La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 28 de febrero de 2014

El bazar chino


El lunes pasado acudí al bazar chino que hay enfrente de mi casa para comprar una botellita de típex. «Típex, corrector», le dije al dependiente, quien me respondió con una sonrisa tan generosa en dientes como parca en entendimiento. Traté de explicárselo por mímica, pero él perseveró en su sonrisa chinesca sin brindarme la menor indicación. Finalmente, cuando ya estaba a punto de desistir, el risueño joven trazó un vago además en dirección al fondo del local. Justo antes de alejarme hacia donde él me señalaba, creí sorprender en su semblante un gesto avieso al estilo de Fumanchú, pero lo atribuí a mis prejuicios y a la incapacidad de los occidentales para descifrar la gestualidad asiática.
Al fondo del local había una puerta que quedaba oculta entre colgadores y estanterías, puerta que daba acceso a otra dependencia de la tienda, más grande todavía que la primera. Un rápido vistazo me reveló que toda aquella sección estaba dedicada a los envases, botellas y recipientes de todo género. De hecho, me topé con un estante que soportaba un gran variedad de lo que solo podían ser urnas funerarias, aunque me abstuve de abrirlas o incluso de tocarlas, no fuera a tratarse de un altar religioso dedicado a honrar la memoria de los antepasados. Lo que no vi fue ni el típex que buscaba ni nada que pareciera material de papelería, y tampoco a ningún dependiente que me indicara por dónde reanudar mi búsqueda. Había dos umbrales enfrentados al fondo de la estancia. Elegí el de la derecha notando que mi ánimo empezaba a flaquear.
Toda aquella sección estaba dedicada a la venta de esos gatos de la suerte que mueven la pata izquierda como intentando atraer la fortuna para su dueño. «Maneki-neko», rezaban varios rótulos repartidos por las estanterías. Los había de todos los tamaños y colores. Algunos eran más grandes que un gato adulto y bien alimentado. Otros apenas superaban los tres centímetros. Pero lo sorprendente era que todos movían la pata en perfecta sincronía, lo que creaba una especie de efecto hipnótico que me obligó a sacudir la cabeza para despejarme. Casi oculta en un rincón, encontré a una diminuta chica oriental que parecía salida de un tebeo manga. «¡Típex, típex!», grazné. Ella me respondió con una mirada perdida en el vacío y movió su brazo izquierdo siguiendo el ritmo que marcaban los gatos. Por último, susurró «Maneki-neko». Y eso fue todo.
En la sección siguiente la sensación de realidad se acentuó hasta un extremo casi delirante. De pronto me encontré en una especie de tienda de antigüedades orientales. Entre la penumbra y las nubes de incienso, distinguí grandes jarrones decorados con lotos y sauces, biombos, budas dorados, figuras de tigres y dragones… Tras el mostrador, un anciano ataviado con túnica fumaba parsimoniosamente de una larga pipa. Ante él había un cofre del que vi asomar una criatura peluda de grandes ojos y orejas puntiagudas. «Mo-wai», me informó el anciano con una mirada inmóvil y sin vida, como la de una figura de jade.
Las siguientes estancias resultaron más convencionales, y los objetos a la venta eran la quincalla habitual de este tipo de establecimientos. Lo extraño era la ausencia total de clientes y de personal y, sobre todo, las dimensiones desmesuradas de aquel comercio, que parecía prolongarse hasta el infinito sección tras sección. «¿Es que acaso he penetrado en algún tipo de universo paralelo made in China?», me pregunté. «¿Quizás todos los bazares chinos del mundo estén comunicados entre sí formando un único y endiablado laberinto?» Pero la gran sorpresa fue encontrarme de repente en una especie de gran comedor decorado con motivos orientales. Todas las mesas estaban abarrotadas de comensales que devoraban arroz y cerdo agridulce a gran velocidad. Sus trinos y gorjeos inundaban el comedor como una especie de sinfonía atonal. Por supuesto, todos ellos eran orientales, como la anciana que se acercó hasta mí con una bandeja. «¡Típex, típex!», le supliqué. Pero ella me señaló el contenido de la bandeja, que no era otro que esas galletitas en forma de lazo que al romperse revelan un mensaje. Tomé una de ellas y la partí. El mensaje estaba escrito en chino y me resultó indescifrable, lo cual me reconfortó. «¿Cómo se sale de aquí, buena señora?», le espeté a la anciana, quien no dio muestras de entenderme. Entonces tuve la ocurrencia de usar el traductor de mi smartphone. «Dang ni likai zheli?», pronuncié trabajosamente. Ella sonrió, depositó la bandeja sobre una mesa y chasqueó los dedos.

