido antes de que se desatara aquel horror.»


Ésta era precisamente la idea con la que se cerraba la novela, la de que la guerra no constituye un hecho cerrado, sino un desgarro permanente en el tejido de nuestra memoria como nación, un eco de dolor y de pérdida que todavía reverbera en el interior de muchos españoles. Entonces comprendí que no cabe contemplar nuestra guerra civil como un período pretérito de nuestra historia, simple materia de libros y de eruditos, sino como algo todavía vivo y sangrante. Lo que estaba lejos de sospechar cuando terminé mi novela era el alcance real de la tragedia, el modo en que las ondas sísmicas del conflicto han alcanzado a varias generaciones a muchos años de distancia, no sólo a las personas que conservan recuerdos de aquellos años, sino también a sus descendientes. Gracias al modesto éxito cosechado por el libro, he tenido ocasión de entrar en contacto con algunas de estas personas. Durante encuentros con lectores y presentaciones literarias, ellos han tomado la palabra para contar su historia. En numerosos casos se trataba de hombres y mujeres jóvenes, nacidos en los sesenta o los setenta. Aun así, ellos todavía sienten sus vidas lastradas por la ignominia cometida con sus abuelos. Ahí estaba el dolor intacto de las heridas jamás cicatrizadas. Ahí estaba la amargura de tantos años de vergüenza y silencio. Y con sus testimonios crecía mi convicción de que el olvido no es una receta válida para reparar las injusticias ni para restituir la dignidad perdida. Para esas personas, silencio y olvido no han sido en modo alguno un bálsamo, sino la misma sal de sus heridas.
A despecho de quienes predican que es necesario olvidar y pasar página, muchos insistimos ahora en hablar de «memoria histórica», pues la memoria es el único remedio para curar las heridas del recuerdo. Memoria histórica y dignidad. Una sepultura digna para todos esos españoles que yacen en fosas anónimas. Y una justicia nueva para reparar las viejas injusticias. Pero la memoria necesita nutrirse. Mi tía alimentó la mía con sus palabras y murió apenas un mes después de que se publicara mi novela, que para ella no fue sino un homenaje a la figura de su padre. ¿Qué habría pasado si yo nunca hubiera decidido escribir ese libro? ¿Adónde habría ido a parar el testimonio de mi abuelo, de sus años de prisión injusta, del sufrimiento de su familia? Me pregunto cuántas de estas historias de la guerra se han perdido de modo irreparable. Como parte esencial de mi legado familiar, hoy conservo la sentencia de mi abuelo, emitida por el juzgado militar de Albacete por el procedimiento sumarísimo de urgencia y fechada el 2 de septiembre de 1939, «Año de la Victoria». En virtud de esta sentencia, Eloy Cebrián, natural de Bonete y vecino de Albacete, es hallado culpable de un delito consumado de auxilio a la rebelión militar y condenado a doce años y un día de prisión.


Mi abuelo sobrevivió y en mi familia se ha conservado vivo el recuerdo de la injusticia cometida con él, que ha llegado hasta mí en forma de palabras y de un documento, la copia al carbón de una sentencia que constituye un auténtico antídoto contra el olvido. Otras familias no tuvieron la misma suerte. En un artículo que publiqué hace unos meses, expuse el caso de una persona con la que trabé conocimiento, y más tarde amistad, a raíz de la aparición de mi novela. Mi amigo nació en Albacete en 1938, cuando la ciudad vivía los meses más terribles de la guerra. Su padre, que era ferroviario y socialista, fue apresado recién terminada la contienda. Lo ejecutaron en el 42, casi al mismo tiempo que a su esposa la enviaban a la prisión de Barcelona. Con apenas tres años, a mi amigo se lo llevaron a Cataluña para que estuviera más cerca de su madre, y es allí donde ha vivido desde entonces. Hoy es un hombre respetado que disfruta de su jubilación rodeado de sus hijos y de sus nietos. Pero él se ha negado a olvidar a aquel niño de cuatro años, con un padre fusilado por rojo y una madre presa en la cárcel de Barcelona.


