La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 24 de marzo de 2017

La casa de los sordos


A mediados de los años 90, el novelista y profesor norteamericano Lamar Herrin dirigía un programa de estancias en España para estudiantes de la universidad de Cornell, a cuyo departamento de Literatura él pertenecía. Una bomba de ETA explotó cerca de su domicilio, junto a un cuartel de la Guardia Civil. Entre las víctimas de aquel atentado hubo un ciudadano extranjero, un norteamericano. El novelista se preguntó qué habría ocurrido si aquel norteamericano hubiera sido uno de los estudiantes de los que él era responsable. Yendo un paso más allá, imaginó que la víctima hubiera sido su propia hija. Entonces nació Ben Williamson, el protagonista de la novela La casa de los sordos, que se publicó en EE UU en el año 2005, y que ahora acaba de aparecer en castellano gracias a Chamán Ediciones. Me precio de conocer bien al autor de este libro. De hecho, se puede decir que nuestra amistad se afianzó gracias a esta novela, que tuve el privilegio de traducir. Más allá del apasionante reto que supuso verter al castellano la escritura minuciosa de Herrin, siento un afecto especial por esta novela y por sus personajes. Ben Williamson trata de ponerles cara a los asesinos de su hija Michelle en una España que le es extraña, y que a nosotros nos resulta fascinante al observarla a través de los ojos de un extranjero. Annie Williamson, la hija superviviente, acude para rescatar a su padre de ese “laberinto español” en el que se ha extraviado, al tiempo que trata de reconciliarse con la memoria de su hermana muerta. Esta es una historia sobre la pérdida y la venganza, pero también sobre la búsqueda y la reconciliación. Un libro que nos devuelve a los años más duros del terrorismo vasco. Un libro sobre el duelo que compartimos todos los habitantes de esta “casa de los sordos”, este país múltiple y a veces paradójico donde nos ha tocado vivir.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/3/2017

El infierno


He descubierto que el infierno existe. Y se encuentra en Albacete. O por lo menos una de sus sucursales. La encontrarán al lado de Imaginalia y su aspecto es engañosamente inofensivo, al menos desde el exterior. Pero no se fíen. Porque una vez se ha cometido el error de entrar, te das cuenta de que estás perdido. Me explico. El infierno es un lugar gigantesco y laberíntico cuyos intrincados corredores están formados por altísimas estanterías repletas de herramientas y materiales de bricolaje. Cuando uno comienza a deambular por allí se siente tranquilo y curiosea sin prisa entre los nuevos modelos de taladros con percutor, las estanterías desmontables, las tarimas flotantes, los elementos decorativos, los insondables secretos de los anclajes y la tornillería. Paulatinamente notas que la tristeza y la ansiedad van creciendo dentro de ti. Comprendes que tu casa es un lugar deplorable que mejoraría muchísimo con ese nuevo modelo de lavabo o de ducha, con esas perchas o esa estantería. Y qué maravilla poder disponer de una de esas casetas de resina para la terraza. Y entonces sucumbes. Y compras el taladro y la estantería y el lavabo y la caseta. Y al salir te das cuenta de que has desperdiciado toda la tarde del sábado dando vueltas por los corredores infernales, y encima tu tarjeta de crédito ha quedado considerablemente aligerada. Pero lo peor está por llegar, porque es bien sabido que el infierno es eterno. Es para siempre. Por eso, tras el penoso trance del sábado, llega la mañana del domingo, cuando toca desembalar y montar todos esos trastos inútiles que has comprado. Y te das cuenta de que no sabes hacerlo y nunca lo lograrás. Y ese es el auténtico castigo. El saberse un inútil y un torpe que además ha desperdiciado todo su fin de semana. Abandonad toda esperanza, vosotros los que entráis.