De repente me encontré ante la puerta de un bazar chino, pero no el mismo al que había entrado al principio, sino otro que se encuentra en el otro extremo de la ciudad. Tuve la sensación de que habían transcurrido muchas horas desde el comienzo de mi pesadilla oriental, pero un vistazo al reloj me reveló que solo habían pasado cinco minutos. Entonces, ¿por qué tenía tanta hambre? Me debatí con esta y otras preguntas mientras masticaba los trozos de una galleta de la fortuna que encontré en el bolsillo. Compré el típex de regreso a casa en una anodina papelería occidental. Sé que algún día volveré a aventurarme en el bazar chino. Pero todavía no estoy preparado.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/2/2014

viernes, 21 de febrero de 2014

WTF


En los mentideros de internet se ha acuñado la expresión WTF movies. WTF son las iniciales de “what the fuck!”, que es lo que los angloparlantes no muy refinados exclaman cuando el significado o propósito de algo se les escapa por completo. De este modo, las WTF movies serían aquellas películas que nadie o que casi nadie entiende. Partamos de la base de que no toda obra (ya sea literaria, plástica o musical) tiene por qué ser necesariamente accesible a todo el mundo. El lenguaje del arte se aprende poco a poco, y nadie que consuma únicamente cine comercial puede aspirar a disfrutar con una película de Bergman (mientras que lo contrario sí que es posible). Con todo, sigue existiendo una categoría de películas a las que ni el más avezado cinéfilo es capaz de hincarles el diente, salvo que la pedantería o el miedo a hacer el ridículo lo lleven a mentir como un bellaco. Estas serían las WTF, de las que me dispongo a realizar mi propia y particularísima lista.
En el número uno, la que para mí siempre será la WTF por antonomasia: el clásico de Stanley Kubrick 2001, una odisea del espacio, especialmente su tramo final. Muy pocos de los que vieron la película en su momento (ni los propios actores) entendieron qué demonios era el monolito ni qué perseguía la misión de la Discovery. Pero cuando el astronauta Bowman abandonó la cápsula y empezó a ver luces psicodélicas por doquier, la historia adquirió unos tintes más propios de un concierto de los primeros Pink Floyd que de una cinta de ciencia ficción. Como curiosidad, sepan que la historia está basada en un relato de Arthur C. Clarke titulado El centinela. Clarke y Kubrick trabajaron simultáneamente en el guión de la película y en la novelización de ese guión, lo que resulta muy lógico en vista de los resultados. Todo lo que en la película tiene de oscuro, ambiguo y simbólico, la novela lo explica a la perfección, por lo que la segunda no deja de ser el manual de instrucciones para comprender la primera, la guía imprescindible para cualquier espectador curioso.