Cuando se puso en contacto conmigo, mi amigo buscaba consejo para emprender una búsqueda. Pensaba equivocadamente que yo era un especialista en el tema de la guerra civil en nuestra provincia, por lo que me pedía ayuda para localizar algunos documentos relativos a su familia, en concreto las sentencias condenatorias de sus padres. Tuve que explicarle que en modo alguno era un experto, y que para escribir mi novela me había basado sobre todo en el testimonio oral de mis mayores, pero me ofrecí a realizar alguna consulta en su nombre. Eso fue en septiembre de 2007, y desde entonces mi amigo ha tenido que afrontar un descomunal despropósito burocrático, una peregrinación por más de una docena de archivos subdirecciones e instituciones penitenciarias que, a fecha de hoy, no ha rendido el menor fruto. Todo ello con el único propósito de obtener copia de unos documentos que expliquen por qué sus padres tuvieron que morir e ir a prisión hace setenta años. Y sin obtener más que excusas y vaguedades como respuesta: «no consta la existencia de dichos documentos», «las personas referidas carecen de antecedentes», «no figuran en estos archivos», «pregunte en otro sitio». De modo que la carpeta de mi amigo crece con esas muestras de la confusión y la negligencia administrativa. Pero él ya ha demostrado que no es de los que se rinden, y tampoco va a hacerlo en este empeño. Como tantos otros hijos y nietos de este país, su único propósito es limpiar el recuerdo de sus mayores, ensuciado hace setenta años por la injusticia y la violencia, y extraviado ahora en algún recoveco de la desmemoria administrativa.


Los documentos son esenciales cuando la verdad y la justicia han sido pisoteadas. Lo saben muy bien los dictadores. Tan pronto como comprende que su régimen se extingue, la principal preocupación de todo buen tirano es enterrar las pruebas de su arbitrariedad y su barbarie. Los documentos son botellas arrojadas al mar del tiempo. Y a veces los mensajes que contienen logran alcanzar las playas de la memoria. Dos de estos mensajes, dos voces desesperadas, han llegado recientemente a mis manos gracias a Antonio Selva, director del Instituto de Estudios Albacetenses y codirector de esta publicación. Son las últimas y estremecedoras palabras de dos personas ejecutadas por la dictadura. Ocultemos sus nombres. Digamos tan sólo que se trataba de un matrimonio de Albacete, y que ambos fueron apresados y juzgados de acuerdo con aquella funesta ley de responsabilidades políticas de 9 de febrero de 1939, el instrumento del que se valió el régimen para aplastar cualquier resto de sedición. Él, zapatero de profesión, fue ajusticiado el 28 de octubre del mismo «Año de la Victoria». La carta que ha llegado a mis manos fue escrita de su puño y letra. Va dirigida a sus «hijas, hijos, madre, cuñados, cuñadas y demás familia», y está fechada el 27 de octubre, es decir, el día anterior a la ejecución de su sentencia. Conforme avanzamos en su lectura, comprendemos que, aunque tan sólo lo separan unas horas del pelotón de fusilamiento, el hombre todavía ignora qué va a ser de él: «Madre, el motivo de no haber escrito antes obedece a que, como fuimos juzgados pidiendo el ministerio fiscal a los dos penas de muerte (se refiere a él y a su esposa), yo esperaba el fallo del consejo para habérselo comunicado, pero hasta la hora presente no sabemos qué suerte será la que Dios nos tenga designada [...]. Por lo pronto pedimos nuestra libertad, sea lo que Dios y los hombres quieran». Corroborando nuestra sospecha de que es ajeno a su inminente suerte, a reglón seguido el hombre hace referencia a próximas visitas, que nunca tendrán lugar, y realiza algunas recomendaciones con respecto a su vivienda confiscada y sus escasas pertenencias: «El día que comunicasteis conmigo, con tanto escándalo que se mueve en la comunicación, no os pude decir que si os es posible os llevéis al nene, y que hagáis porque os levanten la clausura de la casa, y que recojáis los cuatro chismes que nos quedaron, porque aunque malos y viejos, por lo menos servirán las camas para que esas desgraciadas criaturas puedan utilizarlas. Asimismo, debéis deshacer el taller (su taller de zapatero) y tomar la determinación que mejor creáis. También os digo que si alguna vez podéis venir, procurar venir para estar aquí los jueves por la tarde y así podéis comunicar el jueves conmigo, y el viernes con… (aquí menciona el nombre de su esposa). Solicitándolo, se dan comunicaciones especiales por las mañanas, pero éstas creo que son de pago y en ellas ya se entiende mejor la comunicación ». Por los testimonios que recogí de mi propia familia, sé que en la prisión provincial las visitas tenían lugar en un locutorio atestado donde reclusos y familiares, separados por un ancho pasillo, se veían obligados a desgañitarse para hacerse oír. Lo que ignoraba era la existencia de esas «comunicaciones de pago», aunque no resulta sorprendente que, como en tantas otras ocasiones, se montara un negocio en torno a la desgracia ajena. En cualquier caso, nos sorprende esta preocupación por asuntos tales como muebles y enseres en alguien que se encuentra en semejante trance, aunque tal vez el gesto de preocuparse por lo cotidiano fuera sólo un modo de sobrellevar el miedo y aferrarse a la vida. A continuación, el hombre se dirige a sus hijos mayores: «Procurar ayudar con vuestro mayor esfuerzo a vuestras tías y tíos, y no olvidéis asistir con todo vuestro cariño y esfuerzo a vuestros cinco hermanitos pequeños». Por último, pide perdón por su mala letra: «No os extrañéis de la letra, que no tengo los lentes y estoy al mismo tiempo muy emocionado, y no puedo continuar escribiendo más».