Publicado en la Tribuna de Albacete el 17/3/2017

Querer creer


Se ha hablado mucho esta semana de lo que pasó el lunes en el programa de Risto Mejide, cuando Mercedes Milá rebatió las explicaciones de un doctor en bioquímica con el argumento «tienes que adelgazar porque estás gordo». Siempre es de agradecer el hecho de que una impresentable se inmole delante de millones de espectadores, pues así uno se ahorra la molestia de criticar y censurar, que siempre son actividades desagradables. Lo que importa aquí, en realidad, no es la conducta incalificable de esa señora. Mucho más preocupante es que, al defender la pseudociencia y la charlatanería (representadas, en este caso, por el libro La enzima prodigiosa, obra de cabecera de la Milá) no hace sino poner de manifiesto una tendencia que se ha convertido en avalancha en los últimos tiempos. No hay ni un solo científico serio que no se haya cansado de afirmar que las afirmaciones y recomendaciones de ese libro son meras patrañas, y que su inexistente fundamentación científica la podría refutar cualquier alumno medianamente aplicado de tercero de la ESO. El problema es que a millones de personas la ciencia y el sentido común se la trae al pairo. Ellos quieren creer que existe el bálsamo de Fierabrás, que si no beben leche y se abstienen de comer pollo evitarán el cáncer de colon y vivirán muchos más años. Que si cambian de sitio los muebles de su casa se sentirán más sanos y felices. Que el reiki funciona mejor que la penicilina. Que el remedio homeopático que acaban de comprar a precio de oro les curará el cáncer. La gente, en definitiva, quiere creer porque necesita esperanza y la religión ya no les sirve. Pero ahí están los sinvergüenzas dispuestos a tomar el relevo y sacar provecho de los bobos, que siempre fueron legión. Y a esos gurús nunca les faltan acólitos y voceros, como la señora (otrora periodista) Mercedes Milá.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/3/2017

El autobús



El lunes pasado viajé a Madrid, ¿y a que no adivinan lo primero que me encontré al salir de la estación de Atocha? Exacto. El autobús de marras. El de los niños tienen pene y la niñas tienen vulva. Y si naces hombre, seguirás siéndolo. Y si eres mujer, ídem de ídem. Les juro que me tuve que frotar los ojos. Se me ocurrió que debía de ser algún tipo de campaña publicitaria de esas que recurren al humor o al escándalo. Algo similar a aquel videoclip de «Amo a Laura, pero esperaré hasta el matrimonio» que resultó ser un anuncio de la MTV. Cuando reaccioné intenté hacerle una foto, aunque no llegué a tiempo. Y maldije en arameo, porque pensé que sin foto nadie iba a creerme cuando lo contará a mi regreso. Por suerte, el autobús de la discordia ha sido el más fotografiado desde que los Beatles rodaron Magical Mystery Tour. Por suerte o por desgracia. En Dublín hay una atracción turística llamada «el autobús del terror». Un autobús de dos pisos pintado de negro recorre las calles de la ciudad anunciando (con letras de sangre) que quien se atreva a abordarlo vivirá la experiencia más terrorífica de su vida. Este autobús de los niños y las niñas, de los penes y la vulvas, debe de ser algo parecido, aunque mucho menos divertido que la atracción dublinesa. Porque es fácil imaginarse qué tipo de monstruos acechan tras las ventanas opacas del vehículo. Los peores. Los de la vida real. El monstruo de la intolerancia. El de la intransigencia. El del pensamiento único. El del odio a todo lo diferente. Esos monstruos que creíamos bien muertos y enterrados, todos con su correspondientes estacas en el corazón, y que de vez en cuando reviven para recordarnos que nunca debemos bajar la guardia.


Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/2/2017

Acoso


Esta semana ha empezado a emitirse Proyecto Bullying, el nuevo programa de Mediaset presentado por Jesús Vázquez. Supongo que sabrán que el asunto ha traído cola, como todo aquello que atañe a los menores de edad, ese grupo social que recibe una protección tal que ya la quisiera para sí el lince ibérico. En un principio el proyecto fue frenado por varias fiscalías de menores, pues incluía la emisión de imágenes tomadas con cámara oculta, y tanto las caras como las voces de los protagonistas (agresores y víctimas) han sido cuidadosamente camufladas para no dar pistas sobre su identidad. De hecho, la distorsión llega hasta tal punto que uno no puede evitar sentir escalofríos al oír esas voces de adolescentes que suenan como la de la niña de El exorcista. Pero no conviene frivolizar sobre asuntos de esta enjundia y gravedad, máxime cuando uno se dedica a la enseñanza. Soy muy consciente de que el problema existe y de que el calvario puede ser terrible. No dispongo de cámara oculta para demostrarlo pero, créanme, lo veo a diario. Quizás no en sus aspectos más mediáticos y sensacionalistas, los que trascienden a los telediarios y a la prensa: los insultos, las vejaciones, las palizas, la humillación, el terror… Todo eso ocurre fuera de la vista de los docentes y equipos directivos, y a veces no aflora hasta que ya es demasiado tarde. Pero no hay más que observar cuidadosamente las dinámicas que laten dentro de un aula para darse cuenta de que la enseñanza está dominada por matones, y de que una mayoría de alumnos que desean obtener provecho de las clases son rehenes de una minoría de saboteadores profesionales, auténticos expertos en el desorden y la burla, y muchas veces también en la violencia. Tengo que reconocer que yo mismo, como profesor, me siento a veces un mero rehén de esos indeseables. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/2/2017