De hecho, no estaría nada mal que en algunas películas, junto con la entrada, se entregara una guía o esquema que permitiera al espectador una comprensión cabal. Mucho mejor eso que tener al lado a un listillo que se pasa toda la proyección explicándole la película a su novia. A mí esto me habría venido muy bien para comprender la trama de Origen, de Christopher Nolan, en la que me quedé a dos velas a partir del minuto 20 de metraje. Comprendí que la historia relataba una misión en la que una especie de hackers del universo onírico se introducían en los sueños de un magnate para obligarlo a tomar cierta decisión financiera. Por desgracia, la cosa no quedaba ahí, porque una vez dentro del sueño se iban zambullendo en otros sueños, cada vez en un nivel más profundo. Alertado como estaba, y ante la insistencia de mi amiga de ver la cinta en DVD, dediqué un largo rato a descifrar el argumento gracias a la amplia sinopsis que se puede leer en la Wikipedia. Ni que decir tiene que quedé a la misma altura que el listillo antes mencionado, el que le explica la película a su novia.
Christopher Nolan es también el responsable de Memento, una de las películas de argumento más endiablado de la historia del cine. El protagonista es un tipo cuya esposa ha sido asesinada. Él mismo ha sufrido una lesión cerebral que le ha provocado un curioso tipo de amnesia: le resulta imposible almacenar nuevos recuerdos. Mientras avanza en la investigación que le conducirá al asesino de su mujer, el protagonista se ve obligado a tatuarse los hechos que va descubriendo antes de que se le olviden. Para complicar todavía más la trama, la historia está contada al revés, y se va remontando desde su desenlace hasta sus primeros compases. Dudo que nadie haya sido capaz de entender semejante galimatías sin sufrir, al igual que el protagonista, un daño cerebral severo
Pero sin duda hay un rey del género WTF, que no es otro que el norteamericano David Lynch, cuyos guiones para cintas como Mulholland Drive o Carretera perdida son dignos de una pesadilla kafkiana. Cabeza borradora, primer largometraje de Lynch, entraría más en la categoría de alucinación filmada que en la de película propiamente dicha. La sombra de Buñuel es alargada.
Aunque tal vez el error esté precisamente en aspirar a comprenderlo todo. En sus consejos a los actores, Hamlet les advierte que su arte debe consistir en sostener un espejo ante la naturaleza, con lo que no hace sino repetir el precepto aristotélico de mímesis. El arte debe reflejar la naturaleza, y la naturaleza es caos, sobre todo nuestra naturaleza interior, el contenido de nuestra mente y de nuestros sueños. Aquello que resulta demasiado fácil de comprender, lo que no exige el esfuerzo del que lee o del que mira, tal vez peque de evidente y, por tanto, de trivial. En cambio, las zonas de penumbra bullen de misterio y de significados. Quizás debamos estarles agradecidos a todos estos cineastas por no exponer a la luz todos sus misterios. Excepto a Julio Médem, a quien solo le debemos gratitud por no haber realizado ninguna película durante todo el año pasado, como nuestro paisano Ernesto Sevilla recordó en la última gala de los premios Goya.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/2/2014