También a nosotros, a varias décadas de distancia, nos resulta difícil contener la emoción al leer las últimas palabras de aquel padre de siete hijos a punto de ser ajusticiado. ¿Qué saben de heridas abiertas quienes quieren enterrar en el olvido a este hombre y a tantos hombres y mujeres como él? ¿Qué pueden saber del dolor de aquella familia rota, de esos siete huérfanos que crecieron separados y marcados con el estigma de unos padres rojos y fusilados? Parece que algunos de ellos fueron recogidos por familiares, mientras que otros acabaron en el orfanato conocido como la Casa Cuna. Con todo, ignoramos qué fue exactamente de ellos, aunque nos gustaría pensar que pudieron reconstruir sus vidas y alcanzar algo de la felicidad que les fue arrebatada en la infancia. En cambio, aunque de forma indirecta, sí nos ha llegado el testimonio de una de las nietas. Se trata de la mujer que custodia las cartas, profesora universitaria en la actualidad. Según ella, su familia sufre todavía las consecuencias de aquellas muertes injustas. La ejecución de los abuelos abrió una herida en el tejido mismo del tiempo. Dos generaciones y setenta años después, la vieja herida todavía sangra.


Pero si doloroso es el testimonio del marido, aún resulta más sobrecogedora es la breve nota de despedida de la esposa, que sus familiares recibieron el día 11 de abril de 1940, nueve días después de ejecutarse su sentencia de muerte. Se trata de una pequeña tarjeta postal escrita por una mano que no era la de la reclusa, tal vez la de un funcionario o un sacerdote. Su letra solamente aparece en la firma, temblorosa y humilde letra de ama de casa a quien los estudios, probablemente, sólo le alcanzaban para estampar su firma: «Queridísimos madre, hijos y hermanos. A la hora de escribir estas líneas me encuentro en capilla y dentro de poco dejaré de existir. Mi último encargo a todos es que vivan unidos y se ayuden mutuamente. Usted, madre mía, compensando a mis hijos la pérdida de sus padres; vosotros, mis queridísimos hijos, obedeciendo y queriendo a la abuela como a mí me habéis querido y respetado. No lloréis, yo voy a reunirme con vuestro padre, y desde allí os bendeciremos. Para todos, mi cariño y mi último abrazo».


Dos botellas arrojadas al mar del tiempo. Dos gritos de desesperación que nos llegan desde la orilla más remota. Dos muertes injustas entre otras muchas. Se nos encoge el alma al pensar en ese matrimonio que se encuentra a tan sólo un paso de la muerte, ejecutados ambos con tan sólo unos meses de diferencia. Desde el horror y la impotencia, asistimos sobrecogidos a su drama: las débiles esperanzas del hombre, la resignación de ella, preparada para reunirse con su marido. Y no podemos evitar pensar en cómo sería su último instante, infinito y atroz, ante el pelotón de fusilamiento. Querríamos que todo esto hubiera ocurrido muy lejos de aquí, a un mundo de distancia, pero sabemos que no fue así, y que la reparación de aquellas injusticias es nuestra responsabilidad. Se dice que el silencio es una forma de honrar a los muertos. Pero ellos ya han recibido demasiado silencio. Dejemos que sus voces se oigan por fin. Por la dignidad. Por la justicia. Por la memoria.