Oír la radio


Esta semana se ha celebrado el Día Mundial de la Radio, tema socorrido donde los haya para escribir un artículo para salir del paso. Pero les doy mi palabra de que para mí la radio es importante. Es cierto que apenas oigo otra cadena que RNE (Radio 1, en concreto). No soporto esas cadenas de locutores anfetamínicos y éxitos latinos encadenados. Ni siquiera disfruto de las emisoras que emiten temas clásicos de rock. Me gustan Dire Straits y los Stones como al que más, pero prefiero oírlos cuando a mí me apetece, a mi aire y en mis tiempos. Para mí la radio es fundamentalmente palabra. Una voz en la soledad. Empecé a escucharla en la época en que me encontré solo por primera vez. La oía en la cocina, sobre todo. Me acostumbré a enterarme de la actualidad por lo que entonces se llamaba todavía el Dario hablado. Sin darme cuenta les puse caras a los locutores y era como si se sentaran conmigo cada día a la mesa. Por las noches, durante la cena, me dio por escuchar Radiogaceta de los deportes, aunque jamás me gustó el fútbol y sigue sin interesarme. Pero me fascinaba la emoción con la que aquellos profesionales (me acuerdo muy bien de Juan Manuel Gozalo) trasmitían la actualidad deportiva. Luego nació mi hijo, y mientras le daba de cenar sentado en su trona, ambos oíamos El ojo crítico, con cuya sintonía llegué a inventar una extravagante coreografía que hacía que el crío se partiera de risa. En las mañanas de los fines de semana me acostumbre a oír No es un día cualquiera, y me declaro un fan absoluto de Pepa Fernández y de sus magníficos colaboradores. No, no es verdad aquello de que el vídeo mató a la estrella de la radio. Las cosas mejores de la vida se resisten a desaparecer.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/2/2017

Ring, ring


El chascarrillo de la semana ha sido sin duda la llamada entre Trump y Rajoy del martes pasado (“Riiiiing.” “¿Diga?” “¿Marianou Rahoy?” “Sí.” “Here Donald J. Trump, the president of the United States.” “Estoy contento con Movistar, graciash”). Lo cierto es que no sabemos quién llamó a quién, pero yo no me creo la versión del chiste. Resulta dudoso que Trump sienta el menor interés por conversar con el presidente de una nación que seguramente es incapaz de situar en el mapa. Como muchos de sus compatriotas, para Trump España debe de ocupar un territorio impreciso entre México y Argentina, tal vez tirando hacia la parte del Caribe. Un disparate absoluto desde un punto de vista geográfico que no lo es tanto desde la Historia y la cultura. Nos dicen en las noticias que Trump y Rajoy hablaron de las relaciones bilaterales, de seguridad y de economía. Y también que nuestro presidente se ofreció como mediador, aunque todavía no me he enterado muy bien entre quiénes, porque las versiones no coinciden. La conversación, sin duda de gran calado, duró unos quince minutos, de los que debemos descontar el tiempo necesario para que los intérpretes hicieran su trabajo, pues es sabido que ninguno de los dos mandatarios es un gran conocedor de la lengua del otro. Parece, en fin, que la famosa llamada debió de tener su gracia, y es una pena que Manuel Gila nos abandonara hace años, pues sin duda le habría sacado punta al asunto. Lo que seguramente Rajoy olvidó recordarle a su colega es que, a pesar de nuestra situación transatlántica con respecto a los EE UU, este país se encuentra al otro lado de ese dichoso muro que Trump pretende levantar a semejanza del que los nazis construyeron en torno al gueto de Varsovia. Ese es nuestro lugar natural. A él nos debemos. Y de ahí deberían partir nuestras relaciones bilaterales a partir de ahora.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/2/2017