lunes, 17 de febrero de 2014

Así nos va


El lunes pasado saltó a los medios la noticia de que Vodafone estaba interesada en hacerse con ONO. Al final, parece que ONO rechaza la oferta y mantiene su salida a Bolsa, aunque tal vez esto no sea más que una treta para hacerse querer y aumentar los beneficios de la operación. A mí todo esto me recuerda al argumento de una película de terror. Igual que ocurre en Pesadilla en Elm Street, de pronto uno descubre que no hay lugar donde esconderse, porque Freddie Krueger te acabará pillando vayas donde vayas. Como tantos otros, yo he cambiado un par de veces de compañía, pero las implacables multinacionales no desisten de volver a atraparme en sus redes. Parafraseando el famoso chiste, “hijo mío, date por jodido”.
Cualquier ciudadano que haya intentado darse de baja de una operadora de telefonía, conoce bien el significado de las palabras “desesperación” e “impotencia”. Mi amiga, sin ir más lejos, pasó por ese trance hace unos pocos meses, lo que me dio ocasión de asistir al proceso como testigo privilegiado. Fueron sesiones interminables al teléfono en las que se vio obligada a gritar como una posesa para navegar por el menú de voz, que solo parecía entender las opciones si se pronunciaban con acento del barrio de Salamanca y con un volumen por encima de los ochenta decibelios. Luego vinieron las musiquitas y las locuciones. Y por fin un paseo virtual por toda América Latina gracias a las cantarinas voces de los teleoperadores, que no concebían siquiera la posibilidad de que alguien fuera tan insensato como para abandonar los servicios de su compañía. Por cierto, todo esto ocurrió como resultado de un cambio de domicilio que precisaba un traslado de la línea fija y del ADSL. Le dieron para ello un plazo mínimo de tres semanas, cuando darse de alta en el mismo servicio suele realizarse de un día para otro. Pero las empresas de telefonía vienen a ser una alegoría moderna del infierno, y siempre resulta mucho más fácil entrar en ellas que abandonarlas, incluso si no se ha contratado permanencia (Lasciate ogni speranza…). Tras un vía crucis de teleoperadoras sordas y de instrucciones contradictorias, vino la parte del soborno, en la que a mi amiga le ofrecieron los mismos servicios que estaba disfrutando hasta ahora, pero por la mitad de precio, lo que naturalmente le suscitó la pregunta de si hasta ese momento no la habían estado timando. Ante sus reiteradas negativas a quedarse, parecieron desistir y le explicaron el modo de obtener la ansiada baja del servicio: un fax que debía ser enviado en una determinada fecha y no en otra, lo que sin duda constituye todo un alarde de flexibilidad y servicio al cliente. Pero no terminaron aquí sus zozobras, porque a pesar de que el fax se envió en la fecha exigida, la compañía le sigue reclamando un recibo y amenaza con incluirla en una lista de morosos. Como se decía antes, “la bolsa o la vida”.
Obstruccionismo, opacidad, soborno y coacción. Estos son los pilares del filibusterismo comercial que se gastan las grandes operadoras de telefonía en nuestro país. Tal es así que uno no puede evitar sentirse como esos abuelitos fachas que sienten nostalgia del franquismo, y recuerda con agrado aquellos tiempos en que solo existía Telefónica y todos los teléfonos descansaban sobre una mesa o estaban atornillados a la pared. Las reclamaciones se amontonan en las organizaciones de consumidores, pero las operadoras ni se inmutan, y así viene ocurriendo desde hace años sin que los gobiernos parezcan capaces de crear una legislación que ampare a los ciudadanos contra tanto abuso. Pero ¿por qué?
En este punto solo caben conjeturas, y yo he desarrollado una teoría que puede ser tan buena como cualquier otra. Se basa en el mito infantil del “Coco”, pero también podríamos denominarla “la teoría del chivo expiatorio”. Un país entero se siente saqueado, traicionado, abandonado a su suerte. Las leyes favorecen a quienes menos lo necesitan y dejan desprotegidos a los más débiles. La población se enfada. Por eso hacen falta cocos y espantajos como las operadoras de telefonía móvil y las eléctricas, a las que se les permite campar a sus anchas, como señoritos en su cortijo. Busquemos villanos para que los auténticos villanos queden en segundo plano. Sigamos jurando en arameo cuando nos llegue el recibo del móvil, sigamos ladrándole a la teleoperadora cuando se nos ocurra cambiar de compañía. Sigamos despotricando sobre los que nos roban de forma tan descarada. A ellos les da igual, porque saben que su posición es segura y que no tendrán que rendir cuentas. Pero la auténtica puñada, la que nos dejará secos, siempre vendrá por otro sitio. Lo comprenderemos al pagar los impuestos, al tratar de crear una empresa, cuando enfermemos y necesitemos un tratamiento costoso o una operación, cuando perdamos nuestro empleo, cuando nuestros hijos lleven un mes sin clase de una asignatura porque su profesor está enfermo, cuando el banco ejecute nuestra hipoteca y nos deje en la calle, cuando comprobemos que hemos perdido libertades y derechos que ya creíamos consolidados. Pero hasta entonces nos preocupa mucho más que el ADSL no nos dé ni la mitad de las megas que nos habían prometido. Así nos va.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/2/2014