Publicado en el nº 14 de la revista "Cultural Albacete", de abril de 2009

viernes, 24 de abril de 2009

Taller

Ando estos días ocupado con un taller literario que imparto para un grupo de adolescentes. No estoy seguro de que se pueda enseñar a otros a escribir (aunque a algunos autores muy reputados no les vendrían mal unas clases de gramática y redacción). En mi descargo diré que el taller no fue idea mía, sino de mi amiga Aurora Miñambres. Ella trabaja también en la enseñanza, y es uno de esos raros casos de profesores que conservan intacto el entusiasmo del primer día que entraron en un aula. No contenta con impartir sus clases de filosofía, a Aurora todavía le quedan ganas de dirigir un club de lectura con un grupo de sus alumnos del instituto Amparo Sanz. Me los había encontrado alguna vez en las librerías de Albacete, pues su profesora, como buena lectora que es, se ha encargado de inculcarles el amor por las librerías y el placer de hojear un libro en busca de ese algo especial que nos arrastra de una página a otra. Estos chicos, lectores voraces y por tanto escritores en potencia, son los alumnos del taller.

Siempre he dicho que uno de los principales problemas de dedicarse a escribir es el poco tiempo que esta actividad deja para leer. Ahora añadiré que el contacto continuado con el mundo editorial termina por empañar nuestra mirada como lectores. Nadie tan escéptico como un escritor a la hora de enjuiciar el fenómeno literario, tal vez porque todo escritor tiene que sufrir los mecanismos que rigen hoy en día el mercado del libro y sabe, por tanto, que éstos tienen más que ver con los gustos del mercado que con el mérito y la calidad. Conozco a un agente que ha decidido representar solamente a autores de novela histórica, pues según él es casi imposible interesar a las editoriales en otro tipo de producto (así lo llama él, «producto»). Podríamos agregar al lote de lo que hoy triunfa los libros de autoayuda, los de intrigas vaticanas y aquellos que llevan la firma de algún famosete mediático. Y pare usted de contar. Con honrosas excepciones, los libreros son reacios a aceptar libros que tal vez no tengan una salida fácil. Los distribuidores imponen márgenes abusivos y banalizan el mercado inundándolo de bazofia. En cuanto a las editoriales, hace tiempo que pasó a la historia aquella figura del editor al estilo Mario Muchnick, personas de vastísima cultura, enamorados de su oficio, auténticos buscadores de oro. El editor actual se parece más bien a un ejecutivo, y sabe mucho más de marketing que de metáforas.

Con semejantes premisas, resulta complicado enfrentarse a un grupo de jóvenes para hablar de libros, cuando uno empieza a tener la sensación de que apenas merece la pena leerlos, y mucho menos escribirlos. Pero han resultado ser un grupo de chicos y chicas muy especiales. Tanto que me están enseñando algo quizás más valioso de lo que yo les estoy enseñando a ellos. En concreto, me están recordando que debemos contemplar el libro con una mirada limpia y libre de cinismo, con la misma mirada que yo tuve hace muchos años, cuando leí por primera vez a Borges o a Lovecraft o a H. G. Wells y comprendí que, para bien o para mal, había entrado en un laberinto del que ya nunca podría salir.

¿Pero qué hay en los libros?

Impartimos el taller literario en el semisótano del instituto Bachiller Sabuco, ya saben, el hermoso edificio de la Avenida de España. A pocos metros del aula que nos han prestado para este fin está la «habitación cerrada» del instituto. Todo esto se lo conté el día que empezamos el taller. Se trata de un espacio de unos setenta metros cuadrados. Para que se orienten, queda debajo de la gran escalera central de mármol blanco. «¿Y qué tiene de especial esa habitación?», me preguntaron los chicos. Pues bien, lo que la hace singular es que no hay modo de entrar en ella. Sabemos que está ahí porque figura en los planos, y porque es posible medir los tabiques de las aulas adyacentes y ver que nos han escamoteado parte del instituto. Sin embargo, no tiene puertas ni ventanas ni trampillas. No se puede acceder a ella por ningún sitio. «¿Como la cámara de los horrores de Harry Potter?». Así es, más o menos, salvando las distancias entre Hogwarts y nuestro viejo y querido instituto. «¿Y nunca habéis probado a entrar? ¿Y si esconde algún secreto? ¿Y si está llena de explosivos o de cadáveres?» «O de fantasmas», apostillo, y acto seguido, con un golpe de inspiración: «La verdad es que da miedo quedarse por las noches en este instituto. Se siente uno como vigilado. En las aulas que hay junto a la habitación cerrada ocurren cosas muy raras. Unas formas fosforescentes se mueven en las pantallas de los ordenadores apagados. A veces hay cambios bruscos de temperatura, olores extraños…»

Observo las expresiones fascinadas de los jóvenes del taller. Mi hijo está en la primera fila. Tiene 14 años, pero en su cara veo el mismo asombro de cuando era un niño pequeño y le leía cuentos antes de dormir, o los inventaba para él. Esto es lo que hay en los libros. Como dijo Lope de Vega, «quien lo probó lo sabe». Lope hablaba del amor, pero viene a ser lo mismo.

A vosotros, los chicos y chicas del taller de los miércoles, y a las profesoras que os acompañan, está dedicado este artículo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/4/2009 

viernes, 17 de abril de 2009

El vampiro del museo

Establezcamos un par de hechos desde el comienzo: soy un vampiro y vivo en la ciudad de Albacete. Aunque ya empiezan los problemas, pues el verbo «vivir» no resulta adecuado en mi caso. Tal vez debería decir «habito en la ciudad de Albacete». Y me consta que puede parecer un sitio insólito como lugar de residencia de alguien de mi especie. Ustedes lo saben por el cine y la literatura: los vampiros preferimos las regiones agrestes y montañosas del corazón de Europa. De allí proceden nuestras estirpes ancestrales y es allí, sobre cumbres yermas y azotadas por la tormenta, donde se encuentran los solares de nuestros antepasados. Para visitar el mío deben viajar a los Alpes bávaros. Aunque supongo que lo que provoca su curiosidad no son mis orígenes, sino el desusado lugar donde he fijado mi domicilio en los últimos tiempos.

Si tomé la decisión de mudarme no fue porque me sintiera a disgusto en mi hogar anterior. De hecho, el castillo de mi familia  se encuentra en un valle de lo más pintoresco, rodeado de bosques y encantadoras aldeas. Fue restaurado con fines turísticos, y aunque abre sus puertas al público seis días a la semana, los visitantes no interferían en absoluto con mis hábitos nocturnos. Cierto es que Alemania ya no es lo que era, y he de reconocer que mi país natal ha perdido buena parte de su encanto y de sus tradiciones. Pero en general resulta un país apacible y respetuoso de la ley, lo que en absoluto puede decirse de su ciudad, si me perdonan la franqueza.

Cabría suponer que en este lugar donde ahora vivo (es decir, «habito»), una ciudad de modesto tamaño, enclavada en una zona agrícola y apartada de los grandes núcleos de población, sería posible encontrar la tranquilidad y el silencio que tanto apreciamos las criaturas de la noche. Craso error. De día atruena el tráfico y rugen las obras, aunque eso a mí poco me importa, dado que paso las horas de sol dormido dentro de mi ataúd y ni siquiera un terremoto podría despertarme. Lo verdaderamente inexplicable es lo que ocurre tras la puesta de sol, cuando los de mi especie emprendemos nuestra jornada con la razonable esperanza de poder desarrollar nuestra actividad nocturna con cierto grado de sosiego. Pues bien, nada en las noches de esta endiablada ciudad invita al sosiego, ni los cientos de bares donde la música suena a todo volumen, ni las terrazas donde un ejército de noctámbulos perturba la paz, ni las manadas de adolescentes que destrozan el silencio y el mobiliario urbano. Todo ello ya resulta disuasorio para quienes gustamos de rondar por la ciudad en la única compañía de nuestra sombra y de la luna. Pero aún se complica más dadas las peculiaridades de mi dieta. Siempre me consideré un gourmet entre los míos y jamás he probado sangre que no provenga de una muchacha joven, y a ser posible doncella. Dados los tiempos que corren, el requisito de la doncellez queda descartado. Lo que me irrita sobremanera es la imposibilidad hincarle los colmillos a una jovencita que no lleve varias copas de más, especialmente los fines de semana. Esto me provoca violentas intoxicaciones etílicas y dolorosas resacas, y me hace anhelar aún más que acabe esta no-vida, esta dolorosa existencia que me abruma desde hace demasiados siglos.