lunes, 10 de febrero de 2014

Oh beautiful America




En el partido final de la liga de fútbol americano (la Superbowl, vamos) ha causado un gran revuelo el anuncio de Coca-Cola. Parece que en ese gran espectáculo televisivo el deporte es lo de menos, y lo que realmente atrae a los televidentes es el morbo de quién va a dar la nota este vez, ya sea en los anuncios o en las actuaciones musicales. A título de ejemplo, el anuncio de Pepsi de 2011 mostraba a una pareja en la que el hombre era sistemáticamente sojuzgado por su esposa, y terminaba con una chica herida por el impacto de una lata del refresco arrojada por la susodicha. Todo un canto a la misoginia. En 2004, Justin Timberlake descubría el pecho derecho de Janet Jason (con el pezón tapado, eso sí) y se armaba también la de San Quintín. Es como si no se concibiera una Superbowl sin escándalo, ya que es lo que los anunciantes persiguen y lo que el público espera. Y no solamente el público norteamericano, porque las cosas de allí resuenan en todas partes. Especialmente ahora, con ese mentidero global que son las redes sociales echando humo a la menor idiotez. Pero volvamos a la cuestión del anuncio de Coca-Cola, pues creo que de ahí podemos extraer algunas conclusiones interesantes.
El spot comienza como uno de esos antiguos anuncios de Marlboro, con la consabida imagen del cowboy que recorre a caballo los bosques de algún paraje del salvaje Oeste. Luego vemos montañas y lagos. Pero el resto de las imágenes nos muestran a personas, gente de todas las razas, etnias y minorías habidas y por haber. Vemos a negros, asiáticos, judíos, musulmanes, latinos… Pero aún es más significativo el fondo musical del anuncio, en el que una voz femenina interpreta America, The Beautiful, que viene a ser el himno extraoficial de los EE UU, el que nunca falta junto al Star Spangled Banner en cualquier ceremonia a la que se quiera dar un aire patriótico, algo que allí es muy común aunque por aquí resulte un poco ridículo. Si recuerdan la toma de posesión de Obama, fue Beyoncé la que se encargó de interpretar la cancioncita, cuyo estribillo dice algo así como “¡América! ¡América! Que Dios derrame su gracia sobre ti y corone tu bondad con hermandad, desde el mar al radiante océano”. En fin, una especie de mezcla entre la grandilocuencia patriotera del Cara al sol y la gazmoñería santurrona del Venid y vamos todos.
Se preguntarán dónde está el escándalo, pues todo lo dicho hasta ahora suena normal para los estándares de allá y muy correcto políticamente. Verán, resulta que me he guardado un par de ases en la manga. El primero es que el himno no estaba cantado en inglés. Solamente la primera y última frase eran las originales. El resto estaba interpretado en varios idiomas de los que se suelen relacionar con minorías étnicas en aquella nación: hindú, árabe, tagalo y hasta español. Por otro lado, durante unos segundos la imagen nos muestra una pareja gay (¡e interracial!) que lleva a su hija a patinar sobre hielo. La intención del anuncio era dar una imagen de los EE UU como una nación abierta a todos los pueblos del mundo, un paraíso multirracial y multicultural, con armonía, libertad y justicia para todos. “¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres, a vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad”, se lee en el pedestal de la Estatua de la Libertad, precisamente el espíritu que se quiso transmitir en el anuncio de Coca-Cola de la Superbowl.
Pero las cosas no son ya lo que fueron, o quizás nunca lo hayan sido, pues lo cierto es que el supuesto mensaje de concordia, tolerancia y fraternidad sentó como un tiro en ciertos sectores de la sociedad norteamericana. Los hubo que exigieron que se hablara en inglés y los que, irónicamente, dieron las gracias a la compañía Coca-Cola por mancillar su himno nacional. Incluso surgieron voces que llamaron a un boicot contra la empresa por semejante infamia. Nadie duda de que los cabestros proliferan por todas partes. Cierto amigo mío norteamericano afirma que solamente en el estado de Tejas hay más paletos que en toda la Unión Europea, lo que resulta muy difícil de demostrar, pero no deja de resultar interesante al ser la opinión de un nativo. Pero vayamos sacando conclusiones. ¿Qué es lo que evidencia esta ola de protestas y ataques contra un anuncio que únicamente pretende actualizar el mensaje de la canción América, la hermosa? Sencillamente que el resultado conseguido ha sido el opuesto del que se pretendía. No en vano el anuncio ha sacado a relucir la cara más fea de los Estados Unidos, la de la intolerancia, la del racismo, la del odio y el miedo hacia lo extranjero (especialmente si es de piel oscura y además musulmán). La cara del Tea Party, de la Asociación Nacional del Rifle, la del republicanismo más exacerbado. Pero hay algo que aún me preocupa más, porque los EE UU no dejan de ser una gran caja de resonancia, y cuando América estornuda el mundo entero sufre una pulmonía. Y si allí los conservadores sacan pecho, aquí tenemos a Gallardón y sus leyes trasnochadas, y los recortes en protección a los más desfavorecidos, sanidad y educación, y la injusticia social galopante. Quizás no sea descabellado establecer correlaciones entre lo que ocurre en ambas orillas del Atlántico. Quizás todo el mundo occidental, con los EE UU como abanderado, esté experimentado una regresión hacia situaciones que creíamos superadas para siempre. Quizás.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/2/2014

martes, 4 de febrero de 2014

La orla de este curso


Acaban de hacerme una foto para la orla de este curso. Me refiero a la orla de mis alumnos de 2º de Bachillerato, los que abandonan el instituto en junio. No acabo de entender muy bien por qué nuestros alumnos se empeñan en que las fotos de los profesores aparezcan encima de las suyas. Supongo que en estos casos la tradición es la que manda, porque de otro modo no se explica que les apetezca conservar las imágenes de quienes les hemos estado haciendo la pascua durante años, frustrando sus ansias de libertad, exigiéndoles infinidad de tareas y de ingratas horas de estudio y, para más inri, aburriéndolos con peroratas muy alejadas, en la mayoría de los casos, de sus intereses reales. El día de la foto para de orla ellos bien ataviados para la ocasión: camisa blanca y corbata oscura, tanto chicos como chicas, y una beca azul con un escudo que reproduce la inconfundible fachada del instituto. Los profesores, sin embargo, venimos vestidos como todos los días. A mí hasta se me ha olvidado traerme el peine y la foto que me han tomado me muestra más bien desaliñado. Me han ofrecido la posibilidad de reutilizar la foto que me hicieron el año el año pasado, pero he preferido actualizar mi imagen, a pesar de que el contraste con los chicos, tan guapos y arreglados para la foto, me deja en bastante mal lugar. Con todo, prefiero que la orla de este año me muestre como soy. No tiene sentido anclarse en el tiempo, ni siquiera un solo curso. Lo más digno es dejarse llevar mansamente por la corriente de los años, dejarse envejecer sin ofrecer resistencia.
En las paredes de la sala de profesores de mi instituto cuelgan las orlas de varias promociones. La más antigua es del curso 1983-84. Por entonces yo tenía veinte años y no hacía mucho que había dejado este lugar como alumno. También están las orlas de las dos promociones siguientes. Luego hay un salto de varios años hasta el curso 1996-97, en la cual ya aparezco entre los profesores. Y también en todas las siguientes. Muchos de los compañeros que se retrataron conmigo ya no están. La mayoría se han jubilado. Algunos incluso han fallecido (Elías, Vicente, Josefina, Victoria, Javier, José Antonio…). Si repaso mis fotos de las orlas de forma sucesiva, es como si estuviera viendo una de esas películas denominadas “time lapse”, en las que horas, días o meses se contraen en unos pocos segundos. En el lapso de un parpadeo, observo cómo me voy convirtiendo en el que soy ahora. Tenía 26 años cuando empecé a dar clase en este centro. Ahora acabo de cumplir los 50. Esas pequeñas fotos son el mejor testimonio de mi paso por este instituto centenario, mi pequeña aportación a una labor en la que hemos participado miles de alumnos y de profesores, y que nos ha llevado hasta dónde estamos ahora. Pero ¿qué lugar es este en el que nos encontramos?
La LOMCE empieza a implantarse el próximo curso. Una reforma educativa más que ha sido precedida por recortes y despidos. Muchos compañeros tienen miedo de perder una plaza que les ha costado el esfuerzo de muchos años de carretera, la incertidumbre de varios concursos de traslados. Otros compañeros, aún menos afortunados, se enfrentan al terrible horizonte del desempleo. Los partidos políticos siguen empeñados en este juego absurdo de arreglar la educación a golpe de BOE sin atacar la raíz del problema, y mientras estos reforman lo que ya se reformó, los otros amenazan con contrarreformar lo que ahora se reforma. La Educación para la Ciudadanía y las clases de Religión, asuntos que en los institutos preocupan muy poco, se convierten en una cuestión de Estado, pero nadie se molesta en preguntar a los profesores (únicos y auténticos profesionales involucrados) por qué las cosas funcionan mal y qué se puede hacer para arreglarlas. De modo que aquí estamos, a punto de embarcarnos en una nueva reforma que no arreglará nada, unas siglas vacías que se mezclaran con todas las anteriores en esa gran sopa de letras en la que naufraga la educación española.

Pero algo me consuelan los días como el de hoy, cuando viene el fotógrafo para tomar las fotos para la orla, que en realidad no es otra cosa que una gran foto de familia. Porque la esencia de la educación no son las leyes ni las reformas ni los políticos que las promulgan y las derogan. La esencia de la educación está en esa orla que hoy se forma con las fotos de todos, y en esas otras orlas que me rodean en la sala de profesores de mi instituto: caras jóvenes que cambian de un año para otro, caras no tan jóvenes que permanecen, que se transforman y que un día desaparecen, pero que van dejando un poso, un sedimento en el que alienta el deseo de hacer las cosas lo mejor posible, a pesar de los vaivenes políticos y de los recortes presupuestarios. Ellos y nosotros, alumnos y profesores, los que trabajamos día tras día con la mirada puesta en el futuro. Esta marea de caras y de nombres representa a quienes de verdad tiramos del carro de la educación en nuestro país. Y tampoco pedimos tanto a cambio. Solamente que nos dejen hacer nuestro trabajo con tranquilidad y con dignidad, y que, si no hay inconveniente, nos permitan volver a retratarnos en la orla del año que viene.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 31/1/2014