Y así llegamos al meollo de mi historia, el motivo por el que decidí mudarme a un lugar tan extraño e inhóspito como éste (y les aseguro que no tuvo nada que ver con el simpático detalle del murciélago en el escudo). Cierta leyenda afirma que el único modo de acabar con un nosferatu es clavarle una estaca en el corazón. Esto, naturalmente, no es más que una burda mentira urdida por algún novelista de tres al cuarto. En realidad, para darnos muerte basta con hundirnos una hoja de acero en el pecho. En esto no somos distintos de los mortales. La diferencia es que con nosotros no sirve cualquier cuchillo, sino uno cuya hoja posea unas características muy especiales. Un cuchillo entre un millón. Y por ese motivo he terminado aquí, en esta ciudad provinciana y ruidosa que, sin embargo, es una de las capitales internacionales de la cuchillería. Mi propósito es dar con el cuchillo o navaja o puñal o machete que me permita abreviar mis días de una vez por todas, y encontrar así el descanso eterno que tanto anhelo. En mi castillo bávaro supe de la inauguración de este pequeño museo y me apresuré a venir para fijar aquí la que espero sea mi última morada.

He cruzado océanos de tiempo para llegar a Albacete y a su museo de la cuchillería, aunque nadie se haya apercibido de mi presencia, pues el sigilo es uno de mis hábitos más arraigados. Pero si acuden a la casa de Hortelano tras la puesta de sol, tal vez puedan vislumbrar mi silueta melancólica tras los góticos ventanales. Cada noche tomo una navaja o cuchillo de las vitrinas y la hundo con decisión en mitad de mi pecho. He probado ya con varios cientos de las piezas que se exponen, de momento sin fortuna. Pero no pierdo la esperanza. Aún son miles las hojas de acero que esperan para tener su encuentro íntimo con mi corazón de vampiro. Es cuestión de tiempo y de paciencia. Por suerte, ando más que sobrado de ambas cosas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/4/2009

lunes, 13 de abril de 2009

La Pasión según Mateo

«La Semana Santa ya no es lo que era», declaró Mateo Iniesta, presidente de la Junta de Cofradías, ante la comisión reunida en pleno. Y todos asintieron gravemente al oír aquella verdad irrefutable. Sólo los cofrades más veteranos recordaban los días en que la Semana Santa se vivía como Dios manda, en silencio y penitencia. Dentro de los hogares enmudecían los aparatos de radio, y los escasos televisores eran púdicamente cubiertos con unas faldas de mesa camilla. Las iglesias, por supuesto, reventaban de fieles que visitaban los monumentos o asistían a las celebraciones litúrgicas, y la gente se apiñaba en las aceras para no perderse detalle de las procesiones, y no como quien presencia un espectáculo taurino, sino con el fervor y recogimiento propios de fechas tan solemnes. Al paso de los desfiles, los únicos ruidos eran el redoble de los tambores y el agudo lamento de las trompetas. Si acaso, alguna saeta o algún viva a la Macarena o al Cristo de Medinaceli, expresiones plenamente aceptables del fervor popular. Los devotos permanecían en pie durante horas, inmóviles, silenciosos, sobrecogidos. Si algún niño protestaba porque le dolían los pies, se le hacía callar. Y luego todos al vía crucis o al oficio de tinieblas de la Catedral, y desde allí derechitos a casa para seguir rezando y ayunando. Ay, pero eso era antes, hacía muchos años. Porque ahora la gente ya no pasaba la Semana Santa con Cristo, sino en Disneylandia con el pato Donald, o aún peor, en las playas caribeñas tostándose el lomo. Los que se quedaban despotricaban de las procesiones y decían que no se debería permitir que una pandilla de idiotas encapuchados se apoderara de las calles. Y los pocos que aún asistían a los desfiles se habían olvidado de la fe y hasta de guardar las formas, y veían pasar a los Cristos y las Vírgenes entre risas y chascarrillos, como quien ve un desfile de gigantes y cabezudos. En cuanto a los nazarenos, antaño genuinos penitentes, no eran ya sino una tropa de mozalbetes que no distinguían una procesión de un botellón. «No, señores», insistió Mateo Iniesta, presidente de la Junta de Cofradías, tras completar el calamitoso panorama, «la Semana Santa ya no es ni por asomo lo que era. De modo que algo hay que hacer». Y todos asistieron gravemente mientras murmuraban: «Desde luego que sí, algo hay que hacer».

Las actas de aquella reunión no recogen de quién fue la idea, y tampoco los testimonios de los presentes arrojan luz sobre el particular. Afirman que, más que una ocurrencia individual, aquello fue una iluminación colectiva, como si de repente le hubiera aparecido a cada uno una lengua de fuego encima de la cabeza, o como mínimo una bombilla de 50 vatios. Sabemos, no obstante, que los miembros de la comisión semanasantera dedicaron toda la noche a discutir los pormenores. No lograban ponerse de acuerdo, por ejemplo, sobre qué cofradía debía ser la distinguida con el grandísimo honor. Parece que incluso hubo un conato de pelea entre los presidentes de las dos hermandades más veteranas, ya que ambas consideraban que sus merecimientos eran mayores que los del resto. Finalmente, y con ánimo de evitar que la sangre llegara al río, se decidió rezar un rosario para pedir la intercesión de la Virgen. En vista de que ésta se resistía a interceder, al despuntar el alba procedieron a jugarse a los chinos el privilegio de ser los primeros.

Y así fue como la noche de Viernes Santo, cuando la procesión acababa de formarse, los mandamases de la cofradía afortunada ordenaron a uno de sus miembros que abandonara las filas y se colocara en cabeza de la formación. Aunque llevaba la cara tapada, cabe suponer que el hombre puso gesto de sorpresa, lo que resulta natural si pensamos que nadie le había advertido de lo que le esperaba. En cualquier caso, tampoco tuvo tiempo para reaccionar, ya que de inmediato lo despojaron de su capirote, de su túnica y hasta de su ropa. Y así, vestido tan sólo con un pequeño taparrabos que apenas le cubría las vergüenzas, procedieron a flagelarlo a la vista de todos. Después se le coronó de espinas y se le hizo cargar con la pesada cruz que tendría que transportar hasta el final de la procesión. Se cuenta que nunca antes, ni siquiera cuando la Semana Santa era como Dios manda, hubo desfile que se viviera con más devoción y recogimiento, y eso que la noticia había corrido como la pólvora y el público había acudido en masa para no perderse el espectáculo. Como era de esperar, el momento culminante llegó al final, cuando el elegido fue clavado en la cruz, y ésta solemnemente plantada ante la puerta de la catedral. Ni el más leve murmullo surgió de la muchedumbre congregada para presenciar el desenlace del drama, que no por esperado resultó menos impresionante. «Consumatum est», proclamó Mateo Iniesta plantado ante la multitud, que había contemplado los últimos estertores del desventurado con una mezcla de fascinación y espanto. «Ahora id y rezad». Y sin pronunciar una palabra, los miles de espectadores de la procesión de aquel año se dirigieron en masa hacia la catedral, suponemos que para rogarle a Dios que los librara de ser los elegidos el año siguiente.

Publicado en La Tribuna de Albacete el  10/4/2009

sábado, 4 de abril de 2009

El día de la Bestia

El periodista Mikel Rodríguez se encontraba en la cima de su carrera. Con más de cinco millones de espectadores, su programa Cuarto sexenio arrasaba en la parrilla televisiva, lo que lo había convertido en el auténtico heredero del doctor Jiménez del Oso, santo patrón de los investigadores de lo paranormal. Los ovnis, las apariciones fantasmales, el monstruo del Lago Ness, la composición de las hamburguesas de McDonald’s y otros enigmas de similar cariz eran abordados en su programa con la misma naturalidad con que los telediarios desglosan las listas del paro. En los últimos tiempos el periodista centraba su atención en el apasionante tema de los secretos de la iglesia católica. Acababa de destapar, por ejemplo, un plan del Vaticano para acabar con los últimos ejemplares de lince ibérico, pues ciertos documentos antiquísimos señalaban al animalito como emisario de Satán, junto con el macho cabrío y el mosquito común. Y ahora preparaba un libro sobre el misterio de las advocaciones marianas, y se jactaba de haber visitado cada parroquia o catedral que albergara alguna de ellas, por remota o exótica que fuese. Todas menos una, a decir verdad. Por un motivo o por otro, el periodista no había tenido tiempo aún para acudir a la catedral de Albacete, donde se veneraba la imagen de la Virgen de los Llanos. Puesto que el libro ambicionaba ser una obra exhaustiva, el investigador decidió no aplazarlo más y tomó el tren, que lo depositó en Albacete en un pispás.

A Mikel Rodríguez le resultó frustrante encontrar la catedral de Albacete cerrada por obras, aunque su fama le franqueó pronto la entrada merced a un permiso especial del señor obispo, quien en secreto leía las novelas de Dan Brown y era espectador asiduo de su programa. Mikel comprobó que se trataba de un templo de modestas dimensiones, y que la profusión de andamios y operarios con mono y casco daba fe de los trabajos de restauración que se estaban llevando a cabo. Entonces se volvió hacia el párroco, un cura vestido con sotana y equipado con un casco negro a juego, y se dispuso a preguntarle por el paradero de la venerada imagen, que a buen seguro habría sido retirada de su capilla para salvaguardarla de las obras. Pero entonces el periodista se fijó en los muros semiocultos tras los andamios, y se dio cuenta de que estaban completamente cubiertos de pinturas, un abigarrado conjunto de escenas bíblicas y alegóricas que le recordó mucho a los cómics que devoraba en su juventud. «Se pintaron a finales de los 50», le explicó el párroco como disculpándose. «El artista fue un colega mío, un sacerdote de Ayora, aunque me temo que el pobre trabajó con más entusiasmo que talento. Pero ya nos hemos acostumbrado a estas pinturas y la gente les ha tomado cariño.»

Verdaderamente, la calidad pictórica de las escenas representadas dejaba mucho que desear. Los colores predominantes eran el azul celeste, el rosa y los tonos pastel, la perspectiva sencillamente no existía, y apenas era posible localizar una sola figura que poseyera las proporciones correctas. Sin embargo, al menos por lo que dejaban ver los andamios, se apreciaba cierto tremendismo morboso en las escenas que Mikel Rodríguez encontró muy de su gusto. Había una representación de un infierno muy parecido a las Fallas de Valencia, con un montón de cuerpos despanzurrados que recordaban a las escenas del holocausto nazi. Y también un mural que representaba el Apocalipsis, con los cuatro jinetes haciendo de las suyas, un mar embravecido y, al fondo, la fantasmal silueta de un hongo nuclear.

Y fue entonces cuando Mikel Rodríguez sintió que sus músculos quedaban paralizados y que un grito de horror le atenazaba la garganta. Porque su entrenado ojo de investigador de lo oculto acababa de revelarle lo que nadie había sido capaz de ver hasta el momento. Aquella escena que cubría el muro era mucho más que una pintura mediocre. Se trataba de una visión, una revelación que equiparaba al difunto cura de Ayora con el mismísimo apóstol San Juan, autor del libro del Apocalipsis. Sólo había que tener cierta experiencia para interpretar los símbolos y señales que abundaban en la imagen, pero la historia que contaban no dejaba lugar a dudas: el Día de la Bestia estaba próximo; el nacimiento del Anticristo iba a tener lugar muy pronto, allí mismo, en aquella pequeña ciudad manchega, y su madre iba a ser una mujer local. «Qué astuto es el Maligno», se dijo el periodista. «Siempre aparece donde uno menos se lo espera.» Porque la madre del Anticristo no iba a ser una mujer joven, y mucho menos una virgen, sino una señora de la Obra, madre de familia numerosa y militante antiabortista. La Bestia aullante iba a ser el más joven de sus vástagos, y su nombre sería Federico. Todo estaba anunciado sobre los muros de la catedral, y Mikel Rodríguez pudo paladear la gloria que su descubrimiento iba a reportarle. Lástima que apenas le quedara tiempo para disfrutarla, porque las puertas del infierno iban a abrirse de par en par y todo estaba a punto de irse al carajo. «Ejem, padre», dijo el periodista en pleno arrebato de pánico. «¿No tendría usted un ratito para oír a un pecador en confesión?»

Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/4/2009